¿Usted no le conoció?, lástima. ¿Y al cura? No me refiero a ningún cura, sino a uno al que llamábamos Cura. Incluso a mí me dejaba llamarle Cura, aunque yo era mucho más joven que él. Era soldador. Trabajamos juntos en una obra. Se me ha ocurrido que si recordamos a algún conocido común, quizá podamos averiguar dónde nos hemos visto usted y yo, si en un lado o en otro, o en tal o cual año. A menudo me viene a la memoria algún conocido mío y enseguida me lleva a recordar a otro, y éste a otro y así. Y le aseguro que a veces me cuesta creer que haya conocido a éste o a aquél, pero si ellos recuerdan haberme visto aquí o allá, en tal o cual año, pues sin duda debimos de conocernos. Una vez incluso resultó que con uno de ellos había tocado en una orquesta, él el trombón y yo el saxofón. Murió ya. Sí, los conocidos pueden llevarnos a no se sabe dónde, incluso allí donde uno desearía no haber estado nunca.
Cuando vivía en el extranjero, alguien me contó que había conocido a dos hermanos que habían luchado en una guerra civil en bandos opuestos. ¡Hermanos en bandos opuestos! Ya se puede imaginar, enemigos tan encarnizados como la propia guerra. La gente se mataba como si quisieran ahogarse en sangre unos a otros. Bien sabe usted que las guerras civiles son mucho peores que otras. No hay odio más fuerte que el que engendra la cercanía. Así que cuando acabó la guerra siguieron siendo enemigos. Vivían en el mismo pueblo, pero ni dejaban a sus mujeres que se encontraran, ni a sus hijos que jugaran juntos. Por supuesto entre ellos nunca cruzaban palabra, aunque eso sí, iban siempre al mismo bar. Bueno, en realidad era el único bar del pueblo. Se sentaban en mesas diferentes, bebían cerveza, leían el periódico. Si había sólo un periódico, el que lo leía lo dejaba en el sitio de donde lo había cogido, aunque tuviera más cerca la mesa del hermano, y lo mismo hacía el otro si lo leía primero.
El que primero terminaba de leer no se marchaba del bar, sino que seguía bebiendo cerveza, como esperando a que el hermano acabara de leer. Iban casi a diario a la misma hora más o menos, como si supieran cuándo tenían que llegar. Se bebían la cerveza, leían el periódico, este después de aquel o aquel después de éste, y cuando se les terminaba la cerveza de la jarra se marchaban, ya fuera este después de aquel o aquel después de éste. Y no ocurrió nunca que alguno bebiera más rápido y se fuera. No necesitaban mirarse, les bastaba con ver la cerveza que les quedaba en las jarras. O quizá como eran hermanos llevaban el mismo ritmo, no sé. En todo caso bebían a la par. Ésa sería la prueba de que seguían siendo hermanos, porque lo que es el diálogo entre ellos, lo mató la guerra.
Pasaron los años, envejecieron, uno encaneció, el otro se quedó calvo, pero seguían yendo al mismo bar, uno en una mesa, el otro en otra, bebían cerveza, leían el periódico, lo dejaban en el sitio de donde lo habían cogido… Ya tenían que ponerse gafas para leer y andaban con más dificultad, pero ninguno de los dos le daba el periódico al otro cuando terminaba de leerlo. Acababan la cerveza, salía el uno y enseguida se iba también el otro. Y en todos esos años, ninguno fue capaz de decirle al otro:
—Toma, el periódico.
Quizá habría bastado esa frase. Quién sabe si sólo con esa frase no se habrían dicho todo lo que no se habían dicho en años. Ya lo creo, en una frase se pueden resumir muchas cosas. Se puede resumir todo. Se puede resumir una vida entera. Con una frase se mide el mundo, como dijo el filósofo. Ese mismo, sí. Quizá durante nuestras vidas decimos tantas palabras para que se pueda ir moldeando esa frase. ¿Cuál? Cada persona la suya, una que pudiera decir en momentos de gran desesperación sin mentir. Al menos sin mentirse a sí mismo.
¡Si hubiera conocido usted al Cura! Claro, al soldador. No sabría decirle. Ni siquiera recuerdo su nombre. Cura le decíamos todos, su nombre y su apellido se perderían por el camino. ¿Sabe? Le miro a usted y como que tiene cierto parecido con él. Se lo juro. Hay algo en su perfil, o en sus ojos quizá, no sé, pero me recuerda a él. Bueno, según me le imagino a usted en sus años mozos, claro, porque él entonces aún era joven. Bastante mayor que yo, pero yo entonces no era más que un muchachuelo. Era la segunda obra en la que trabajaba, en la primera estuve menos de un año. Cuando ha levantado usted así la cabeza me ha parecido verle a él en persona. Deje un momento de desvainar, que le mire. Tiene usted manos tranquilas, y sus rasgos son más finos. En fin, no sé. Quizá un poco.
¿Que por qué Cura? Porque estuvo tres años en un seminario preparándose para cura, aunque al final renunció. Eso no me lo dijo. Sé que conservaba la sobrepelliz, la estola y el Nuevo Testamento. Lo guardaba todo en una maleta aparte, cerrada con llave, aunque en obras como aquella raro era que no le abrieran a uno la maleta para echar una ojeada dentro, y más aún si estaba cerrada con llave. Antes de dormir siempre se arrodillaba delante de la cama y rezaba un buen rato, y no dejaba pasar ni un domingo sin ir a misa, así que aquella maleta resultaba de lo más tentadora. A menudo se trabajaba también los domingos, si el plan de la obra no se estaba cumpliendo, pero para él la misa era lo primero. Eso le costó más de un disgusto, claro, le sancionaban o le quitaban las primas. En las reuniones le echaban en cara que por culpa de tipos así no se cumplía el plan, que había demasiados creyentes en la obra y le tomaban como ejemplo. De todas formas no era el único. En esa época trabajaba toda clase de gente en las obras, eran como escondrijos, así que si hubieran despedido a todos los que eran como él o parecidos, se habrían quedado sin obreros. Y especializados no digamos, ni uno habrían tenido. Él era uno de los mejores soldadores, quizá el mejor, quién sabe. Todos los soldadores acudían a él a pedirle consejo. Y muy buen trabajador. Si había que terminar alguna tarea urgente, no dejaba la obra aunque tuviera que echar la noche. No bebía, no fumaba, no iba de juerga, evitaba a las chicas. El tiempo libre lo dedicaba a leer. En ese sentido era una excepción, porque todos los demás bebían en sus horas libres. Decía que incluso antes de dormir, por muy molido que estuviera, necesitaba coger un libro para leer un par de páginas. En una ocasión subí al andamio para hablar con él y me dijo que sólo gracias a los libros las personas no olvidan que son personas. En todo caso, él no podía vivir sin libros. Los libros también son un mundo, y además un mundo que cada persona elige, no nace en él.
Me animaba continuamente a que leyera y terminé haciéndole caso. Pensé, por probar no me va a pasar nada, y como el hombre me caía bien pues… Ya antes me había preguntado si no me gustaría leer algún libro, pero me excusaba diciendo que no tenía tiempo, que si esto, que si lo otro. Al final, por no hacerle un feo le pedí que me trajera uno. Tenía unos cuantos, los llevaba en otra maleta, pero como no la cerraba con llave a nadie le daba por abrirla. Y así empezó todo. Después un segundo, un tercero… Luego me dijo que ya no tenía nada adecuado para mí, porque los que le quedaban me resultarían demasiado complicados, y entonces me acompañó a una pequeña biblioteca allí en la obra. Apenas si tendría unas pocas estanterías. Buscó y buscó hasta que escogió uno. Cuando lo leí, volvimos y escogió otro. Y así siguió, viniendo conmigo y escogiendo libros para mí. ¿Y sabe? Creo que después empecé a leer por mi cuenta para así honrar su memoria. Hasta tenía que leer un par de páginas antes de echarme a dormir, igual que él.
Es raro que usted no le conociera. En la construcción le conocían todos, era muy querido. Imparcial, siempre honesto, amable con todo el mundo. Con todos se paraba a hablar. Aunque tuviera prisa, al menos preguntaba qué tal esto o aquello. Y si a alguien le preocupaba algo en particular, nunca olvidaba interesarse por ello cuando volvían a verse. En caso de necesidad te podía dejar unos zlotys. Si aparecían por la obra perros o gatos, les daba de comer. Y no importaba lo alto que hubiera que trabajar, allí se subía él. La mejor prueba de lo buen soldador que era. La construcción se iba elevando y en lo más alto siempre estaba él. No se aseguraba, no se agarraba, y ni siquiera apagaba el soplete cuando iba de una soldadura a otra. Se movía por la obra como un equilibrista. Sepa usted que cuanto más alto se trabajaba, más experimentado debía ser el soldador.
A veces me veía desde lo alto cuando yo cruzaba por la obra y me pedía que subiera un momento. Si no tenía entre manos nada urgente subía. Le caía bien, no sé por qué. A su lado yo no era más que un mocoso. Decía que así él descansaba un rato, mientras hablaba conmigo. Pues sobre nada en particular. Me preguntaba si ya me había leído el último libro que habíamos cogido de la biblioteca, si me había gustado, qué me parecía. No lo hacía para comprobar si lo había leído, sino para ver si lo había entendido. Me mostraba cómo debía entenderlo, relacionándolo con otras cosas, con la vida, con el mundo, con la gente, con todo, y siempre decía alguna cosa sobre la que después yo me pasaba mucho tiempo pensando.
No hablábamos sólo de libros. Decía que nada más allí arriba, en lo alto, nos podíamos sentir personas. Eso era muy cierto, pero yo no lo comprendí hasta mucho más tarde. Lo normal era que abajo no se charlara mucho, porque el trabajo le perseguía a uno de la mañana a la noche o se andaba cabreado porque no habían traído algo o no se habían llevado algo y no se podía seguir. Si acaso tomando un trago con alguien, pero había que tener cuidado con quién se bebía, porque te podían denunciar. Aunque de todas formas te denunciaban incluso sin hablar, sólo por suspirar ya lo hacían.
Él mismo comentaba que en todas las obras trabajaba siempre subido a lo más alto, y había trabajado en tantos sitios que las alturas eran ya su medio natural. No es extraño que allí se sintiera más a gusto para charlar. Cuando acababa el trabajo y bajaba, lo que hacía era leer o dar de comer a gatos y perros, pero no tenía mucha amistad con nadie. Aun así, ya le digo que todos le querían. Trabajando allí arriba ganaba más, lógicamente, aunque él no lo hacía por el dinero.
Pues imagínese usted que un día, a la hora de la comida, nos llegó la noticia de que el Cura se había caído y se había matado. Unos decían que se había caído, otros que alguien le habría empujado. Hubo quien dijo que quería saltar y saltó, porque si no habría caído con el soplete y las gafas, pero él se había quitado las gafas y había soltado el soplete. Nunca supimos la verdad. Quizá la respuesta se escondiera en aquellas alturas. El edificio que construíamos andaba ya por el cuarto piso. Y bien alto cada piso, porque era para usos industriales. Y cuando uno se acostumbra así a las alturas, puede ser incapaz de desacostumbrarse, pero vivir se vive abajo. Con las alturas no se bromea, se lo digo yo. Todas las veces que subía a hablar con él, también notaba algo como que tiraba de mí hacia abajo o a subir más arriba.
Pero en mi opinión la verdad se escondía en otro sitio. Había allí una muchacha. Trabajaba en el comedor. No, hombre, qué va. Ya le he dicho que evitaba a las chicas. Se caían bien el uno al otro. Era considerado, amable, no como el resto de nosotros. A lo sumo elogiaba su trenza cuando le servía la sopa o el segundo, que qué bonita, que ya casi no se ven como ésas. Y es verdad que llevaba una hermosa trenza, mire, como mi muñeca de gruesa. Le bajaba por la espalda hasta la cintura. En el comedor todos la cogían de la trenza cuando pasaba con los platos.
Yo no. Yo no me atrevía. Además no hacía mucho que había llegado a la obra. Me servía la sopa o el segundo y ni la miraba, sólo de lejos. Todos los demás ya tenían confianza con ella. Y ella también estaba ya acostumbrada a que la cogieran de la trenza. No le voy a ocultar que me gustó desde el primer momento. Y ella se lo imaginó también enseguida. Una vez se acercó y me susurró al oído, cógela tú también y siéntela. No se la cogí. Pero decidí que de todas formas iba a ser mía. En cuanto se presente la ocasión, se lo digo. Mientras tanto no dejaba que se me notara. Ni siquiera le dije nunca ¡Qué guapa viene hoy, señorita Basia!, o Basienka, porque se llamaba Barbara. Los demás se lo decían todos a diario. Me servía el plato y le daba las gracias. Sólo eso. Pero otros parecía que no podían comer sin antes cogerle la trenza o al menos decirle qué guapa viene hoy, señorita Basia o Basienka.
A menudo vertía la sopa, porque aún no había dejado el plato en la mesa y alguno ya le tiraba de la trenza. Encima muchos tenían unas manos como dos suyas o mías, nudosas, fuertes. Y algún plato rompió intentando librarse de una de esas manos. Sí, sí, más de uno y de dos platos con sopa o con el segundo se rompieron por esa trenza suya. Y también cuando los recogía de las mesas.
Una vez, traía el segundo en una bandeja, si no recuerdo mal seis platos, y va uno y la agarra de la trenza, aunque ni siquiera era para esa mesa, sólo pasaba al lado. La bandeja se le resbaló de las manos y todos los platos se cayeron al suelo. La querían despedir al momento. Por suerte, el tío aquel tuvo la dignidad de pagar los platos y la comida desperdiciada. Después de eso tuvieron más cuidado y ya sólo cuando dejaba los platos en la mesa la agarraban de la trenza, porque si no habría roto hasta el último plato y no habría sido culpa suya. A no ser que su delito fuera la trenza. En mi opinión, no deberían trabajar chicas ni señoras demasiado bonitas en los comedores, y menos en obras como aquélla. Sí, claro, amables, simpáticas, pero no demasiado bonitas.
A veces se la enrollaba sobre la cabeza en forma de corona. Quizá de ese modo intentara defenderse, porque de qué otro modo podría defenderse teniendo una trenza así, que parecía pedir a voces que uno la agarrara y la sujetara al menos un momento. O lo mismo quería estar más guapa, a saber. Aunque yo creo que no le hacía falta estar más guapa. Pero sin la trenza aquélla parecía totalmente distinta, como inaccesible, altiva. Cuando servía la sopa o el segundo, parecía que le hacía a uno un favor. No me gustaba la corona ésa. Pensaba para mí, cuando sea mi esposa, le diré que prefiero la trenza. Con la trenza, cuando se le mecía sobre la espalda, parecía…, pues no sé cómo decirlo, pero parecía que acababa de venir al mundo.
¿Se sonríe usted? Le comprendo. Estoy chapado a la antigua, ¿verdad? Pero en aquel entonces era lo que pensaba. Aunque, si lo meditamos un momento, ¿no cree usted que llevamos dentro las mismas ideas que la gente ha llevado dentro siempre? A pesar de que el mundo cambie. A pesar de que nunca seamos iguales. O quizá finjamos ser diferentes para estar a la altura del mundo. Pero en nuestros anhelos más íntimos todos seguimos siendo los mismos, sólo que lo ocultamos ante nosotros y ante el mundo.
Además, dígame, ¿puede uno imaginar un peinado más bonito para una chica que llevar el pelo recogido en una trenza? Se sobrentiende que para hacerse una trenza así hay que tener un pelo bien recio, no como si fuera de tela de araña. Hay que tener un prodigio de pelo, que se decía cuando yo era pequeño. Al embalse vienen en verano muchas para el fin de semana o de vacaciones y también se ven a veces peinados bonitos. Pero mejor no acercarse a mirar, todas llevan el pelo teñido, a menudo de colores que el pelo natural no tiene. El pelo natural de cada uno es de un color distinto, ¿se ha fijado usted? Encima es como si los peluqueros les inflaran el pelo, con todos esos acondicionadores, champús, lacas. A uno le parece a veces que la cabeza es un ramo de flores. Pero de poder cogerlas de la cabeza, resultaría que no es más que un ramillete.
Algo malo pasa en general con el pelo de las personas. ¿No será una señal de que también empieza a ocurrir algo con el mundo? Al contrario de lo que se podría pensar, normalmente el comienzo suele ser difícil de advertir. No es frecuente que algo comience a partir de grandes cosas o grandes acontecimientos. Más bien son poco importantes, que muchas veces ni merece la pena prestarles atención, como el pelo de la gente, sin ir más lejos. O, por ejemplo, ¿no ha notado usted que cada vez hay más hombres jóvenes calvos? Y cada vez se quedan calvos antes. En mis tiempos todo joven tenía una buena mata de pelo.
Cuando se observa a la gente reparando sólo en el pelo, o, pongamos, sólo en los pies descalzos, como aquí en el embalse, o en las manos, en los ojos, en la boca, en las cejas, se ve a la gente de manera totalmente distinta que cuando se la observa en su conjunto, ya lo creo. Hay mucho que adivinar ahí. Mucho sobre lo que pensar.
Y justamente esa trenza suya fue el comienzo de lo que había de suceder. Sólo que nadie podía sospecharlo, siendo nada más que una trenza. Una trenza es una trenza. Lo único que hacía era tentar para que la agarraran y la sintieran. Aunque le aseguro que cuando alguna vez sin querer me rozaba la cara con la trenza mientras recogía la mesa, me cruzaba por el cuerpo un escalofrío, como si fuera la muerte la que me había rozado. Y eso que no me la imaginaba con otro peinado.
De todas formas, había algo extraño en ella. Porque cuando la cogían de la trenza siempre se ruborizaba, y tendría que estar acostumbrada ya. Con la cantidad de platos que había servido, durante tantas comidas como había habido desde el comienzo de la obra, tendría que estar acostumbrada. O si alguien la miraba a los ojos cuando dejaba el plato, también se ruborizaba. O le decía qué guapa viene hoy, señorita Basia o Basienka, y se ruborizaba. Siempre estaba guapa, pero se lo decían igual. Tampoco es que haya tantas palabras cuando se quiere decir algo agradable a una chica, y menos en un comedor, mientras le sirve a uno la sopa o el segundo, o al recoger los platos.
Hablando de las palabras, ¿no cree que algo ha sucedido entre el hombre y la mujer? Uno me dijo aquí un día que son innecesarias y están desapareciendo. Ya se sabe qué es un hombre, ya se sabe qué es una mujer, para qué incluir palabras. Verdaderas o no, sabias o no, hábiles o no, todas sin excepción conducen a lo mismo. Así que, ¿para qué?
A decir verdad, en la construcción tampoco es que la gente estuviera sobrada de palabras. No se usaban más que las que exigía la obra. Y ya se puede imaginar qué palabras solían ser. El trabajo te pisaba los talones, se pasaba por el comedor para acabar el almuerzo cuanto antes y volver al trabajo. Sucio, sudoroso, a menudo ni para lavarse las manos había tiempo. Encima, se sentaba uno a comer y ya había otros esperando a que la mesa quedara libre. ¿Dónde iba uno a aprender otras palabras? Qué guapa viene hoy, señorita Basia o Basienka, eso era todo lo que sabían decir algunos. Y sólo con eso ya se los tomaba por gente de mucha labia. Era más fácil cogerla de la trenza.
¿Que si alguno la amaba? No sabría qué decirle. Seguramente todos estarían dispuestos a llevársela a la cama. Pero amarla… Si era amor verdadero, ya sabe usted que el amor verdadero tiene pocas luces. Es difícil advertirlo, y más en una obra.
Aún no estaba terminado el edificio, tres cuartas partes a lo sumo, y tal como se había planificado empezaron a traer del extranjero el equipamiento. Enseguida llegó también el grupo de trabajadores que iba a instalarlo, entre ellos dos o tres de la empresa extranjera que enviaba el equipamiento. No esperábamos que de momento fueran a tener mucho trabajo, pero pronto se metieron en faena y de qué manera. Nos pidieron que dejáramos listo uno de los pisos cuanto antes y se pusieron a instalar algunas de las piezas. Por suerte para nosotros tuvieron que volver a tomar medidas, porque algo no les cuadraba, incluso cambiaron los planos, y eso nos permitió a nosotros ir cumpliendo con nuestros planes. Se pasaban el tiempo en dirección, intentando alcanzar algún acuerdo, discutiendo, que tenía que ser así y no asá, amenazando.
Sí, sí, era gente importante. Ingenieros la mayoría. Les asignaron todo un barracón para que vivieran. Y ya no lo llamaban barracón, sino pabellón. Por fuera lo enyesaron, por dentro lo pintaron, taparon las rendijas, cambiaron las ventanas, las puertas. Cada uno tenía habitación propia. A los que vivíamos en aquel barracón nos repartieron por alojamientos privados, en cada uno nos apiñábamos siete, ocho. Les compraron muebles buenos, camas amplias, y aparte de las camas también sofás-cama, sillones, armarios roperos, mesas, sillas, estanterías, mesillas, lámparas de noche, cortinas con visillos para las ventanas. Poca gente tenía en su propia casa lo que aquéllos en esas habitaciones. Y en cada una además radio, alfombra, espejo en la pared.
Cuando nosotros vivíamos en ese barracón, dormíamos en literas de hierro, había un armario para seis, cada uno podía colgar un traje como mucho, si es que lo tenía. El resto de las cosas se guardaban en maletas, debajo de las literas, o en cajas de tabaco o de galletas. A nadie se le ocurría pensar que nos pudieran poner cortinas en las ventanas, por no hablar de visillos. Muchas veces costaba conseguir que nos repusieran el jabón o nos cambiaran las toallas. Compramos un pedazo de tela de percal y por las noches la colgábamos de unos clavos delante de la ventana. O mire los espejos. Espejos sólo había en los lavabos comunes y casi todos partidos. Lo normal era que uno se tuviera que afeitar o peinar frente a un espejo roto, o por ejemplo, si uno quería sacarse un grano o hacerse el nudo de la corbata los domingos. O simplemente si uno se miraba en el espejo, parecía que estaba formado por trocitos rotos, igual que el espejo. Separaron una parte de las mesas del comedor para ellos, junto a las ventanas. Y ya podían llegar lo tarde que quisieran, que aquellas mesas les esperaban libres. Nadie osaba sentarse allí. Más de una vez todas las demás mesas estaban ocupadas y aunque uno tuviera prisa, porque hubiera dejado a medias un trabajo urgente, tenía que esperar a que alguien terminara. Y aquellas mesas, libres. Y muy a menudo no uno ni dos, sino varios de nosotros esperando allí de pie, pegados a los que estaban comiendo. Y si les metíamos prisa para que comieran más rápido, algunos, por fastidiar, más despacio iban. A uno le hervía la sangre, porque el hambre apretaba, el trabajo por hacer, y allí estaban aquellas mesas libres, que parecían burlarse de nosotros. Encima con frecuencia aparecían cuando los últimos de nosotros estaban terminando, así que fíjese cuántos habríamos podido comer en esas mesas mientras tanto. Algunos no aguantaban y se volvían con hambre al trabajo. A lo sumo comían arenque o un huevo en la cantina para engañar al estómago, o algo de embutido, aunque raro era el día que había embutido.
Y ya ve, de uno de los de aquellas mesas se fue a enamorar. Y además todos se dieron cuenta, desde el primer día. Llegó, se sentó y ella le sirvió la sopa. La miró a los ojos y ella no se ruborizó, sino que se quedó mirándole. Así estuvieron un rato, mirándose, y el comedor entero dejó de comer. Algunos se pararon a mirarlos con la cuchara llena de sopa camino de la boca, o con la patata o la carne pinchada en el tenedor. Siempre la habían cogido de la trenza, le habían dicho qué guapa viene hoy, señorita Basia o Basienka, y de repente se presenta allí no se sabe quién y ella ni se ruboriza.
Él también tenía ya la cuchara en la mano, pero no la introdujo en la sopa, como si no pudiera apartar los ojos de ella, parada delante de él, y lo mismo hasta se le pasó el hambre. Ella tampoco podía apartar la mirada de él, a pesar de que ya le había servido el plato con la sopa y tendría que irse, como hacía cuando nos servía al resto de nosotros. Volvió en sí cuando la cocinera se asomó por la ventanilla de la cocina y gritó:
—¡Baśka, no te quedes ahí parada! ¡Ven a por más platos!
Ella le dijo a él:
—Que aproveche.
A ninguno de nosotros nos había dicho nunca que aproveche.
Él dijo:
—Gracias. Seguro que estará muy sabrosa.
Y la siguió con la mirada mientras se iba, hasta que llegó a la ventanilla. Se puso a comer la sopa, pero como si no lo hiciera. Era krupnik[3], lo recuerdo. ¿Le gusta el krupnik? Yo no lo soporto. Ya desde pequeño lo odiaba. Comer un plato de krupnik era para mí un suplicio. Luego le trajo el segundo y él ni siquiera miró el plato. Tomó en su mano la trenza, pero no como lo hacían los demás, sino que la dejó sobre su mano extendida, como si la sopesara para ver si era de oro. Y no intentó evitarlo, como hacía con los demás.
—Pero ¿en qué lugar crecen trenzas como ésta? —le dijo.
¿Quién de nosotros habría sabido decir algo parecido a en qué lugar crecen trenzas como ésta? Y ella no se ruborizó. Le miró, como si le diera igual lo que hiciera con su trenza, incluso como dándole permiso para que hiciera lo que quisiera. Podría habérsela enrollado alrededor del cuello, podría haber cortado un trozo, podría haberla destrenzado, no se lo habría impedido. Sólo le dijo:
—Coma, por favor. Que se enfría.
Dijo:
—Me gusta frío.
Eso le diferenciaba de todos nosotros, porque ninguno habría dicho que le gusta frío. Nosotros, como algo estuviera poco caliente, enseguida montábamos un escándalo.
—¡La sopa está fría! ¡Estas patatas parecen de ayer! ¿Qué pasa con esta carne? ¡Encima que no dan más que unos cachitos! ¡Señorita Basia, dígalo en la cocina! ¡Llévese este plato, que lo calienten!
Y él va y dice que le gusta frío. En una obra, en el comedor y que le gusta frío. No sé si alguien comió a gusto aquel día. No sabría decirle qué hubo de segundo. Seguramente filete ruso, era lo que acostumbraban a darnos. Más pan rallado que carne, pero lo llamaban filete ruso.
Me clavó una daga en el corazón, como suele decirse, créame. Me dolió, qué le voy a hacer. No me terminé el segundo plato. Volví al trabajo. Y tampoco es que el trabajo me lo ventilara precisamente en un pispás. Al final me consolé pensando que sólo con esperar me llegaría mi oportunidad. Dejarían instalada la cámara frigorífica y se iría, pero yo me quedaría. Sólo necesitaba un poco de paciencia. Además, no quería creer que así, sin más, desde el primer día… ¿Le sirve la sopa, el segundo y ya?
Desde ese día cambió por completo. Miraba sin ver. Con frecuencia ni siquiera contestaba cuando uno le decía buenos días, señorita Basia o Basienka. Y cuando nos dejaba delante los platos, parecía como si le diera igual a cuál de nosotros servía. Conocía de memoria el comedor, habría podido andar entre las mesas a oscuras, pero desde entonces empezó a desorientarse. En tal mesa llevaban esperando más tiempo que en la nuestra, pero nos servía a nosotros. Antes nunca se equivocaba, sabía quién estaba primero. En todo momento tenía controlado quién había llegado primero, quién se había sentado primero, dónde. O al contrario, le decíamos, ¡aquí, aquí, señorita Basia, Basienka, que estamos antes! Nos miraba como hipnotizada y se iba a servir a otros que habían llegado más tarde. O llevaba el segundo a una mesa cuando aún no les había servido la sopa, mientras que en otra mesa, que lo mismo estaba más cerca, seguían esperando el segundo.
Se puede uno enamorar a primera vista, pero ¿tanto? Sólo había que verla cuando él entraba en el comedor. Si llevaba la sopa o el segundo a alguna mesa, la bandeja le temblaba en las manos, los platos entrechocaban, y cuando los dejaba en la mesa parecía que quisiera soltarlos todos a la vez. Y se iba corriendo a la ventanilla a por la sopa para él. Aún no había terminado la sopa y ya le estaba trayendo el segundo. En cambio nosotros, cuando nos terminábamos la sopa, teníamos que esperar a que hubiera repartido la sopa a todos para que nos trajera el segundo. En más de una ocasión nos pusimos a golpetear el plato con el tenedor porque llevábamos mucho rato esperando. Él no tenía que esperar.
Y tendría que haberla visto cuando él tardaba mucho en venir. Mire, daba la impresión de que no era ella quien traía los platos a la mesa, sino sólo sus manos. Que ni siquiera veía lo que traían sus manos. Que toda ella era angustia por ese retraso. Dejaba ahí los platos pero sus ojos seguían fijos en la puerta. Uno estaba comiendo y notaba esa angustia suya en las cucharas, en los tenedores, en los cuchillos, se lo aseguro.
De pronto aparece. Nosotros concentrados en los platos, nadie mira hacia la puerta, pero viéndola a ella todos saben que él ha llegado. De inmediato se anima, sonríe. Como si recobrara la vida. La trenza se le balancea. Sus ojos lanzan destellos, colores. Casi es como si bailara entre las mesas. Parecía que fuera a cortarse la trenza, a meterla en un florero y a ponérselo en la mesa, para que la comida le resultara más agradable.
Y eso era sólo lo que se veía en el comedor. A veces se los encontraba uno fuera, caminaban agarraditos de los dedos. O él le pasaba el brazo por su espalda, y ella iba apretada contra él. Alguien les saludaba y él devolvía el saludo por los dos, porque ella no veía nada. Hay que reconocer que tenía buenas maneras. No presumía. Si necesitaba ayuda, de mí como electricista o de cualquier otro, siempre lo pedía por favor y esperaba hasta que uno terminaba. Sabía cómo convivir con la gente para caer bien. Y nos caía bien, ésa es la verdad.
En cambio, ella pareció empezar a impacientarse. Recogía el comedor pero, por ejemplo, ya no quería ayudar a lavar los platos en la cocina, porque tenía prisa. Después se la veía esperando en algún sitio a que él saliera del trabajo. Normalmente se paseaba por el otro lado de la carretera, enfrente de la obra. O incluso junto a la valla que rodeaba la obra, pegada a la tela metálica, a pesar de que allí no había ningún camino, sólo montones de tierra de la obra. Caminaba por encima de esos montones de tierra, agarrándose a veces a la tela metálica. Y en cuanto le veía salir, echaba a correr hacia él, que hasta parecía que la trenza se le iba a deshacer. O se quitaba los zapatos y corría descalza para que no se le escapara. Si la entrada de vehículos le quedaba muy lejos, se metía por el primer agujero que encontraba en la valla. Estaba llena de agujeros por los que se colaban a robar.
Y tardara lo que tardara en terminar de trabajar, ella le esperaba. Ya se sabe que no siempre es posible salir del trabajo a la hora fijada. Sobre todo en una obra como aquélla y más aún si el plan llevaba retraso. Encima ellos tenían un contrato extranjero. Nosotros no teníamos contrato extranjero, pero raro era el día en que salíamos a la hora. Si había grandes retrasos en los planes, se echaban las horas que fueran necesarias y se acabó.
Ya podía estar lloviendo, que ella le esperaba. Se compró un paraguas, o se lo compraría él. Y aunque cayeran chuzos de punta, le esperaba bajo el paraguas. O pegada a alguna pared debajo de un saliente, si diluviaba, o en la caseta de los guardas de la entrada. Se la podía uno encontrar hasta en la biblioteca. Una vez fui a sacar un libro y allí estaba ella, enfrascada en un libro, en una mesa junto a la ventana, que daba a la obra, claro. Pero nunca levantaba la mirada para ver quién había entrado. Pocos eran los que entraban en la biblioteca. Por eso, cualquiera que entrara le daba una alegría a la bibliotecaria. Pero ella no miraba. Incluso parecía que se concentraba más en la lectura, para que nadie se fijara en ella.
Así que no me fijaba en ella. Ni se me ocurrió nunca preguntarle que leía, ¡no, por Dios! Eso la habría podido turbar, indisponer contra mí, incluso herir. Y además, ¿para qué? Ya sabía que le estaba esperando a él. Qué más daba lo que leyera. Y mejor que estuviera en la biblioteca, en lugar de pasear o estar parada bajo la lluvia. Se lo aseguro, a veces me compadecía menos de mí mismo que de ella.
Se figurará usted la de cosas que se contaban. No me apetece ni repetirlas. Por ejemplo, corrían rumores de que le limpiaba la habitación, le lavaba la ropa, le planchaba las camisas, le zurcía los calcetines. Que se quedaba a dormir con él. Eh, mirad qué ojos tan hinchados trae hoy, ¿por qué será? A nadie se le pasaba por la cabeza que lo mismo era de llorar. Como si aquel amor suyo les perteneciera a todos. Como si cualquiera tuviera derecho a caminar sobre ese amor igual que por la obra, a patearlo, incluso a apagar sobre él los pitillos. Sólo porque servía en el comedor.
Ya nadie volvió a decirle qué guapa viene usted hoy, señorita Basia o Basienka, porque si traía los ojos hinchados ya no podía estar guapa. Se oía comentar que si se había afeado, que si parecía muy estropeada, que ni la trenza era la misma ni los ojos tampoco. Que igual está embarazada, porque va más lenta, ya no reparte los platos con tanto brío. De todo comentaban. Por lo visto alguien incluso llegó a escuchar cómo ella le decía, lo prometiste. Y él, nos casaremos, pero debes entender… Y ella, ¿qué tengo que entender? No soy tan tonta como crees. Porque trabaje en un comedor. Y se echó a llorar.
La que se mostraba benévola con ella era la bibliotecaria, una señora ya mayor, seguro que había vivido lo suyo. Aunque se pasara la hora de cerrar la biblioteca, no la cerraba si llovía y ella seguía leyendo. Ordenaba los libros en las estanterías, si alguno tenía el forro roto se lo quitaba y le colocaba otro nuevo, le ponía el número, lo anotaba.
Aunque a veces, a pesar de la lluvia, de pronto le devolvía el libro a la bibliotecaria y salía, como si la dominara un temor repentino. La bibliotecaria a lo sumo le decía:
—Menos mal que tiene usted paraguas, señorita Basia.
Le pedía perdón a la bibliotecaria y le explicaba que acababa de recordar algo urgente que debía solucionar.
—No importa, no importa, señorita Basia. La comprendo. Suele ocurrir. Voy a marcar por qué página va usted. Mire, le dejo aquí el libro, para cuando vuelva.
—Sí, márquela, por favor. Gracias. —Y salía casi corriendo, como si realmente hubiera recordado algo urgente.
Pero un momento después se la podía ver junto a la valla, esperándole. Y la bibliotecaria también la veía por la ventana. O les rogaba a los vigilantes que la dejaran pasar y le esperaba en la obra. Más de una vez se quedó dando vueltas por la obra hasta el atardecer, o hasta que se hacía de noche, si es que no había salido. Y si venía alguien, se ocultaba detrás de una grúa, de una excavadora, de una pila de ladrillos, de los rollos de cable, detrás de unas cajas, de unos toneles, de neumáticos usados, por el terreno de la obra había montañas de cosas de ésas. O si no, donde pudiera.
¿Que por qué se escondía si ya lo sabían todos, me pregunta? Sí, tiene razón. Yo también me lo preguntaba. Sobre todo porque a menudo me la encontraba por las tardes en la obra. Pero también se escondía de mí. Puede que el suyo fuera un amor que no cuadraba con aquel mundo. O quizá ella deseara que fuera así.
Al final se casaron. Fue una boda extraña. No fue por lo civil, pero tampoco en una iglesia. Al parecer, la engatusó de tal manera que aceptó que los casara el Cura. Sí, el soldador aquel. Ella quería en la iglesia. Él, que en la iglesia no, que podría perder el trabajo si lo hacía, le explicó. Que ya sabía ella que tenía un contrato extranjero, así que alguien importante tendría que responder por él. Ni siquiera puede decirle quién, porque es un secreto oficial. Y además, qué diferencia hay si es o no en una iglesia. Lo importante es que los case un cura. La iglesia está allí donde está el cura. ¡Pero si ya le conoce! ¿Y qué que sea soldador? ¿Qué más da? Cura es. Hoy en día también los destinos de los curas siguen caminos muy diversos. Tiene sobrepelliz, estola, Nuevo Testamento, lo lleva consigo en la maleta. ¿Y para qué? Para oficiar. Seguro que acepta. Sabe cómo son los tiempos que corren. Y seguro que guardará el secreto. Porque de momento tiene que ser un secreto. Él iba a invitar como mucho a tres o cuatro amigos íntimos. Tampoco se irían de la lengua, garantizado. Por parte de ella nadie, ni el padre, ni la madre, ni nadie.
Acordaron hacerlo un sábado por la tarde, cuando la obra quedara vacía, para que no les viera nadie. Los sábados muchos se marchaban a ver a sus familias después del trabajo. A los vigilantes les darían unas botellas de vodka para que tampoco vieran ni oyeran nada. Por si acaso les diría que iban a celebrar su cumpleaños. Correrían las cortinas, la mesa haría de altar, lo cubrirían con algo blanco. Compraría unas velas. Un crucifijo vendría bien, pero no sabía si el Cura tendría uno. Quizá ella tuviera uno en casa, que lo trajera. Pero de manera que nadie lo viera. Y lo trajo. ¿Cree usted que ella era tan ingenua? Lo dudo. Los deseos son más fuertes que las sospechas.
Quería tener un traje de boda, blanco, porque siempre había soñado con casarse con un vestido blanco de cola. Él se lo pensó y le dijo que no había problema, que lo tendría, él se lo compraría. Iría a la ciudad y lo compraría. No hacía falta que le acompañara. Le compraría el más bonito, el más caro. Alguien podría imaginarse algo si fueran los dos. Podía quedarse tranquila, sería de su talla. Le quedaría como un guante. ¿Cuánto mide de alto exactamente? Eso pensaba él. ¿Cuánto de cadera, de cintura, de aquí? Eso pensaba. Así que, ¿para qué iba a viajar con él? Y si alguien les viera juntos en la tienda, encima ella probándose un vestido de novia, entonces sí que se armaría. No era culpa suya que les hubiera tocado vivir en esos tiempos. Lamentaba que no se hubieran conocido en otra época. Ella debía comprender que era mejor si iba solo. ¿Zapatos blancos? Le compraría zapatos blancos. ¿Qué número gasta? Eso pensaba. Por si las moscas, que dibuje el contorno de sus pies en una hoja de papel. Para asegurarse. Sobre todo, porque con los zapatos a veces el número es el correcto, pero luego resultan muy estrechos o muy anchos. ¿Y no le gustarían unos guantes blancos? Porque de paso podría comprarlos. ¿Qué más le gustaría?
¿Que cómo supe yo todo eso? ¿Nunca ha trabajado en la construcción? Entonces conoce poco la vida. Mire, en ese tipo de obras, todos se enteran de todo. Uno ni siquiera necesita escuchar a escondidas. No necesita saberlo, no necesita imaginárselo. Se podría decir que las cosas que suceden, lo que se comenta, lo que cada uno siente, lo que cada uno piensa, ya lo saben todos de antemano. Y lo que viene después no hace sino confirmarlo.
En cualquier caso, guantes blancos no quería, que para qué iba a gastarse más dinero. No, no, los guantes no los quiere. Y aun así a saber lo que va a costar todo eso. Ya el vestido dices que el más bonito, que el más caro. Y los zapatos ¿cuánto? Además, nunca había visto que alguna se casara con guantes. Y eso que iba a la iglesia a casi todas las bodas. Era como si cada boda también cambiara su vida por un momento. Desde pequeña iba a verlas. Aunque no conociera de nada a los novios, iba. Se casaba una pareja mayor, poca gente asistía, pero ella iba. ¿Qué importaba que fueran mayores? No dejaba de ser una boda. Y cuando prometían no abandonarse nunca, notaba cómo le latía fuerte el corazón en el pecho y cómo se le agolpaban las lágrimas en los ojos. Pero nunca vio a ninguna casarse con guantes. Además tenían que ponerse las alianzas. ¿Qué iba a hacer llegado el momento? ¿Quitarse entonces un guante?
Y de golpe se dio cuenta de que se habían olvidado de las alianzas. Tenía que comprar unas alianzas. No era necesario, ya las tenía. Ya lo había pensado. Las sacó y las desenvolvió para que se probara la suya. ¿Y cómo sabía que le quedaría bien? Si no en un dedo, pues en otro, pero le valdría. Que se la pruebe. ¿Demasiado grande? Ya se la llevarán a un orfebre. ¿Demasiado pequeña? De momento que se la ponga en este dedo más fino. Ya se la llevarán más adelante a un orfebre para que la agrande. Las había comprado hacía mucho, antes de tener ese contrato. Se le presentó la ocasión cuando uno que estaba jugando a las cartas perdió y no tenía con qué pagar. No, él no, él no jugaba a las cartas. Se las compró a ese que había perdido. Presentía que algún día le vendrían bien. Y así ocurrió. Ya se había olvidado que las tenía y sólo cuando la vio en el comedor lo recordó. Como si las alianzas la hubieran elegido para que fuera su esposa. Pero de momento no podrían llevarlas puestas. Después de la boda se las quitarían y él las guardaría. Cuando terminara el contrato se las volverían a poner. Podrían marcharse a algún sitio. Quizá al extranjero. Intentaría encontrar algo en aquella empresa que había enviado el equipamiento.
¿Y quién no se lo habría creído, dígame? Aplicando el sentido común quizá no. Sólo que el sentido común tiene las de perder con la vida. Servía en un comedor y de repente… La sopa, el segundo y de repente… Quien quería la cogía de la trenza y va él y pone la trenza sobre su mano extendida para ver si es de oro. Aplicando el sentido común habría que tener cuidado con cualquier amor, porque no se sabe adónde le puede llevar a uno. Aplicando el sentido común habría que tener cuidado hasta con uno mismo. No es el hombre quien se aplica el sentido común. Y además, ¿puede decirme qué es eso del sentido común? Pues yo sí le diré algo: a base de sentido común sería imposible vivir la vida. Sí, sentido común, por supuesto. Pero eso no es más que una forma de hablar cuando no se sabe qué decir.
Lástima que usted no le conociera, podría haberla avisado. No le conocía usted, ¿verdad? Aunque estoy seguro de que ni a usted le habría creído. No es posible disuadir a nadie de un amor. Y, en mi opinión, mejor no hacerlo. Nunca se sabe adónde se va a conducir a esa persona.
Pensé que quizá el Cura no aceptaría, pero le obligaron. Como si fuera tan difícil obligar a alguien a llevarse la contraria. La de veces que nos llevamos la contraria a nosotros mismos para tener tranquilidad. Le obligaron amenazándole con difundirlo. Pues lo que le he dicho, hombre, que evitaba a las chicas. No, eso nadie lo sabía. Siempre hay algo que no se sabe, incluso aunque se sepa todo. Que se había ido del seminario, se sabía. Que llevaba en la maleta la sobrepelliz, la estola, el Nuevo Testamento, se sabía. Se santiguaba antes de comer, rezaba antes de acostarse, no dejaba de ir a misa los domingos, así que todos pensaban que no le había abandonado la vocación. Ni siquiera yo lo sabía, y eso que a veces charlábamos largo y tendido cuando subía a verle allá arriba, a lo alto de la construcción. ¿Cómo lo supo él? No le puedo decir. No quiero lanzar acusaciones sin pruebas. En cualquier caso, si se difundía, ya se podía olvidar de trabajar en la obra. No le ayudaría ni el hecho de ser uno de los mejores soldadores, en realidad el mejor. Aquello le perseguiría hasta cualquier obra a la que fuera. Ya no tendría vida en ningún sitio.
Tal como dijo el otro, echaron las cortinas. Y de lo que ocurrió dentro se sabe sólo lo que contó uno de los vigilantes. Sus compañeros le enviaron a por medio litro más, porque ya se habían bebido todo lo que les habían dado. Pero apenas cruzó la puerta, le pusieron en las manos el medio litro y le echaron de allí. Así que no vio si la mesa estaba cubierta con algo blanco, ni si las velas ardían, ni si había crucifijo. Lo único que vio fue que todos estaban borrachos, ella la que más. Tampoco vio al Cura. Quizá salió nada más terminar la boda. Aunque habría sido extraño que no se hubiera emborrachado también.
De todos modos, qué pudo haber visto aquel vigilante, si él mismo iba borracho y a los borrachos les parece que todos los demás están borrachos, salvo él. Al parecer les habían dado una caja de vodka y ya se la habían bebido entera cuando fue a por otro medio litro. Imagínese la cogorza que tendrían. Así eran los vigilantes. Uniformes, fusiles y seguía habiendo robos en la obra. Una vez incluso se llevaron un tractor. Y no lo vieron. Así que, ¿cómo creerle? Pero dijo lo que dijo y después otros lo fueron repitiendo.
Pero algo malo empezó a ocurrir entre ellos tras la boda. Él ni siquiera la miraba cuando le servía la sopa o el segundo en el comedor. Ella, cuando le ponía en la mesa el plato con la sopa o el segundo, ya no lo hacía de manera diferente a como nos servía a cualquiera de nosotros. Y como si los ojos se le fueran apagando de un día para otro. Ya no parecía oportuno decirle qué guapa viene hoy, señorita Basia o Basienka, porque a saber si no se habría echado a llorar. Se soltó la trenza y se sujetó el pelo por detrás con una cinta. También estaba guapa, pero no era lo mismo que con la trenza. Nadie se atrevió a preguntarle por qué lo había hecho, claro.
El Cura dejó de ir al comedor y eso también dio mucho que pensar. Por lo visto, comía en un mesón. Y un día, justo estaba ella sirviendo el segundo en la mesa donde yo me sentaba, cuando alguien entró corriendo con la noticia de que el Cura se había caído del andamio. Se cayera o no se cayera, el caso es que gritó por todo el comedor que se había caído. Ella iba a poner el último plato en la mesa, precisamente el mío, y de repente el plato se le fue al suelo. Rompió a llorar, se cubrió la cara con las manos y se marchó corriendo a la cocina sin parar de llorar. No sabría decirle qué ocurrió en la cocina. Pero en el comedor algunos pudieron pensar que fue por lo del plato.
Todos nos lanzamos hacia la puerta, la gente salió corriendo de las oficinas, de la dirección, de todas partes, se juntó tal multitud que se hizo difícil llegar hasta el lugar donde había caído. Alguien miró a ver si tenía pulso, pero ya estaba muerto. Enseguida llegó la ambulancia, la policía, empezaron a interrogar, buscaron testigos.
En mi opinión, no fue casualidad que aquello ocurriera a la hora de la comida.
Ese día ya no la volví a ver. Y aquella misma tarde él se marchó. Durante algunos días no sirvió en el comedor. La sustituyó una de las cocineras. Dijeron que estaba de baja por enfermedad, pero que pronto se reincorporaría. Y lo hizo. Sólo que no la habría reconocido usted. Les llevó la sopa a los del contrato extranjero y de inmediato les preguntó que cuándo vendría. No dijeron nada. Les llevó el segundo y otra vez preguntó que cuándo vendría. Y como tampoco le dijeron nada, les montó tal cirio que se levantaron y se fueron. Lloraba, gritaba que ellos iban a comer y al otro le obligaban a trabajar. Que si se iba a matar trabajando. Que si ya tenía mala cara, que estaba pálido y demacrado. Al día siguiente la despidieron.
Después iba de vez en cuando por el comedor, se plantaba delante de la ventanilla de la cocina y les pedía a las cocineras que la dejaran servirle cuando llegara. Y las cocineras, como suelen hacer las cocineras, le decían, ven con nosotras, siéntate, te avisamos cuando llegue y le sirves, desde aquí se ve la puerta, cuando llegue te avisamos.
También se la podía uno encontrar delante de la entrada, esperando a que saliera de trabajar. Ya se habían ido todos, pero ella seguía esperando, a menudo hasta el atardecer, incluso hasta la noche. Ya podía estar lloviendo, aunque fuera a cántaros, que ella esperaba. Ni siquiera tenía paraguas, no se sabía qué había ocurrido con el paraguas. A veces los vigilantes se apiadaban de ella y la dejaban resguardarse en el puesto de guardia, para que no siguiera empapándose. O la decían que se fuera, que no había nada que esperar.
—Mi marido trabaja aquí —les contestaba.
—Trabajaba, ya no trabaja. Y eso de que era tu marido…
—Mi marido. Dio su palabra. Llevé un vestido de boda, un cura nos casó.
—¡Que va a ser cura! Soldador era. Y además ya no vive.
Más de una vez les rogaba que la dejaran entrar en la obra:
—Dejadme pasar.
—Entiéndelo, muchacha.
—Sólo para decirle que estoy esperándole.
En ocasiones la dejaban pasar. Y cuando no, se colaba por uno de los agujeros de la valla. Se conocía todos los agujeros. Si la veían dando vueltas por la obra no la echaban. Miraban para otro lado. Si la hubiera visto alguien de la dirección, habrían tenido la excusa de que ellos no la habían dejado entrar. Además no alborotaba, lo único que hacía era caminar por allí. No molestaba a nadie, no le preguntaba nada a nadie. Si alguien venía, ni se escondía. A ella tampoco le preguntaban nada, todos estaban ya al tanto. A veces se sentaba en algún sitio y se quedaba pensativa, como si no supiera dónde se encontraba.
A menudo me cruzaba con ella cuando tenía que quedarme más tiempo en la obra. Un día, ya casi de noche, la vi sentada sobre una caja.
—Caramba, señorita Basia —le dije.
—Ya no soy señorita —me dijo—. Estoy casada. ¿Y tú quién eres?
—El electricista, señorita Basia.
—Ah, sí. Te recuerdo del comedor. Me gustabas. Recuerdo que eras muy tímido. Querías que yo fuera tu esposa, lo sé. Muchos lo querían.
Me sorprendió, porque nunca se lo había dicho. Y tenía intención de decirle que no sólo lo quise, sino que seguía queriéndolo. Quizá no me crea, pero de repente sentí algo así como si deseara encontrarme unido a ella en su desgracia. El amor verdadero es una herida. Y sólo es posible descubrirlo dentro de uno mismo cuando el dolor de otro se siente como propio.
Pero se adelantó a mis palabras.
—Sólo que vosotros, en la construcción, tenéis una esposa en cada obra. Qué sabréis vosotros del amor.
Y perdí el ánimo.
—Ayúdame a salir de aquí —me dijo.
—Allí está la entrada. La acompañaré, señorita Basia.
—No quiero pasar por ahí. —Y pareció mirarme como lo hacía tiempo atrás en el comedor—. ¿Sabes? Aún me gustas. Pero ya tengo marido.