Aquélla fue una auténtica rebelión, ya lo creo. Sí, claro, antes nos habíamos rebelado alguna vez. ¿Se puede ser joven y no rebelarse? Y más en una escuela como la nuestra. Había infinidad de motivos para rebelarse. Por muchas cosas. Por la comida, que nos alimentaban de pena. O contra los castigos. Por ejemplo, a alguno le faltaba un botón en el uniforme y ya el equipo entero tenía que pasar medio día formado y en posición de firmes. Una vez nos mandaron arreando a quitar nieve sin guantes, también como castigo. Y hacía un frío que pelaba.
No se trataba de rebeliones así muy grandes. Una vez volvíamos de trabajar al atardecer y que no había luz. Y no era la primera vez. Así que decidimos que no iríamos a las clases, no iríamos a las prácticas en los talleres, no iríamos a hacer ningún trabajo. Nos juntamos en la sala de estudiantes y allí nos quedamos. No nos dieron almuerzo, no nos dieron cena y por la mañana, cuando no salimos a formar, tampoco nos dieron desayuno. Creían que con el hambre nos iban a atrapar. Sólo que todos nosotros nos llevábamos a partir un piñón con el hambre. En pasar hambre estábamos mejor entrenados que en ninguna otra cosa, como si dijéramos. El hambre daba fe de que uno existía. El hambre te despertaba, el hambre te dormía. El hambre te abrazaba, te consolaba, te acariciaba. El hambre era a menudo el único punto de referencia, porque, como le digo, no se sabía de dónde veníamos ninguno.
Aquello duró tres días. Entraban los profesores, trataban de persuadirnos, por las buenas, por las malas, que si no la cosa puede acabar mal. El propio comandante apareció por allí. La chaqueta llena de medallas, cinturón con bandolera, sólo se engalanaba así para alguna festividad. Empezó con calma, como un padre, se podría decir. Que si deberíamos entrar en razón. Que si no nos lo reprocha. Que sabe lo que es estar sin luz. A ellos, los profesores, también les cortan la luz. Incluso a él, a pesar de ser el comandante. Pero deberíamos saber que todos nos estamos aún lamiendo las heridas sufridas en la guerra. ¿Quiénes mejor que nosotros para saberlo? Todavía se produce poca energía eléctrica, pero la demanda es enorme. Hay que poner en marcha fábricas, plantas metalúrgicas, minas, hospitales, escuelas. Nuestra escuela es un ejemplo de ello. Siguió enumerando un buen rato. Y con la cantidad de electricidad que necesitan las ciudades, no sólo las casas, también las calles. Y lo mismo pasará pronto en el campo, porque ya ha comenzado la electrificación, que eliminará para siempre la eterna desigualdad entre ciudades y pueblos. Mismamente a nosotros nos están formando con ese propósito, para que abandonemos la escuela como electricistas. ¿No es para sentirse orgullosos de la tarea que nos han encomendado? ¡Que se pongan en pie los futuros electricistas! Nadie se levantó. Eso pareció dejarle un poco frío. Pero se aclaró la voz y continuó. Una tarea apasionante. A la medida de nuestros jóvenes corazones, a la medida del ardor de nuestra juventud. Se enardeció tanto que las medallas le daban saltos sobre el pecho. Hay que reconocer que era un buen orador. Que deberíamos entenderlo y deberíamos entenderlo. Que el país aún no puede permitirse darle a cada uno todo lo que necesita. Pero poco a poco se andará, con trabajo, con paciencia, con entusiasmo. Bueno, y con la ciencia, claro, porque la ciencia es una herramienta muy poderosa. Y de nosotros, los jóvenes, dependerá quién gane esta guerra pacífica que ahora mismo tiene lugar. Pero él, el comandante de la escuela, nos puede asegurar ya que la guerra la vamos a ganar nosotros.
Cada vez entendíamos menos de todo aquello. Y lo de que estaba teniendo lugar una nueva guerra, aunque fuera pacífica, eso ya rebasó nuestra imaginación. En todo caso, nadie sabía nada de tal guerra. Luego volvió con lo mismo, que deberíamos entenderlo y que deberíamos entenderlo. Y que la ingratitud no era forma de corresponder a la escuela. La escuela nos había acogido bajo sus alas, nos había rodeado de cuidados, había ocupado el lugar de nuestra casa, de nuestros padres, había creado condiciones para que creciéramos…
Entonces le interrumpió un silbido y todos a una empezamos a gritar, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo:
—¡No queremos crecer! ¡No queremos! ¡No queremos! ¡Queremos que no nos corten la luz!
Se quedó de piedra, como si le hubiera dado una parálisis. Aunque no por mucho rato. Empezó a gritar también, alzando la voz por encima de nuestros gritos:
—¡Agitadores! ¡Aquí hay agitadores! ¡Señaladlos y os perdonaremos! ¡Quiero saber quiénes son los agitadores!
Eso provocó que los silbidos, los gritos y los pataleos fueran aún más fuertes. Pero él no se quedó atrás. Empezó a ir de un lado para otro, sacudiendo la cabeza y agitando los brazos. Se puso rojo como un tomate. Parecía que en cualquier momento le iba a salir sangre a borbotones por los ojos, por la nariz, por la boca.
—¡Todos en pie! ¡Firmes! ¡A formar todos al patio en castigo! ¡Ya os ajustaremos las cuentas! ¡Tenemos nuestros métodos! ¡Gentuza! ¡Criminales! ¡Sabemos lo que le pesa en la conciencia a cada uno de vosotros! ¡Tenemos informes! ¡Robo! ¡Incendio! ¡Violación! ¡Asesinato! ¡Lo sabemos todo! ¡Echaremos mano de todo eso! ¡Os vamos a enviar al lugar donde debíais haber estado desde el principio! ¡Una rebelión es algo inadmisible! ¡La gente como vosotros no merece escuelas, sino condenas, cárcel! ¡De otra forma nunca limpiaremos este país de sangre infecta! ¡Ser joven no vale como justificación! ¡A los enemigos hay que exterminarlos independientemente de su edad! ¡Exterminarlos, exterminarlos sin miramientos! ¡Y cuanto antes mejor!
—¡Lo mejor, en la cuna! —vociferó uno de los chicos, usando las manos como megáfono. La sala rompió a reír. El comandante enmudeció. Los ojos se le quedaron como petrificados. Y con tranquilidad, aunque enérgicamente, dijo casi a modo de orden:
—¡¿Quién se ha atrevido?! ¡Que se ponga en pie inmediatamente! ¡Que tenga lo que hay que tener! ¡Estoy esperando! ¡Venga, a ver!
Se hizo el silencio, como si hubiera segado la risa con un látigo. Sacó el reloj y dijo sujetándolo en la mano:
—¿Y? Le doy diez segundos. Si no se levanta…
Nos pusimos todos de pie, la sala entera como un solo hombre. Paseó su mirada enfurecida entre nosotros.
—Conque esas tenemos, ¿eh? —Y bramó—: ¡Esperad aquí, mal…! —Y salió de la sala casi a la carrera.
Allí nos quedamos, esperando lo peor, que no sabíamos cómo podría ser porque lo peor no resulta fácil de imaginar. Comentamos diversas posibilidades. Al final llegamos a la conclusión de que no había nada que esperar. Huiríamos. La escuela entera huiría. Y además esa misma noche. Acordamos qué barracón sería el primero y cuál el último. Al primero le tocaba antes de medianoche. Después, cada hora uno. Antes del atardecer terminaríamos la rebelión y nos iríamos a nuestros barracones, los profesores respirarían aliviados, dormirían tranquilos y entonces huiríamos.
De repente, por sorpresa, antes del mediodía apareció en la sala el profesor de música. Ya estaba un poco achispado, pero volvió a sacar su petaca, echó un trago y preguntó:
—¿Alguno de vosotros se apunta a beber conmigo? —Y dijo—: Chavales, me han enviado para que os convenza. Pero no sé convencer. A mí mismo no me he convencido. Había pensado en componeros alguna canción. Todas las rebeliones han dejado canciones tras de sí. Pero es que no tengo hoy la cabeza para eso. Perdonadme. Entonces, ¿qué vamos a hacer, eh? ¿Qué podemos hacer? No os vais a quedar ahí sentados, ¿no? Si compusiera algo, podríais cantar un rato. Pero así… ¿Por qué no hacemos un ensayo de orquesta? Hace mucho que debería haberlo hecho. Ésa era la tarea educativa que me habían encomendado desde el principio. Pues a ello.
Sacó la petaca y le dio otro tiento. Luego nos pidió que cogiéramos los instrumentos.
—Y ahora, chavales, mirad, os vais a colocar… allí, con los instrumentos. —Señaló el otro extremo de la sala.
Cada uno agarró un instrumento cualquiera, porque pensábamos que se trataba de algún juego. Hasta entonces no habíamos hecho ningún ensayo de orquesta. De vez en cuando nos comentaba que para eso le habían enviado allí. Encima borracho, ¿qué tipo de ensayo iba a ser ése? Uno de los chicos incluso le preguntó si podía coger uno estropeado. Seguramente pensaba que le diría que no y que se indignaría. Pero asintió con la cabeza, que se podía. Todos rieron y con mayor razón cogieron los estropeados.
Yo agarré un saxofón, pero me detuvo:
—El saxofón no. El saxofón no está previsto en esta partitura. Aún no había saxofones en aquella época, chaval. Coge un violín.
Sólo quedaba uno. No tenía cuerdas, el mástil estaba roto y además no había arco.
—Sólo hay éste —le dije.
—No importa —dijo—. Ponte al fondo, detrás de los demás.
Empezó a colocarnos. Aquí los violines, ahí las violas, aquí el viento madera, ahí el viento metal, a esta parte los violonchelos, detrás los contrabajos, etcétera. Nos empezamos a reír otra vez. Ya llevábamos tres días de rebelión en la sala, así que pensamos que quería que nos divirtiéramos para evitar el aburrimiento. Pero él no estaba para risas. Más serio que nunca.
—No os riáis, chavales —nos dijo—. Hoy también es mi día.
Ya parecía que nos había colocado, pero en cambio se le veía como insatisfecho, le pedía a este que viniera aquí, ese allá, este que se apartara un poco, este otro que más adelante. Igual todavía no estaba seguro de que no se le hubiera pasado algo. Ya estábamos todos donde nos había indicado, pero aún le pidió a este que le diera el violín a aquél, cogiera la trompa que tenía el otro e intercambiaran los sitios, al de más allá que cambiara su fagot por el trombón de ese de ahí, o que no sé quién dejara la flauta y se pusiera donde los violonchelos y uno de los violonchelos se pasara donde los contrabajos. Y seguía insatisfecho. Como si le pareciera que no encajábamos con los instrumentos o alteráramos el recuerdo que tenía de alguna orquesta.
Era una orquesta bien grande, vaya que sí. Casi ocupábamos un tercio de la sala. Y ya le digo, la sala era un barracón entero. Para algunos no había sitio en la orquesta y aguardaban en el otro extremo de la sala, pero no eran muchos.
Seguramente se sintió cansado con tanto recolocarnos, porque se sentó en un banco.
—Perdonad, chavales, es sólo un momento. Tengo que descansar. —Echó un trago. Se secó el sudor con el pañuelo. Respiró profundamente unas cuantas veces. Se levantó y se puso frente a nosotros—. Ahora no os riáis. Manteneos serios. Que cada uno sujete el instrumento como si estuviera tocando. Pero no intentéis tocar. No lo intentéis, os lo pido por favor.
Pensaría que aún no estaba lo bastante borracho, porque volvió a sacar la petaca y volvió a darle un tiento. Luego se la entregó al primero de los chicos, como si fuera el primer violín.
—Déjala por ahí. Y ahora atención, chavales.
Extendió los brazos y se quedó inmóvil. Estuvo así un momento. Luego levantó los brazos delante de él y entonces uno de los chicos de la orquesta volvió a reírse.
—Por el amor de Dios, no os riáis. Os lo he pedido por favor. Justo hoy es el aniversario. Después os lo explico. A ver, atención, otra vez.
No, nunca nos llegó a decir qué aniversario era ése. Pero ya nadie se rio. Volvió a extender los brazos y así se quedó un momento, y otro momento, como si no pudiera ni bajar ni subir los brazos. Agachó un poco la cabeza, entornó los ojos. Pensamos, se va a caer, porque ya venía bien entonado cuando ha entrado y aquí aún se ha metido pa'l cuerpo un par de tragos largos. Pero para estar borracho tampoco es que se tambaleara mucho. Permanecía firme. En la orquesta alguien se volvió a reír por lo bajo, pero esta vez la risa como que le pasó por un lado sin tocarle. Siguió como estaba, con los brazos extendidos, la cabeza algo agachada, los ojos entornados. No sé si alguien más aparte de mí lo escuchó, pero en un momento determinado susurró:
—Como si no vivierais, chavales. Disculpad. No tenéis boca, no tenéis manos, sólo estos instrumentos.
Y entonces alzó los brazos. Luego los abrió de golpe, a todo lo ancho, sacudió su cuerpo hasta hacerlo vacilar, se le revolvió el pelo sobre la cabeza. Ya no detuvo los brazos. Qué manera de dirigir, se lo aseguro, absorto con todo su ser en aquello que en apariencia estábamos tocando para él. Después he visto muchas orquestas, pero nunca he visto a un director igual. Otra cosa es que cuando se ve algo por primera vez en la vida, lo más corriente parece extraordinario. Hasta una mariquita, cuanto más un director de orquesta. Aunque quizá sólo esa visión sea verdadera, ¿no? Un profesor de música, en una escuela como aquélla, encima un borracho, y ahí estaba, como si fuera un pájaro intentando echar a volar con sus brazos. Puede que en aquel momento ni siquiera supiéramos aún que existía tal oficio, director de orquesta. Yo, al menos, no lo sabía. En las orquestas de pueblo con las que hasta entonces me había topado, uno golpeteaba con la puntera, otro daba el tono y se las apañaban solos para tocar.
Sus brazos se estiraban, se estiraban, hasta que la orquesta entera alzaba la cabeza. Se doblaban, dibujaban círculos, zigzags, cortaban de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de arriba abajo, en diagonal. Un teatro de manos. Una vez vi un teatro así en el extranjero. Sólo con las manos, pero todo estaba allí, todo lo que hay en este valle de lágrimas. Bueno, y si alguien mirara ahora nuestras manos mientras desgranamos alubias, ¿qué podría imaginar? ¿Qué le parece a usted? Eso es. Pues él igual, porque música no se oía. La música eran aquellos brazos suyos. Y si nosotros no la oíamos, ¿qué más daba? Él seguro que la oía. A nosotros nos necesitaba solamente para oír lo que deseaba oír.
O acercaba las manos a su pecho y al momento era como si las liberara del yugo de su cuerpo borracho, lanzándolas lejos de sí. A veces tenía la impresión de que sus manos daban vueltas sobre él. Sobre él, delante de él, más cerca, más lejos, salían volando, volvían a posarse, y que él sólo seguía sus movimientos con el oído. Quizá sí fuera así, quién sabe. Nosotros, la orquesta, seguíamos de pie donde nos había colocado, sin más. Los violinistas sujetaban los violines pegados a la barbilla y el arco sobre las cuerdas, los flautistas, la flauta junto a la boca y los demás igual, con nuestros instrumentos, parados allí como hechizados. Como si nos hubiera echado un conjuro con sus manos. No, ya nadie se reía. Ni siquiera los que no habían entrado en la orquesta, que se habían ido hasta la pared opuesta.
Ah, y aún no le he dicho que cuando se ponía de puntillas, como si se estirara para ir tras sus manos, hasta parecía alto, y eso que era de mediana estatura. Se quedaba de puntillas rígido como un palo, con sus manos batiendo allá en lo alto. Luego, de estar así sobre los dedos, en puntillas, caía sobre los talones, se agachaba doblando las rodillas y con las manos estiradas parecía levantar la música del suelo. O quizá rogara que le elevara a él también. Es difícil saberlo cuando no se entiende apenas nada y no se oye nada. O lanzaba un brazo hacia arriba y lo mantenía así, recto, tieso, trazando con la otra mano un amplio semicírculo, tentando al mismo tiempo con los dedos, como si buscara algo en la música.
Teníamos miedo de que su cuerpo borracho le hiciera caer de espaldas, o que se nos viniera encima, porque incluso aunque hubiera estado sereno, quién sabe si se habría mantenido de pie, inclinándose, torciéndose y alzándose como lo estaba haciendo.
Y por desgracia, en un momento en que de nuevo se estaba poniendo de puntillas, de repente se tambaleó. Y se habría caído, de no ser porque uno de los chicos que estaban más cerca dio un salto y lo sujetó. Se desplomó en sus brazos. Lo levantamos y lo tumbamos en un banco. Estaba blanco como la cal, empapado en sudor, ni siquiera se le escuchaba respirar. Alguien quiso ir a buscar al comandante, otro llamar a una ambulancia. Y entonces pareció sonreírnos tras sus párpados entornados.
—No es nada, ya se me pasa, chavales —susurró—. He bebido demasiado como para dirigir esta música. Si hubierais oído lo que habéis tocado, chavales. ¡Si lo hubierais oído! A veces merece la pena estar vivo, chavales.
Bueno, pues no se lo va a creer, pero se nos quitaron las ganas de escapar.
Y unos días más tarde, nos reunieron a todos en el patio. Vimos un camión allí aparcado. Y junto al camión, el comandante con los profesores. Ya tenía otro aire, satisfecho, sonriente, otra vez casi como un padre.
—Venid, venid. Ved lo que nos han traído. Lámparas. Es cierto que de queroseno, pero es que no siempre hay que mirar sólo hacia adelante. De cuando en cuando es bueno volver la vista al pasado. Allí también se pueden encontrar cosas que nos vengan bien hoy en día. Vamos, cogedlas, cogedlas. —Y le dijo al conductor—: ¿Ha traído queroseno? ¿Cuántos bidones? Muy bien.
Tampoco es que hubiera tantas lámparas como para convocar a toda la escuela. Tocaba a una por aula. Cuatro para la sala de estudiantes. Y una para cada profesor. Nada del otro mundo, normalitas. Y encima el cristal no encajaba en todas. Pero al menos había con qué iluminar cuando cortaban la corriente. Se podía uno lavar como Dios manda, comer, echarse a dormir. Incluso arreglar o coser algo, dar brillo a las botas. Por poca luz que sea, uno la necesita. En todo caso, por la luz ya nunca más nos rebelamos.
Eso fue distinto. No nos rebelamos por la luz. Fue porque se interrumpió la película. ¡Y en qué momento! Reconocerá que no puede uno imaginarse nada más exasperante. ¿Lo compró? ¿No lo compró? ¿Se pegó un tiro? Y la Mary ésa. ¿Que sólo se trataba de un sombrero? ¿Y qué diferencia habría si fuera porque ella le engañaba? También los sombreros tienen su poder, se lo digo yo. Toda mi vida he llevado sombrero y aún lo hago, sé de lo que hablo. Tengo unos cuantos, me los traje del extranjero. Uno lo uso a diario, otro lo tengo para los domingos y las fiestas, y hay otro que me lo pongo siempre que voy al bosque. Ése es el que más les gusta a los perros. Me lo pongo y empiezan a saltar, se frotan contra mí, los ojos les hacen chiribitas, ya saben que vamos al bosque. Que los ojos les hacen chiribitas. ¿Por qué se extraña? No como a las personas, pero también. Sé cuando los ojos les hacen chiribitas. ¿Qué es lo que no entiende? ¿Es que hay algo que entender? Si tuviera usted perro, más de una cosa entendería. Incluso estaría de acuerdo conmigo en que los perros nos hacen un favor viviendo con nosotros en este mundo. Así que las personas también deberían corresponderles. No sólo dándoles de comer y proporcionándoles un techo donde resguardarse. En ese caso, dígame, ¿estaría dispuesto el hombre a apegarse a un perro de la misma forma que el perro al hombre? Lo dudo. No, no, no es el mismo tipo de apego. En mi opinión, los perros superan al hombre en muchos aspectos. Por ejemplo, los perros no llevan a cabo guerras, no quebrantan las leyes, porque nadie se las tiene que fijar, las llevan dentro. A menudo se entera uno de lo que hace la gente con los perros. Los tiran de los coches. Se los llevan a algún lugar alejado, se van de vacaciones con ellos y vuelven sin ellos, los dejan en el balneario. Vi perros vagabundos cuando estuve en el balneario. Se acercaban a todo el mundo con la esperanza de encontrarse a un ser humano. O mire a mi Reks, que lo dejaron atado a un árbol en el bosque.
Y por eso le diré que es más difícil entender a un perro que a un hombre. ¿Por qué sienten tanto apego, independientemente de si es a una persona o a un canalla? ¿Sabe usted de algún perro que haya abandonado por propia voluntad a su dueño? ¿Que sin más se marchara y no regresara? O, por ejemplo, en un atraco, ¿conoce algún caso en que el perro haya salido huyendo? Aunque fuera una lucha como la de David contra Goliat, cuando menos le tironearía del bajo de pantalón o le mordería un tobillo. Y no se cansaría de arremeter y ladrar, aunque no tuviera fuerzas. ¿O que algún perro dejara solo a un enfermo o a un moribundo? ¿Sabe de alguno? No es posible. Y hasta suele ocurrir que un perro se muera de pena tras la muerte de su amo.
Nosotros somos incapaces de presentir el día siguiente. De presentir a otra persona. Y un perro presiente hasta la muerte. Si acaso puede que no se le note. Mire, como los míos, ahí están tumbados tranquilamente, lo mismo duermen. Pero no sabemos si no han presentido ya algo. El olfato, el olfato. ¡No sólo el olfato! El olfato no es lo único que hace al perro ser lo que es. ¿Qué? No lo sé. Si lo supiera, sabría muchas más cosas en general.
Basta con comparar cuando a una persona le duele algo y cuando le duele a un perro. ¡Como si no fuera el mismo dolor! Las personas como poco se quejarán, suspirarán, gemirán, en cambio un perro se pondrá tristón o a lo sumo dejará de comer. A una persona se le nota hasta el dolor más pequeño, a un perro solo si está sufriendo. O mire una vez a un perro a los ojos. ¿Qué se refleja en ellos? ¿Lo mismo que en los de las personas? En teoría mira lo mismo que una persona, pero ¿ve lo mismo? ¿Se lo ha preguntado alguna vez? En una persona, dependiendo de lo que mire, los ojos se le dilatan, se le contraen, le tiemblan, se le alegran. En un perro se quedan tal cual están, mire lo que mire. ¿O cómo es una persona a los ojos de un perro? ¿Lo ha pensado? ¿Es como se ve a sí misma, digamos, en el espejo, o a los ojos de otras personas? ¿O en su propia satisfacción, o insatisfacción, en su propia memoria, en sus propias esperanzas, sus miedos, su desesperación? ¿Qué piensa un perro de una persona? ¿Qué piensan de nosotros mis perros cuando miran cómo desgranamos alubias? A usted le ven por primera vez en mi casa, algo pensarán. Vaya, se han despertado. ¿Qué pasa, Reks? ¿Qué pasa, laps? Nosotros aquí, charlando.
O el corazón. Un perro también tiene corazón, ¿no? A veces se dice de alguien que tiene buen corazón. Se dice que Dios vive en el corazón de alguien. Pero, mirando todo esto, ¿no podría ser que Dios ya sólo quisiera vivir en el corazón de los perros? Cierto, no lo sabemos. Pero podemos hacer suposiciones. Y además, ¿qué es lo que sabemos? No sabemos nada de las cosas más corrientes. Se le eriza el pelo al perro y a menudo no sabemos a qué se debe. Menea el rabo y no sabemos. Gimotea sin motivo aparente y no sabemos. No podría captar todo lo que capta solamente con el olfato, ni mucho menos. Nota incluso qué intenciones trae alguien.
Quizá le sorprenda, pero alguna vez me gustaría ser un perro por un momento. No para siempre, por un rato. Igual así me enteraba de si sueñan conmigo, por ejemplo. A todo el mundo le gustaría saber si aparece en los sueños de alguien. ¿A usted no? Sí que le gustaría, sí. ¿Y cómo sabe que nadie sueña con usted? Puede que simplemente hasta ahora nadie se lo haya dicho. A mí ya sólo me gustaría saber si mis perros sueñan conmigo.
¿Qué pasa con la rebelión? Ay, tiene razón, que no he terminado. En fin, pues que cortaron la corriente y la película se paró. Quizá si no hubiera, sido justo en ese momento. Quizá de no ser por aquel sombrero. Y por la Mary ésa. ¿Recuerda por qué estalló la Guerra de Troya? Eso es. Primero se oyó un clamor de decepción al quedarnos a oscuras. Y cuando parecía que esa oscuridad iba a explotar, por suerte uno de los profesores que estaba viendo la película gritó:
—¡No perdáis la calma! Vamos a comprobarlo, seguro que sólo son los plomos.
Y uno tras otro fueron saliendo de la sala. Seguramente consideraron que, si iban todos a comprobarlo, sin duda se trataría de los plomos. Y así con más razón nos quedaríamos tranquilos. Y la verdad es que puede decirse que conservamos la calma, estando la sala tan abarrotada como estaba. Además, seguro que también estaban que echaban humo porque hubiera sido justo en ese momento. Si no, no habrían salido todos. Así que nos infundíamos calma a nosotros mismos hasta que volvieran. Nos tranquilizábamos unos a otros. Nos regañábamos. ¡Eh, silencio! ¡Calma! Y aguardábamos esperanzados el momento en que uno de los profesores apareciera por la puerta y gritara triunfante:
—¡Los plomos, chicos! ¡Tal como suponíamos! ¡Enseguida estarán arreglados!
Pero el tiempo pasaba y no aparecía nadie. Quizá si el operador no hubiera hablado de repente, la cosa se habría ido disolviendo en la propia espera. Habríamos hecho un poco de ruido o nos habríamos puesto a cantar. Pero en medio del silencio y de la oscuridad, su voz sonó como una sentencia.
—¡Qué van a ser los plomos! ¿Tanto tardan en arreglarlos? Yo recojo ya la bobina. Cuántas veces no habré hecho proyecciones. Si se va la luz, nunca vuelven a conectarla.
Menudo el estampido que rompió el silencio, parecía que la sala iba a saltar en pedazos. Silbidos, gritos, aullidos, pataleos. Los platos rotos los pagó primero el operador, el que más libre de culpa estaba, como si sus palabras hubieran sido la chispa que había hecho estallar el silencio. Los que estaban sentados al fondo de la sala se abalanzaron sobre él, le tiraron al suelo, le golpearon, le patearon. Hicieron trizas el proyector. Sacaron la película de la bobina, se enrollaron en ella como si fuera una serpentina. Uno que tenía cerillas empezó a quemar la película, que iba a encender luz. ¡Que iba a dar luz! Menos mal que la apagamos a tiempo. A punto estuvo de prenderse él. ¿Sabe usted lo que habría sido eso? Luego fue el turno de las ventanas. Cada cual golpeó con lo que tenía a mano, o más bien con lo que pudo coger en la oscuridad. Con las sillas, con los bancos, con los instrumentos. Intenté proteger los instrumentos. Rogué, grité, los arranqué de sus manos.
—¡Dejad los instrumentos! ¡Dejad los instrumentos! ¡¿Qué os han hecho los instrumentos?!
Algunos se controlaron, pero otros sólo parecían encontrar desahogo en los instrumentos. Los golpeaban, los rompían, los tiraban por las ventanas. Quisieron tirar hasta el piano, pero por suerte no cabía por la ventana. Entonces hubo uno que saltó encima con toda su rabia y empezó a pisotear el teclado. Yo estaba en la otra punta de la sala. Cuando oí ese estruendo de sonidos pisoteados, me abrí paso hasta allí y le agarré de las piernas. Él a mí del cuello, empezó a estrangularme. Casi no podía respirar, pero le tiré del piano y nos caímos al suelo. Como no podíamos pegarnos, porque él me agarraba a mí y yo a él, empezamos a mordernos. Nos mordimos hasta hacernos sangre. Y eso que iba para pianista. Más de una vez se lo dijo el profesor de música.
La mayoría de los instrumentos que arrojaron por las ventanas se salvaron, unos en mejor estado que otros. De los demás pocos quedaron enteros. Por suerte, a oscuras no pudieron dar con todos. Más aún porque la ira también ciega. Si hubiera visto usted a la luz del día los más destrozados, se le habría partido el alma. Pero ningún profesor apareció por allí. Y por eso la rebelión se volvió tan rabiosa.
¿Usted nunca ha participado en una rebelión? ¿Ni siquiera en la escuela? ¿Y nunca se ha rebelado? ¡Cómo que contra qué! ¿Es que acaso hay pocas razones? Y ya desde pequeños. Que si nos obligan a comer cuando no nos apetece. Y según van pasando los años uno podría desatar una rebelión tras otra. Contra la escuela, porque, realmente, ¿quién quiere ir a la escuela? No me refiero a aquella escuela, que es un caso aparte. Contra la vida en general, por ser como es y no de otra forma. Contra el mundo, por ser como no debería ser. Contra Dios, que existe pero no está. ¿Y contra usted mismo tampoco? ¿Nunca?
De todos modos, una rebelión no necesita tener motivos. Ni siquiera sé si alguna rebelión estalla exactamente por el motivo que le atribuimos. Por no hablar de que hay rebeliones que, cuando terminan, nos arrepentimos de habernos rebelado. Sólo que ya no hay vuelta atrás, no podemos retroceder hasta antes de la rebelión. Qué le vamos a hacer, el hombre es un ser inquieto, siempre hay algo cociéndose en su interior, bullendo, y se rebelará aunque no tenga motivos. Para sí mismo es siempre un motivo. Se rebelará hasta que el mundo acabe. Y yo creo que al mundo aún le espera más de una rebelión.
Así que quizá nuestros profesores tomaran una sabia decisión dejándonos solos. Porque al final tendríamos que apaciguarnos solos, que cansarnos de nosotros mismos, puesto que no habían sido los plomos ni había esperanza de que la luz volviera pronto. Pero suele ocurrir que en el momento menos pensado se presenta una casualidad. Y es lo que pasó, que inesperadamente la pantalla se desprendió de la pared. Usted dirá, ¿y eso es todo? Ya, pero es que en un momento como ese cualquier cosa puede cobrar una fuerza enorme. Seguramente estaría mal colgada. Aunque con tanto grito, tanto ruido y tanto golpearlo todo tampoco es extraño que se desprendiera, porque el barracón entero temblaba. Se abalanzaron sobre la pantalla y se pusieron a pisotearla. Como si la pantalla tuviera la culpa de lo de la luz. Y entonces uno de los chicos levantó la pantalla del suelo y gritó:
—¡Chicos, hagamos una cuerda! ¡Vamos a ahorcar a alguien!
Y todos corearon:
—¡Una cuerda! ¡Una cuerda! ¡A ahorcar!
Más tarde se excusó diciendo que su intención era buena. Quería que no siguieran destrozando los instrumentos, porque a ver cómo íbamos a aprender a tocar si no. Que los habrían destruido todos. Y que ahorcar tampoco habrían ahorcado a nadie, porque ya nadie quedaba en la escuela aparte de nosotros. Empezaron a rasgar la pantalla en tiras mientras pensaban a quién. Había varios candidatos a ser ahorcados. De entre los profesores, claro está, no iba a ser otro. En esos casos los profesores son siempre los más adecuados. Y más aún aquellos nuestros. Pero no se ponían de acuerdo sobre a quién colgar. Y mientras discutían, iban haciendo la cuerda. Encima estando a oscuras como estaban, les salió de cualquier manera. Una cuerda como una trenza y poco sólida. De todas formas, una pantalla como aquélla no sirve para hacer una buena cuerda. Tela de algodón, como la de las sábanas o las fundas de almohada. Para una cuerda así, lo mejor, la fibra de cáñamo. Entonces hay garantías de que no se va a romper.
Cuando fueron a bajar al tío Jan, ni con un cuchillo de cocina se pudo cortar la cuerda, gruesa, de cáñamo. Serraron y serraron y nada. Hasta que al final mi padre cogió un hacha y echó abajo al tío con rama incluida.
Entonces uno soltó emocionado:
—¡Vamos a ahorcar al comandante, chicos!
Hasta le salió un gallo. La sala entera resonó:
—¡Al comandante! ¡Al comandante! ¡Hurra!
Como si únicamente el comandante estuviera a la altura de aquella rebelión. En cualquier caso pareció el más apropiado. Y sobre todo como si aquello fuera a permitirnos superar una barrera lejana. Un poco antes parecía que la rebelión iba a pasar de la discusión a la pelea, pero volvió a avivarse.
—¡Venga, a por el comandante! ¡Vamos a colgar a ese hijo de tal!
Alguien entonó:
—¡Llevan años los verdugos nuestra sangre derramando![2]…
Y claro, la sala de estudiantes se quedaba ya pequeña para una rebelión así. Salimos en tropel al patio, por la puerta, por las ventanas, todos, ya estuviéramos a favor o en contra de colgar al comandante y de lo demás. Como una marabunta fuimos hasta el barracón de los profesores, donde el comandante tenía su despacho. Empezamos a gritar en coro:
—¡Comandante! ¡Comandante! ¡Que salga el comandante!
No, el comandante no vivía en la escuela. Venía en coche. A esas horas ya nunca estaba allí. Claro que lo sabíamos. Pero la rebelión nos cegaba de tal manera que lo olvidamos. Por eso no salió nadie. El barracón permaneció en silencio, a oscuras. Con que se hubiera vislumbrado algo en una ventana… Pero ni eso, nada. Como si tampoco estuvieran los profesores. Es posible que huyeran en cuanto se cortó la película, y además todos. O lo mismo estaban dentro en completo silencio.
Aporreamos todas las puertas, todas las paredes. Al final rompimos todos los cristales de las ventanas. Y nada. Ni un alma. A alguien se le ocurrió la idea de quemar el barracón, porque alguien habría. Siempre se quedaban al menos tres profesores de guardia. Otro propuso quemar todos los barracones, incluso el nuestro. Incendiar la escuela entera. Puestos a quemar, que ardiera todo. Y mirad, nos subiremos a esa colina y veremos cómo se quema. Qué menos. Así incendió Roma Nerón. Yo no sabía qué era Roma ni quién era Nerón. Pero en la escuela había unos pocos que sabían una cosa y otra. Y luego huiríamos. ¡Adiós, escuela de los tal y cual!
Uno se apuntó enseguida a lo de Roma, que sabía dónde guardaban los bidones de queroseno, iría corriendo a por uno. Otro contestó que mejor ahorcar a alguien. Habían hecho la cuerda con la pantalla y no en vano la causa era la película. ¿Ahora la cuerda para nada? Y empezamos a dar vueltas por allí, apaleando todos los barracones, rompiendo los cristales, con la esperanza de hacer salir a alguien, de atraerle, porque eso de dejarnos solos con nuestra rebelión no podía ser. Nuestra furia alcanzó su cénit. Y que nadie aparecía, menuda decepción. Algunos empezaron a proponer que volviéramos a la sala a por el operador, a ver si se había repuesto ya.
Entonces oímos que venía alguien. Caminaba despacio, como apoyándose pesadamente en cada pie, pasito a pasito. El patio estaba lleno de gravilla y crujía cada vez más claramente. La gravilla crujía bajo sus pies incluso cuando se paraba un momento, como si se balanceara. ¿Se imagina quién era? Sí, él, el profesor de música. Quién si no. Sólo alguien borracho podía permanecer indiferente ante el peligro. Le reconocimos de lejos. Nos quedamos allí esperando. ¡Uf! ¡Como una cuba! Iba a dar ya el último paso para salir de la oscuridad, cuando de repente titubeó. Uno de los chicos se acercó de un salto y lo sujetó, si no se habría caído, seguro.
—Gracias, gracias —farfulló, pero parecía no habernos visto, sólo cuando dio ya el siguiente paso—. ¿Por qué no estáis durmiendo, chavales? —se extrañó, o no, porque en el estado que iba…—. No toméis ejemplo de mí. Yo ya casi ni duermo.
—¡Esto es una rebelión! —gritó uno.
—¿Una rebelión? —dijo, y el hipo le hizo tambalearse—. Pues muy bien que os rebeléis. También yo me rebelé en su momento. Y mirad cómo he acabado. Pero puede que a vosotros os vaya mejor. Bueno, dejadme pasar. Hoy la cama me llama como nunca.
—¡Una auténtica rebelión! —le gritó uno casi al oído.
—¡Hemos roto todos los cristales! ¡Ahora queremos incendiar la escuela! ¡Vamos a quemar todos los barracones! —empezaron a gritar uno tras otro alrededor de su cabeza, que se mecía a un lado y a otro, y cada vez le rodeaban más cerca.
—Os creo, auténtica —balbuceó—. Yo ya me lo creo todo, chavales. Y ahora dejadme paso. A dormir, a dormir.
Alguien, no se sabe quién, porque después nadie lo admitió, gritó en medio del grupo:
—¡Colguémosle a él! ¡Va borracho, ni siquiera se dará cuenta! Otro se oponía, pero hubo otro que soltó enardecido:
—¡Una rebelión es una rebelión! ¡Da igual a quién ahorquemos! ¡No hay ni mejores ni peores! ¡Atadle la cuerda al cuello!
Borracho como iba, las piernas a duras penas le aguantaban, pero de golpe se serenó.
—¿Y por qué razón, chavales? ¿Por qué?
—Hay que hacerlo. Es una rebelión. —A alguno hasta se le quebró la voz cuando le ataron la cuerda.
¿Qué le parece? Y eso que era el único que nos caía bien. El único entre todos los profesores. Independientemente de si alguno quería o no aprender a tocar un instrumento. Y aunque la mayoría no quería, de verdad que nos era simpático a todos. Quizá aún no conociéramos las reglas de las rebeliones y fuera la ira la que nos presionaba desde dentro. En cambio él debía de conocerlas, porque se comportaba como si todo fuera una broma.
—Venga, chavales, colgadme ya que tenéis que hacerlo. Pero dejadme antes echar un trago. —Y sacó la petaca de este bolsillo de aquí—. Sería una lástima dejar una sola gota. —Pero se ve que estaba vacía, porque sonó como un eco cuando intentó beber—. En fin, al menos moriré como corresponde a un artista. A manos de sus seres más cercanos. Menos es nada. —Luego, cuando ya le habían atado la cuerda al cuello, comprobó el nudo—. Chavales, ¿no se romperá esta cuerda? Gran cosa no parece. Y yo ya no quisiera volver.
Empezaron a llevarle de la cuerda buscando un sitio donde colgarle. Pero resultó que ni había vigas sobresaliendo ni árboles en las inmediaciones. Y que dónde lo colgamos, que dónde lo colgamos. Y él empezó a impacientarse.
—Qué pasa, chavales, ¿eh? Yo ya estoy listo.
Entonces uno se abalanzó sobre él y le dio un empujón. El profesor se fue al suelo, se le cayó el sombrero de la cabeza y la petaca que tenía en la mano salió volando.
—¡La petaca! ¡La petaca! —gritó con la voz enronquecida—. ¡No la rompáis! —Y luego, ya más tranquilo, incluso como con rencor, intentando levantarse—: Todavía es pronto, chavales. Si aún no me habéis colgado siquiera.
Y mire por dónde, los mismos que le habían atado la cuerda al cuello se acercaron a ayudarle. Otros se pusieron a buscar la petaca en la oscuridad. Uno le colocó el sombrero en la cabeza, otro le sacudió la ropa. Se liaron a golpes con el que le había empujado. Después todos en tropel le acompañamos hasta el barracón donde vivía.
—Lástima, chavales —nos dijo al darnos las buenas noches—. Así ya lo tendría superado. Buscadme mañana la petaca. Ahora a dormir, a dormir.
Y se acabó la rebelión. No, la película ya no nos la volvieron a poner. Además, ¿quién habría querido ya verla? Conectaron la luz al día siguiente, como de costumbre. No hubo ni reuniones, ni informes, ni discursos. Solo nos mandaron limpiarlo todo. Nos dijeron que recogiéramos los instrumentos que habíamos tirado por las ventanas. Suspendieron las clases, suspendieron las prácticas en los talleres, la salida a trabajar. Nos dieron el desayuno, la comida y la cena como habían hecho hasta entonces, no porciones menores. Enseguida llegaron los cristaleros y repararon las ventanas, las primerísimas de todas las de la sala de estudiantes. Después los del seguro, a calcular los daños. Eso daba a entender que el seguro cubría nuestra rebelión. En los profesores tampoco habría notado usted que había habido una rebelión. Incluso se volvieron más afables. En cualquier caso, ninguno levantó la voz ni frunció el ceño. El comandante contestaba cuando le saludábamos, cosa que nos extrañó una barbaridad, porque antes como mucho asentía con la cabeza cuando uno le saludaba. Aunque lo normal era que nos ignorara. A no ser que algo no le gustara en la actitud de alguien, que entonces era capaz de partirle los morros. Y delante de todo el mundo.
Pero el que más nos sorprendió fue el profesor de música. No ya porque estuviera sereno, sino porque sereno era alguien totalmente diferente, se podría decir que no se parecía a sí mismo. Meditabundo, envejecido, se dejaba ver muy poco. No, no encontramos la petaca, a pesar de que al día siguiente la buscamos por todo el patio, como nos pidió. Y fue algo de lo más extraño, que desapareciera como si se hubiera evaporado en el aire. Entiendo que pase en la hierba, entre arbustos, pero en el patio no había más que gravilla. Aparte de la gravilla y los barracones no había nada más. Quisimos incluso comprarle una igual en algún sitio, porque no se trataba de una petaca normal, ahora esas botellas planas son de uso corriente, pero en aquel entonces todo lo daban en botellas redondas. No sé de dónde la habría sacado. Creo que él mismo también la estuvo buscando, porque a veces salía por la mañana y daba vueltas por el patio.
Aparte de eso no sucedió nada. Sólo una vez nos reunieron en la sala de estudiantes, cuando los cristaleros tuvieron ya arregladas las ventanas. Estaba el comandante, los profesores y nosotros. Y nos dijeron que meditáramos sobre nuestra rebelión, sobre si nos había merecido la pena. Si estaríamos mejor sin la escuela. De la película nadie dijo nada. Fue todo muy breve. Nos dijeron también que, hasta que no se restableciera el orden y no se repararan los desperfectos, nos dejaban todo el tiempo libre para que meditáramos sobre aquello. Unos días de castigo para pensar, como dijo uno de los chicos.
Por eso, aunque al principio sospechábamos que ahí no se acabaría todo y que sólo era la calma antes de la tormenta, cuando nos ordenaron que meditáramos dejamos de sospechar. Incluso algunos empezaron a lamentar que no hubiéramos incendiado al menos el barracón de los profesores.
Pasó una semana o así, seguíamos teniendo los días libres, cuando una mañana, al alba, diana. Pero no igual que todos los días, sino como si hubiera ocurrido algo. Salimos corriendo al patio y nos encontramos con tres jeeps militares. Todoterrenos, por si no le suena lo de jeep. A formar en dos filas, a numerarse y que después del desayuno nos iban a interrogar.
Nos mandaron a desayunar. Seguramente ellos también tenían que comer algo, porque esperaban y esperaban. El sol ya se había alejado un buen trecho de la tierra, cuando empezaron a llamarnos para interrogarnos en la sala de estudiantes. No por orden alfabético, no por edades, de menor a mayor o al revés, no equipo tras equipo ni aula tras aula. Al azar. Seguro que había alguna clave, pero no imaginábamos cuál. Ni siquiera dependía de quién había gritado durante la rebelión, quién había armado más jaleo, quién había sido el más activo. Tampoco de quién había dicho primero lo de hacer la cuerda y ahorcar a alguien. Aunque todos sabíamos quién había sido. Empezaron por un chico que había enfermado después de la rebelión y tenía fiebre.
Detrás de una mesa estaban sentados varios civiles, varios militares y nuestro comandante en un extremo. Habían colocado una larga mesa junto a la pared del fondo de la sala. Para ello habían juntado varias mesas y las habían cubierto con una tela roja. Sobre la mesa dos jarrones con flores y ellos tenían tazas con té. Parecían hasta agradables, nos sonreían con afecto, no sólo los civiles, también los militares. Nos preguntaron con toda amabilidad, ninguno alzó la voz, como si hubieran venido nada más que para charlar con nosotros, vaya.
¿Sobre qué nos preguntaron? Más que nada sobre los profesores, como si les interesara saber si eran buenos con nosotros. Por ejemplo, si a menudo les hacíamos preguntas a los profesores y qué nos contestaban. Cuando cortan la corriente, ¿qué contestan? O cuando la comida está peor, ¿qué contestan? ¿Les preguntamos ese tipo de cosas? Eso sí que ya nadie pudo entenderlo, porque siempre estaba peor. ¿Es que no lo sabían? Ahora, que a nadie le preguntaron qué comíamos. Si hubieran preguntado quizá se habrían enterado de que mucho dependía de la comida. No siempre de una película. Aquélla había sido la primera película que nos traían. Pero comer comíamos todos los días. De la comida, también de en qué se come, con qué, de los platos, las cucharas, los cuchillos, los tenedores. Y nosotros comíamos en fiambreras usadas. Nos dijeron que el ejército se las había dado a la escuela como regalo. Pero nadie se lo creía. Corrían rumores de que las habían recogido en el frente, de los muertos. Uno podría llegar a imaginarse que estaba comiendo y al lado tenía sentado al muerto, porque era su fiambrera. Y aunque le pusieran en la fiambrera una buena chuleta, ¿usted la encontraría sabrosa? Qué va, ni mucho menos nos daban chuletas. Si había carne, como mucho era un trozo de hígado o de bazo. Corazón o riñón también, pero raras veces. Y siempre cereal y patatas. Siempre patatas y cereal. Cebada perlada. Aún hoy me repugna. Y la sopa normalmente aguada. En más de una ocasión, de la rabia que les daba a algunos, llenaban la cuchara de sopa y empezaban a tirársela unos a otros. La guerra de sopa se iba extendiendo de mesa en mesa y al final el comedor entero tomaba parte. No era más que sopa, pero ya amenazaba con provocar una rebelión. Las cucharas y los tenedores eran muy endebles, de aluminio, continuamente había que enderezarlos. Por no hablar de que a la mayoría de los tenedores les faltaba alguna púa, o incluso dos. Y cuchillos no había para todos, en caso de que hubiera qué cortar, claro. Por suerte no eran necesarios con demasiada frecuencia. ¿Y no iban a saber nada de todo aquello?
Parecía como si quisieran diseccionar a los profesores. Aunque poco les podíamos decir, porque en nuestra opinión todos los profesores eran lo que ya usted puede imaginar. Y además, a qué venía tanto hurgar en el tema de los profesores si de lo que se trataba era de la película, de que se había cortado cuando se fue la luz. Algunos de los chicos intentaron contarles lo de aquel hombre, Johnny, y lo de Mary. Que no paraba de probarse sombreros, pero al momento les interrumpían, como si eso no les interesara. Al parecer uno de los militares llegó incluso a sonreír, pero no ocurrió mientras me interrogaban a mí. Yo creo que deberían haber visto primero la película, antes de interrogarnos. Y que además se hubiera cortado en el mismo punto que a nosotros. Quizá entonces habrían comprendido cómo estalla una rebelión así. ¿Piensa usted que no lo habrían comprendido? ¿Qué sucede, que lo de la película es poco? ¿Que no se trataba más que de un sombrero? No estoy de acuerdo con usted.
En cualquier caso, no querían saber nada de la película. Y en cuanto a la rebelión en sí, preguntaban por ejemplo qué habíamos gritado, que les dijéramos al menos el contenido, de qué se trataba, porque quizá literalmente no lo recordáramos. También nos preguntaron a todos qué habían hecho algunos chicos durante la rebelión. Como si en una rebelión alguien pudiera hacer algo por su propia cuenta. Rebelión significa que todos juntos y que uno no sabe qué hacer por su propia cuenta. Alguien grita y todos tienen la sensación de que también gritan. O que se ponga uno al frente, a todos les va a parecer que caminan ellos al frente. Algo como lo que pasa en la guerra, que muere uno y a todos les parece que también ellos han muerto. Y si quedan con vida, es para que haya alguien que recuerde que han muerto. Escapar es distinto, cada cual va por su lado.
Pero puede que algo sacaran de nosotros. Ya sabe usted cómo son ese tipo de interrogatorios. No quiere uno decir algo y ni siquiera se da cuenta de que lo ha dicho. No hay nada que confesar y entre palabras se confiesa. En general, en esos interrogatorios tiene más importancia lo que le preguntan a uno que lo que uno contesta. En las preguntas está la respuesta que ellos quieren escuchar. En las preguntas se confiesa usted culpable aun cuando ni siquiera se sienta culpable. Ya conteste usted que no recuerda o se quede callado, lo está confesando. Con el silencio más aún, porque lo que hace es confirmar su culpabilidad. En el ser humano hay culpas para todas las preguntas posibles. Incluso para aquellas que nadie ha formulado hasta el momento y que quizá nunca se formulen. Porque ¿qué otra cosa es el ser humano más que una pregunta acerca de la culpa? La suerte es que raras veces se exige a sí mismo respuestas. Y como no tiene capacidad para contestarse, la suerte es aún mayor.
Y del miedo a que nos arrestaran a todos, lo mismo podíamos meter la pata y contar tal o cual cosa. Nos preguntaron por ejemplo por los agitadores, así lo dijo uno de aquellos militares. Explicó enseguida que se trataba de los que nos habían liderado, los más impetuosos, los que gritaron más o con mayor fuerza, que les diéramos sus nombres. Cada uno de nosotros nombró a alguien distinto, así que no sería raro que todos resultáramos ser agitadores, porque no arrestaron a ninguno de nosotros.
Pero aquello no podía terminar así. Y no terminó así. ¿Sabe usted a quién arrestaron? Al mismo, al que más libre de culpa estaba: al profesor de música. Quizá alguien se fue de la lengua y dijo que habíamos querido ahorcarle. Y con eso tuvieron suficiente. Ya habían encontrado una pista que seguir. Porque fue la única pista que les condujo hasta alguien. Es verdad que se rumoreó más tarde que estaba en la obligación de informarles de cualquier cosa que sucediera en la escuela y que no había cumplido con el encargo. Pero ya sabe usted lo que significa «se rumoreó», así que ninguno de nosotros se lo creyó. ¿El profesor de música? ¡Imposible! Encima, raro el día que no iba borracho. ¿Qué podría observar o escuchar a escondidas con una cogorza encima? Ante los ojos, todo neblinoso y en los oídos, seguramente sólo sonidos. Y quizá ante los ojos también sonidos, porque a menudo no sabía ni en qué dirección iba. Alguna vez no fue capaz de dar con su propia habitación. Había que llevarle hasta allí. Sacar la llave de su bolsillo, abrir, ayudarle a quitarse el abrigo, el sombrero, las botas. Acostarle en la cama. Y quién sabe si nosotros mismos no seríamos para él únicamente sonidos con los que intentaba componer algo, y que no lo consiguiera no era para nada culpa suya, sino nuestra.
¿Usted se lo habría creído? ¿Lo ve? Pero el rumor queda. Y eso es lo peor, nadie sabía nada, nadie había dicho nada, pero se rumoreaba, como si la noticia se hubiera creado ella solita. ¿Y de dónde surge eso, dígamelo usted? Quizá exista algo así como la generación espontánea de las palabras, ¿no le parece?
Cuando se supo que se lo iban a llevar, corrimos a la sala de estudiantes, agarramos los instrumentos, cada cual el que pudo, estropeado o no. Y nos colocamos en el patio igual que nos había colocado aquella vez, cuando lo del ensayo de orquesta, aunque en realidad no tenía importancia si era igual que entonces o no. Los que no consiguieron instrumentos también se reunieron a nuestro alrededor, salió la escuela entera. Cuando le sacaron, todos cogimos los instrumentos como si en ese preciso momento fuéramos a empezar a tocar. Pero no tocamos, nos quedamos así, quietos.
Caminaba con la cabeza agachada, ni siquiera miró en nuestra dirección. Lo llevaron al asiento trasero, junto a él se sentaron dos, uno a un lado y otro al otro. Y ya iban a arrancar cuando de repente se levantó y gritó:
—¡Viva la música, chavales!