CINCO

No, ya no seguí ahorrando para el saxofón. Además, poco después pasé a trabajar en la construcción y cuando recibí mi primera paga me compré un sombrero. ¿Por qué un sombrero? No sé. Quizá necesitara comprarme algo para que no me diera otra vez por ahorrar para un saxofón. Y que fuera un sombrero, acaso porque estando aún en la escuela decidí que cuando ya tuviera el saxofón me compraría un sombrero. Saxofón, sombrero, me gustaba imaginarme así.

Una vez nos trajeron a la escuela una película. Un hombre y una mujer entran en una sombrerería, él se llamaba John y ella Mary, y el hombre quiere comprar un sombrero. Empezó a probarse sombreros mientras Mary se sentaba en una butaca y se distraía leyendo una revista. Era la primera película que veía en mi vida. Y por eso tenía la sensación de que no se estaba probando los sombreros en la pantalla, sino allí entre nosotros, en la sala de estudiantes. O que todos nosotros estábamos en aquella tienda donde él se probaba los sombreros.

Se los probaba y se los probaba, y mientras tanto, como le digo, Mary, que era una belleza, sentada en la butaca y sin apartar la mirada de la revista. Llevaba un abrigo de piel, estaba con las piernas cruzadas y tenía puestos unos elegantes zapatos.

No sé si estará de acuerdo conmigo, pero creo que en las mujeres las piernas son decisivas para el conjunto entero. Y los zapatos más que nada, todo lo demás ya puede ser incluso modesto. Puede ser más fea de cara si las piernas acompañan. Pero tiene que llevar unos zapatos bonitos. Hoy en día es raro ver piernas así. Casi todas las mujeres llevan pantalones, a veces incluso hasta con vestido se ponen unas botas que más recuerdan a las del ejército. Y pocas saben caminar como debería hacerlo una mujer. ¿Ha visto usted cómo caminan ahora las mujeres? Pues fíjese alguna vez. Levantan las piernas, patean el suelo. Soldados desfilando, no mujeres. Incluso aquí, se desvisten, van descalzas, pero la mayoría camina así. Y no tienen cemento bajo los pies, sino hierba, tierra. Estando en el extranjero, me contó un director de cine que no era capaz de encontrar una actriz que pudiera interpretar a una princesa en su película. Los rostros valían, los andares ya no.

Bueno, pues la Mary ésta seguía tan concentrada en la revista que no hacía ni caso al hombre. Y él se probaba un sombrero tras otro. Y con cada uno se quedaba cada vez más tiempo mirándose al espejo, como si cada vez tuviera menos claro si decir éste me vale, o si quitárselo y pedir otro, o si mirarse al espejo un rato más. Ya se había probado unos cuantos, pero era evidente que ninguno le convencía, porque enseguida pedía otro. Y el vendedor como si nada, le traía el siguiente, y después otro, y otro más. Además, cuando traía un nuevo sombrero siempre sonreía y hacía una pequeña reverencia. Y a pesar de que el hombre se veía de pies a cabeza en un gran espejo, el dependiente no hacía más que dar vueltas a su alrededor con otro espejo en las manos, y lo colocaba por un costado, por el otro, por abajo, por detrás, para que comprobara cómo le quedaba al ver su imagen reflejada en el gran espejo que tenía delante después de que se reflejara en el espejo pequeño. Y ensalzaba con la misma convicción cada uno de los sombreros que se iba probando el hombre.

—Mire ahora, estimado señor. Y ahora. Inclinémoslo un poco hacia la frente. Un poco hacia atrás. Un poco hacia un lado, un poco hacia el otro, un poco de otra forma. Perfecto, sencillamente perfecto. Ni hecho a medida para su rostro, estimado señor. Estimada frente, estimados ojos, cejas, esto, lo otro. Perfecto.

También yo estoy ahora convencido de que se trataba de una comedia. Sólo que entonces no me hizo ni pizca de gracia. Con cada sombrero que John se quitaba para devolvérselo al vendedor, sentía como si yo mismo hubiera perdido algo. Es evidente que la risa no depende de lo que uno ve o escucha. La risa es la capacidad del ser humano para defenderse del mundo, de sí mismo. Despojarle de esta capacidad es dejarle indefenso. Y eso me pasaba a mí. No sabía reírme. Incluso me resultaba extraño que alguien pudiera reírse de algo. La mayoría de los que llegamos a aquella escuela éramos así. Aunque no todos, entiéndame. Algunos podían reírse hasta cuando los metían en el calabozo.

Pues lo mismo pasaba con esa película, que algunos se partían de risa. Pero aquélla no era una simple risa, así, sin más. Detrás de aquella risa se percibía una rabia y un resentimiento que crecían poco a poco. Con cada sombrero que el hombre se probaba, entre las risas se oían tacos, insultos contra él, contra el vendedor y sobre todo contra Mary, que estaba absorta en la revista y no le daba ninguna opinión al hombre. Seguía sentada tan tranquila, como nosotros aquí. No tenía más que levantar la mirada y decirle, ése te va bien, ése no, con ese estás mejor, con ese peor. Y luego podría continuar leyendo.

La sala estaba llena, casi a reventar, ya se imaginará usted cómo fue la cosa. En cuanto al hombre no le gustaba cómo le quedaba un sombrero, gritos, pataleos, silbidos. Y cada vez más fuertes, más airados, sobre todo porque al hombre no le afectaban en absoluto. Como mucho aguantaba un pelín más antes de decir, no, creo que este tampoco, por esto o por lo otro. El vendedor hacía todo el rato la misma reverencia y le daba la razón sin cambiar su sonrisa.

—Estoy absolutamente de acuerdo con usted, estimado señor. En efecto, es un poco demasiado oscuro. En efecto, es demasiado claro. Ese tono, como que no del todo. Y ese modelo, como que no… Yo diría que con esa ala no… Con esas facciones suyas, mi estimado señor, yo diría que ese sombrero no… Pero no se preocupe. Elegiremos otro.

¡Bueno! ¡Entonces sí que hubo jaleo en toda la sala! Con decirle que incluso empecé a tener miedo… Y el vendedor se iba y le traía otro, con la misma esperanza en que seguro que le gustaría.

El mostrador estaba repleto de sombreros, todos los que se había probado, porque para que el hombre no tuviera que esperar demasiado al siguiente, el vendedor iba colocando uno encima de otro sobre el mostrador los sombreros que ya se había probado. Si no hubiera visto aquello, nunca me habría imaginado tantos sombreros juntos. Y todos para la cabeza de un tal Johnny. Si al menos fuera alguien. Pero qué va, nadie importante. Como si se hubiera tratado de usted o de mí. Con perdón, no pretendía ofenderle, pero después de todo el vendedor no habría sabido quién era usted si fuera allí y dijera que quiere comprar un sombrero. Y mucho menos si fuera yo. Aunque quizá a usted le habría reconocido. Ya lo creo, los sombrereros son muy perspicaces. Conocí a uno así.

En cualquier caso, de los que llenábamos la sala ninguno sabía quién era el tal Johnny. Ni nos lo imaginábamos. A no ser que el vendedor lo supiera. O que al final de la película se aclarara. Después de que se probara uno de aquellos sombreros se me ocurrió pensar que un sombrero no era un objeto corriente, que no era sólo una prenda para cubrirse la cabeza. La película seguía avanzando y aquél se probaba uno tras otro, así que no podía ser algo corriente.

Una vez nos trajeron a la escuela a uno que sacó un conejo de un sombrero. En cierto momento el conejo se le escapó y empezó a corretear por la sala. Todos queríamos atraparlo. También entonces estaba repleta, pero al final nos costó cogerlo. Muy blanquito, de Angora, temblaba enterito del susto que tenía encima, a pesar de que era capaz de desaparecer, tan pronto estaba en el sombrero como dejaba de estar. O quizá fuera el sombrero el que tuviera tal poder, ya entonces me entró la duda.

Incluso le diré que la sala pareció adoptar el papel de Mary, ya que a ella no le importaba nada, y cuando el hombre se probaba un nuevo sombrero todos se levantaban de un salto y le gritaban que ése, que comprara ése, el que se estaba probando. Y cuando tampoco se decidía por ése y pedía otro, la tomaban con el vendedor, que no le trajera más, que comprara ése, ése o ninguno.

Pero lo que el vendedor deseaba era que comprara, el que fuera pero que comprara, y con su sonrisa y su reverencia de siempre iba a por el siguiente. Y entonces, como en venganza por la decepción que había sufrido la sala, se oían los insultos más rebuscados dirigidos contra ellos dos. Me daría vergüenza repetirlos. Los lanzaban como si fueran piedras, contra el uno, contra el otro. ¡Tú, tal y cual, compra o…! Y mucho peores. ¡Tú, tal y cual, no le traigas más! ¡Que se compre ese que tiene puesto! ¡Saca la jeta de la tienda! ¡Te iba a dar yo en los morros con el espejito! Era como si se excitaran con esos insultos, porque cuando el hombre pedía un nuevo sombrero, estallaba un griterío aún mayor.

La sala no era muy alta, como suele pasar en los barracones. Retumbaba toda entera, las paredes, las ventanas, el techo, parecía que se iba a caer en pedazos en cualquier momento. La pantalla colgaba del techo y ocupaba como unas tres cuartas partes de la pared, y detrás de nosotros, en la pared de enfrente, estaba el proyector. Los más mayores estaban sentados en unos bancos pegados a las paredes laterales, y con ellos algunos profesores. Los demás estábamos sentados en el suelo. El haz de luz del proyector pasaba casi rozando nuestras cabezas. Así que los que no tenían bastante con el alboroto, los silbidos y los insultos, se levantaban del suelo y saltaban delante del haz de luz, agitando las manos como si quisieran quitar de un manotazo el sombrero que se probaba el hombre en ese instante, o tirar el que traía el vendedor cuando le pedía otro.

No sé si será usted capaz de imaginárselo. Aquello ya no eran risas, era una tormenta, una tempestad. Los profesores daban gritos, ¡calma!, ¡calma! Pero no servía de mucho. Quizá incluso hasta ellos ya tenían miedo. Sobre todo porque los alumnos más mayores, los que estaban en los bancos con los profesores, también empezaban a levantarse y se ponían junto a la pantalla para cerrarle el paso al vendedor en el haz de luz.

—¿Adónde vas? ¿Adónde vas?

Pero el vendedor pasaba a través de ellos como a través de la niebla, le daba al hombre el siguiente sombrero y cogía el que acababa de probarse, porque tampoco le había gustado cómo le quedaba. Al final se volvieron contra Mary. ¡Tú, tal y cual, deja de leer! ¡Dile que se compre ese que se está probando! ¡Baja esa pierna! ¡Muévete! ¡Dale una patada en el culo, en la espinilla, en los huevos! No voy a repetirle lo demás. En cierto momento pareció incluso que iban a meterse en la pantalla, a destrozar la tienda, a pegar al vendedor, a pegar al hombre, y a Mary lo mismo le arrancarían el abrigo de piel, el vestido y la violarían. Más teniendo en cuenta que algunos de ellos habían ido a parar a aquella escuela precisamente por eso.

Los profesores seguían intentado poner orden. ¡Que si no, paramos la película, eh! ¡Sois gentuza y no jóvenes! ¡Mañana daremos parte de todos vosotros! ¡Ya os ajustaremos las cuentas! Eso provocaba aún más furia. Y si no había ocurrido ya alguna desgracia era sólo gracias al vendedor. Era el único que conservaba la sangre fría, con la misma reverencia y la misma sonrisa en la cara le iba dando un sombrero tras otro. En cambio el hombre, se pusiera el que se pusiera, se miraba en el espejo sin un ápice de complacencia. A veces como que le asaltaba la duda con éste o con aquél. Otras se miraba un rato más en el espejo, como si ya no estuviera seguro de si era él quien estaba allí plantado con un sombrero frente al espejo. Y en algún momento pareció que iba a rendirse y a decir, venga, éste.

Y a saber por qué razón, porque a lo mejor en la sala pensaban que ése en concreto no le quedaba bien, como resultaba evidente por la ola gigante de silbidos, pataleos y gritos. ¡Mirad, un espantapájaros! ¡Mirad, un pordiosero! ¡Si parece un…! Y eso se convertía en un estruendoso, ¡no!, ¡no!, ¡no! Pero el hombre nada, no se desalentaba, hasta daba la impresión de que al tirarse tanto tiempo probándose sombreros se estaba burlando de la sala. O incluso que iba a comprar justo ése, en contra de la opinión de la sala, a pesar de que a él mismo no le gustaba cómo le quedaba. Le sonreía de diferentes maneras a su reflejo, por ejemplo abriendo ligeramente los labios o mostrando dos filas de dientes blancos y perfectos, como sólo se ven en las películas. Si ya se sabe cómo tiene normalmente la gente la dentadura. La mayoría no debería sonreír nunca y puede que ni siquiera hablar. Se apartaba el sombrero de la frente. Lo volvía a bajar, contrayendo la cara con alguna mueca misteriosa. Se echaba el sombrero hacia la izquierda, hacia la derecha, como si quisiera parecerse a alguien que había visto en una película. O se acercaba mucho al espejo, tanto que casi lo tocaba con el ala del sombrero, y se miraba, ojos contra ojos, sombrero contra sombrero. O igual se apartaba de pronto y se miraba entero de pies a sombrero. Metía las manos en los bolsillos del pantalón, una, la otra, alternándolas o las dos a un tiempo, adoptando una postura cómoda. O se arreglaba la corbata, se ajustaba la chaqueta y se estiraba como un cirio. Unas veces parecía que miraba su reflejo con evidente desánimo y otras que estaría ya dispuesto a conformarse con ese sombrero y hasta consigo mismo, pero le faltaba voluntad. Y se daba la vuelta sin saber qué hacer y le preguntaba a Mary:

—¿Qué te parece, Mary? Mira. ¿Me queda bien éste? ¿Verdad que no es feo? —Pero Mary, aunque levantara los ojos de la revista, los volvía a bajar sin decir una palabra. Y el hombre se lo quitaba desconsolado—. No, creo que este tampoco.

En momentos como ese hasta nosotros en la sala compartíamos su desconsuelo. Se notaba porque todos cambiaban a la vez de postura y el suelo y los bancos chirriaban. Nadie silbaba, ni maldecía, ni se reía. Pero aquel desconsuelo no era un desconsuelo corriente. Incluso se escuchaba a alguno susurrando con resentimiento, estrangularía a la puta ésa. Perdone usted, esas palabras estaban allí a la orden del día, en otras no habría cabido ni eso ni nada. Igual que ninguna podría entender por qué a Mary le importaba un bledo todo aquello. ¿Es que tan difícil le resultaba decir sí o no, y más aún tratándose sólo de sombreros?

Mary a veces levantaba la mirada de la revista y a veces no. Y aunque la levantara, lo hacía cada vez más aburrida. Y eso despertaba cada vez mayor furia en la sala. Todos estábamos convencidos de que por su culpa el hombre no podía decidirse por ningún sombrero. Cierto es que si uno lo piensa, ya me dirá qué culpa podía tener ella, allí sentada mirando la revista. Pero bastaba con que el hombre se volviera hacia ella, mira, Mary, ¿qué te parece, Mary? ¿Qué me dices de éste, Mary?, y la sala entraba en erupción. Ya no era sólo ira lo que se expulsaba, sino más bien ira mezclada con impotencia, con dolor, puede que hasta con desesperación. Sí, contra la Mary ésa. Pero ¿por qué? Dígame usted por qué, si era el hombre el que se estaba probando los sombreros. ¿Y qué culpa tenía Mary si ninguno le gustaba cómo le quedaba?

Lo mismo él se había enfrascado de tal manera en probarse sombreros que ya no le iba a gustar cómo le quedaba ninguno. Y así era, ninguno le gustaba. Quizá ya más que probarse los sombreros lo que hacía era pelearse con ellos. Pero ¿con qué objeto va alguien a pelearse con un sombrero? ¿Por sí mismo, dice usted? El sombrero siempre lleva las de ganar. Y cualquiera que se probara llevaba las de ganar. No importaba si se lo quitaba enseguida, que éste no, o si se lo probaba más rato, o incluso si se hacía gestos con él puesto delante del espejo. Daba igual. Podría habérselos probado durante toda la película, durante toda la eternidad, habría dado lo mismo. Esa forma de probarse cosas sólo acaba cuando acaba todo.

La verdad es que había un montón de sombreros, un montón. No era una tienda corriente. Sombreros por todas partes. Encima el vendedor no dejaba de traer más de la trastienda, con la renovada esperanza en que este o este otro seguro que le va a gustar, estimado señor. Así que había sombreros de sobra como para que el vendedor no perdiera la esperanza.

Además, quizá la hubiera perdido antes el hombre. Más aún porque ya empezaban a verse signos de desánimo en su cara, en sus movimientos, cuando se miraba al espejo con cada nuevo sombrero. Se ponía y se quitaba los sombreros como a desgana. Ya no daba las gracias, no decía lo siento. Cogía de manos del vendedor el siguiente sombrero que le traía y le devolvía el que se quitaba. Como si se limitara a pasarlo de las manos del vendedor a su cabeza y de su cabeza a las manos del vendedor, sin apenas mirarse en el espejo. Debería haber dejado de probárselos, pero estaba claro que ni eso era ya capaz de hacer. O quizá le daba lástima del vendedor, tantos sombreros y para nada. Y por eso seguía probándoselos todo el rato.

Y entonces, con uno de los sombreros, ni más bonito ni más feo, cuando ya estábamos seguros de que otra vez se lo iba a quitar y a decir que tampoco, de repente le entraron dudas. Bajó las manos, se acercó al espejo, se quedó inmóvil delante de su reflejo, sin mover un músculo de la cara, aunque en esa cara se podía advertir el suplicio que pasaba, me lo quito, no me lo quito, me lo quito, no me lo quito, me lo quito, no me lo quito. La sala estaba petrificada. Se hizo un silencio, mire, igual que si se les hubiera parado el corazón a todos. Pero se notaba que mientras estaba allí parado la tensión crecía y crecía, hasta que en determinado momento rebasó el límite de la paciencia y dejó de tener importancia si se lo quitaba o no, porque se encontraba en un punto en que ya no le convenía ni quitárselo ni dejárselo puesto. La única salida que tenía era sacar una pistola y pegarse un tiro en el sombrero. La verdad es que el vendedor ya estaba esperando con el siguiente sombrero, con su misma sonrisa en los labios y haciendo su reverencia, lo cual habría sido la prueba de que ni se le pasaba por la cabeza que las cosas dieran tal giro. En cambio, eso era precisamente lo que pedíamos en la sala, que sacara una pistola y se pegara un tiro en el sombrero. Y que para fastidiar a Mary sus últimas palabras fueran:

—Paga tú el sombrero, Mary.

Lo mismo un momento después iba a apoyarse la pistola en el sombrero, pero de pronto Mary dijo toda emocionada con una voz que parecía trinar:

—¡Escucha, Johnny, escucha! Aquí cuentan que esta temporada los que más se llevan son los marrones de fieltro. ¡Pruébate uno marrón de fieltro!

—Ya me he probado uno marrón de fieltro.

—¡Pero es que aquí lo dicen!

Alguien podría pensar que en ese momento sonaba un disparo. Eso creía yo también cuando intentaba imaginarme cómo acababa la película. Y habría estado justificado. No puede estar uno probándose algo sin parar, ni siquiera sombreros. No habrá visto usted por un casual esa película, ¿verdad? Lástima. Me habría podido decir si compraba o si disparaba. Yo ya no lo vi, cortaron la luz y se paró la película. Sí, a menudo la cortaban. Sobre todo por las tardes. Y no era frecuente que la volvieran a conectar enseguida. En el mejor de los casos, una o dos horas después. Pero lo normal era que la cortaran por la tarde y ya no la conectaran hasta la mañana siguiente.

A menudo volvíamos de trabajar, arrastrando los pies como podíamos, encima nos obligaban a cantar por el camino, y que no había luz. Por ejemplo, habíamos estado picando piedra para una carretera, polvo, bochorno, todos sedientos, empapados en sudor, el pelo pegado, y la corriente cortada. No había forma de lavarse, de comer, de desvestirse. Por si fuera poco, el uniforme debía estar bien limpio por la mañana, las botas brillantes, porque al día siguiente había clase y en clase había que tener aspecto de estudiante. No teníamos uniforme ni botas de repuesto. Únicamente nos los cambiaban cuando el uniforme o las botas ya no se podían seguir remendando o reparando. Y eso que sólo por las tardes había tiempo para lavar, coser o zurcir alguna cosa. Y que no había luz.

El profesor de música aquél nos trajo una vez un cirio que se había comprado para él. En otra ocasión, antes de Navidad, los chicos robaron en algún sitio un paquete de velitas para el árbol. Pero antes de que llegara Navidad ya las habíamos gastado, porque cortaban la luz casi a diario. Y tuvimos un árbol sin velitas. Sí, nos lo permitían. Lo poníamos en la sala de estudiantes. Se cortaba uno en el bosque, se decoraba un poco, nosotros mismos hacíamos los adornos, las cadenetas, los erizos de papel. Sólo que sin velitas no es lo mismo.

¿Le gustan los árboles de Navidad? A mí también me gustaban. Pero debía tener velitas auténticas. Podía no estar casi decorado, pero las velitas había que encenderlas. Cuando éramos pequeños siempre las encendíamos por orden de edad, sólo que empezando por abajo, primero yo, el menor, luego Leonka y luego Jagoda. Si no podía alcanzar las más altas, mi padre me cogía en brazos y me alzaba. Por supuesto que eran auténticas, ardían con una llama muy viva. Tienen que ser auténticas para que también el árbol sea auténtico. Fui electricista, pero no me gusta la electricidad, se lo aseguro. Hoy en día todos las ponen eléctricas, pero en mi opinión eso no son velas. Tienen un brillo mortecino.

La Nochebuena empezaba siempre con el encendido de las velitas. Después mi madre cubría la mesa con un mantel blanco y traía lo que íbamos a cenar, que siempre eran doce platos diferentes. Primero compartíamos las obleas y luego nos sentábamos a la mesa.

En Nochebuena todos teníamos ya un sitio fijo. Y todos procurábamos comer de tal forma que no se manchara el mantel. ¡Dios no lo quiera! Hasta el abuelo llenaba poco la cuchara para que no goteara ni se cayera nada. Y comía más en silencio que nunca, sin dar sorbitos, sin chasquear. Y la abuela acababa felicitándole, ¿no podrías hacerlo así a diario?

No era un mantel corriente, ni mucho menos. Mi madre sólo lo ponía en Nochebuena. Lo había tejido y bordado ella misma para que fuera utilizado sólo en Nochebuena. Y todos sabíamos cuánto esmero había puesto en hacerlo. El lino lo había sembrado ella misma y además en el mejor trozo de tierra. Lo sembró dejando espacio entremedias, de forma que el sol le llegara a cada uno de los tallos. Luego iba todos los días a ver cómo crecía. Apenas empezaba a brotar algún hierbajo, cogía y lo arrancaba de raíz. De modo que cuando el lino salió, bien hermoso era, ya le digo. Lo segó sola, con la hoz. Anda, es verdad, si usted no sabía lo que era una hoz. Con la hoz, pues para que no se rompieran los tallos. Después estuvo secándose al sol durante mucho tiempo y luego también en el granero. Y después estuvo remojándose en el Rutka, donde la corriente era más rápida, atado en haces sujetos con estacas. Y otra vez a secarse. Luego lo agramó con la agramadera. Pero no voy a explicarle cómo era una agramadera. En otras partes se decía majadera. Las hebras más gordas o más cortas las quitaba enseguida. Y todavía faltaba escogerlo y cardarlo, no se imagina usted el trabajo que daba. Hasta que sólo quedó una telaraña. Eso decía la abuela todas las Nochebuenas, que el mantel estaba tejido con tela de araña.

Cuando ya tuvo la tela tejida, la lavó y la secó, la lavó y la secó, así varias veces. Y si daba el sol, la extendía al sol sobre la hierba para que se pusiera más blanca. Aunque resulta difícil imaginar que pudiera ser más blanca. La tuvo allí extendida prácticamente todo el verano, día tras día, a nada que diera el sol. Y cuando llegó el invierno se puso a bordarlo. Tenía que estar listo para esa Nochebuena, pero bordó y bordó y al final no quedó listo hasta la Nochebuena siguiente. Al mismo tiempo enseñó a bordar a Jagoda y a Leonka. Bordó el jardín del Edén entero. Con mayor detalle que en muchas láminas. Al abuelo, cuando terminaba de cenar, le gustaba pasar los dedos por los bordados de mi madre.

—Ahí que vamos a ir —decía—. Mirad, ahí que vamos a ir.

¿Qué cenábamos en Nochebuena? Primero un poquitín de queso con menta cada uno, por los pastores. Luego żur con setas y alforfón. Empanadillas de repollo y setas. Patatas hervidas sin pelar, con sal. Żur con suero de leche, para beber. Empanadillas de ciruelas pasas, cubiertas de nueces y rociadas con nata frita. Ñoquis con semillas de amapola. Pescado hervido o frito. Sí, había muchos peces en el Rutka, no se imagina la de peces que había en sus aguas. Ahora en el embalse no hay ni la mitad de los que había. Pues porque lo veo, vienen pescadores y se pasan las horas muertas ahí con las cañas. A veces me acerco a mirarles, rara es la vez que muerden el anzuelo. En cambio en el Rutka se podían coger con una cesta. Se metía una cesta junto a la orilla, se golpeaba el agua con un palo y siempre se colaba alguno. Antes de la Nochebuena, como el Rutka se congelaba, había que abrir un agujero en el hielo, colocar una red y esperar a que entraran. Después repollo con guisantes o sólo repollo, rehogado con aceite de linaza. Si era sólo repollo, entonces aparte había alubias con miel y vinagre. Y si iba con guisantes, entonces no se servían alubias, sino habas. Para picar. Después jalea de arándanos. Y por último compota de frutas secas.

Nos inflábamos de comida, y eso que de cada cosa sólo comíamos un poco. Y claro, luego a la misa del gallo. Nosotros, los pequeños, normalmente ya íbamos medio dormidos, porque la misa era a medianoche. Pero teníamos que ir. Sólo entonces se apagaban las velitas del árbol. Para mí no era la cena la que confirmaba que estábamos en Nochebuena, sino más bien aquellas velitas, se lo aseguro. Cuando ardían me sentía dispuesto a creer en cualquier cosa. Creía en el mantel de mi madre y en lo que decía el abuelo mientras pasaba los dedos por el bordado, eso de que iríamos allí. A veces incluso me parecía que ya estábamos.

Quizá me venga de entonces el gusto por ver velas ardiendo. En el extranjero, si iba a alguna fiesta y, aparte de lámparas de araña y de pared, tenían velas encendidas, todavía hoy la recuerdo. Invitaba a alguien a mi casa y lo mismo, tenía que haber velas encendidas. No las apagaba si aún ardían cuando se marchaban los invitados. Esperaba sentado hasta que se apagaban solas. Quizá no me crea, pero me da pena apagar una vela. Tengo la sensación de que interrumpo su vida. Como si de repente algo se terminara y ya nada fuera a comenzar. Como si apagara algo en mi interior. No sé cómo explicárselo.

Se lo diré así: en mi opinión, hay algo especial en una vela que arde. Quizá todo. Igual que en una gota de agua están al mismo tiempo todas las aguas. Cualquier agua. Intente alguna vez apagar una vela.

Tengo dos candeleros. De plata. Los compré estando aún en el extranjero. Como si supiera que iba a venir usted a verme algún día. Si no enseguida, sí más adelante. ¿Los traigo? Ahí, en la habitación. Sobre el armario. Pongo unas velas, las encendemos, vemos cómo arden y se convencerá. A veces entraba en una tienda de antigüedades que había en el mismo edificio donde yo vivía. Mi casa estaba en el primer piso. Sin razón alguna. Me gustaba mirar muebles antiguos, cuadros y otros objetos. Todas aquellas vitrinas, cómodas, secreteres, espejos, lámparas, relojes, incluso tinteros, secafirmas, tijeras para papel. Y es que si uno lo piensa, fíjese la cantidad de huellas y miradas humanas que se esconden en todos esos muebles y objetos, la de latidos de corazón, suspiros, tristezas, llantos, miedos y también, claro, risas, arrebatos, estallidos de alegría, aunque de estos muchos menos, de éstos siempre son menos. O cuántas palabras, piénselo. Y todo eso ya no existe. Pero ¿realmente ya no existe? Por ejemplo, uno de esos morteros para machar la pimienta, la canela, el clavo, créame, cuando lo tocaba me decía cosas. Sólo que yo no tenía la capacidad de escucharlas.

Perdone que le pregunte, pero ¿no ha sentido usted nunca el deseo de vivir en un lado y en otro? Es igual cuándo. ¿Nunca? ¿Ni siquiera por un instante? Claro que un instante importa, hombre.

El anticuario siempre me recibía con una sonrisa, aunque nunca habíamos hablado, pero un día se acercó y me preguntó:

—Perdone, caballero. Le he visto por aquí más de una vez, ya le conozco a usted, pero hasta ahora nunca ha comprado nada. Si anda buscando algo concreto, dígamelo, por favor, lo tendré en cuenta.

Y aunque no tenía intención de llevarme nada, me sorprendí diciendo:

—Busco algún candelero bonito y antiguo.

—¿Sí? Pues candeleros tengo muchos. Mírelos. —Me señaló un armario que había junto a la pared—. De latón, de bronce, de porcelana, de mayólica, de laca, de plata. Como usted los quiera. —Empezó a abrir un armario tras otro, aunque no hacía falta, porque los armarios estaban acristalados y se veía el interior. Sacó de uno de los armarios un candelero, me lo puso delante y dijo ensalzándolo—: ¿No le gustaría éste? —Sacó otro—. ¿Y éste? No me diga que no le parece hermoso.

—No, no —le decía en cuanto sacaba alguno—. Ya los he visto todos. No es la primera vez que entro en su tienda.

—Es cierto —comentó—. ¿Y podrían ser dos? —me preguntó.

—Claro que sí —le contesté—. Precisamente estoy buscando dos.

—Bien, entonces creo que tengo algo que le puede interesar. Se lo he preguntado porque forman un par inseparable. No podría vender sólo uno.

Y de un sólido armario sin cristales, que se abría con una llave que guardaba en el bolsillo del chaleco, sacó los dos que compré. Los colocó delante de mí.

—Obsérvelos, por favor. ¿Buscaba unos como éstos? Lo imaginé enseguida. El Barroco. Venecia. Un trabajo exquisito, no lo negará. Sin embargo, debo advertirle que…

—Lo imagino —le interrumpí—. El precio no importa. Envuélvamelos.

Probablemente no se esperara que los fuera a comprar, porque mientras empaquetaba los candeleros aún siguió persuadiéndome:

—Es un milagro que se hayan conservado hasta nuestros días. Y los dos además. Solo nos podemos hacer una idea de cuál ha sido su sino. El sino de los objetos es tan interesante como el de las personas. E igual de trágico. Si se pudiera, por ejemplo, reconstruir el sino de estos candeleros… No la historia, el sino. Nos podríamos enterar de muchas cosas, incluso acerca de los dueños que han tenido. Cosas en apariencia de lo más efímeras, pero quién sabe si no son las más importantes, cosas de las que no nos enteraríamos a través de ningún documento. Y es que a veces el ser humano sólo puede contar con que le entiendan los objetos. A veces les confiesa a los objetos cosas que no le confesaría a nadie más. A veces sólo los objetos son capaces de coexistir de veras con nosotros. Le deseo que estos candeleros… Y vuelva cuando quiera.

¿Los traigo para que los vea? Podría encender unas velas. ¿Que para desgranar alubias nos basta con esta luz que tenemos ahora? Creo que no me ha entendido bien. No se trata de que haya más luz. Hay ocasiones en que no me apetece leer, no me apetece escuchar música. Y más en esta época, en otoño o invierno, las tardes son largas, yo solo con los perros, bueno, pues a menudo lo que hago es traérmelos aquí, a la cocina, coloco las velas y miro cómo arden. Y créame, cuando miro cómo arden, dejo de sentir que soy yo el que las mira. Como si hubiera alguien aquí en mi lugar. No sé quién. Además, eso no importa. Los perros están tumbados, así, igual que ahora, junto a la pared, donde no llega la luz, duermen o fingen dormir, y es como si dentro me pasara todo de largo y se apoderara de mí una tranquilidad cada vez mayor. Me vuelvo casi indiferente para mí mismo, el mundo entero se vuelve indiferente para mí, que es como es, no de otro modo. Incluso tengo la impresión de reencontrarme en un orden que me es desconocido. Ya lo ve, y eso que parecían unas simples velas. Arden y guardan silencio. Aunque quizá en ese silencio suyo haya algo más que silencio, ¿no le parece?