CUATRO

Así por esta época, después de las vacaciones, casi no se distingue un día de otro. Por la mañana, pues lo mismo que cualquiera recién levantado, me lavo, me visto. Aunque, ¿sabe?, cuando me doy cuenta de que todo el mundo se levanta conmigo, se lava, se viste, más de una vez me dan ganas de volverme a la cama y por una vez no levantarme o ya no levantarme nunca. Como si pendiera una maldición sobre el hombre por la que cada día tiene que levantarse, lavarse, vestirse. Ya sólo por eso tendría derecho a sentir desgana hacia el resto del día, a pesar de que acaba de empezar, y hacia todo lo que ocurra o deje de ocurrir ese día. Y ahora imagínese que durante toda la vida igual. Cuántas veces nos habremos levantado, lavado, vestido, ¿y para qué?

Por supuesto, me refiero al día de este lado del mundo en el que acaba de comenzar. Porque cuando aquí nos levantamos, lavamos y vestimos, en aquél se desvisten, se lavan, se acuestan, que es lo que a nosotros nos espera al final del día, y a ellos les espera lo que nosotros hemos pasado por la mañana. Y mire, con esto es como mejor se ve que el mundo gira y no va a ninguna parte.

La división esta del mundo en dos lados la hago sólo por la mañana, porque por la noche ya no tiene lados. Por la noche está roto en pedacitos igual que el hombre. Pero por la mañana también el hombre está todavía entero.

No, primero tengo que dar de comer a los perros. Hay que echarles de comer a su hora. Sobre todo por las mañanas. Aunque no me pudiera levantar, hay que darles su comida. Esté o no enfermo, tienen que recibirla. Les echo una vez por la mañana y otra vez a última hora de la tarde. Cuando llega la hora de su comida, me lo recuerdan ellos mismos. Se tumban y me miran. Por la mañana, me despierto y ya están tumbados y mirándome.

Y cómo no levantarse, aunque a uno no le apetezca o no vea razón de ser en levantarse. Los ojos no les brillan por el hambre, sino por la certeza de que al rato van a recibir su comida. ¿Cómo no levantarse? Y le diré que ya no podría estar sin ellos. A menudo me da la impresión de que sin ellos el día no querría ni empezar ni terminar.

Después nos damos una vuelta por los chalés. Luego esto o lo otro. Depende del día, aunque normalmente siempre es lo mismo. A veces cojo el coche y voy a comprar algo. De cuando en cuando es necesario ir a comprar, ¿no? Y de paso pues a Correos, al banco. Pero aparte de eso no voy a ningún lado. No tengo a quién visitar, no tengo adónde ir, no tengo un porqué. Y además aquí siempre hay cosas que hacer. La colada, planchar, fregar, barrer, ordenar. Y si no tuviera nada que hacer siempre me quedarían las tablillas. También me ocupan bastante tiempo. Aunque no pinto todos los días. Hay veces que las manos me responden mejor, otras veces me duelen. No me impongo tareas todos los días.

Empiezo el día como si no quisiera nada de él, lo que traiga, traerá. Pero aun así no espero que me traiga nada. Sólo la vigilancia de los chalés me ordena en cierto modo el día, se lo aseguro. Los chalés son lo único que me hace ver que el día no está parado.

A pesar de que ahora en otoño el día pueda parecer cada vez más y más corto, a mí me resulta cada vez más largo. A menudo, cuando me despierto por la mañana y pienso que tengo que vivir hasta la noche, tengo la sensación de que es como si fuera de nuevo desde el nacimiento hasta la muerte. No sé si usted ha sentido lo mismo en algún momento, es como si cada vez fuera más difícil sobrevivir hasta el final del día. No, no se trata de que sea largo. Cómo se lo diría. Mire, hoy por ejemplo. Un día como los demás, pero es toda una vida.

Por las noches leo un poco o escucho música. No, la tele casi no la veo, a los perros no les gusta. La enciendo y se les eriza el pelo, se ponen a gruñir, así que la tengo que apagar. Quizá si tocara… Pienso que nada hermana vida y muerte tanto como la música. Lo sé, créame, he tocado durante toda mi vida. Sí, incluso tengo tres saxofones que me traje, uno soprano, otro alto y otro tenor. Con los tres he tocado. Están ahí, en mi habitación. ¿Quiere verlos? Bueno, luego quizá, cuando acabemos con las alubias. También me traje una flauta y un clarinete. A veces incluso tocaba el piano si había que sustituir al pianista. Pero mi instrumento es el saxofón. ¿Que si aprendí en alguna escuela? Depende de lo que usted entienda por escuela. Yo creo que me gradué en más de una, aunque no tengo ningún diploma. ¿Es que para saber algo es preciso pasarse años sentado al pupitre? Basta con querer saber, y yo quería desde niño.

Empecé con una armónica que me regaló mi tío Jan. Estábamos un día sentados bajo un roble en la linde del bosque y el tío Jan tocaba la armónica. Tocaba muy bien, incluso fragmentos de operetas. De pronto le cayó una bellota en la cabeza. Dejó de tocar, miró hacia arriba y dijo:

—Pues oye, sí, quizá de este roble.

—¿De este roble qué? —le pregunté.

—Que me voy a colgar —dijo—. Pero no comentes nada a nadie.

Se llevó la armónica a la boca otra vez, pero la movía sin emitir ningún sonido. Así se quedó un rato, pensativo, y después me dio la armónica y me dijo:

—Toma. Yo ya no la voy a necesitar, y sería una lástima que nadie la aprovechara. Es una buena armónica.

Entonces le pregunté:

—¿Por qué no quiere vivir, tío?

—No te lo voy a decir. De todos modos no lo entenderías. Mejor toca algo.

—Aún no sé.

—No importa, te puedo decir si alguna vez vas a saber.

Empecé a soplar y a mover la armónica por los labios, no casaba un sonido con otro, pero mi tío debió de escuchar algo.

—Te irá bien, aunque tienes que practicar.

Y así empecé. ¿Le parece que podemos considerar esto como mi primera escuela? Bien, dejémoslo en parvulario, como se llamaba entonces, ahora creo que le dicen escuela infantil. Desde lo del roble empecé a tocar, me empeciné en tocar. Tocaba todo el día, quería que mi tío me escuchara tocar antes de colgarse. Si llevaba las vacas a los pastos, yo me ponía a tocar y ellas se iban donde querían. ¿Que me querían mandar a la huerta a trabajar? Me escapaba al bosque a tocar. ¿Que llovía y me echaban de casa porque ya no podían aguantar que tocara? Pues me resguardaba bajo el alero del tejado y seguía tocando. Me subía a los árboles, a los más altos, para que no me pudieran coger. Me metía en la barca y tocaba mientras la corriente del Rutka me llevaba. Hasta en el retrete, cerraba con la aldabilla y tocaba. Nadie entendía qué podía yo hacer tanto tiempo en el retrete. Por suerte el retrete se encontraba detrás del pajar, así que no oían que tocaba.

No, el tío Jan aún vivía. Como si esperara para poder escucharme tocar. Un día le encontré otra vez sentado bajo aquel roble en la linde del bosque y me acerqué a él.

—¿Quiere escucharme, tío?

—Venga.

Y mientras me oía tocar me dijo:

—Dentro de poco la armónica no va a ser suficiente para ti. Prueba con el saxofón, por aquí nadie ha visto nunca un saxofón, te pedirán que toques en todas las fiestas, en las bodas. Y puede que en otros lugares, sitios importantes. El saxofón está muy de moda, es una puerta al mundo. El violín también, no digo que no, pero es un instrumento gitano, se necesita tener sangre gitana, alma gitana, viajar como los gitanos, robar como los gitanos. Quien no sea gitano nunca tocará como ellos. Van tocando el violín por los pueblos de los alrededores, pero no son realmente músicos. Se juntan un violín, un acordeón y un tambor y tocan todos a una por igual. Bum-chas-chas, bum-chas-chas. Y no van a cambiar nunca su forma de tocar, porque siempre lo han hecho así por aquí. Así viven, así tocan y así mueren. Bum-chas-chas, bum-chas-chas. Tiene que llegar un saxofón para que algo cambie. Quizá entonces empiecen a bailar de otro modo, a vivir de otro modo. Una vez estuve en un baile en la ciudad, en la orquesta había un saxofón, una maravilla. Después vi uno igual en el escaparate de una tienda, al lado de un violín. Si hubiera tenido dinero lo habría comprado, pero no tenía. Habría aprendido solo. Si se quiere se puede aprender cualquier cosa. ¡Pero madre mía lo que costaba! Mucho más que el violín. ¿Cuánto valdrán nuestras tierras? Mi parte te la dejaré a ti, quizá tengas bastante, y si no, ahorra. ¡Si me hubiera puesto antes…! Pero eso hay que hacerlo a tu edad.

Bueno, pues resulta que después de la guerra estuve internado en una escuela. No era una escuela corriente, la mejor prueba es que la sala de estudiantes ocupaba un barracón entero y estaba repleta de instrumentos musicales. No se imagina lo que había allí. No, no era una escuela de música, para nada, pero tenían trompetas, flautas, trombones, oboes, fagotes, clarinetes, violines, violas, violonchelos, contrabajos… Otros instrumentos no supimos cómo se llamaban hasta que no hubo por fin un profesor de música y nos lo dijo.

Había también un saxofón, alto. La verdad es que le faltaban dos llaves, pero se tapaba los agujeros con los dedos y mal que bien se tocaba. Algunos instrumentos estaban en peor estado, doblados, resquebrajados, rotos, con agujeros de bala o de metralla, como si también hubieran participado en la guerra. Pero otros estaban perfectamente, o al menos bastaba con soldar o pegar algo, o coger partes de dos o tres y ajustarlas a otro, ponerle a uno una cuerda de otro por ejemplo, o la boquilla, y así se podía tocar. Como había talleres, podíamos entretenernos haciendo esos arreglos.

La mayoría no había tenido nunca un instrumento musical en las manos, pero algunos sabían tocar un poco. Yo, por ejemplo, lo que había aprendido con la armónica de mi tío. Cuando llegó el profesor de música enseguida anunció que iba a hacer de nosotros una orquesta. Por lo visto ésa era la tarea educativa que le había encomendado la escuela. Menos mal que pronto pareció olvidarse del tema. En general no ponía demasiado empeño, aparte de que no sé si alguien habría sido capaz de montar una orquesta con aquella pandilla de alumnos tan dispar. Lo normal era que apareciera bebido, a menudo tanto que apenas se tenía en pie. Muchas veces se quedaba dormido en clase, o lo mismo cogía un instrumento para mostrarnos cómo se tocaba y empezaba a tocar y ya no paraba hasta el final de la clase.

Por las tardes también teníamos prácticas con él en la sala de estudiantes, aunque dependían de lo borracho que llegara. Si estaba muy bebido, entonces se emocionaba a cuenta de alguno de los instrumentos estropeados, que cómo habían podido hacerle eso, que vaya salvajada, que si un instrumento sufre igual que una persona, al agujerearlo, al arrancarle una cuerda, al romperle el mástil, con cada herida recibida. Según él, algunos de aquellos instrumentos habían llegado a nuestra escuela por equivocación, porque deberían haber estado en un museo. Quizá vinieran justamente de algún museo y los donaran a nuestra escuela porque a alguna parte tenían que enviarlos. Recordará usted que en aquellos días todo se mandaba de un lugar a otro, se traía, se llevaba, de aquí para allá, de allí para acá o para algún otro lado. No sólo instrumentos: máquinas, animales, personas, muebles, sábanas, cacerolas, platos… A veces íbamos a la estación y veíamos pasar un mercancías detrás de otro, cada uno cargado de cosas diferentes. Trenes de pasajeros, pocos, pero de mercancías, uno tras otro. Quizá siempre sea igual después de una guerra, todo vuelve a su lugar, a pesar de que la guerra transforma los lugares, o los cambia por otros, y algunos es inútil buscarlos porque han dejado de existir.

Una vez llegó un camión y trajo un arpa, un clavecín y una viola da gamba. No sabíamos qué instrumentos eran ésos y se lo preguntamos al profesor, pero se echó a llorar. Al arpa le faltaban la mitad de las cuerdas, en el clavecín sólo quedaban unas cuantas teclas y la viola da gamba estaba agujereada, como si hubieran disparado contra ella. Desde entonces le tomamos cariño, al único entre todos los profesores. A pesar de que solía llegar achispado o ya borracho, como le he dicho. Siempre llevaba consigo una petaca aquí, en el bolsillo del pecho. No le avergonzaba sacarla de cuando en cuando y darle un tiento delante de nosotros, sus alumnos.

—Perdonadme, chicos, tengo que hacerlo.

Todos los profesores se comportaban como militares y a nosotros nos trataban como a reclutas. Menos él, los demás todos llevaban uniforme, sin estrellas pero con hombreras cruzadas por cintas. Incluso se decía que llevaban pistola. Los alumnos también llevábamos uniforme, de un color entre negro y azul marino, botas con refuerzos claveteados en las suelas, gorras de campaña y en las gorras unas insignias, como un sol naciente en un semicírculo de rayos. En las clases de educación social nos explicaron que representaba el nuevo mundo que surgía, uno mejor. Y que ese mundo estaba ante nosotros. Sólo teníamos que aprender a tener fe, una fe inquebrantable. Y por esa fe estábamos allí, en la escuela.

Aparte de eso nos enseñaban una profesión. Albañil, estucador, carpintero, techador, tornero, cerrajero, fresador, soldador, mecánico, electricista y alguna más. Cada uno podía elegir qué profesión quería aprender. Aunque no del todo. En última instancia, todo dependía de las profesiones que la escuela tuviera asignadas.

Vivíamos en barracones, estábamos divididos en equipos y cada uno tenía un jefe, que era el mayor y el más fuerte. Por encima de él estaba el tutor.

Al principio aprendí a tocar la trompeta y durante un año me encargué de tocar diana. Después de diana, a lavarse, a desayunar, café de cereales, pan con mermelada. Luego formábamos en el patio, en dos filas, nos numerábamos, recibíamos las órdenes. Y como siempre, daban parte de un par de nosotros por alguna falta. Después a clase, cada equipo en un aula distinta o a los talleres a hacer prácticas. Y dos veces a la semana salíamos a hacer trabajos, con las palas, los picos y cantando canciones.

¿Que qué hacíamos? Había mucho que hacer, ya lo creo. Más teniendo en cuenta que la escuela se hallaba en una zona donde había estado el frente durante varios meses. Cubríamos de tierra los búnkeres, las trincheras, los cráteres dejados por las bombas, algunos enormes, no se imagina usted. ¿Los vio? Sí, exacto. Arreglábamos carreteras, sobre todo lo más urgente, para que se pudiera circular. O sacábamos piedras para esas carreteras. Derribábamos restos de edificios que corrían peligro de venirse abajo. O puentes sobre ríos si ya no tenían arreglo. Reconstruíamos los diques arrollados por los tanques o que habían sido demolidos para que pudieran pasar los vehículos y los cañones. Lo que suele ocurrir después de una guerra. Lloviera o no lloviera, porque, como nos decían, teníamos que curtirnos. Y en invierno también, claro. Limpiábamos de nieve las carreteras, o las vías de tren.

En cuanto a los estudios, entre nosotros había algunos que durante la guerra habían asistido a cursos clandestinos. Algunos habían hecho hasta séptimo. Pero la mayoría no sabía ni leer ni escribir. Y los que habían aprendido lo habían olvidado en la guerra. En la guerra se puede olvidar cómo se lee, cómo se escribe y mucho más. Se puede uno olvidar de sí mismo. Y hubo quien se olvidó. No sabían de dónde venían, cómo se llamaban, dónde habían nacido, cuándo. Un grupo muy dispar de alumnos de posguerra, ya le digo, sin casa, sin padres, sin madres y más de uno con la conciencia poco limpia. Encima éramos de edades distintas, más mayores, más jóvenes, algunos unos niños aún. Bueno, la verdad es que ya ninguno era un niño. No era posible ser niño, ni aunque alguno lo echara de menos.

Así que no éramos del todo una escuela. Mitad escuela, mitad especie de ejército juvenil. Teníamos que presentarnos ante los superiores a informar, igual que en el ejército, y a la menor falta, castigado a correr hasta aquel árbol, a veces cargando algún peso. O a meterse en el agua hasta el cuello con el uniforme y las botas puestas. O no sé cuántas flexiones. Y por las más graves, al calabozo a pan y agua. Había que presentarse ante los profesores, y no como en la escuela, señor profesor, sino ciudadano profesor, y ante el comandante, ciudadano comandante. Por eso tampoco nos sentíamos alumnos. Y a pocos les apetecía pasar de curso. En cualquier caso, lo de pasar de curso no era tan importante. A todos nos pusieron al mismo nivel, está claro que consideraron que la guerra nos había atrasado por igual, que nos había dejado a cero, así que nos enseñaban a todos desde cero.

Quizá tuvieran razón, porque si usted hubiera ido a alguna de las clases que nos daban y hubiera escuchado cómo balbuceábamos, o hubiera echado un vistazo a nuestros cuadernos para ver cómo lo emborronábamos, no sé si habría sido capaz de adivinar quién había ido antes a la escuela y quién estaba empezando. Por ejemplo, durante varias lecciones practicamos nuestras firmas. Bueno, pues hasta en nuestros propios nombres y apellidos cometíamos errores. Además, leer y escribir no era lo más importante.

En cuanto a la profesión, yo elegí la de soldador. No sé cómo se me metió en la cabeza lo de ser soldador. Nunca antes había soldado. Lo único que había visto era cómo forjaban el hierro en la fragua. Y en una ocasión oí al herrero decirle a alguien que no podía con ello, que había que soldarlo. Pero al año resultó que no había suficientes soldadores en la escuela para tantos interesados. Y los que había no hacían más que estropearse. Por no hablar de que a menudo había que esperar y esperar hasta que mandaban las botellas de oxígeno.

Por eso me pasaron con los electricistas. La escuela podía formar a todos los electricistas que quisiera, porque por entonces empezaba a electrificarse los pueblos. Igual que cuando elegí ser soldador no sabía soldar, tampoco entonces sabía qué era la electricidad. Ya me dirá cómo. La única luz que conocía era la del sol y la de la lámpara de queroseno. Bueno, el tío Jan decía que en las ciudades hasta las calles estaban iluminadas con electricidad. Y que la había en todas las casas. Cuando se le preguntaba qué era eso de la electricidad, decía que iluminaba con mucha más claridad que la lámpara de queroseno. Que no había que rellenar el queroseno, ni limpiar el cristal, ni recortar la mecha, sino que había un interruptor en la pared, se giraba y ya lucía.

¿Que por qué me pusieron para electricista, en lugar de para albañil o carpintero, por ejemplo? Pues verá, cuando elegí ser soldador tuve que pasar una prueba que consistía en subirse a un poste, porque un soldador a menudo tiene que soldar en sitios muy altos. Se trataba de comprobar qué tal se las apañaba uno en las alturas, si no se mareaba. Había un poste en el patio, alto, descortezado, ya hasta resbalaba de hacer en él la prueba ésa. Me subí bien deprisa hasta lo más alto. Podría haber subido más, pero desde abajo empezaron a gritar:

—¡Eh, baja! ¡Ya no hay más poste! ¡Que se ha terminado! ¡Baja! Bah, para mí ese poste no era nada. Me subía a todos los árboles del bosque. A los álamos más altos a orillas del Rutka. Y sepa usted que subir a un álamo es lo más difícil. Y más si es un álamo delgado y espigado. Y me impulsaba sólo con las manos y me apoyaba en el tronco con los pies descalzos, no empleaba ninguna correa. Y como para meterse a electricista había que pasar la misma prueba del poste, porque los electricistas trabajan en las alturas con más frecuencia aún que los soldadores, pues consideraron que igualmente podía ser electricista en lugar de soldador.

A mí me daba lo mismo soldador que electricista. Lo único que me retenía en aquella escuela era que podía aprender a tocar el saxofón. De no ser por eso me habría escapado, como otros. A veces les atrapaban y les obligaban a seguir estudiando, y otras veces desaparecían sin dejar rastro. A mí seguro que no me habrían cogido, habría sabido adónde ir.

Casi a diario iba a la sala de estudiantes a practicar. Pongamos que volvíamos de estar todo el día tapando trincheras, hechos fosfatina, cayéndonos de sueño, más de una vez los chicos se tiraban a dormir sin lavarse y sin comer nada, pero yo me iba a la sala de estudiantes a practicar. Tenía las manos muertas de darle a la pala, la boca reseca de sed, pero tenía que practicar aunque sólo fuera un rato. A veces venía el profesor de música. Se sentaba y escuchaba, sacando de cuando en cuando la botella esa que llevaba. A veces me corregía, o me hacía algún apunte, o por lo menos se disculpaba diciendo que si no estuviera borracho… Y como a medida que le daba tientos a la petaca se iba poniendo cada vez más borracho, llegaba un momento en que ya sólo farfullaba:

—Qué tenaz eres, chaval, qué tenaz. Pero a la música le van los tenaces. Quizá algún día incluso te recompense por ello. Pero no pares. No pares. No siempre recompensa, pero igual en tu caso… Lo mismo llegas a tener esa suerte. A menudo te entra tal obsesión que por su culpa no te apetece ni vivir. Pero puede que a ti… No pares. Y espero que algún día encuentres un profesor de música mejor. No un borracho. Un verdadero profesor. Perdona, chaval, tengo que hacerlo. Ojalá tú no tengas que hacerlo.

Alguna vez hasta se quedó dormido con la petaca en la mano. Yo la cogía y se la metía de nuevo en el bolsillo donde solía llevarla. Se despertaba, sonreía y se volvía a dormir. Le pedía que se despertara y se fuera a su habitación, que estaba en el barracón destinado a los profesores. Le zarandeaba. O le asustaba diciendo que venía el comandante. Al comandante sólo le temía cuando estaba sobrio. Cuando iba borracho, aunque consiguiera despertarle con lo del comandante, lo único que hacía era soltar algún taco, farfullar como si se hubiera enfadado conmigo. ¿Sabes lo que me importa a mí ese bastardo, chaval? Perdóname.

Y seguía durmiendo. Resultaba más efectiva la trompeta, y más aún la flauta. La flauta parecía la que más profundamente penetraba en su borrachera. Así que, cuando la trompeta no daba resultado, cogía la flauta y tocaba pegado a su oreja. No muy alto, claro. Al rato se metía en el oído este dedo, el meñique, y empezaba a hurgarse, se ve que le picaba. Después aparecía una sonrisa en su cara, aunque continuaba con los ojos cerrados. Eso cuando tocaba la flauta, con la trompeta era más bien una mueca. Luego abría un ojo y me miraba con afecto. A continuación el otro, con ése me solía mirar más indiferente, le pesaba. A veces me amenazaba con el dedo, pero no con mala idea.

—Pero qué tenaz eres.

Sobre todo porque el dedo se balanceaba con la mano borracha y no parecía muy amenazador.

—No pares. No pares.

Y sacaba la petaca del bolsillo. Muchas veces ya no quedaba nada dentro, pero la inclinaba y sorbía.

—¿Ves, chaval? —Daba un gran suspiro, como a causa de la botella vacía—. ¿Ves qué bajo he caído? Pero tú no lo abandones.

Para que me dejara llevarlo a su habitación tenía primero que sentarlo al piano, con toda la borrachera. Eso era lo que quería, que necesitaba tocar unas cuantas notas y después nos íbamos. Pero la cosa nunca terminaba con unas cuantas notas. A veces tocaba y tocaba. A pesar de estar borracho, créame. Y lo más extraño era que las manos se le quedaban sobrias por completo, hasta se tenía la impresión de que acariciaba las teclas.

Tenía las manos parecidas a las suyas, así de finas, de dedos largos. Le veo desgranar y me parece ver las manos del profesor sobre las teclas. Usted ya había desgranado antes, ¿verdad? Vamos, pero si ya desgrana mejor que yo. Mis manos están como entumecidas. No puede ser que de buenas a primeras desgrane usted tan bien sin haberlo hecho nunca. Tampoco hemos desgranado tantas vainas y es increíble cómo desgrana usted ya. Quizá lo que pasa es que lo había olvidado. Cuando se está años sin hacer algo, uno puede olvidar hasta cómo se desgrana. Todo se puede olvidar. Pero no se necesita gran cosa para que uno se vuelva a acordar. Yo también me olvidé. Por eso empecé a plantar alubias, para recordarlo. Aunque, ya le digo, las alubias no me entusiasman. Podría pasar sin comer alubias.

¿Toca usted el piano? Por nada, sólo pregunto. Es que sigo viendo la imagen de aquellas manos cuando se sentaba borracho delante del piano. Como si por un lado estuviera él borracho y aparte estuvieran sus manos bien sobrias sobre las teclas. Es posible que fuera un gran músico, quién sabe. Lo de que tocara en una escuela —no escuela como la nuestra—, eso es ya otro asunto. Cuánta gente habrá que no está en el sitio que le corresponde. No, no tocaba sólo el piano. Tocaba cualquier instrumento que cayera en sus manos. Violín, flauta, violonchelo, trompa, cualquiera. Eso si no estaba demasiado borracho, claro. A mí me aconsejaba que me dedicara al violín. No le gustaba el saxofón.

—Con el saxofón, como mucho llegarás a tocar en orquestas de baile. Pero el violín, ¡menudo!, el violín te puede llevar muy lejos, chaval. Tú has nacido para el violín. Yo de eso entiendo.

Una vez le llevaba a su habitación, borracho como siempre, sujetándole por la cintura y con mi cabeza debajo de su brazo, de modo que se apoyaba totalmente en mí, y algo me farfulló al oído, aunque sólo alcancé a entender:

—El violín, el violín, chaval. Tienes corazón para el violín. Tienes alma para el violín. Eres un buen chaval. Dios te amará más gracias al violín.

—No sé si Dios querría escucharme —se me escapó.

—No hables así. —Me detuvo con toda la inercia de su cuerpo borracho—. No pienses así. Si escucha algo aún, es el violín. El violín es un instrumento divino. Las palabras ya no las escucha, no sería capaz. Hay demasiadas. Y en todas las lenguas. La eternidad no sería suficiente para que atendiera a todas las lenguas del mundo. Pero el violín sólo en una. En el violín están los sonidos de todas las lenguas, de todos los mundos, de éste, de aquél, de la vida, de la muerte. Pero con las palabras no podría, a pesar de ser todopoderoso.

No sé, igual era buen consejo. Pero yo elegí el saxofón. Aunque se podría pensar que qué puede aconsejar a nadie un borracho, si no ha sabido aconsejarse a sí mismo. Y quizá incluso escogí el saxofón en contra de Dios, ya que lo que más le gustaba era el violín. Dios me debía mucho, ya lo creo. Pero cuando el profesor iba ya bien entonado hablaba siempre de Dios.

Una vez, en la sala de estudiantes, delante de nosotros, se puso a hablar de que si el nuevo mundo no había que empezar a construirlo por la albañilería, el estucado, las soldaduras o el montaje de ventanas, sino por la música. Que si Dios hubiera empezado por la música, no habría sido preciso ningún nuevo mundo. Alguien informó al comandante. El comandante le llamó, por lo visto le montó un escándalo y le amenazó con que si no dejaba el tema de Dios, volvería al sitio del que había venido. Que tenía suerte de haberlo dicho borracho. Claro que sabían que bebía. Pero no sabían de dónde sacar otro profesor de música. Fue el único que se ofreció a ir a nuestra escuela. Para que vea el tipo de escuela que era. Y al parecer los instrumentos se los habían confiscado a déspotas, sanguijuelas, explotadores y demás gentuza. Yo no entendía de quiénes se trataba. El tutor había comentado todo aquello en las clases de educación social. Ahora debían ser usados por nosotros, que éramos el futuro de ese mundo nuevo y mejor. De todas formas, por entonces cualquier cosa me resultaba difícil de entender. Tenía miedo de todo, de la gente, de los objetos, de las palabras. Si me tocaba decir algo, me trababa con cada palabra. Muchas veces ya desde la primera palabra era incapaz de arrancar. La palabra más sencilla era como si me doliera y todas las percibía como si no fueran mis propias palabras.

Cuando en el barracón se quedaban ya todos dormidos, me tapaba hasta la cabeza con la manta y me susurraba preguntas a mí mismo, con estas palabras, con aquéllas, como si estuviera aprendiendo desde el principio, las domaba, me acostumbraba a que fueran mis palabras. A veces en la cama de al lado se despertaba alguno de los chicos, me tironeaba de la manta y me preguntaba:

—¡Eh, tú! ¿Por qué te hablas a ti mismo?

—¡Oye, tú, despierta! Seguro que estás soñando algo malo. Hablas en sueños.

Más de una vez se despertaron también los de otras camas, que iban despertando a los demás. Y cama tras cama se echaban a reír, hacían imitaciones de cómo hablaba conmigo mismo.

¿Que por qué lo hacía en la cama y encima tapado con la manta? No sé. Quizá las palabras necesiten calor cuando nacen de nuevo. Además, que al llegar yo a la escuela aquélla era casi mudo. Ya hablaba un poco, pero no mucho, sin orden ni concierto. Si alguien me preguntaba algo no era capaz de contestar, aunque supiera lo que tenía que contestar. Sólo gracias a que empecé a aprender a tocar música fui recuperando lentamente el habla, y con ello la sensación de estar vivo. En todo caso dejé de trabarme como lo hacía y empezaron a salirme las palabras, y cada vez tuve menos miedo de esas palabras.

Y mire usted, me entró tal avidez que decidí aprender a tocar todos los instrumentos. Incluso la percusión. La percusión era muy pobre. Un bombo, un tambor, un platillo y un triángulo. Pero había veces que la aporreaba y notaba que algo en mi interior empezaba a vibrar, como si un reloj que hasta entonces había estado parado se pusiera en marcha. Con el tiempo lo comprendí. Verá, en mi opinión, el ritmo no sólo dirige la música, sino también la vida. Cuando uno pierde el ritmo en su interior, pierde también la esperanza. ¿Qué otra cosa es el llanto o la desesperación más que falta de ritmo? ¿Qué es la memoria sino ritmo?

Pero con lo que más practicaba era con el saxofón. Y créame, a pesar de que sólo estaba empezando, había algo en el saxofón que cuando me lo colgaba al cuello, me ponía la boquilla en la boca y sujetaba el instrumento con mis manos, en ese momento surgía en mí una esperanza. Bueno, quizá no lo he expresado bien. Era algo más profundo, como si quisiera nacer de nuevo. Quién sabe, puede que suceda algo parecido con todos los instrumentos. Pero yo lo sentía sólo con el saxofón. Y ya entonces, en la escuela, decidí que algún día me compraría un saxofón. Tenía que comprarlo a toda costa.

Cuando terminé de estudiar y me destinaron a la electrificación de los pueblos, empecé a ahorrar para el saxofón desde la primera paga. Al principio no mucho, porque no era mucho lo que se ganaba. En un primer momento no trabajé de electricista propiamente dicho. Más bien de chico de los recados, como suele decirse. Sobre todo en la colocación de los postes para la línea eléctrica. Un equipo tiraba el cable de poste en poste y otro preparaba la instalación en las casas. Más tarde ya me dejaron hacer otros trabajos. Por ejemplo, cuando la casa era de ladrillos y había que abrir un canalito para el cable, pues lo hacía yo. En las casas era mucho mejor. Se podía sacar un dinerito extra por ese tipo de apaños. Aunque no había entonces muchas casas de ladrillos en los pueblos. A veces te invitaban a algo, a un vaso de leche con pan y queso. O te dejaban coger una manzana si tenían huerto, o una ciruela, una pera. Porque no era raro que del hambre hasta le sonaran las tripas a uno, sobre todo a finales de mes.

Pero aunque algún mes pasara más hambre, siempre guardaba algo para el saxofón. Cuando me daban la paga ya sabía que no me iba a alcanzar para llegar a la siguiente, pero apartaba algo para el saxofón. A menudo tenía la tentación de coger al menos un par de zlotys de lo del saxofón. Para comida no. Para comida no me habría atrevido. Pero sí por ejemplo cuando tenía la camisa ya muy desgastada o ya no se podían zurcir más los calcetines. O se acercaba el invierno y me convenía comprar ropa de abrigo, calzoncillos largos, un jersey, unas botas. Por supuesto que trabajábamos también en invierno. Bueno, cuando el frío era de los que pela, sólo en las casas. Pero si no hacía tanto frío, entonces colocábamos los postes aquéllos, cavando con los picos la tierra helada.

El dinero lo guardaba dentro del jergón, entre la paja, envuelto en un periódico. Créame, un jergón es el mejor escondite para el dinero. Más cuando se cambia tanto de pueblo y de alojamiento como hacíamos nosotros. Lo mejor, en el jergón. Sobre el jergón se dormía, se aplastaba el jergón con el cuerpo, ¿quién iba a imaginar que ahí había dinero? Más de una vez tuve que buscarlo por todo el jergón cuando fui a guardar lo que correspondía de la paga del mes.

Sí que me tentaba coger algo de dinero, sí. Lo sacaba, lo desenvolvía y me convencía a mí mismo que quizá, pues en fin… Que lo voy a devolver, por descontado. Incluso con intereses por los días que quedan hasta la próxima paga. Sólo esta vez. Prometo devolverlo. Solamente esta vez. Que por una vez tampoco va a pasar nada. Y después de todo es mi dinero, lo tomo prestado de mí mismo. Otra cosa sería pedírselo a alguien. Pero de mí mismo no tendría ni que darme explicaciones si dejara de pagar una semana o un mes, que no más, seguro. ¿Confiaba tan poco en mí? ¿Mi propio dinero y todavía desconfío? Pues al menos voy a contar cuánto llevo juntado. Aunque ya sabía cuánto. Todos los meses, cuando añadía algo, lo contaba. Pero mal no me va a hacer, y como ya no me lo voy a prestar, pues lo cuento. Por contarlo no va a aumentar, eso es cierto, pero da ánimos ver que al menos no ha menguado.

Lo contaba, aplanaba los billetes doblados, los colocaba en montoncitos, aquí los de cien, aquí los de quinientos, aquí los de mil, y luego ponía un billete alrededor de cada montoncito, a modo de portada. O lo dividía no según el valor del billete, sino según sumas exactas. Si me parecía que había pocos montoncitos, reducía la suma para que hubiera más. Créame, hay algo en el dinero que cuando le atrapa a uno después da pena gastarlo. El hombre lo que haría más gustoso sería contarlo y contarlo, sin parar. Empecé incluso a temer que me diera pena gastar el dinero en el saxofón.

Uno de los electricistas se cayó de un poste, se rompió un brazo y una pierna y me pusieron a mí en su lugar. Aunque no había terminado el periodo de prácticas, me convertí ya en electricista propiamente dicho. Sí, pasé a ganar más, así que también el saxofón estaba cada vez más cerca. Empezaron a dejarme hacer horas extras y trabajos privados. Ya no cavaba hoyos para colocar postes, sino que subía a los postes a montar los cables. Y donde más horas extras se echaban era precisamente en los postes. Los planes iban muy retrasados y llegaron órdenes de que se acelerara el trabajo. Por eso había muchas más horas extras. Antes de colocar el poste se instalaba en la parte superior las jícaras de cristal o porcelana. Después se subía, se tiraba del cable y se sujetaba a las jícaras.

A pesar de lo de las horas extras, no había demasiados voluntarios para trabajar en los postes. La mayoría prefería montar las instalaciones en las casas. También por eso el tendido de la línea iba retrasado y había que alcanzar a los de las casas. A menudo nos quedábamos hasta el anochecer subiendo a los postes. Otra cosa era lo que aguantara la gente sentada en los postes, porque si alguien tenía poca resistencia aguantaba poco. No, hombre, llevábamos trepadores en los pies, en ellos nos apoyábamos. ¿Nunca ha visto usted electricistas subidos a los postes? Pues si el planeta entero está plagado de postes de ésos. Hasta aquí, hasta el embalse, también llega la línea por los postes. De hormigón, pero entonces eran de madera. Cómo podría explicarle yo qué son los trepadores. Como hoces, semicirculares, sujetos a las botas por debajo. ¿No sabe usted qué es una hoz? ¿Nunca ha visto una? Antes los cereales los segaban con la hoz. A ver, qué es parecido a una hoz. Ah, ya sé, la luna creciente. Y a la altura del lomo se llevaba una correa que pasaba por detrás del cuerpo y por detrás del poste. Pero independientemente de eso, había que tener fuerza tanto en el lomo como en las piernas, para pasar el día yendo de poste en poste.

La mayoría eran antiguos electricistas, de antes de la guerra, algunos estaban rotos por las enfermedades o habían sufrido lo suyo en la guerra. Se subían a un poste, a otro, pero en el tercero las piernas ya no les respondían y el lomo les mataba de dolor. Como hiciera frío, las manos se les agarrotaban. En teoría tenían guantes, pero con guantes no había manera de trabajar. Y aunque las horas extras las pagaban el doble, dejaban a los jóvenes que se encargaran de ellas. Claro, que a cambio se llevaban dos veces más haciendo las instalaciones en las casas. No nos habrían dado así como así esas horas extras.

Aparte de eso, pocos había que no bebieran. ¡Vaya que si bebían! ¡Y cómo! En las habitaciones, después del trabajo, ni un día dejaban pasar. Y hasta en el trabajo. A veces bebían ya desde por la mañana. Y cuando no bebían, era porque aún no se habían despejado del día anterior. ¿Cómo iban a subir a un poste en ese estado? Pero para mí, subir a un poste no suponía el menor esfuerzo, ya le digo. Podía pasarme el día entero en los postes. Incluso me gustaba. Además, entonces aún no bebía. Me protegía el saxofón, quería ganar todo lo posible y ahorrar todo lo posible.

A lo mejor ellos tampoco habrían bebido tanto si no hubiera sido porque en casi todas las casas se destilaba aguardiente. Se podía conseguir a cualquier hora del día o de la noche. Bastaba llamar a la ventana y por la ventana lo daban. Por no hablar de que a nada que pudieran pagaban los trabajos privados con aguardiente. Con aguardiente se podía arreglar cualquier asunto. La gente ya no creía en el dinero. El verdadero dinero era el aguardiente. ¿Y qué se podía hacer con el aguardiente? Bebérselo. Así que bebían.

A pesar de la bebida, debo reconocer que eran unos profesionales de primera. Incluso borrachos te sacaban adelante cualquier trabajo. Lo que aprendí en la escuela no fue nada en comparación con lo que aprendí de ellos. Bastaba con observarles bien cuando hacían algo. Y escucharles atentamente, sin perderse ni una palabra de lo que decían. Cada uno de ellos tenía sus secretos y a veces alguno los revelaba sin querer. ¿Qué secretos? Para qué se lo voy a contar, si no es electricista.

Tampoco es tan difícil imaginárselo. No sabía usted qué eran los trepadores, no sabía qué era una hoz. Pero sí le diré que, con cruzar dos o tres palabras, un profesional ya reconoce a otro profesional, y más si son del mismo oficio. No niego que el desconocimiento sea también una forma de conocimiento. Sólo que con el desconocimiento no hay manera de comprender los secretos de los electricistas. Cuando una persona no tiene ningún oficio, es difícil comprenderla incluso como persona. En cualquier caso, algunas veces cuando observaba cómo trabajaban, me daba la impresión de que la corriente pasaba a través de ellos como lo haría por un cable. No había avería que no arreglaran. Si faltaba material, quitaban de un lado y lo ponían en otro, enrollaban esto otro con algo, soldaban aquello de allá. Para ellos no había nada imposible. De modo que cuando más tarde pasé a trabajar en la construcción, me las apañaba hasta en las instalaciones más complicadas. Por ejemplo, trabajé en la construcción de una cámara frigorífica, donde todos los dispositivos dependían de la electricidad, y no tuve ningún problema con ello.

Lo único que no aprendí de ellos fue a beber alcohol. Eso después, en la construcción. Pero antes ni una sola copa, tal era la fuerza con que me contenía lo del saxofón. Vivíamos varios en una habitación y todas las noches insistían en invitarme, ellos bebían a base de bien. Incluso empezaron a sospechar que era un delator. Porque según ellos, el que no bebía seguro que delataba. Y más siendo tan joven. No se fiaban de los jóvenes. Y no me extraña. Los jóvenes están dispuestos a todo con tal de superar a los veteranos. Los jóvenes tienen prisa. Les falta paciencia, eso se aprende con la experiencia. No son capaces aún de comprender que a todos nos aguarda lo mismo. A los jóvenes siempre les parece que están construyendo un mundo nuevo y mejor. A todos los jóvenes. A los nuevos jóvenes, a los viejos jóvenes. Pero igualmente dejan todos tras de sí un mundo en el que no apetece vivir. En mi opinión, cuanto antes se supera la etapa de juventud, mejor para el mundo, se lo aseguro. He sido joven, por eso lo sé. Y también creía en ese mundo nuevo y mejor. Después de una guerra como ésa no resultaba difícil creer, porque no había en qué creer. Y pocas cosas se prestan mejor a ser creídas que un mundo nuevo y mejor.

Como no bebía, no es de extrañar que sospecharan que si era esto o aquello, incluso un delator. No sabían que estaba ahorrando para el saxofón. Lo llevaba en el mayor de los secretos. Podría haber tomado algo alguna vez, pero conocía las costumbres de los bebedores. Si me bebía con ellos una copa, ya estaba obligado a invitarles como poco a medio litro. A eso hay que añadir el pan, los pepinillos, el embutido. Y a mí hasta un zloty me daba lástima gastar. Les expliqué que tenía úlceras en el duodeno. No sabía ni lo que eran úlceras ni lo que era el duodeno. Pero en un tren, una vez, entré en un compartimento anunciando a voces: ¡peras, ciruelas, manzanas! Y uno que había allí le ofreció algo a otro y éste le dijo que gracias pero que no podía, que tenía úlcera de duodeno y debía seguir una dieta muy estricta. De todas formas por mi aspecto parecía que la tuviera. Años después, ya viviendo en el extranjero, resultó que sí que tenía.

Pero los electricistas con que traté, y no sólo entonces, también otros con los que conviví en otros sitios, ya en la construcción, decían que el vodka era la mejor medicina incluso para las úlceras. Porque si no, a ver, ¿por qué ellos no tenían úlceras? ¿Eh? ¿Por qué?

Le puede extrañar lo que voy a decir, pero quizá no fuera tan malo que bebieran. Porque cuando no bebían tenían problemas para dormir. Imagínese, reventados tras un día entero de trabajo, deberían caerse de sueño, y en cambio éste no se podía dormir, aquél se despertaba a cada rato, ese dormía de cualquier manera, un sueño ligero, ni siquiera podría decir si había dormido o no. Y el amanecer que se presenta y otra vez al tajo. Lo peor es que cuando se tienen problemas de sueño, le vienen a uno ideas de todo tipo a la cabeza y aún cuesta más dormirse.

Una vez, en un pueblo, vivíamos cinco en una habitación, todos veteranos menos yo, y con nosotros vivía un capataz. Le llamábamos capataz incluso cuando no nos veía. Ve donde el capataz, pregúntale al capataz, que te aconseje el capataz. Sólo a él le llamábamos capataz. Y no sé si sabe cómo se suele llamar a los capataces cuando no te ven. De todo menos capataz.

Hablaba poco, no había forma de arrastrarle a ninguna conversación, ni aun bebiendo. Sí, el vodka le gustaba, ¿por qué no habría de gustarle? Pero había que sacarle las palabras como si estuvieran en el pozo más profundo. Y nunca eran palabras que a uno le dijeran algo. Quizá a él sí, pero a los demás no. Sí, no, quién sabe, lo mismo, habría que pensarlo. Siempre se quedaba a medias.

Y una noche, por lo que fuera, coincidió que ninguno bebió. Habíamos llegado tarde del trabajo. Uno preguntó, ¿alguien tiene algo? Nadie tenía, a nadie le apetecía ir a comprar. Pues vamos a dormir.

Nos acostamos, apagamos la luz, se hizo el silencio, yo me empecé a quedar dormido. Entonces alguien suspiró profundamente y en otra de las camas otro se dio la vuelta pasando todo el peso de su cuerpo de un costado al otro. Y ya en todas las camas empezaron a darse la vuelta, a cambiar de postura, a revolverse incómodos. Las camas eran muy viejas, al menor movimiento chirriaban.

El capataz aquel tenía la cama junto a la ventana. Y después de apagarse la luz siempre se fumaba un pitillo. Si se despertaba en plena noche también fumaba. Y se tenía que fumar dos o tres antes de poder dormirse de nuevo. Sólo el vodka le hacía dormirse de inmediato. Aunque también dependía de lo que bebiera. Si era mucho, enseguida. Si era poco, se comía aún más la cabeza. Y entonces se ponía a fumar y fumar. En la ventana, junto a su cama, había un pelargonio y en él sacudía los pitillos y los apagaba. Por la mañana siempre recogía las colillas y por las colillas se podía uno imaginar qué tal había dormido. Y no sólo qué tal había dormido.

Quizá no fuera sólo un indicativo de sus desvelos. Pero qué íbamos a saber nosotros, simples electricistas. Las colillas no eran para nosotros más que colillas. Además por las mañanas siempre olía a humo, lo aspirábamos por la nariz y, ¡vaya cómo le ha dado hoy al pitillo el capataz! ¡Le ha dado pero bien! Bueno, pues aquella noche también estaba fumando y alguien le preguntó:

—¿No duerme usted, capataz? Yo tampoco veo la manera de dormirme.

Y enseguida los demás dijeron lo mismo, que no había forma de dormir.

—Eso es lo que ocurre cuando uno no bebe antes de acostarse —dijo alguien. Otro soltó un taco. Otro recordó que no sé dónde hacían un aguardiente más fuerte que el de no sé qué otro lugar.

Y empezó una conversación. El capataz encendió otro cigarrillo. Sacudía la ceniza en el pelargonio y el pelargonio se iluminaba. Y cuando daba una calada, también se iluminaba su rostro. Se podía ver que estaba tumbado con los ojos abiertos. Pero creo que no escuchaba lo que hablábamos, porque no comentó nada de nada. Yo, como era el más joven, no podía opinar, sólo escuchaba. De todas formas, qué habría podido yo decir cuando se preguntaban, por ejemplo, qué habría hecho cada uno si se enterara de que su mujer le engañaba. Ellos estaban casados, yo ni siquiera pensaba en eso. Lo que no sabíamos era si el capataz tenía esposa. Nunca había hablado de ello. Y en fin, ya sabe, si uno piensa que le engaña la mujer, se puede pasar la noche sin pegar ojo, y al día siguiente en el trabajo todo se le cae a uno de las manos. Pero cada cual ya sabía lo que haría. Éste la mataría, ése la echaría de casa, aquel alguna otra cosa.

Después empezaron a preguntarse si los viejos pueden hacerlo y a partir de qué momento se es viejo en ese sentido. Ya sabe usted a lo que me refiero. Y si uno ya no puede, qué es lo que le mantiene con vida. Y si en ese caso merece la pena seguir viviendo. Uno comentó que la vida la rige Dios y que el hombre ni siquiera tiene derecho a pensar si merece la pena. Y así pasaron al tema de Dios. Si después de una guerra como aquélla se debería continuar creyendo en Dios o no. Éste pensaba que sí se debería, porque la guerra no la había iniciado Dios, sino la gente. Otro, que en teoría así era, pero que si hubiera querido habría podido detener a la gente. Aquel de allá, que dice el refrán que el hombre propone y Dios dispone, así que podría manejar la guerra de tal forma que hubiera menos desgracias, sufrimientos y muertes. Y empezaron a contar casos que conocían o de los que les habían hablado. Y uno se acaloró tanto, porque a su hermano lo habían fusilado, que preguntó directamente si Dios existía. Después fue cama por cama preguntándonos qué opinábamos. ¿Existe? Yo fingí estar ya dormido. Al final le preguntó al capataz:

—¿Qué piensa usted, capataz? ¿Existe Dios?

El capataz apagó justo en ese momento el cigarrillo en el pelargonio y encendió otro. Creo que era ya el cuarto desde que nos habíamos acostado. Y no había dicho ni una palabra en todo el rato, como si no estuviera escuchando. Esperamos impacientes a ver qué decía, como si dependiera de él si Dios existía o no. Hasta que el que le había preguntado le volvió a preguntar:

—¿Y? ¿Qué piensa usted, capataz? ¿Existe o no?

—¿Quién? —dijo por fin.

—Dios.

No contestó de inmediato, esperó hasta apagar el pitillo.

—¿Por qué me lo preguntas? ¿Por qué les preguntas a todos? Esto no es una votación. Pregúntate a ti mismo. Lo único que puedo decir es que en los lugares donde he estado, él no estaba.

Y encendió otro cigarrillo. Se hizo el silencio, nadie se atrevía a preguntar nada más. Y ya nadie le dijo nada a nadie. Un rato después empezaron a quedarse dormidos. A uno se le escapaban silbidos, otro respiraba ruidosamente. Me pregunté si el capataz se habría dormido, porque no llegaba ningún sonido desde su cama y tampoco encendió más cigarrillos.

Yo no me podía dormir. No dejaba de darle vueltas en la cabeza a la conversación, porque para mí todo lo que habían hablado quedaba como fuera de los límites de mi imaginación. Y lo que más me inquietaba era eso de que Dios no estaba donde había estado el capataz.

Al día siguiente fui a hablar con él para que me ayudara, porque los plomos saltaban cada vez que conectaba el trifásico. Y le pregunté:

—¿Dónde ha estado usted?

Me miró con recelo.

—Ojalá tú no estés allí nunca. —Después murmuró enfadado—: Ponte a trabajar. Ya sabes lo que tienes que hacer.

En cuanto al saxofón, cada mes conseguía ahorrar más. No dejaba pasar ni una hora extra. Además, por las tardes o los fines de semana se hacían trabajos privados. No aceptaba aguardiente como pago, sólo dinero. Prefería ganar menos, pero en dinero. Prefería esperar con tal de que fuera por dinero. En casi todos los pueblos la gente quería que se le instalara un segundo interruptor, un segundo enchufe, y para cada enchufe o cada interruptor había que tirar cable. Oficialmente, o sea, a bajo coste, sólo podíamos poner un interruptor y un enchufe por habitación. Pero no en los vestíbulos, ni en las despensas, ni en los desvanes, ni en ningún otro sitio. Lo de los desvanes se podría entender, en la mayoría de las casas los desvanes estaban bajo un techo de paja, en caso de cortocircuito la casa ardía como una cerilla. Pero, por ejemplo, ¿por qué había que ir a oscuras por el vestíbulo buscando el pomo de la puerta o entrar en la despensa con una lámpara de aceite, teniendo electricidad en casa?

Así que los instalábamos donde nos lo pedían. De forma privada, por supuesto. ¿Que alguien lo quería en el vestíbulo, en la despensa o sobre la entrada de la casa? No hay problema, ahora mismo. Le va a costar tanto. ¿Que alguien quería ponerlo en la porqueriza? Cómo no, ahora mismo. No era lo normal, pero alguno hubo. Uno incluso nos pidió que se lo pusiéramos en el granero, porque se había comprado un motor eléctrico de ocasión y podría conectar la trilladora o la aventadora a la electricidad y dejar ya de usar el molino de sangre. Le hicimos la instalación, lo único que tuvo que esperar hasta que ahorramos suficiente material de las remesas oficiales. Y también los instalábamos en los desvanes, bajo los techos de paja, si alguien nos lo pedía. Se envolvía el cable con algo más de cinta aislante, se metía por un tubo aislante, metálico, pero bien acolchado, y se llevaba por los cabrios sobre soportes altos, a una distancia prudencial del techo de paja, y luego el interruptor se colocaba en el conducto de la chimenea. Y ya está, no tenía por qué pasar nada. En privado no existían impedimentos. Lo posible de forma privada oficialmente, como usted sabe, imposible.

Aunque no todos estaban a favor de la electricidad, qué va. Algunos ni siquiera permitían que se pusiera un poste enfrente de su casa. ¿Es que toda mi vida voy a tener que estar viendo ese poste? ¡Y un cuerno! Hasta el centro de la carretera el terreno es mío. Más de una vez nos atacaron con hachas y hubo que llamar a la policía. O no nos dejaban entrar en sus casas, nos echaban como a malhechores. Después de todo, en lo referente a las casas familiares no había imposiciones. Si alguien no quería era asunto suyo. ¿Qué explicaciones daban? Muy diversas. Que pronto iba a haber una nueva guerra, no había más que verlo. Y en caso de guerra lo mejor eran las lámparas de queroseno. Y si no hay queroseno, pues con aceite de linaza. Y el lino se siembra. De todas las luces posibles, el sol —mientras Dios quiera— y la lámpara de queroseno nunca falla. Y que no tiene por qué haber la misma claridad de día y de noche. Con el día es suficiente, la noche es para dormir. ¿Es que habéis venido a poner del revés el mundo? ¿Y encima postes con alambres, para que se posen ahí los gorriones y las golondrinas y se queden los pobres hechos carbón? ¡Seguro que atraen los rayos! Y lo mismo hasta enfermedades. Tenemos de sobra con nuestras enfermedades. De éstos no se sacaba nada, claro. Pero en general no nos iba mal con los trabajos privados. Por ejemplo con los molineros, hasta que nacionalizaron los molinos. O en las parroquias y las iglesias. Aunque con los curas podía ocurrir cualquier cosa. Siempre arañaban algo con lo de «Dios se lo pague».

Bueno, pues una de las veces que conté cuánto llevaba ya para el saxofón, me pareció que quizá tendría suficiente. No sabía qué podría costar un saxofón. Empecé a preguntar a los músicos que me encontraba por los pueblos. Sabían cuánto sería un acordeón, un violín, un clarinete, pero pocos habían siquiera oído hablar de los saxofones. Así que me tomé un día libre en el trabajo y viajé a la ciudad más cercana. Había una tienda de música, pero no tenían saxofones y no sabían cuánto costaría uno, y menos entonces, tras la guerra. Algún tiempo después cogí y me fui a otra ciudad más grande. Tampoco tenían, pero me prometieron que se enterarían de lo que podría costar, incluso intentarían encargar uno si lo hubiera. Mirarían también a ver si entre los clientes alguien tuviera uno, porque a veces la gente les llevaba instrumentos para vender. Les di mis datos. Quise dejar una señal, pero no aceptaron. Dijeron que me pasara en un mes o dos. Si conseguían uno, me lo guardarían.

No sabe cómo fue aquello, cada noche antes de dormir me imaginaba colgándome el saxofón al cuello, llevándome la boquilla a la boca, moviendo los dedos por las llaves. Decidí que cuando me lo comprara, invitaría a todos a beber y me emborracharía yo también.

De repente, un día alguien escuchó una noticia que cayó como una bomba: cambio de moneda. La escuchó por el «kukuruznik». ¿Que qué era un «kukuruznik»? Sí, como el avión, pero no era eso. Así llamaban al altavoz para escuchar la radio que instalaban las autoridades en las casas que ya tenían electricidad, si alguien lo quería, claro. ¿Y el cambio de moneda sabe en qué consistía? No sólo billetes nuevos, sino que con los nuevos se podía comprar tres veces menos cosas. ¿No se enteró de aquel cambio? ¿Pues y dónde estaba usted entonces? En fin, eso es lo de menos. De lo que se trata es que podía empezar a olvidarme del saxofón. Aunque mire, ni siquiera me enfurecí. No sentí absolutamente nada. Lo único que sentí fue que ya no me quedaba nada por lo que seguir viviendo. Y decidí ahorcarme.

Aquel día estaba trabajando en un poste-transformador. El poste-transformador tenía forma de A mayúscula. Eran dos postes que se juntaban en lo alto y para reforzarlos se colocaba una viga transversal más abajo. Pues de la viga ésa. El día anterior le pedí prestada una soga a uno de los granjeros. Y a la noche, cuando terminé el trabajo, guardé las herramientas en la bolsa y la dejé caer al suelo. Até un extremo de la soga a la viga transversal y con el otro hice un nudo corredizo. Metí la cabeza por el nudo y ya iba a desenganchar los trepadores del poste cuando miré una vez más hacia abajo, al suelo, y entonces vi que mi tío Jan me estaba observando. No es que me lo pareciera, es que le vi, igual que le veo a usted ahora.

—No lo hagas —me dijo—. Yo me colgué y no creo que nada haya cambiado.