¿Y no nos habremos visto usted y yo alguna vez? Pero ¿dónde? ¿Cuándo? Ahora que le miro, su rostro me resulta algo familiar. Bueno, en cuanto ha entrado usted me ha resultado familiar. Pero quizá simplemente se parezca usted a alguien con quien me haya encontrado alguna vez. No sé quién podría ser. Si lo recordara, puede que también recordara cuándo y dónde nos hemos visto nosotros. Hay mucha gente que se parece y a veces uno puede confundir a alguien con otra persona. Sobre todo cuando se ha estado muy unido a alguien a quien después ya nunca más se ha visto. Entonces uno desearía volver a encontrarle aunque fuera en la figura de un extraño. Además, ¿qué importancia tiene si alguien se parece a alguien? Con los años, las personas se parecen cada vez menos a sí mismas, y ni siquiera nuestra propia memoria quiere recordarnos como fuimos tiempo atrás, no siempre. Así que como para hablar de los demás.
Aquí me pasa a menudo. Les conozco a todos, les tengo a todos anotados, quién vive dónde, pero cuando llegan las vacaciones y empiezan a venir, tengo que hacer un esfuerzo para recordar si algunos son los mismos. Más de una vez me he preguntado si un rostro humano puede cambiar tanto de un año a otro. Aunque la verdad es que algunos rostros parecen escapar a nuestra memoria. Puede uno ver ese rostro a diario, y basta con no verlo un verano para que al siguiente uno ya no sepa si lo ha visto antes o no. En cambio, hay otros que se quedan para siempre en la memoria con apenas mirarlos de pasada.
Estaba una vez en la ciudad, iba caminando por una calle muy concurrida, había tal cantidad de gente que continuamente me rozaba con alguien, por momentos no podía ver nada, ni edificios, ni anuncios, ni escaparates, ni coches, y las caras de la gente pasaban fugazmente como breves destellos. Entonces, de repente, de entre todos esos destellos, un rostro, a saber por qué ése y no otro, se coló en mi memoria y ahí se ha quedado, para siempre. Sí, llevo en mi interior una infinidad de rostros como ése, nacidos en breves destellos. No sé de quién, ni dónde, ni cuándo, no sé nada de ellos. Pero viven dentro de mí. Sus cavilaciones, sus miradas, sus tristezas, sus palideces, sus muecas o sus amarguras viven en mí, captados como en una fotografía. Sólo que no se trata de fotografías normales, en las que una vez captado alguien ya se queda igual para siempre. Y al cabo de los años, esa persona a menudo no se reconoce en la fotografía. O no puede creérselo, incluso sabiendo que es ella. En las que ha hecho mi mente, aunque haya sido en una mirada fugaz, a todos los rostros con los años les van saliendo arrugas y surcos, los párpados se les empiezan a caer. O por ejemplo, alguien tenía ojos grandes y ahora están medio cerrados y ve por una rendija. Otro sonreía mostrando dos filas de dientes blancos y perfectos, y de esa misma sonrisa ahora sólo queda ya un hueco vacío entre los labios. A decir verdad, ya no debería sonreír. O alguna mujer hermosa, me impactó en aquel destello su rostro y ahora no querría uno ni cruzársela. He conocido varias mujeres hermosas y le diré que, cada vez que mi memoria me recuerda sus fotografías, me pregunto si las mujeres hermosas no tendrían que morir prematuramente.
¿Y quién soy yo, qué derecho tengo sobre esos rostros que se han introducido al azar en mi memoria y están ahí conmigo, como si mi vida fuera también su vida? Me siento tapizado por dentro con esas caras, que son como sellos. Intento olvidarlas, pero en vano. A veces hasta tengo la impresión de que ellas mismas reclaman que no las olvide. No es fácil vivir con tantos rostros dentro de uno sin saber nada de ellos. No lo es, no.
Aunque también ocurre justo lo contrario. Por ejemplo, iba una vez en tren, alguien estaba sentado enfrente de mí, y ya sabe cómo es en los trenes, se imponía charlar un rato. Recuerdo el día, el mes, la hora a la que partió el tren y a la que tenía prevista la llegada, él se bajó, yo continué viaje, después incluso pensé en él, pero no recuerdo su cara. A lo mejor usted y yo también viajamos alguna vez en el mismo tren y en el mismo compartimento, puede que charláramos, puede que luego pensara en usted, y sin embargo ahora no soy capaz de recordar su cara, sólo sé que me resulta familiar. Hemos podido hasta viajar en avión o en barco juntos. Usted a mí no me recuerda, ¿verdad?
No, no le culpo de ello. No había ninguna razón para que se fijara en mí. ¿A cuento de qué? La memoria no se rige por ninguna ley de reciprocidad, así que no había razón. Yo intento recordar esto y aquello, aunque sólo sea por una cuestión de orden, para colocarlo todo de algún modo. Puede que entonces logre encontrarme conmigo mismo. El orden no es sólo lo que se prohíbe, también lo que se permite. No, no sólo eso. Quizá en absoluto sea eso. A veces tengo la sensación de que es como el reverso de la vida, donde todo tiene su sitio, su momento, nada se desarrolla como le viene en gana y nada tiene poder para salirse de los límites marcados por el orden. No sé si estará de acuerdo conmigo, pero pienso que es el orden el que transforma nuestra vida en destino. Por no hablar de que tan sólo somos partículas dentro del orden del mundo. Por eso este mundo resulta para nosotros tan incomprensible, como corresponde a una partícula. Sin orden, el hombre no se aguantaría a sí mismo. El mundo no se aguantaría a sí mismo. ¿Y Dios? ¿Sería Dios sin orden? Sólo que el hombre es el ser más extraño del mundo, quién sabe si no más extraño que Dios. Y no quiere entender que es mejor para él conocer su lugar, su momento, sus límites. Después de todo, el hecho de que nazcamos y muramos ya es un orden que nos obliga a vivir.
Le aseguro que tampoco me habría comprometido a vigilar todo esto si no hubieran aceptado que las cosas no iban a seguir como hasta entonces, al gusto de cada cual. Tener los chalés vigilados también exige renunciar a algo a cambio de otra cosa. Les dije, de acuerdo, pero tengo que imponer un orden aquí. No importa que estemos en la naturaleza. En el instante en que el hombre abandonó la naturaleza, aceptó otro orden distinto. Si siguiera viviendo en la naturaleza, la naturaleza le vigilaría. Pero como tengo que ser yo el que…
Empecé trazando unos senderos, porque caminaban por donde se les antojaba. Pisoteaban de tal forma la hierba que donde quiera que uno mirara sólo veía un patatal. Les mandé traer palas y cuerdas para marcar las medidas. Los palos los hice yo mismo. Dibujé todos esos senderos en un plano, a este lado del embalse, a aquél. Y para que vea, ya con lo de los senderos empezaron a rebelarse. Que coartaba su libertad. Me cabreé y les dije, ¿quieren ustedes que vigile o no? Pues si quieren, manos a la obra. ¡Que coarto su libertad! ¿Puede usted creerlo? ¿Y ellos no coartan la mía? Toda reciprocidad supone una restricción. Por no hablar de que yo no vine aquí para vigilar sus chalés. ¡Bah! Con mis tablillas tendría ocupación más que de sobra. Y quién sabe si no sería demasiado, porque para una persona siempre es demasiado. Podría dedicarme a vivir con mis perros, sin más. Además, ya no me queda mucho. En los ratos libres iría al bosque, leería, escucharía música. Sí, me he traído unos cuantos libros. Tampoco tantos, pero se pueden releer y releer. Siempre me ha gustado leer, a nada que tuviera tiempo para ello.
Cuando todavía trabajaba en la construcción, si había biblioteca sacaba libros en préstamo. Y antes de dormir me leía sin falta unas páginas. Dependía de lo fatigado que acabara el día. Pero aunque estuviera reventado leía, de otra forma no me podía dormir. Incluso borracho, leía. No me enteraba de nada, pero leía. Además, no es necesario entenderlo a la primera. La vida tampoco se entiende, aunque uno haya vivido no se sabe cuánto. Me traje muchas cosas, un televisor, una radio, un casete, un vídeo, un montón de discos. Los tengo ahí, en la habitación.
No tendría por qué conocer a todos aquí, quién es quién o de qué chalé. Pero debo hacerlo, aunque no les necesite para nada. Tengo que recordar qué, dónde, cuándo, quién a quién, etcétera. Y revisar sus chalés después de cada verano. Y esto y aquello y lo de más allá, y no necesitaría hacerlo porque yo ya no necesito nada. Van a recoger setas y me llaman para que mire a ver si no hay alguna venenosa. Y tengo que ir, porque ¿y si se me envenenan?
¡Que les coarto la libertad! Como si alguien supiera qué significa eso. O lo mismo vienen con sus quejas y sus demandas y tengo yo que escucharlas. Pues claro que también se denuncian. Como si entre tanto chalé pudiera haber tanta gente sin denunciarse. A menudo me siento como un cura en el confesionario. Sólo que a los curas les enseñan a olvidar. Absuelven y olvidan. Pero yo ni absuelvo ni sé olvidar. Así que dígame usted quién limita la libertad a quién.
Libertad. Se puede decir que en la propia palabra se oculta su negación. Igual que en la ilusión más hermosa late débilmente la desesperación. Porque si se entiende la libertad como estar libre de toda coacción, entonces también es estar libre de uno mismo. ¡Si el hombre constituye la mayor coacción para sí mismo, la más molesta! A veces es difícil de soportar. Y hay quien no es capaz de soportarse. Mi tío Jan, sin ir más lejos. Después de todo, no sucedió nada tan grave como para que hiciera lo que hizo. Y eso que se supone que ocurrió, o al menos lo que se sospechaba que le pasó, podría haberlo soportado. Peores cosas se soportan. ¿Se ahorcó porque era libre? ¿No podía liberarse de sí mismo de otra forma? Pues le diré algo, el hombre libre es imprevisible. Y no sólo para los demás. Sobre todo para sí mismo.
Algunas veces, cuando pienso en esto, llego a la conclusión de que la libertad es sólo una palabra, una de tantas parecidas. No significan lo que querrían significar, porque eso es imposible. Apuntan demasiado alto y tocan los ensueños. Y no hay de qué extrañarse, puesto que nuestra vida entera es una cadena de ensueños. Los ensueños nos dirigen, los ensueños nos mueven. Los ensueños nos empujan, nos frenan, nos marcan los objetivos. Nacemos de los ensueños y también la muerte es tan sólo el paso de un ensueño a otro.
Pero si hasta hay palabras que no tienen un significado fijo. Palabras que se adaptan a todos nuestros deseos, sueños, anhelos, ideas. Se las podría llamar palabras incorpóreas, que vagan erráticas por el universo de las demás palabras. Palabras que buscan su significado propio, o mejor dicho, su concepto. «Eternidad», o «nada», pongamos por caso. Así que quién sabe si «libertad» no entra también dentro de esa categoría de palabras. Pero hay que tener cuidado con esas palabras, porque tienen la capacidad de encarnarse en cualquier significado y en cualquier concepto. Todo depende de en qué medida estemos dispuestos a someternos a ellas y del uso que queramos darles. En mi opinión, ni siquiera la naturaleza es libre.
Le aseguro que los niños son lo único que me retiene aquí, si no hace tiempo habría dejado lo de la vigilancia. Sí, me agradan los niños. Quizá ya sólo me agraden los niños. ¿Yo? ¿Por qué me lo pregunta? No hay razón para que me guste a mí mismo. Cuando traen niños, ellos solos vienen a verme. Hago todo lo que me piden, o les explico y les enseño cosas. Desentierro lombrices para que pesquen, las coloco en las cañas, les enseño a diferenciar entre un pez y otro, les enseño a nadar. Si estropean algo, lo arreglo sin rechistar. A veces reúno un grupo, más o menos grande, y vamos al bosque. Con el consentimiento de los padres, naturalmente. Les muestro los árboles para que aprendan a distinguir los robles, las hayas, los alerces, los abetos. Recogemos bayas, fresas silvestres, zarzamoras, pinas, bellotas. Aprenden a diferenciar las setas comestibles de las venenosas. Les planteo adivinanzas sobre algo concreto, para que se les grabe en la memoria más fácilmente. Si vemos algún pájaro, les explico de qué clase es y cómo no confundirlo con otros. Si encontramos un nido, les digo de qué pájaro es y cómo son los nidos que construyen otros pájaros. Y si se cansan, nos sentamos y les cuento algo. ¿Qué? No, de lo que ocurrió aquí no les hablo. Y tampoco les llevo nunca donde las tumbas. Podrían dejar de ser niños, que no depende para nada de la edad si se es niño o no.
No tengo hijos. Estuve casado, pero hijos no tengo. Por esa razón me separé de mi esposa, ella quería tenerlos. Pero siempre me agradaron los niños de mis amistades. Si iba de visita, nunca olvidaba llevarles algún regalo. Me alegraba ver cómo se alegraban. Me gustaba jugar con ellos. Pero sólo de pensar que alguno podría ser hijo mío me echaba a temblar. Y ahora me pasa lo mismo con los de los chalés.
A los adultos al menos sé que ya no me une gran cosa. Y no tiene por qué unirme nada, o en todo caso lo que me une aquí, vigilar sus chalés y exigir un poco de orden. Y no ya por el hecho de que haya orden ni porque facilite la vigilancia, no. Es que si alrededor existe un orden, también es más fácil encontrar orden en uno mismo. Y si de vez en cuando se me rebelan, voy y les amenazo con no vigilar. Pedí que en todos los chalés se apagara la luz a la misma hora. Después de todo, si vienen a descansar debe haber silencio. ¿Cree usted que todos lo comprendieron a la primera? ¡Qué va! En algunos chalés dejaban adrede la luz encendida toda la noche. Lo comprendieron sólo cuando avisé que tales y tales chalés no los iba a vigilar. A no ser que alguien celebre un cumpleaños o alguna otra cosa, entonces les dejo una o dos horas más, aunque no toda la noche. Señalé los lugares donde se podían encender fogatas, lejos de los chalés y del bosque, cerca del agua. Que asen embutidos, no tengo nada en contra, pero sólo hasta tal y tal hora. Después es obligatorio apagar el fuego con agua. Yo voy y lo compruebo.
Por ejemplo, los chalés no estaban numerados. Cuando venía alguien que no conocía esto, se perdía. O me preguntaba a mí que cuál era el chalé de éste o de aquél. Tenía que acompañarle, porque si sólo se lo explicaba tampoco daba con el sitio. Hasta yo me confundía alguna vez. Ya lo ha visto, muchos chalés son iguales. Y precisamente ésa fue mi primera decisión, numerar todos los chalés. Con los números es mucho más sencillo. ¿Cree que lo recibieron todos con aplausos? ¡Pues qué va! Me costó Dios y ayuda. Primero, todos querían tener el número más bajo posible. Después alguien propuso numerarlos según el orden en que cada uno había edificado. Pero entonces habría sido imposible encontrar ningún chalé por la numeración. El número uno habría estado, pongamos, allá cerca del bosque, y el número dos lo mismo a la orilla del embalse. Y aparte de eso, no se ponían de acuerdo sobre quién había edificado primero, quién segundo, quién décimo, porque al principio todos los chalés los edificó la misma empresa. Y no siguiendo un orden concreto, sino según quién pagaba un soborno mayor o quién tenía a algún conocido en la empresa. Luego surgió el tema de elegir en qué orilla iba a empezar la numeración. Y tampoco fueron capaces de llegar a un acuerdo, porque los de esta orilla querían que empezara aquí y los de aquélla lo contrario, que se empezara por allí.
¿Qué habría hecho usted en mi lugar? Quería que ellos mismos lo decidieran, porque me olía que si no llegaban a un entendimiento ellos solos, aquí nunca habría paz. Siempre habrían estado lamentándose de que no viven en el número que deseaban. Además eran sus chalés, así que también sus números. Yo sólo me iba a encargar de comprar la pintura, recortar los patrones y pintar. Pues poco faltó para que llegara la sangre al río. Les dije, ¿quieren que pinte los números, que igualmente han de ser pintados? ¿Sí? Pues aquí va a estar el inicio y aquí el final. Y las dos orillas juntas, no por separado.
¿Cree que ahí se acabó todo? ¡Qué va! Cuando llegó el momento, resultó que nadie quería el número trece, que trae mala suerte, decían. Pero ¿qué clase de orden sería si faltara un número? ¿Y si apareciese alguien buscando el número trece? No hubo manera, así que lo hicimos por sorteo y ahora el trece está entre el veintiséis y el veintisiete. Sea. Está claro que todo orden debe tener algún pequeño defecto.
Con la basura, igual. Cada uno la tiraba donde quería, normalmente se la llevaban al bosque. Iba uno allí y aquello era un auténtico ultraje al bosque. Hubo un tiempo en que el bosque estaba limpio hasta de palos secos. Les dije que trajeran bolsas, que echaran la basura en ellas y que después se la llevaran a la ciudad y la tiraran allí. Las ciudades ya nadie va a salvarlas de todas formas. Y más les vale que no me encuentre alguna lata vacía de cerveza, de Coca-Cola o de lo que sea, que los perros enseguida la olfatean a ver quién la ha tirado y se la dejan a la puerta del chalé.
O cómo tomar el sol. Nada de hacerlo todo de golpe y el tiempo que uno quiera. En los carteles se avisa que es preciso hacerlo poco a poco y que los calvos se pongan gorra. Una vez ocurrió que alguien quiso ponerse moreno de un tirón y hubo que llamar a una ambulancia.
Hice dos carteles, clavé en la tierra dos postes de madera, uno en cada orilla, y en ellos colgué los carteles. Cada verano escribo lo que se prohíbe y lo que se permite. Cuando llegan tienen que leer lo que escribo, porque cada verano incluyo algo nuevo o reescribo los avisos para que estén más claros, para que después no venga nadie a contarme que es que se puede interpretar así o asá.
¿Quiere ver los carteles? Los tengo ahí, en el vestíbulo. Sí, al terminar el verano los quito. Igual podría darme algún consejo sobre qué más incluir. Nunca se termina de ordenar. Entonces podría venir en verano y así lo ve usted mismo. He pensado hacer otros dos. En realidad, lo suyo sería poner uno delante de cada chalé. O aún mejor, que todo el mundo llevara uno a la espalda, para que no puedan decir que no han tenido tiempo de leerlos.
¿Que por qué lo hago, pregunta usted? Entonces yo le preguntaría si conoce a las personas. Porque me da en la nariz que no demasiado. ¿Podría usted quedarse de brazos cruzados viendo todo esto? Y qué, ¿perdonarlo todo? ¿Que así ha sido hecho el ser humano y ya está? Entonces, ¿para qué diantre ha sido hecho? No haría falta que existiera. ¿Es que no se puede uno imaginar el mundo sin seres humanos? ¿Y por qué no? ¿Que el mundo estaría privado de imaginación? Lo mismo nuestra imaginación es nuestra desgracia y con ello la desgracia del mundo. Yo no tengo esa capacidad que, al parecer, tiene usted. No sé, no le conozco. Pero al menos aquí, en este lugar, no puede ser así. Si no me encargara de vigilar quizá me daría igual todo eso. Pero como lo hago, a pesar de que no tendría por qué, entonces ya es otro cantar.
Mire, por ejemplo desde el año pasado no está permitido entrar con niños donde hay aguas profundas. No son mis hijos, pero no podía ver cómo el padre o la madre llevaban al niño donde el agua es más profunda para enseñarle a nadar. No tengas miedo, no tengas miedo. Ésa no es manera de que el niño no tenga miedo. Una vez poco faltó para que se ahogara uno. El padre se atragantó con el agua y soltó al niño. Antes de que alguien hubiera nadado hasta allí, el niño ya se habría ahogado. Por suerte Reks y laps se lanzaron y le sacaron.
Los adultos que no sepan nadar bien también lo tienen prohibido. Incluso estoy pensando en si pedir que se traigan un diploma de natación. Si no, ¿cómo saber si alguien sabe nadar, aunque diga que sabe? No voy a ir detrás de todo el mundo a comprobarlo. Lo mismo un día organizo una competición y que cada uno demuestre si sabe o no. Con el agua no se bromea. Con el agua, con el fuego, con el destino.
Pero hay un tema al que no soy capaz de encontrarle solución: que riñan y peguen a sus esposas. Digo esposas, pero a mí me da igual que sean o no sus esposas. Aquí hay algunos que cada verano vienen con una distinta, pero yo conozco mis límites. Otros, cada fin de semana con una distinta. La vez anterior estaba con una mayor y ahora viene con una mucho más joven. Imposible no notarlo. Incluso algunos las intercambian entre chalés. Imposible no darse cuenta de que tal mujer vivía en este chalé, ahora en ése y dentro de una o dos semanas en aquel del fondo. En eso no me meto. Nunca se me ha pasado por la cabeza ni tan siquiera preguntarle a este o aquél si es su nueva esposa. Y tampoco les hago caso cuando vienen a avisarme por algo relacionado con las esposas o no esposas.
Una vez me avisaron que en uno de los chalés, me disculpará que no mencione el número, un hombre no hacía más que pegar a una mujer, no sé si su esposa o no. Siempre por las noches. Y que hiciera yo algo. Pero ¿qué puedo hacer? No voy a ir a decirle que no la pegue. Ni siquiera tengo derecho a decir «a su esposa», porque no sé si lo es o no. Yo nunca pegaría a una mujer. Pero ¿cómo explicárselo a alguien así? ¿Qué lazo nos une? Yo aquí sólo vigilo, para eso me contrataron. Y si quisiera escribir algo en un cartel, ¿qué pondría? ¿Se prohíbe pegar a esposas y no esposas? Los carteles no valen para tales asuntos.
Hasta que una noche me despertó un grito. O quizá no estuviera dormido. Me levanté de un salto, corrí afuera, los perros detrás de mí. Miro, ninguna luz encendida en los chalés. El silencio de siempre por aquí. Lo mismo lo he soñado, pensé. A veces me da por soñar cosas que me hacen despertar. Hasta del sueño más profundo. Después me cuesta creer que sólo lo he soñado. ¿Un ejemplo? No podría relatárselo, no hay modo de relatar un sueño. Si se relata deja de ser un sueño. Igual que si quisiera usted relatar a Dios. ¿Sería Dios? O cualquier otra cosa, ¿hay modo de relatarla? Algo relatado es tan sólo algo relatado, nada más. Y en general poco tiene que ver con cómo fue, es o será. Tiene vida propia. Y no se queda anquilosado para siempre, sino que continúa desplegándose, creciendo, alejándose cada vez más de lo que fue, es o será. Pero quién sabe, igual de esa forma se acerca a la verdad.
Concéntrese profundamente e intente, digamos, tocar el mundo con su primer pensamiento, si eso es posible, con aquel que aún no ha sido contaminado. Reconocerá usted en ese caso que lo que se relata, y no al contrario, es lo que determina cómo fue, es o será, le da dimensión, lo condena a la nada o a resucitar. Y lo que se relata es la única eternidad posible. Vivimos en lo que se relata. El mundo es lo que se relata. Por eso cada vez es más difícil vivir. Y puede que sólo los sueños confirmen nuestra existencia. Quizá ya sólo los sueños nos pertenezcan.
Le confieso que en general sueño poco. Y cada vez menos. Encima, cuando me despierto ya no recuerdo nada. Además no duermo bien. Hay veces que me caigo de cansancio, pero me acuesto y no me puedo dormir. Y cuando me quedo dormido, no estoy seguro de si duermo o no, o si duermo despierto, o si sueño que estoy despierto. Un médico dueño de uno de los chalés me dio unas pastillas extranjeras, que tomándolas seguro que dormiría. Viene de vez en cuando, me examina, me ausculta, me toma la tensión. Le digo, ¿para qué, doctor? Si yo no necesito vivir tanto. Me basta con lo que ya he vivido. Si me tomo las pastillas, lo mismo me quedo dormido como un tronco. ¿Y qué pasa si entonces ocurre algo en los chalés? Con las pastillas, igual ni los perros podrían despertarme, y ellos solos no van a ir. No van a abrir solos la puerta, porque está la llave echada. Nunca he tomado pastillas para dormir, así que ahora tampoco.
¿Desde cuándo duermo mal? Desde siempre. Aunque cada vez es peor. Quién sabe si no será la muerte la que me está haciendo perder el hábito de dormir. Se dice que cuanto más cerca la tiene uno, más duerme. Pero en mi caso claramente es al revés. Moriré cuando se me quiten por completo las ganas de dormir. Quizá incluso la vea. Le preguntaría por qué no fue entonces. Hace mucho que habría acabado ya todo.
Así que ya lo ve, no tengo cuándo soñar. De todas formas, hasta mis perros cuidan de que no tenga ningún sueño. No sé, a lo mejor no les gusta que sueñe o no quieren que los sueños sigan atormentándome. Si empiezo a tener un sueño, enseguida me lamen las manos, la cara, tiran del edredón o aúllan como si alguien estuviera entrando a robar ahí en algún chalé. Me despiertan y se ponen a saltar de alegría por haberme despertado. Sospecho que saben algo acerca de mis sueños. Porque a menudo se sueña cada cosa que uno preferiría no levantarse después de haberla soñado. Y me levanto y es como si no pudiera sacarme de dentro ese sueño. Y sigo vagando por él, involuntariamente, incapaz de notar si soy yo o si hay alguien en lugar de mí. Y a mi alrededor todo parece seguir siendo un sueño.
Voy con los perros a echar un vistazo a los chalés en medio de la noche y tengo la sensación de caminar a través de ese sueño. El aire como ahora en otoño, cortante, le pincha a uno en las mejillas, o como en invierno, que pincha aún más, pero yo no estoy seguro de si me he despertado o si el embalse, los chalés y los perros son sólo un sueño. Incluso le diré que a menudo no estoy seguro de si el sueño es mío. Sí, lo ha oído bien. Si es mío o si estoy en el sueño de otro. ¿De quién? No sé. Si lo supiera…
Recuerdo que mi abuela decía que las personas no siempre sueñan sueños propios. Pueden ser, por ejemplo, los sueños de alguien que ha muerto y no le ha dado tiempo a soñarlos, o los de gente que aún no ha nacido. Por no hablar de que, según mi abuela, los sueños a veces pasan de una persona a otra, de una casa a otra, de un pueblo a otro, de una ciudad a otra y así. A veces resulta que hasta se extravían. Alguien tenía que soñar esto o aquello en tal casa y en cambio lo sueña otro en otra casa. Tenía que soñarlo alguien en un pueblo y lo sueña otro en la ciudad. Tenía que ser en tal país y lo sueñan en algún otro muy lejano. Así que no es descartable que yo tenga sueños extraviados y por eso los perros de inmediato lo notan y me despiertan cuando sueño algo así.
Sepa usted que mi abuela era considerada una gran entendida en sueños. No había sueño que no fuera capaz de interpretar. Y no sólo en la familia. Venían a verla los vecinos, más cercanos o más lejanos, de esta orilla del Rutka o de aquélla. Venían de otros pueblos. Venían jóvenes y ancianos. Señoritas, mujeres casadas, escépticos. Gente que había viajado por el mundo pero que cuando no podían entender sus sueños venían a verla. Y mi abuela interpretaba los sueños de cada uno de ellos. Todos los sueños se hacían reales cuando los interpretaba, como si sólo fueran algo en lo que uno no había caído. Les pedía que le contaran algún detalle, porque la gente presta poca atención a los detalles. Y ese detalle a menudo podía transformar la interpretación de un sueño en otra diferente; una buena, en otra aún mejor, o una negativa, en otra nada mala. O incluso que tenía que haberlo soñado otra persona, porque algún detalle era de la vida de otro.
Todos los días a la hora del desayuno teníamos que contarle lo que había soñado cada uno. Y no podía ser que nadie hubiera soñado nada. ¿Dormir durante toda la noche y no haber soñado? La única excepción era el abuelo, que nunca había soñado nada. Cuesta creerlo, ¿verdad? Incluso nosotros, los niños, soñábamos siempre algo. Sólo que, según la abuela, nuestros sueños aún no contaban, porque todavía teníamos los sueños del padre o de la madre. Uno no alcanza sus propios sueños hasta que no ha sufrido, decía.
Y no se imagina usted la de sueños que conocía. Desgranábamos alubias y ella nos los contaba, uno, y otro, y otro, como si esos sueños los extrajera de las vainas. Sueños de vivos y sueños de muertos. Sueños de reyes, de príncipes, de obispos. Recuerdo que una vez contó que un rey soñó que se le caía una perla de la corona. No, no dijo si había ido a verla para que le explicara lo que significaba. Pero yo creía de veras que había ido y le había llevado la perla en la mano. No sé si aparte de mí alguien más la creía. El abuelo sí, seguro. Porque creía en todo lo que la abuela contaba. Además, no tenía importancia si se creía o no. Cuando se escucha, y sobre todo mientras se desgrana alubias, no es necesario creerse lo que se escucha. Basta con escuchar. En cualquier caso, a mí se me helaba la sangre cuando la abuela empezaba que si un rey soñó una vez, que si un príncipe soñó, que si cierta noche soñó el obispo…
De todos modos, creyéramos o no creyéramos, la familia era toda oídos en esas ocasiones. Se hacía tal silencio que, si no hubiera sido otoño o invierno, se habría oído el vuelo de una mosca. Mi padre, mi madre, Jagoda, Leonka, hasta el tío Jan, que ya no creía en nada. Por no hablar del abuelo, que ponía tanta atención que dejaba de desgranar alubias. Y a los demás también se nos hacían pesadas las vainas en las manos, de manera que las alubias caían mucho más despacio sobre la lona. Sólo algunas veces, cuando era algo de reyes, mi padre, que no tenía simpatía por los reyes y les atribuía todas las desgracias del mundo, interrumpía a mi abuela:
—¿Y de qué país? Pues el rey ese. Un rey no puede ser de cualquier lado. Un hombre sí, porque el hombre vive donde le toca. Pero un rey no. Si hay rey debe haber reino. Sin reino ni los sueños le querrían como rey.
No tenía importancia de qué país era el rey, eso no afectaba al relato, pero el tío Jan, que cuando desgranaba parecía animarse, también se irritaba a veces y soltaba de repente:
—Todo eso son bobadas, madre. Los sueños, bobadas. La realidad, bobadas. Y a los reyes hace mucho que los barrieron. ¿Dónde se van a haber conservado sus sueños? —Después se levantaba y bebía agua.
En cambio, mi madre era una fiel defensora de la abuela. Para mi madre, cada sueño, significara lo que significara, se soñaba por algo y debía conocerse su significado. Porque peor es no saber que saber lo peor. Bueno, y también el abuelo, para quien todos los sueños procedían de Dios y por eso con mayor razón alababa la sabiduría de la abuela:
—Científicos, ministros, curas, y ella sin pisar la escuela, ya ves.
Y todas las mañanas, mientras comíamos las patatas y el żur[1] entre sorbos, chasquidos y el golpeteo de las cucharas en los platos de hojalata, cuando la abuela nos preguntaba qué habíamos soñado para interpretar nuestros sueños, tal era la admiración del abuelo por la sapiencia de la abuela que hasta se quedaba con la cuchara a medio camino entre el plato y la boca cargada con el żur o las patatas. Más de una vez se le vertió sobre la mesa el żur; si tenía la cuchara llena de żur, o se le escapó una patata, si la llevaba con patatas. La abuela le reñía:
—¡No guarrees!
Pero él necesitaba resaltar con palabras aquella admiración que sentía por ella:
—¿Lo ves, lo ves? Ni sabrías lo que has soñado si no te lo explicara. Los sueños son una segunda vida cuando los explican, ya lo creo. Pero para eso hace falta sapiencia, siií, una sapiencia inmensa. Una sapiencia hasta el otro mundo y aún más.
Y no podía perdonarse que nunca soñara nada. Se dormía y era como si estuviera muerto. Se despertaba y era como si resucitara. Y entre el momento de quedarse dormido y esa resurrección, nada, un agujero. Si hubiera sumado todos esos agujeros, habría resultado que durante un tercio de su vida no había estado en el mundo. No había forma de que soñara, ni siquiera con las guerras, y eso que habían pasado cuatro por su vida. En una luchó y le hirieron, mire, hasta aquí le abrieron la tripa con una bayoneta, y nada. Quizá si le hubiera dolido el bayonetazo, pero no le dolió, al contrario, sintió tal fuerza en su interior que mató al que le había clavado la bayoneta en la tripa y a otros dos que iban con ése.
Sí, sí, en lo de las guerras el abuelo era tan entendido como la abuela en los sueños. Nadie se podía comparar con él en guerras. Las guerras eran los miliarios que permitían al abuelo no extraviarse en su memoria, en el mundo. Hablara de lo que hablara, él no se apartaba de las guerras, como si fueran senderos bien conocidos. Cuando alguien contaba algo, el abuelo siempre preguntaba, ¿antes o después de qué guerra fue eso? No eran ni los calendarios ni los santos los que organizaban la memoria del abuelo, sino las guerras. Las guerras estaban por encima de las estaciones del año, por encima de las guerras ya sólo Dios. Para el abuelo, el tiempo fluía de guerra en guerra. Y también las guerras le señalaban los lugares, con mucha más precisión que los mapas. Si pasaba algo en algún sitio, se orientaba por las guerras para saber dónde era. Y todo después de ésta, o antes de ésta, o después de aquélla, o antes de aquélla, o de alguna anterior. ¡Y recordaba la anterior! Y recordaba que su padre, mi bisabuelo, había estado en ella y también le habían herido, pero no en la tripa, en la cabeza. Y por los recuerdos de mi bisabuelo se acordaba incluso de una de la que el bisabuelo se acordaba por los recuerdos de su padre, o sea del abuelo de mi abuelo, y ésa se llamaba, ¡huy!, anterior a aquella anterior, cuando ni vosotros ni yo habíamos nacido.
Si hubiera escuchado hablar al abuelo se habría perdido usted entre tanta guerra. ¡Y era tan manso y tan desmañado! No habría usted apostado un céntimo a que fue soldado. Y mucho menos a que había matado a alguien. Ni una gallina pudo matar. La tumbó sobre un tocón, levantó el hacha y así se quedó todo el rato, hasta que salió alguien de casa, le cogió el hacha y lo dejó caer sobre el cuello de la gallina. O por ejemplo, siempre andaba quejándose de los topos, que si excavan el prado, mira cómo excavan los muy granujas, mira, pronto no habrá prado, sólo toperas. Fue con la pala, se puso delante de una topera y vio cómo el topo se movía dentro, incluso jugueteaba, pero algo no le dejaba hundir la pala en la topera, así decía él. Como si esperara a ver si el topo se confiaba y salía. Contuvo el aliento, se quedó quieto como un poste y ya estaba a puntito de clavar la pala, se dijo, venga, ahora, clávala, pero algo se lo impidió. Seguro que habría acertado, el topo ya asomaba el hocico, lo habría partido de un tajo, acababa de afilar la pala, cortaba como una navaja de afeitar, pero algo no le dejó hacerlo. Y se decía con todas sus fuerzas, ahora, ahora. Pero está claro que era mayor la otra fuerza, la que se lo impedía.
Una vez al parecer el topo salió completamente de la madriguera y allí se quedaron los dos, el abuelo frente al topo y el topo frente al abuelo. Y fue como si sintiera que no era un topo lo que iba a matar, y dijo:
—Vive tu vida, criatura de Dios. Ya aguantará el prado como pueda.
Ni siquiera se había peleado de joven en los bailes, y eso que muchos se peleaban, ya lo creo, a veces el baile entero se peleaba. Ni por la abuela se peleó, a pesar de que cada dos por tres se la quitaban para bailar con ella. Se sentaba por ahí en un banco y la abuela bailaba. Prefería ver cómo bailaba con alguien que pelearse por ella. No, era muy grandón, fuerte como un oso, de joven debió de ser todo un hombretón. Pero ya le digo, manso, desmañado, como si su propia fuerza le debilitara.
—Cómo bailaba, menuda era, no la reconoceríais —recordaba a veces todo orgulloso—. Tocaban un obérek y volaba. No me explico dónde metía los pies, porque el suelo no lo tocaba. ¿Me iba a enfadar? Que bailara lo que quisiera, que bailara, si de todas formas yo sabía que iba a ser mía.
Ya habían llamado a filas al abuelo cuando se casaron. Él no quería, que quién sabe si volvería. En cambio la abuela decía que no espera igual la novia al novio que la esposa al marido. Y llevaron al abuelo hasta el altar. Ahora que ya es su esposa sabrá cómo luchar en la guerra. Se alegrarán de otro modo cuando regrese, porque tiene que regresar, si no la abuela sería capaz de maldecir a Dios.
Y para que no tuviera que maldecir a Dios, tal fuerza dominó al abuelo cuando sintió la bayoneta en la tripa que mató al que se la había clavado y a los otros dos. Y se acordaba de ellos como si hubiera sido ayer. El de la bayoneta era un tirillas, muy pequeñín, se veía poco más que un capote del cuello al suelo y en la cabeza, un casco. En lugar de brazos, sólo las mangas, y era como si aquellas mangas hubieran clavado por sí solas la bayoneta en la tripa del abuelo. Y eso cuando el abuelo ya había abierto la boca para decir, no nos matemos, tengo que volver y tú también. Pero tuvo que matarle. No con la bayoneta ni con una bala, sino con esa enorme fuerza que sentía dentro en lugar de dolor. Estrujó con sus manos lo que había bajo aquel casco y lo tiró al suelo. Y lo mismo hizo con los otros dos. Incluso se arrodillaron ante el abuelo, pero ya no pudo contener aquella enorme fuerza. Agarró a uno bajo el casco y al suelo, agarró al otro bajo el casco y al suelo. Y cuando ya los había matado le abandonó la fuerza. Se sentó junto a sus cuerpos y se echó a llorar. Y entonces sintió el dolor que la herida de bayoneta le causaba en la tripa.
Pero tampoco ellos quisieron aparecerse en sueños al abuelo. Y que la abuela le explicara qué significaba eso, que si las guerras determinaban las vidas de las personas, también deberían determinar los sueños de las personas. ¿Es que acaso había dejado de ser una persona? Que se lo explicara. Pero la abuela normalmente se enojaba con el abuelo:
—¿Qué te voy a explicar? ¿Qué quieres que te explique? Primero sueña con ellos.
Aunque sospecho que ella sabía lo que significaba aquel agujero noche tras noche. A lo mejor no quería preocupar al abuelo, porque siempre buscaba algún consuelo en cada sueño, hasta en los que daban pánico. Con la cantidad de sueños que llevaba dentro, no podía no saberlo. Por eso el abuelo le guardaba rencor a la abuela. Pero también se lo guardaba a Dios por no querer concederle el don de soñar, cuando a otros les obsequiaba con todo tipo de dones. ¿Le había ofendido que matara a aquellos tres? Como Dios que es, debería saber que en las guerras se mata. Y debería tener más comprensión. Tantas guerras han pasado por este mundo desde que Él lo creó y ninguna la ha parado con su omnipotencia, así que ¿qué más da esa del abuelo y esos tres muertos? Además, si dirige el mundo, dirige también las guerras, sin su voluntad el abuelo no habría matado. ¿Por qué le castiga?
Si nos poníamos a desgranar alubias y empezaba con las guerras, ya no lo dejaba hasta que no quedaban alubias. Una vez, recuerdo, contó que había conocido a un filósofo. No, no era ninguno de esos tres muertos. Si hubiera sido alguno de ellos, no habría sabido que había matado a un filósofo. Cuando se mata nadie da detalles de su vida. Y menos cuando los soldados marchan en orden disperso unos contra otros, bayoneta contra bayoneta. Aquélla era de esas guerras en las que se mataban a bayonetazos. Saltaban de las trincheras y ¡al ataque!, a por el enemigo. Luego volvían a las trincheras y entre unas trincheras y otras se formaba una montaña de cadáveres. A menudo la guerra permanecía semanas en el mismo sitio, así que muchas veces se hacían amigos cuando no se mataban. No sabría decirle. Tendría que preguntárselo a mi abuelo. Yo no era más que un niño cuando lo escuché. Y un niño se lo cree todo. ¿Por qué justo esto no habría de creerlo? ¿Usted no ha vivido ninguna guerra? Pues ha tenido suerte, aunque también le compadezco. En la guerra es posible eso y más. En la guerra todo es posible. La guerra mezcla, iguala, campesino o filósofo da lo mismo, todos a morir. Así que cualquiera puede encontrarse con cualquiera. ¿Dónde si no podrían coincidir un campesino y un filósofo?
Cuando no luchaban, sobre todo por las noches, claro, de noche no hay cómo luchar a bayoneta, y a menudo se pasaban medio mes sin luchar, porque no había órdenes, salían los de unas trincheras y los de otras y se encontraban. Se sentaban entre los cuerpos agujereados, compartían vodka, tabaco, se intercambiaban cosas, a veces jugaban a las cartas. ¿Y por qué no? Por ejemplo, al veintiuno se puede jugar hasta a oscuras. Basta darle una calada al pitillo, se avivan las brasillas y se ve la carta. A veces cantaban canciones, y en ocasiones lo hacían en el mismo idioma, unos y otros.
Bueno, pues una vez, también por la noche, lloviznaba, y allí estaban todos en las trincheras, acurrucados bajo las capas impermeables. Y entonces el abuelo ve que alguien ha salido de aquella trinchera, se ha plantado de pie entre los cadáveres y está con la cara vuelta hacia el cielo, como si quisiera reunir toda la lluvia sobre su cara. Así que también salió el abuelo e hizo lo mismo, volvió la cara hacia el cielo bajo la lluvia. Aquél le preguntó al abuelo que si tenía hambre. Al abuelo le sonaban las tripas del hambre que tenía, porque ya no les quedaban ni galletas. Entonces aquél se volvió a la trinchera y trajo una conserva. Se sentaron, la abrieron y se pusieron a comer. Con las mismas bayonetas con las que se agujereaban, claro.
El abuelo no se atrevía a preguntar con quién estaba comiendo. Además, ¿para qué? Era suficiente con que aquél hubiera traído la conserva. El abuelo no podía ni imaginar que estaba comiendo con un filósofo, porque el otro iba también de uniforme, sólo que del enemigo. Y así comieron, inclinados el uno hacia el otro, protegiendo la conserva de la lluvia. El otro no decía nada. La verdad es que al abuelo le gustaba hablar, sobre todo de las guerras, como le he comentado. Pero hablar de la guerra estando en la guerra, sentados entre tantos muertos y comiendo, pues… Recogían a los heridos, a los muertos ya cuando se movía el frente.
Así que el abuelo se puso a elogiar la conserva, que qué sabrosa, sí señor, muy sabrosa, y no sólo porque tuviera más hambre que un lobo, sino porque le gustaba elogiarlo todo. El día, la noche, la vida, la gente, Dios. Era su naturaleza. El otro le dijo al abuelo que se comiera el resto de la conserva y para agradecérselo el abuelo empezó a contarle cosas sobre él. Que le espera en casa su joven esposa. Que le gustaría volver con ella. Que tiene tres vacas, dos caballos, tantas áreas de tierra, un trozo de prado, un trozo de bosque. Que siembra, ara, día sí día también. Y luego en otoño y en invierno normalmente desgrana alubias, porque se siembran tantas como para estar desgranando el otoño y el invierno enteros. Todos se sientan, se enciende la lámpara, se desgrana y se cuentan cosas. Cuando vuelva hablará también de esta guerra y de que se habían comido juntos la conserva.
Entonces el otro le dijo al abuelo que le envidiaba. Que la verdad es que no sabía desgranar, pero que prefería desgranar a dedicarse a lo que se dedicaba, sobre todo porque la gente no sacaba beneficio de ello. Y el abuelo le preguntó, ¿y a qué se dedica? Y el otro se presentó, le dijo al abuelo que era filósofo y se llamaba tal y tal. Durante toda la guerra estuvo repitiéndose a sí mismo el nombre y el apellido, para no olvidarlos. Quería agradecerle por aquella conserva aunque sólo fuera recordándole. Por desgracia los olvidó. ¿Quién dice usted que era? ¿Está seguro? ¿Le conoció usted? Pues lástima que el abuelo no viva. Se lo habría contado usted.
En cualquier caso, el abuelo podía hablar de las guerras sin parar. Y sobre todo cuando se desgranaba alubias, era como si la memoria del abuelo se abriera de par en par. No sé si estará en las guerras esa fuerza que abre las memorias hasta atrás o si estará en las alubias. Uno llegaba a tener la impresión como de que las guerras y las alubias se atraían.
¿Sabe? A menudo me pregunto si realmente mi abuelo mataría a aquellos tres. Quizá sólo se imaginó que los había matado, pensando que al menos así después soñaría con ellos. Así remediaría un poco el no haber soñado nunca nada. Y ya le digo, lo normal era que recurriera a las guerras, en cualquier tema. Hasta cuando quería animarse o animar a alguien siempre recordaba algo de la guerra. No necesariamente de ésa en la que estuvo. De alguna otra, más cercana, más lejana, o de alguna que ocurrió antes de nacer él.
Una vez en el prado escuché a los chicos cuchichear algo de que el tío Jan no era hijo del abuelo, porque había nacido poco después de que volviera de la guerra. Aunque yo no noté nunca que el abuelo hiciera diferencias entre sus hijos. Con el tío Jan lo mismo, no se veía que no se sintiera hijo del abuelo. Y cuando se ahorcó, el que más se desesperó fue el abuelo.
—¡Cómo que no era hijo mío! ¡Cómo que no era hijo mío! —repetía. Otra vez dijo—: Ni en sueños habría pensado que mi hijo se ahorcaría un día. Lástima que entonces me dominara la fuerza ésa y no dejé que aquellos tres me clavaran sus bayonetas. Tres bayonetas y ya no habría tenido que vivir esto. ¡Ay, hijo, hijo mío! Si al menos hubiera sido en la guerra, no me habría pesado tanto.
De todas formas, como fuera, fue. El abuelo no está, la abuela no está, el tío Jan no está. A menudo tengo incluso la sensación de que ya no existe nadie. Quizá yo tampoco. A veces intento averiguar si existo o no existo. Pero si uno está solo no puede ser una prueba para sí mismo. Siempre tiene que haber otro que atestigüe. El hombre es demasiado condescendiente consigo mismo. Como pueda, se protege de sí mismo. Se anda con rodeos, se escabulle, se elude, para no seguir, no profundizar, no ir donde esconde algo. A cualquiera le gustaría lucir ante sí mismo como en una foto de boda. Peinado, afeitado, trajeado, con corbata, corpulento, sonriente, ser bien visto. Y lo más joven posible, claro. Y cree que ése es él. Pero si se mirara como es debido…
Ya sabe que las fotos de boda son todas felices. Cabeza con cabeza, hombro con hombro, como si el uno hubiera encontrado a su media naranja en el otro. Si alguien cree en el destino, puede pensar, ahí está fotografiado el destino. Pero lo que ocurre después ya no lo verá usted en ninguna fotografía. Tales cámaras no existen, ni tales fotógrafos. Quizá algún día, no sé. Pero lo que es de momento, todas las fotos de boda son felices. Y cuántas de esas fotos felices no habrá colgadas por las casas. Aunque, ¿sabe?, me pregunto si la felicidad no se encontrará sólo en las fotos de boda.
En el chalé del tío ese también había una foto de boda. Ay, es verdad, que no he terminado de contarlo. Bueno, pues cuando me despertó el grito aquel en medio de la noche decidí ir a ver qué pasaba. Noche cerrada, el cielo todo cubierto de nubes. Un silencio tal que oía mis propios pasos, como si caminaran no se sabe cuántas piernas. Hasta las pisadas de los perros oía. Voy entre los chalés, pego la oreja a las paredes, asomo la cabeza donde encuentro una ventana abierta. Pero en todas partes duermen a pierna suelta, hasta ronquidos se escuchan. Ya pensaba que lo había soñado. Entonces los perros empiezan a tirar de mí. ¿Qué os pasa? Les sigo y junto a uno de los chalés veo una mancha blanca, el cuerpo de alguien. Todito desnudo, como Dios lo echó al mundo. Una mujer. Me inclino sobre ella, no da señales de vida. Le alumbro la cara con la linterna, y veo que la tiene ensangrentada.
La cogí en brazos y la traje aquí. La tumbé ahí, en la habitación, y la lavé. Tenía tal cantidad de moratones que se lo cuento y me hierve todo. La cubrí con una manta, la arropé bien porque tiritaba de pies a cabeza. Le hice un té y no se lo pudo beber sola de lo hinchados que tenía los labios. Tuve que dárselo con una cucharilla y con la otra mano le sujetaba la cabeza, porque no era capaz de levantarla. Abrió los ojos y me pareció que tenía la mirada extraviada. Empezó a decir algo, me incliné sobre ella, pero sólo oí un susurro confuso.
—¿Quién es usted?
—Duerma —le dije—. Le vendrá bien.
Pero creo que no se durmió, porque a cada momento me despertaba su llanto al otro lado de la pared. O quizá soñaba que lloraba y era mi sueño el que me despertaba. Por la mañana fui temprano a hablar con el del chalé donde la encontré y a buscar sus ropas. Al principio decía que no, que cómo iba a ser él. Imposible. Que más de una vez había yo visto a su mujer. Que no había venido porque se encontraba mal. Vea, la foto de nuestra boda, la reconoce, ¿no? Pero que a esa otra no la conocía de nada. Encima había tomado pastillas para dormir, así que ni siquiera había oído que alguien gritara. Seguro que era en otro chalé, se confunde usted. Pero la encontré delante de su chalé, le digo. Pues entonces seguro que alguien la dejó allí con mala intención. Y me dice, debería usted saber qué gente viene aquí y qué cosas ocurren, que para algo vigila.
De no ser por los perros lo habría negado todo. Pero los perros empezaron a sacar de debajo de su cama ropa interior de mujer, una blusa, una falda, unas zapatillas. Pues imagínese usted que ni se inmutó, como si nada. Se echó a reír, nada más.
—Pero hombre, hombre, ¿en qué mundo me vive? Está usted un poco fuera de onda. Si tanta pena le da, ande y quédesela. De todas formas iba a cambiarla.
Cerveza me quería ofrecer. Los perros ya se habían erizado, tuve que calmarlos, tranquilo laps, tranquilo, Reks, esperaban sólo a que les diera la señal.
—Puede que esté fuera de onda —le dije—. Pero como vuelva a ocurrir algo parecido, le quemo el chalé. Y no sabrá quién ha sido porque usted estará dentro asándose.
—¿A qué se mete en asuntos que no le incumben? —se le subieron los humos.
—Todos los asuntos me incumben —le dije tranquilamente.
—¡Le hemos contratado para que vigile!
—Pues por eso.