DOS

¿Y ha venido usted por su cuenta o le envía alguien? Pues no sé. Pensé que el señor Robert, pero usted dice que no le conoce. Aunque entonces no entiendo cómo sabía usted dónde estaba la llave de su casa.

No, así no. Mire mis manos, vea cómo lo hago yo. Con la izquierda sujete la vaina, tumbada no, así, eso es, y la casca por un extremo con el pulgar y el índice de la derecha. Luego mete dentro el pulgar y lo pasa hasta el otro extremo. ¿Lo ve? Han caído todas las alubias. Pruebe usted. Espere, tiene que haber alguna vaina más hermosa. Tenga ésta, lisita y bien reseca. Sí, con el pulgar. ¿Qué le decía yo? No tiene ningún misterio. Con la próxima le saldrá mejor, y con las siguientes mejor todavía. Pero ponga el pulgar recto, con la uña hacia delante. El pulgar es el dedo más importante para desgranar, como el martillo para clavar clavos o las tenazas para sacarlos. Cuando desgranábamos alubias, mi abuelo siempre decía que el pulgar debería ser el dedo de Dios. También para tocar el saxofón es importante el pulgar, pero el de la izquierda, sirve para pulsar la llave de octava.

Sí, sí, hasta los niños desgranábamos, y desde muy pequeños. Aún no éramos capaces de sujetar una taza por el asa y ya nos estaban enseñando a desgranar alubias. A Jagoda la solían sentar junto a la abuela, a Leonka junto a mi madre, y a mí, que era el menor, entre mi madre y la abuela. ¿Que no podíamos con alguna vaina más rebelde? Pues mi madre o mi abuela cogían nuestras manos entre las suyas y la abrían con nuestros dedos, y eran nuestros pulgares los que sacaban las alubias. Y así parecía que lo hacíamos solos.

Debo confesarle que de niño odiaba desgranar alubias. Igual que mis hermanas. Eran mayores que yo, pero también lo odiaban. Nos escabullíamos como podíamos. Mis hermanas casi siempre salían con que les dolía la tripa o la cabeza. ¡Y a mí se me ocurría cada idea! Fíjese, una vez me corté este pulgar con un cristal. Cuando empezamos a ir a la escuela, primero la mayor, Jagoda, luego Leonka y después yo, el pretexto solían ser los estudios, que tenemos que preparar los deberes para mañana y nos han puesto un montón, y si desgranamos no nos da tiempo a hacerlos, y esas cosas. A mi madre enseguida se le ablandaba el corazón si se mencionaba la escuela. Hala, id a estudiar, ya nos las apañaremos nosotros. La abuela se encomendaba a Dios cuando se trataba el tema de los estudios, que si Dios no otorga ni estudiar ayuda, decía. El tío Jan se levantaba y se iba a beber agua, así que no era fácil saber si se decantaba por la escuela o por desgranar alubias. En cambio, para mi padre las alubias y los estudios estaban a la misma altura:

—Toda una ciencia. La madre de las ciencias. No sólo cuentas o lengua. Una ciencia para toda la vida. La lengua y las cuentas se les van a olvidar de todas formas. Y cuando se queden solos, ni lengua ni cuentas les van a atraer. Ni lengua ni cuentas.

El abuelo normalmente sacaba a colación la guerra, le gustaba hablar de la guerra en cualquier momento. Una vez contó que hace muchísimo tiempo, tanto que esto se lo había contado su abuelo, había guerra pero ellos seguían desgranando alubias. Un día aporrearon la puerta: «¡Abran!». Eran soldados. Ojos inyectados en sangre. Rostros enfurecidos. Les habrían despedazado a todos, seguro, pero al verles allí desgranando alubias, dejaron los fusiles, se desabrocharon los sables, pidieron unas tajuelas, se sentaron y se pusieron a desgranar con ellos.

Al señor Robert tampoco yo puedo decir que le conozca bien. La cosa es que no hemos sido capaces de sincerarnos uno con otro. A pesar de tratarnos durante tantos años nunca nos tuteamos. Tenía una tienda de recuerdos en la ciudad. Pues no sabría decirle de qué tipo, nunca estuve allí. Sólo le diré que en las cartas se burlaba de esos recuerdos. Me escribía que él nunca compraría las cosas que vendía, y que si tales objetos debían animar a recordar algo, era mejor no recordar.

Le conocí en el extranjero. Una noche entró en el local donde yo tocaba un grupo de gente, mujeres y hombres. Era lunes, los lunes no siempre estaban todas las mesas llenas. Otros días de la semana había que reservar. Tocar se tocaba cada noche, aunque sólo hubiera una mesa ocupada. Se pusieron en dos mesas que estaban junto a la tarima de la orquesta. No les habría prestado atención de no ser porque les oí hablar en polaco. Se comportaban con toda confianza, como si quisieran hacerse notar. Hablaban a voces de mesa a mesa y por eso me enteré de que viajaban en autocar en alguna excursión organizada. Leyeron durante un buen rato los menús, comentaban en voz alta los precios y con los platos más caros gritaban: ¡Hala! ¡Mirad lo que cuesta esto! Espera que calcule cuánto es en zlotys. ¡Dios bendito! Por ese dinero allí comemos un mes. Y en un económico no digamos. Vaya lujo, en el extranjero y en un sitio como éste. Verás cuando lo contemos. No puede ser todo castillos, catedrales, museos y paisajes. Venga, vamos a pedir lo más caro. ¿Y si luego no nos gusta? Que sí, que sí, por ese precio tiene que gustar. Y algo de vodka. ¿Para qué? Si traemos nosotros. Bueno, pero al menos una copita al principio, las copas las necesitamos, ¿no? ¡Qué va! También tenemos. ¿Y si alguien se da cuenta? ¡Qué se van a dar cuenta! Si el vodka es transparente en todas partes. Llamaron al camarero y le fueron señalando con el dedo lo que quería cada uno. Todo lo más caro. El camarero casi les hacía reverencias por lo que estaban pidiendo. Se lanzaban sobre aquellos platos tan caros con cierto ímpetu, aunque a la vez había algo que lo hacía divertido. Yo no tenía intención de acercarme a ellos, siempre evitaba esa clase de encuentros.

Hicimos una pausa. Ya íbamos a empezar otra vez a tocar cuando se levantó uno de ellos, que luego resultaría ser el señor Robert. Vino hasta donde estábamos los de la orquesta y nos habló en una mezcla de idiomas que nadie entendió. Yo no sabía si delatarme o no. Quería pedir un tango y preguntaba cuánto le costaría la petición. Tango lo entendieron, lo de cuánto costaría ya no. Casi sin querer le dije que tocaríamos el tango para él, que no costaba nada.

—¿Habla usted polaco? —Y al momento me tendió la mano—. Me llamo Robert.

No me dio tiempo a devolver el saludo, porque ya me había llevado la boquilla del saxofón a la boca y empezamos a tocar el tango. Fue de una mesa a otra, les decía algo y me señalaba. Desde las dos mesas se volvieron hacia mí caras sonrientes. Sacó a bailar a una de las mujeres. No se la llevó al centro de la pista, sino que bailaron cerca de la orquesta, parecía no querer perderme de vista. La abrazaba como se hace en el tango, y una y otra vez asomaba la cabeza y me sonreía, como si fuéramos buenos amigos. Me enfadé conmigo mismo, sabía que ya no me iba a dejar en paz.

Y así ocurrió. En el siguiente descanso me llevó hasta su mesa, un momento nada más, para que pueda charlar un rato con sus paisanos. Ni una sola vez dejé que me convencieran para brindar por esa feliz coincidencia, pero igualmente me arrepentí de haber hablado cuando fue a pedir el tango, más aún cuando empezaron a bombardearme con preguntas desde ambas mesas. Que si vive usted aquí, desde hace cuánto, qué le trajo aquí, cómo consiguió usted trabajo en la orquesta de un local así. ¿No empezó usted fregando platos? Entonces es que tenía enchufe, porque todos empiezan fregando platos, y eso en el mejor de los casos, que ya es toda una suerte convertirse después en camarero, aunque eso ya es el no va más. ¡Cómo se vive aquí! ¡Menudo! Y vaya local, cada noche baile, y te pagan por trabajar de verdad, no como… Uno incluso me preguntó:

—Sea sincero: ¿huyó por temas políticos?

—No —contesté.

—¡Ya sé, ya sé! —gritó una de las mujeres, parecía que había descubierto al fin el motivo por el que yo estaba allí—. Seguro que vino usted detrás de alguna mujer. ¿A que sí? ¿A que sí? —Todos se volvieron hacia mí para ver qué decía.

Una de las mujeres de la otra mesa, que hasta entonces no me había preguntado nada, soltó un suspiro:

—¡Qué no se hará por amor!

—Amor, amor… ¡Y un cuerno el amor! —dijo el señor Robert muy airado—. ¿Quién se lo puede permitir hoy día? Cama y poco más.

—No hables así —protestó ella—. El amor es lo más importante de la vida.

Por fortuna los de la orquesta me reclamaron, se había terminado el descanso. Pero no acabó todo ahí. Se podría decir que no había hecho más que empezar. Unas semanas después el cartero trajo al local una postal del señor Robert. Me daba las gracias por la inolvidable velada, decía que se alegraba de haberme conocido y que me iba a escribir una carta. No imaginé en ese momento lo que ocurriría después, así que le envié una postal diciéndole que también había sido para mí una tarde agradable y que me alegraba igualmente de haberle conocido. No puede uno ser demasiado amable, se lo digo yo. Nunca se sabe. Hasta la amabilidad se convierte a veces en una trampa para uno mismo. Sólo que de alguna forma con aquella postal dio de lleno en algo que aún no había cicatrizado en mi interior. Nadie me había enviado nunca una postal desde aquí.

Algún tiempo después llegó la anunciada carta. Larga, cordial. Decía que tenía un chalé junto a un embalse y me invitaba a pasar allí las vacaciones. Que estaba todo rodeado de bosques. Un lugar totalmente despoblado, silencioso, tranquilo, en resumen: un reducto de la naturaleza, así lo llamó. Y si era verdad que una mujer me había dejado, que algo de eso habíamos hablado entonces, aquí me olvidaría de ella. Porque aquí se puede uno olvidar de todo. Las personas se convierten nuevamente en parte de la naturaleza, sin compromisos, sin recuerdos. Además, si lo que quiero es una mujer, aquí hay de sobra, se puede buscar para mí alguna apropiada, para que me consuele después de haberme quedado sin aquélla. Vienen para el fin de semana, unas preciosidades. O en vacaciones. Algunas pasan aquí el verano entero, así que no es necesario esforzarse demasiado, ellas mismas se le echan a uno en los brazos. No se llevará ninguna decepción. Y encima viene usted del extranjero.

En la siguiente carta, que llegó poco después de la otra y era aún más larga, me invitaba a que al menos fuera a recoger setas. Se espera que salgan en abundancia. Hay donde secarlas, tiene en el chalé un radiador con acumulador. Seguro que me gusta coger setas, ¿a quién no le gusta? A él le encanta. Dejando aparte a las mujeres, pocas cosas hay que le exciten tanto como recoger setas. Si alguien encuentra un boletus y él nada o sólo algún níscalo, le devora la envidia. En su interior le desea a esa persona que la seta esté agusanada, como mínimo. ¿Se puede sentir de manera más profunda la naturaleza? Madre mía, cómo es la gente, miedo da de pensarlo. Y también recogiendo setas es como mejor se descansa. Cuando no se piensa en nada, no se recuerda nada, únicamente se busca una seta, con todos los sentidos, poniendo toda la atención. Se podría decir que el mundo entero queda comprimido en esa seta. Por eso, si se quiere descansar realmente, resulta incluso mejor que haya pocas setas. Él, cuando quiere descansar, se va al bosque aunque no haya setas. Con la cesta, el cuchillo y a buscar.

Le causaría una gran alegría si fuéramos los dos. Me ha caído usted bien. Ya aquella noche sentí que podríamos llegar a ser amigos. Valoro a las personas que sé de antemano que no son fáciles de predecir, o que es imposible hacerlo. Le invito de corazón. El chalé tiene todas las comodidades. Hay nevera, radio, televisor. Tiene un cuarto de baño con ducha y caldera eléctrica, basta con encenderlo y enseguida sale agua caliente. Arriba hay dos dormitorios, no nos molestaremos. Y si quiere venir con alguien yo puedo dormir abajo, en el sofá-cama. O me tomo las vacaciones en otro momento y sólo vendría el sábado y el domingo. Tengo una barca, iremos a remar. Si prefiere una canoa, se le puede pedir prestada al vecino. Hasta con vecina incluida. No está mal y a remar se animaría. Él es director de no sé qué, ha sufrido dos infartos, se pasa el día en el chalé porque el sol no le va bien. No es extraño que ella se aburra. Y estas que se aburren son las más predispuestas. Debo ir sin falta. Que le escriba cuándo.

Contesté que le agradecía la invitación, pero que de momento no podía. Como sabe, toco en una orquesta, no depende de mí. Y en estos locales las orquestas raramente tienen vacaciones largas. Sólo cuando se renueva el local o se cambia el mobiliario y demás. Pensé que esto le desalentaría.

Pero un tiempo después de nuevo mandó una carta. Y lo mismo. Que le invito y que cuándo. Yo envié una postal, que gracias, saludos, con mis mejores deseos, pero que lo dejáramos para cuando tuviera más tiempo. No había manera de disuadirlo. Mandaba una carta tras otra y en todas siempre me invitaba.

En una de las cartas me daba su teléfono y me pedía el mío, que gustosamente me llamaría alguna vez. No era cosa de negarse, pero le dejé claro que era difícil cogerme en casa. Por las mañanas ensayos, por las tardes actuaciones, y aparte bien sabía él que la vida también exige tiempo y esfuerzos. El mismo día que recibió la carta llamó, según dijo.

—Llevo llamando desde por la mañana. Realmente es difícil cogerle a usted en casa. Pero como la voz no hay nada. Las cartas no dejan de ser mudas. Ni punto de comparación con una charla. Le escucho y tengo la sensación de que nos hemos vuelto a encontrar. ¿Qué si he pensado ya cuándo voy a ir?

Esto duró años. Tardaba en contestar a sus cartas y postales todo lo que podía. Luego me disculpaba, que esto o aquello, que me entendiera. Me entendía, claro que sí. Y en la siguiente carta me invitaba aún más efusivamente. En una me escribió que había cambiado el televisor del chalé por uno en color, de tal marca, de tantas pulgadas. En otra, que de nuevo había cambiado algo. Y a medida que pasaban las cartas lo iba pintando todo más y más bonito para animarme. En cambio, yo cada vez sentía mayor desconfianza hacia él. Le diré que incluso empecé a tenerle miedo, me parecía sospechoso, aunque no sabría decir por qué razón. De lo único que estaba seguro era de que me quería involucrar en algo. Quizá sólo fuera una impresión mía, porque la desconfianza hacia la gente era un muro defensivo que había levantado a mi alrededor.

Con cada carta se iba volviendo cada vez más cordial, casi se diría que lírico, y tan abierto frente al mundo que hasta me asustaba. En una de las cartas decía, no se imagina usted el olor a resina que llega de los bosques, sobre todo por las mañanas. Respirar ya le causa placer a uno. En el embalse hay incluso cangrejos, la mejor prueba de lo pura que es el agua. Los corzos se han vuelto tan confiados con el hombre que vienen a pastar entre los chalés. Hasta se dejan acariciar. Me escribía que una vez una lechuza se posó en su ventana. La había dejado abierta antes de echarse a dormir porque hacía calor. Se despertó y vio de pronto un pájaro en el alféizar. Pensó que lo estaba soñando. Se levantó, alumbró con una linterna y sus ojos eran dos diamantes, como se lo digo, dos diamantes. En otra ocasión estaba descansando en el porche y se le acercó una ardilla. Se levantó sobre las patas traseras y se quedaron los dos mirándose. No se podía perdonar no tener nueces. Ya sólo podría ver cómo es un amanecer o un atardecer. No es igual que allá donde vivo yo, en la gran ciudad. Quizá ya no sea así en ninguna parte. Si no tuviera aquí un chalé, seguramente tampoco habría sabido cómo es un amanecer, un atardecer y lo que el ser humano ha perdido irremediablemente. Porque ¿qué se ve en las ciudades? ¿Qué se ve desde su tienda de recuerdos?

Naturalmente, por todas esas cartas y a lo largo de tantos años, habría podido adivinar sin dificultad por dónde estaba ese sitio, pero no suponía que fuera justo aquí. Por suerte, después de algún tiempo las cartas fueron llegando cada vez con menos frecuencia, eran más cortas y ya no me invitaba con tanta pasión, así que pensé que aquel trato casual nuestro pronto se consumiría. Y con mayor razón dejé de tener motivos para preguntarme si era aquí. Agua pasada, fin de la historia, a veces ocurre, ¿verdad? Y si por su parte existía en todo esto algún tipo de juego, igual al fin comprendió que no había encontrado en mí a un compañero de partida.

Luego ya solo nos mandábamos postales con saludos y felicitaciones. Como mucho, alguna vez escribía en un margen y con letra diminuta si podía tener la esperanza de que iría algún día. O espero que venga alguna vez. O piénselo, por favor, que el tiempo pasa y los propósitos no realizados aumentan. Poco después dejaron de llegar postales. Aunque lo que me inquietó fue que también terminaron las llamadas.

Empecé a preguntarme si le habría ocurrido algo. ¿Quizá debería al menos llamarle? Pero me faltaba valor. En cambio, cuando sonaba el teléfono cogía el auricular con la esperanza de que fuera él. Antes no me apetecía contestar a sus cartas y postales, me costaba horrores ponerme a ello, y ahora cuando sonaba el teléfono quería que fuera él. Intenté darme diversas explicaciones sobre cuál podía ser la causa de su silencio. A pesar de que no sabía casi nada sobre él. Entre toda aquella efusividad de sus cartas, nunca ni una sola confidencia, aparte de lo de su chalé junto al embalse entre bosques y lo de su tienda de recuerdos en la ciudad. Como si hubiera delimitado con precisión el límite de lo que podía escribirme. Igual que yo, en realidad. Claro, que yo era la parte forzada de la relación, por así decir.

Pasó un año, luego otro, e inesperadamente un día llegó una carta suya, de nuevo larga, cordial, efusiva y repleta de las mismas tentaciones que años atrás. No tiene usted idea de la cantidad de setas que hay esta temporada, me decía. Boletus, matacandiles, níscalos, rebozuelos, senderillas, oronjas. Las matacandiles hechas en mantequilla, para chuparse los dedos. ¡Que se quiten las chuletas, por buenas que sean! O los rebozuelos con cebolla y en nata, una delicia. Donde más hay es junto a las tumbas. Nadie va allí a recogerlas. ¿De qué tiene miedo la gente? A mí me da igual que crezcan o no junto a las tumbas. Las setas son las mismas. ¿Para qué va a andar uno preguntándose qué hay bajo tierra? De hacerlo, habría que dejar de caminar, de viajar, de levantar casas y hasta de arar y sembrar, porque todo el mundo, hasta el presente, yace ahí. Tendríamos que volar por encima de la tierra o incluso marcharnos del planeta. Pero ¿adónde?

Todos recogen setas, las secan o las fríen o las ponen en conserva. Y por las tardes se comen setas aquí y allá. Medio litrito de vodka, un litrito. No se imagina lo alegre que es esto. ¿Ha comido setas fermentadas? Una exquisitez. Hay por aquí una maestra en fermentar alimentos. Sólo que para fermentar la mejor es la seta de cardo. Si viniera usted ahora llegaría en la mejor época para las setas de cardo. Hágamelo saber enseguida. Venga al menos a probar las setas fermentadas, está usted invitado. Ya he hablado con ella, las fermentará si viene usted.

Junto a las tumbas, aquello me pegó de lleno. Como por un impulso levanté el auricular para llamarle, que sí, que voy. Pero antes de marcar ya había colgado. Y así casi todos los días desde entonces. Descolgaba y colgaba, mejor mañana. A pesar de que algo me decía que si no era entonces, no sería nunca. Pero colgaba, mañana. Una vez llegué a marcar el número, esperé dos tonos y colgué. En otra ocasión incluso escuché su voz en el auricular:

—¡Diga! ¡Diga! ¡Hay que fastidiarse! Otra vez alguien que no consigue contactar. ¡Malditos teléfonos!

A duras penas me contuve para no decir, soy yo, señor Robert. Finalmente, un día que tenía libre, me serví una copa de coñac y me la bebí. Después una segunda, una tercera. ¿Señor Robert? Soy yo. Voy para allá. Silencio en el auricular durante un momento. Pensé que evidentemente estaba sorprendido, y luego algo así como un suspiro.

—Al fin. ¿Y qué ha ocurrido para que se haya decidido?

—Esas setas fermentadas han sido las que me han animado, señor Robert. Nunca he comido setas fermentadas.

—Pero tenía que haberme avisado antes. No sé si le dará tiempo a esta señora a fermentarlas. Y además tiene que recogerlas. Y ni siquiera sé si ahora hay setas de cardo.

—No importa. Era una broma. Sencillamente, alguna vez había que decidirse y ha sido ahora.

—Entiendo. Pues me alegro. Está invitado. Llevo años invitándole.

Pero no noté en su voz que se alegrara como yo esperaba después de todas aquellas cartas, más aún después de la última.

Llegué un sábado por la tarde a su casa. Si es que usted no sabe dónde es, me dijo por teléfono. Solo no lo encontraría. Y el domingo bien temprano salimos hacia este embalse de aquí.

—¡Qué coche tan bonito tiene! Será caro un coche como éste. Yo, ya ve, voy con un 126. —Su 126 estaba aparcado delante de su casa—. No hace mucho cambié la carrocería. Estaba totalmente corroída. Y curro como una mula. Todo el día en la tienda. Ni siquiera hago un descanso para comer. Aquí no se puede hacer fortuna. Ni vendiendo recuerdos.

Y cuando ya estábamos dentro del coche: ¡Y hasta radiocasete! Tiene usted esto, tiene usted lo otro. Le había fascinado tanto mi coche que le hizo soltar un torrente de lamentos. Con todo aquello, había olvidado decirme cómo se iba al embalse. Y cuando estábamos ya en los bosques, en el último tramo del viaje, de repente fue como si volviera en sí, sorprendido:

—¿Cómo conoce usted el camino?

—Por sus cartas, señor Robert, y por el mapa.

—Pues será del ejército, porque en los mapas de carreteras no aparece este embalse. Y menos mal. —En sus palabras apareció algo de incredulidad—. ¿Por mis cartas? No recuerdo haber descrito cómo se llega.

—Tantos años y tantas cartas, señor Robert. ¿Cómo iba usted a recordarlo? Yo intentaba ir sacando algo de cada una. Ésa es la mejor prueba de cómo leía sus cartas. Sobre todo porque hace tiempo que tenía intención de venir.

—Es cierto, la de cartas que le habré escrito, a montones —se tranquilizó un poco—. No me respondía usted a todas. Yo mandaba dos, tres, usted a lo sumo una, por lo general con un par de frases. O sólo una postal, gracias, recuerdos, mis mejores deseos. Más de una vez pensé que no deseaba usted mantener el contacto conmigo, que le fastidiaba hacerlo. Pero si… —su voz reflejaba una evidente irritación, así que me adelanté a él.

—Es que, verá, para mí escribir cartas es un martirio. Prefiero telefonear o incluso venir, como puede comprobar. —Me eché a reír.

—¿Un martirio? —se quedó pensativo—. Pero si es como conversar con alguien, sincerarse con alguien. Sólo que a través del papel.

—Precisamente, el papel.

—¿Qué pasa con el papel?

—La carta, el papel. No hacemos otra cosa más que dejar huellas innecesariamente.

—¿Y yo qué? ¿Por qué entonces no me dio a entender que dejara de escribirle?

—Señor Robert, era usted el único que me escribía desde aquí.

—¿Y eso?

—No hablemos de ello.

—Pues no hablemos. —Y hasta que llegamos al embalse ya no dijo una palabra.

Pero noté que en ese silencio suyo iba creciendo la desconfianza hacia mí. Cuando llegamos al lugar, sólo dijo: «Deje ahí el coche», cuando lo lógico es que hubiera comentado al menos, ¿ve usted? Eche un vistazo. Todo igual que en mis cartas, todo igual que en mis cartas. No tuve que inventarme nada.

Sacó del maletero lo que llevábamos, hizo un gesto como para indicar que allí estaba su chalé y dijo:

—Vamos.

Con todo lo que había escrito en sus cartas acerca del chalé y ni siquiera me propuso entrar por si quería verlo.

—Sentémonos un rato en el porche —dijo—. ¿Abro la sombrilla o lo dejo así? —Luego trajo una mesa de mimbre, dos butacas de mimbre, dos latas de cerveza, dos vasos—. ¿Ve usted el rótulo? Compré estos vasos como recuerdo de aquella noche.

—Ah, sí, es verdad —comenté.

—¿Tiene hambre? —preguntó—. Entonces, de momento bebamos. Luego haré algo para comer.

Estaba clarísimo que algo le roía por dentro. Mientras nos bebíamos las cervezas casi no dijo ni mu, de vez en cuando mascullaba alguna palabra sin importancia. Y yo me había quedado tan desconcertado ante lo que se extendía frente a mí que no se me ocurría nada que mereciera la pena ser dicho. Así que seguimos allí sentados, bebiéndonos la cerveza, mientras el sol se elevaba y se elevaba, como si después de llegar al punto más alto del cielo, en lugar de descender hacia poniente, tuviera intención de continuar elevándose hasta desaparecer por ahí arriba, saltándose leyes inmemoriales. De manera que era como si incluso el sol hubiera cambiado desde aquellos años, cuando todos los días se ponía tras los cerros visibles a lo lejos. Aquí ya nada era como había sido. Desde los bosques llegaba algo así como olor a resina, pero de alguna forma tampoco era capaz de creer en esa resina. Su olor me parecía insulso, rancio, poco amargo. Antes le taladraba la nariz a uno, hacía saltar las lágrimas, sobre todo cuando se cogía resina de árboles muy viejos. Sólo que esos árboles crecían únicamente ante mis ojos, porque al mirar todo aquello me estaba mirando en mi interior. Pero no fui capaz de rescatar gran cosa de mi memoria, ni siquiera por dónde fluía el Rutka. Quizá se debiera a que el embalse lo dominaba todo, la tierra, el cielo, los bosques, la memoria. Más aún porque aquel embalse murmuraba, resonaba, hasta trepidaba por los gritos, las exclamaciones, los chillidos, las risas, como si me mostrara su poder para cambiar el mundo. Sus orillas parecían abrirse camino a lo lejos hacia el interior de los bosques. O igual los propios bosques le dejaban pasar, haciendo sitio para esos cuerpos que se calentaban al sol y que no paraban de salir a borbotones de los chalés, de los coches que llegaban, del agua. Y el agua estaba atestada de barcas, de canoas, de colchones inflables y de cabezas, cabezas envueltas en gorros de colores que daban la impresión de arrastrarse sin prisa alguna por la superficie, en todas direcciones, sin ningún propósito, sin sentido. Desaparecían para reaparecer de nuevo unos metros más allá, saltaban por encima del espejo del embalse, como intentando librarse de algo que los aprisionaba. Montones de cabezas. Me recordaban a los escudetes y nenúfares de antaño en el recodo del Rutka, que se desbordaba cuando llegaba la época en que florecían. Entre todo aquello me sentía como una especie de espina que sólo era capaz de causar dolor, porque resultaba evidente que no estaba en condiciones de hacer nada más. Y decidí que esa misma tarde me marcharía.

Y justo cuando iba a decírselo al señor Robert, habló él, rompiendo nuestro silencio.

—Creo que le escribí en una de las cartas que tengo intención de vender este chalé.

Le doy mi palabra de que nunca escribió de eso. Entonces, ¿para qué me había invitado en la última carta? ¿Como despedida del chalé?

—Y lo dejo todo. Esto, la ciudad y todo. Aún no sé cuándo. Estoy esperando a que aparezca algún comprador. Hay uno, pero quiere pagar a plazos. Y ya sabe lo que pasa con los plazos. El primero y el segundo los pagará, pero luego empezará a dar largas. Con los plazos siempre ocurre lo mismo, que hay otros asuntos más urgentes y los plazos pueden esperar.

—¿Y si lo comprara yo? —dije bromeando, y en ese mismo momento me arrepentí de la broma. Como si las palabras hubieran esquivado mi voluntad, mis pensamientos y mis intenciones, y hubieran surgido solas. Sobre todo porque en ese mismo instante lo que yo quería decirle era: «Lo siento, señor Robert, pero debo regresar esta misma noche. Me espera un largo viaje y por la mañana debería estar ya allí. Las obligaciones, seguro que me entiende».

—¿Usted? —dijo echándose a reír, aunque no noté en su risa que hubiera entendido aquello como una broma—. ¿Usted? —repitió con tono burlón—. Ésa sí que es buena. Vive usted en otro país, a no sé cuántos kilómetros. ¿Y tendría aquí un chalé? ¿Y qué, también vendría para uno o dos días como máximo?

—A veces es bueno cambiar de país, aunque sea por uno o dos días —continué enredándome en aquello, como si me opusiera a mí mismo, y a él por no haberlo tomado a broma.

—¿Y vendría? Ya lo estoy viendo. Tantas cartas, tantos años y no pude convencerle. ¿Y ahora sí vendría? Ya lo estoy viendo. ¿Y con qué frecuencia?

—Depende.

—¿De qué?

—De las circunstancias.

—¿Qué circunstancias?

—Muy variadas. No se pueden prever las circunstancias.

—Pero un chalé así no puede quedarse ahí esperando a que las circunstancias le sean a usted favorables. Hay que cuidarlo. Por no hablar de todo lo que se estropea continuamente y necesita ser reparado. Y los ladrones ya han empezado a hacer de las suyas. No hay semana en que no se cuelen en algún chalé. Hemos intentado organizar turnos de vigilancia, pero uno viene, otro se olvida, a otro le ha ocurrido algo… Lo mejor sería contratar a alguien como vigilante, pero tendría que vivir aquí. —Y después de reflexionar un momento, ya con más tranquilidad, como terminando la frase iniciada—: Y usted, una vez al año…

—Quizá dos. —Continué poniéndole a prueba, porque me resultaba incomprensible su resistencia.

Me miró con desconfianza.

—Digamos que dos, pero ¿para qué? ¿Para qué? —me largó lleno de irritación.

—Para lo mismo que los demás —dije, aunque no sé si no me estaría poniendo a prueba a mí mismo—. Para respirar aire puro, descansar, desconectar de todo.

—¡¿Qué cosas está usted diciendo?! —se puso furioso—. ¿Dónde ve usted ahora el aire puro? Ni aire, ni agua, ni nada. ¿Quién aprecia lo que respira? Se respira porque el organismo lo manda. Y aunque así fuera, ¿en qué va a ayudarle a nadie darse un hartón a respirar un fin de semana? ¿O incluso todo el mes de vacaciones, o el tiempo que sea? Ya nada le ayuda a nadie. ¿Cree usted que vienen a desconectarse, a descansar? —Apartó de golpe el vaso de cerveza de su boca, hasta se le cayó un poco sobre la camisa—. ¿Pero no se da cuenta de que aquí hay menos sitio que en un bloque de viviendas? En el bloque, al menos, aunque haya diez pisos o más no necesito conocer a nadie. Buenos días, buenos días y se acabó. Y no a todos. A los del piso de arriba o a los del de abajo no me hace falta. Y a los de más arriba o más abajo tampoco. Hay veces en que uno no se topa con un vecino en toda la semana. Y como se salga a horas distintas y se regrese a horas distintas, puede ocurrir que no le haya visto nunca hasta el día en que le sacan muerto. Pero aquí, quieras o no, les ves. Apenas se llega y ya les tiene uno encima, como si fueran hormigas. Y pican, muerden, pellizcan. Después de una semana de vacaciones, ya no sé si soy yo o quién. Porque, dígame, ¿cuánta gente cabe dentro de una persona sin que deje de sentir que es ella misma? Las personas son, pues mire, como este vaso, no se puede echar más líquido del que cabe. Tengo una tienda en la ciudad, pero no he conocido a media ciudad allí, sino aquí. Y si fuera sólo por los nombres, los apellidos, las profesiones, los cargos, las direcciones y los teléfonos, aún se podría soportar. Tengo una caja entera llena de tarjetas de visita. Y para qué. Ahí están, muertas de risa. Cuántas veces habré copiado la agenda para al menos aligerarla de los datos de los que ya han fallecido, y nada, cada vez es más gruesa. Aun así, se podría soportar. Pero no es eso a lo que me refiero. Aquí me siento como en un hormiguero. ¿Y quién quiere ser una hormiga? Aquí no le dan a uno opciones. Sacan de su interior las cosas más íntimas, como si evacuaran. No existe peor sitio que aquel donde todos tienen que estar juntos y todos durante las vacaciones. Si uno quiere, se puede enterar de montones y montones de cosas: quién con quién, quién contra quién, quién por encima o por debajo de quién, quién por qué, quién oculta esto o aquello, a quién le parece qué. ¿Enfermedades quiere? Tenga: a éste le duele esto, a aquél lo otro, a éste le han extirpado esto, a aquél lo otro y al de más allá otra cosa. ¿Quién está estreñido? ¿Quién suelto? Tenga. ¿Orgasmos? También, cómo no: ésta los tiene continuamente, aquélla aún no ha tenido ninguno. Se sientan, se tumban y suspiran. Y no sabe usted cómo se transmiten los sonidos por el embalse. Si hace tanto calor como hoy, con los chalés pegados unos a otros y todas las puertas y ventanas abiertas, ya lo ve, no sólo se oye a los vecinos, se oye a todo el mundo. En el agua se oye lo de la orilla, en la orilla lo del agua, o lo de la otra orilla. No puede uno evitar oír. No puede evitar ver. Aunque no quiera ver ni oír. Entra sólo por los oídos y los ojos. Y después de todo no viene uno para encerrarse en el chalé. El susurro más leve aquí se acrecienta, el detalle más pequeño se agiganta. Aunque no lo quiera uno, se ve obligado a conocer todas las barrigas, todos los ombligos, los traseros, las varices, las cicatrices de las operaciones. No hay adónde huir con la mirada o con el oído. Hasta los pensamientos de uno se convierten en el vertedero de los pensamientos ajenos. Y usted quiere…

No le reconocía. Era una persona completamente diferente de la que me había imaginado por sus cartas. ¿Habría sucedido algo que le hubiera hecho cambiar de aquel modo? Y lo que no podía entender en absoluto era por qué me predisponía de esa forma contra este lugar. Durante tantos años me había invitado, o mejor dicho, me había tentado, y cuando por fin vine… Después de todo, debía haberse figurado que lo de comprar el chalé era una broma. Aunque ya antes, en la carretera, mientras veníamos, quizá él había empezado a sospechar que también yo era diferente de como me había imaginado por mis cartas. Y lo del chalé no hizo sino confirmárselo.

—Y usted quiere… —repitió, aunque como para sí mismo sólo—. Créame, cuando regreso a casa tengo que acostumbrarme a mí desde cero, concentrar mi mente en algún momento de mi infancia, mis primeras palabras, mis primeros pensamientos, mi primer llanto, para volver a sentir que yo soy yo. Aquí se vive como en una pantalla de cine. ¿Y qué es un hombre sin secretos? ¿Qué? Dígamelo usted. —Y estalló de rabia—: ¡Como hay Dios que vendo este chalé! ¡Y luego me largo!

Se echó en el vaso la cerveza que le quedaba en la lata, clavó la mirada en el embalse, que resonaba delante de nosotros, y se sumió de nuevo en el silencio. Se imponía decir algo, incluso igual era lo que esperaba que yo hiciera. Pero no se me ocurría nada aparte de aquello de que debía marcharme antes de que anocheciera, aunque pensé que no era el momento ideal para comentarlo. Así que, un poco sin querer, acabé preguntando:

—Y las tumbas esas donde decía que salían muchas setas, ¿por dónde están?

—Qué pasa. ¿Es que quiere ir a coger setas? Ahora no es el momento, no es el momento. —Y se levantó de la butaca—. Voy a traer más cerveza. ¿Quiere comer algo? ¿No tiene hambre? Entonces luego lo preparo. He traído pollo asado, no hay más que calentarlo.

Cuando volvió al rato con las latas de cerveza, se paró de repente antes de llegar.

—Mire allí. ¿Será nueva? Nunca la he visto por aquí. Tengo que enterarme de quién es. Aquella de allí. Mírela, hombre. —Dejó las latas sobre la mesa, las abrió, echó cerveza en los vasos—. Le aseguro que esto es lo único que aún me retiene aquí. Si no, hace mucho que habría vendido. —Bebió un poco y siguió observando, como si su mirada fuera ahora completamente distinta, centelleante, poco menos que ávida, y a mí sólo me dedicaba de vez en cuando algún gesto entre sonrisa y mueca burlona—. Aquella tampoco está mal. Ahí, la que se sube a la barca. La conozco. ¡Le gusta, le gusta, vaya que sí! ¡Y de lo que es capaz! Pero le voy a enseñar a otra, vecina, dos chalés más allá. Aunque me parece que aún no ha llegado.

Le escuchaba y no me creía que fuera el señor Robert, se lo aseguro. El mismo señor Robert de todas aquellas cartas, postales y llamadas. Y me preguntaba cuál sería su verdadero yo, teniendo en cuenta tanto lo que me estaba diciendo como lo que me había escrito durante años. ¿Quizá ni el uno ni el otro? En cualquier caso, no dejé que se me notara.

—O ésa, mírela. Esa que va por la orilla. Incluso está mirando hacia nosotros. Esto es lo único, entre tantas incomodidades. Porque aquí es como si uno las sacara de la naturaleza. Y sacarlas de la naturaleza no es lo mismo que sacarlas de la calle o de una cafetería, ni mucho menos. ¡Oh, la naturaleza, la naturaleza! Al más torcido lo endereza. ¿Y qué es lo que anda buscando ésta? Ah, se tumba a tomar el sol. Es capaz de tirarse tumbada horas y horas. Empieza el verano y ya está negra. Pero para serle sincero, las que se broncean tanto no me gustan mucho. Aunque las bronceadas son mucho más fáciles. Claro, tienen que amortizar el calvario de pasarse tanto tiempo tumbadas al sol. Calvario que no aguantarían para satisfacer a esos borregos que tienen por maridos, ya se sabe. A ellos les mandan a romperse la barriga en las barcas y las canoas. ¿Cuánto se puede aguantar con un tío así? Un año, dos y se acabó la fidelidad. Por suerte el mundo ha rechazado todos esos prejuicios, hábitos, costumbres. Hoy en día la gente no se puede permitir relaciones más largas. Todo el mundo persigue algo, escala alguna montaña, y llevar a alguien al lado es como ir lastrado. Ya no apetece conversar, pero hay que hacerlo. No hay temas de que hablar, pero hay que hacerlo. Se dan matrimonios que duran toda la vida, no digo que no. Pero son ya como piezas de museo. Pronto se organizarán excursiones para verlos, como las que van a los castillos o a las catedrales. A decir verdad, hoy en día el matrimonio es una sociedad anónima: cuando se hunde, se forma otro. Y echa a andar, a ver cómo va, a ver si dura, a ver si resiste hasta el final. Esta vida nuestra no vale un pimiento, créame. Todos esos sueños nuestros, esos anhelos, esas esperanzas… —De repente los ojos le centellearon—. ¡Oh, mire! Ha venido. Pues la vecina ésta. Ya la verá cuando salga en bañador. No puede uno apartar la mirada de ella. A veces toma el sol en topless. Ya le digo, también aquí. ¿Por qué no habría de llegar aquí la moda? En ese sentido, no existen ni las fronteras ni los idiomas ni demás memeces. Tengo que invitarla un día a remar. A ver si se presenta una buena ocasión. Sí, claro, nos saludamos. Pero hay algo que me contiene y no puedo superarlo. Ya casi casi y al final pierdo el valor. Puede que sea mejor empezar por invitarla a coger zarzamoras. Quizá ya estén maduras. Iré al bosque el domingo que viene a ver. Aunque lo mismo no quiere, porque pinchan. Lástima que ya no haya fresas silvestres. Esto es lo único que me retiene. Porque, dígame, realmente ¿qué saca uno de la vida? ¿Qué obtiene a cambio de todos esos esfuerzos, sacrificios, desvelos, penas? Y añada a eso las enfermedades y otras desgracias. ¿Y qué saca uno? ¡Tendría usted que pasarse un día entero allí en mi tienda de recuerdos! ¡Je, je, je! ¡A la mierda la tienda, la vendo también!

Bebió un poco de cerveza del vaso. Los ojos, que un momento antes llameaban, se quedaron de repente como apagados, desvaídos. Y tras un breve silencio, comentó con una voz igualmente apagada y desvaída:

—Además, si supiera usted lo que ocurrió aquí tiempo atrás. A no ser que haya gente dispuesta a vivir en cualquier lugar.

—Lo sé, señor Robert. —Finalmente me decidí a decírselo. Consideré que habría sido impropio ocultarlo. Sobre todo porque antes ya había empezado a sospechar de mí, cuando veníamos en el coche y vio que conocía el camino.

—¿Cómo que lo sabe? —En su mirada apareció un miedo repentino—. Por mis cartas no, desde luego. Nunca le he escrito sobre eso. Nunca.

—Yo nací aquí.

—¿Aquí dónde?

—Aquí.

—¿Cómo que aquí? ¡¿Dónde aquí?! —Me asombró la vehemencia con que intentaba rechazar mi confesión—. A no ser que usted no estuviera aquí por aquel entonces. No sobrevivió nadie. Nadie.

—Y sin embargo, como puede ver, yo me salvé, si se puede decir así. En cierto sentido no sólo me salvé yo, también usted y todos los que estamos junto a este embalse. Todos los que vivimos.

—Pero en aquel momento, de aquí nadie. Nadie —se puso casi furioso—. ¿Ve usted esos cerros? Vivíamos allí durante la guerra. Un día se extendió la noticia de que las aldeas estaban ardiendo por aquí. Mi madre me agarró de la mano, era yo muy pequeño entonces, y corrimos hacia el cerro más alto. Se llamaba Winnica. Ya había allí un montón de gente. No vi gran cosa, aparte de un mar de humo sobre los bosques. Pero los mayores lo vieron todo. Cómo ardían las casas, los graneros, las porquerizas, cómo enloquecían los animales, cómo disparaban a la gente. Mi madre me cogió un rato en brazos, pero seguí sin ver nada aparte del humo. Luego se arrodilló y me dijo que yo también lo hiciera, porque todos estaban de rodillas. Me dijo que llorara, porque todos lloraban. Sólo que a mí me entraron ganas de reír. Mi madre tenía las pestañas pintadas y con las lágrimas empezaron a caerle unos chorretones negros por la cara. No pude contenerme. La gente volvió la cabeza hacia mí y alguien dijo:

—Éste se ríe y allí están matando gente.

A mi madre le dio vergüenza. Me levantó y se puso a andar tirando de mí. —No mires atrás—. Y bajamos del cerro.

—Las tumbas están allí —señaló el bosque con la mano. Después comentó—: Tengo que… Quizá al de los plazos. Cinco plazos, diez o los que sean, me da igual.

Le diré una cosa, cuando salió usted del chalé del señor Robert, incluso me pregunté si no sería el de los plazos. Pero ya tendría que haber pagado usted el último plazo, porque de otro modo no habría entrado en su chalé. ¿Cómo habría sabido dónde estaba la llave? Cuando tenga el último plazo en la mano, entonces, fue lo que me dijo aquel día en el porche.

Vive, claro que vive. ¿Por qué no habría de vivir? ¿Quién si no me estaría enviando dinero por vigilar? Mire, una vez subí la tarifa por chalé y el siguiente sobre que mandó ya venía con el aumento. Aunque no tenía intención de subirle el precio al señor Robert. Nadie vive ahí, no viene ninguno de sus conocidos, así que no hay motivo. El tejado empezó a tener alguna gotera el otoño pasado, pero nada más. No se imagina cómo estuvo diluviando. Comenzó a finales del verano y seguía lloviendo cuando ya se habían caído todas las hojas. No se veía ni un pedacito de sol en todo el día. Llovía por el día, llovía por la noche. No recuerdo otro otoño como ése. El nivel del embalse llegó a la altura de los primeros chalés. Por suerte se apoyan en pilares de hormigón, usted lo ha visto. Me gusta la lluvia, pero aquello ya duraba demasiado. Empezó a haber goteras en el dormitorio del señor Robert, arriba. Pensé, en cuanto deje de llover, lo arreglo. Pero no paraba ni por un momento. Así que lo hice bajo la lluvia. Puse tela asfáltica nueva en algunas partes del tejado. Y hace poco cambié dos tablones del porche, estaban podridos. He engrasado todas las cerraduras de las puertas y las bisagras de las ventanas, he comprobado los enchufes, los interruptores, los cables. En un chalé sin habitar también se estropean. Si tuviera su dirección, le escribiría. A menudo pienso en él, dígaselo. Ya, ya lo sé, usted dice que no le conoce, pero por si acaso, nunca se sabe.

Lo que más me preocupa es cómo estará tras la operación. Sí, iban a operarlo. No, no me lo dijo aquella vez, sino la siguiente, cuando lo de la niebla que le he comentado. No nos vimos, sólo hablamos por teléfono. Pero aún vivía en el mismo sitio. No sabría decirle si seguía teniendo la tienda o no.

Después de que se mudara, intenté enterarme de algo por sus vecinos. Me dijeron que primero vendió la tienda y más tarde el piso, pero nadie sabía adónde se había marchado. Y todos me dijeron que le conocían muy poco en realidad y más bien por la tienda, no de tratar con él como vecino. Raramente le veían, sólo alguna vez cuando entraba o salía, buenos días, buenos días y se acabó. No era demasiado hablador.

El que le compró la tienda tampoco sabía nada. Incluso se sintió como ofendido cuando le pregunté si sabía algo.

—¿Cómo voy a saber yo nada, señor mío? Pagué lo que convino, ni siquiera regateé. Buen sitio. ¿Qué quiere de mí? Recuerdos no vendo. Mire, frutas y verduras. Se ha marchado de aquí, eso está bien claro.

En el embalse lo mismo. Algunos ni siquiera se habían dado cuenta de que el chalé llevaba un par de veranos vacío. En general ponían cara de asombro, como si se extrañaran de que no viniera. ¿El señor Robert, dice usted? Pero ¿en qué verano fue eso? ¿En qué verano? Ah, sí, ya me acuerdo, es cierto. ¿Y dice usted que se ha marchado de la ciudad y todo?

Le telefoneé antes de su marcha para comentarle que quería venir aquí. No mostró ni un ápice de alegría.

—¿Ahora? ¿En otoño? —El tono de su voz me pareció seco, le noté incluso algo irritado.

—¿No le viene bien?

—No es eso. Me ha cogido por sorpresa, nada más. Habría sido mejor en verano.

—En verano no pude. Y me gustaría ver cómo es aquello en otoño.

—Enseguida llegará el invierno. Ya se han caído casi todas las hojas de los árboles. En cualquier momento se pondrá a nevar. ¿Y qué le atrae tanto de allí, eh? Igual luego se arrepiente de haber ido.

Pensé que quizá tuviera algún problema de salud, así que le pregunté:

—¿Qué tal su salud?

—Acorde con mi edad —contestó brevemente—. Precisamente me tienen que operar dentro de poco.

—¿Algo grave?

—Ya se verá. De momento estoy esperando a que me den cama en el hospital. Me lo han prometido. Quizá sea mañana o pasado. Me avisarán. Ya tengo preparada la maleta con mis cosas. No podré viajar con usted. Aún no he vendido el chalé. Puede alojarse allí.

Me dijo dónde encontrar la llave. Bajo el porche, en una viga, colgada de un clavo. Y que cuando me fuera volviera a dejarla en el mismo sitio. Dónde conectar la corriente, por si quiero tener luz y agua caliente. Bueno, y calefacción, que ya hacía frío. Dónde estaban las sábanas, dónde las toallas, dónde esto, dónde aquello.

—¿Y cuándo prevé que saldrá del hospital? —le pregunté.

—¿Cómo voy a saberlo? —me soltó de bastante mala manera, como si quisiera zanjar la conversación.

—Quizá podría visitarle si aún…

—¿Para qué? Los hospitales no son lugares para hacer visitas. Y a mí no me gusta.

—¿Y podría ayudarle en algo?

—¿Usted a mí? ¡Ésa sí que es buena! —Su ironía resonó de tal forma en el auricular que me puso mal cuerpo.

—En cualquier caso, espero que nos volvamos a ver.

—Ya nos hemos visto.

Y ésas fueron sus últimas palabras.