UNO

¿Viene usted a comprar alubias? ¿De las mías? ¡Si en cualquier tienda habría encontrado alubias, hombre! Pero pase, pase, por favor. ¿Le dan miedo los perros? No tenga miedo. Le olfatean, nada más. Cuando alguien entra por primera vez le tienen que olfatear. Para que yo lo sepa. Yo no les he enseñado a hacerlo, salió de ellos. Los perros son todo un misterio, como los hombres. ¿Tiene usted perro? Pues debería tener alguno. De un perro se puede aprender mucho. ¡A ver, ya basta! ¡Sentado, Reks! ¡Sentado, laps!

Y por cierto, dígame, ¿cómo ha llegado aquí? No resulta fácil dar conmigo, y menos ahora, después de las vacaciones. No queda nadie a quien preguntar por mí. Ya lo habrá visto, ni un alma en los chalés. Hace mucho que se fueron todos. Además pocos saben que vivo aquí. Y usted me viene a por alubias. Sí, claro que planto alubias, aunque pocas, las suficientes para mí, muchas no necesito. Y lo demás igual. Zanahorias, rábanos, cebollas, ajos, perejil, por tenerlo de mi propio huerto. Le diré aún más, las alubias no es que me entusiasmen. Comerlas, las como, porque como casi de todo, pero no me entusiasman. A veces me hago alguna sopa de alubias o las preparo estofadas, pero muy de vez en cuando. Y los perros no las comen.

Antes sí, por aquí la alubia se plantaba mucho. No sé si sabrá que hubo un tiempo en que la alubia era el sustituto de la carne. Y tal como se trabajaba por estos lares, de sol a sol, uno necesita comer un poco de carne. Por no hablar de los compradores, que venían a menudo a por alubias. No sólo alubias, pero era lo que más se llevaban. Sí, durante la guerra, cuando aquí había un pueblo. En aquel entonces en las ciudades había mucha escasez, como sabrá. Casi a diario iban en carros a buscarles a la estación, que queda a un par de kilómetros. Luego volvían a llevarles, ya con las mercancías. Venían mucho en esta época más o menos, a finales del otoño. Al menos era por estas fechas cuando más venían, después de que en los campos ya se había recogido todo. Como te diera tiempo a desvainar las alubias antes de que llegaran, hasta el último grano se llevaban. Muchas veces las vainas aún no se habían secado bien y en las casas ya estaban todos desgranando para tenerlas a tiempo. Familias enteras desgranaban. De sol a sol. Muchas veces salía uno a la calle a medianoche y veía luces aún encendidas aquí y allá. Sobre todo si la cosecha era buena. Porque con las alubias pasa como con todo, lo mismo hay suerte que no la hay. Tiene que ser un buen año para que la alubia se dé bien. A la alubia no le va nada que haga mucho sol. Mucho sol, poca lluvia. Y se abrasa. Pero tampoco demasiada lluvia, que entonces se pudre antes de salir. Aunque también se daba el caso de que el año fuera bueno y una de cada dos vainas saliera vacía o el grano tuviera roya. Y no se sabe por qué. No son más que alubias, pero también tienen sus misterios.

¿Vino usted a comprar alguna vez en aquel entonces? No, no puede ser, le habría reconocido. Conocía a casi todos los compradores que venían. En estas tierras se plantaba mucha alubia, así que había un trasiego continuo de compradores. Siempre he tenido buena memoria para las caras, desde pequeño. Ya se sabe, lo que de niño se retenga, siempre se recuerda. Aunque claro, debía de ser usted joven todavía y llevaría otra ropa. Los compradores se ponían cualquier andrajo para venir. Tuvieran más o menos, daba igual, se vestían lo peor posible para no levantar sospechas, que en los trenes les registraban y les quitaban todo. Se les decía compradores, sin más. Pero ahora, ahí le veo a usted, con abrigo, sombrero, bufanda. Yo tenía un sombrero igual, marrón y de fieltro, y un abrigo así. Y la bufanda, de seda o de cachemira. Me gustaba ir bien vestido.

Pero quíteselo, quíteselo. Cuélguelo ahí, detrás de la puerta, en el perchero. Y siéntese, por favor. En una silla o en el banco, donde prefiera. Déjeme sólo terminar esta tablilla, no me queda ya mucho. Mis manos no son lo que eran, si no iría más rápido. No, artritis. Y ahora estoy mucho mejor, puedo hacer casi cualquier cosa. Lo único el saxofón, que no puedo tocar. Sí, antes tocaba. Pero lo demás todo. Mire, incluso repinto estas tablillas. Y esto exige concentración hasta en las manos. Lo peor son las letras más pequeñas. Como se le escape a uno el pincel, ya hay que borrar la letra entera con gasolina y empezar de nuevo.

¿Cómo se me ha ocurrido que quizá pudo haber venido entonces a comprar? Pues porque se ha presentado de repente por mis alubias. Sabría usted que en tiempos aquí se cultivaban alubias y habrá pensado que se seguían cultivando, está claro. A uno a veces le parece que nada puede cambiar en lugares así, donde se han cultivado alubias desde a saber cuándo. No me explico cómo ha logrado mantener la convicción de que existen ese tipo de lugares eternos. ¿No sabía usted que a los lugares les gusta desorientarnos? Todo nos desorienta, eso es verdad, pero los lugares aún más. De no haber sido por estas tablillas, yo no habría sabido que este lugar estaba aquí.

¿Y no ha estado aquí nunca? ¿Ni siquiera entonces, como comprador? Pues perdone que le haya tomado por un comprador. Está claro que hoy llevo ya demasiado tiempo bregando con estas tablillas. ¿Qué son? Pues nombre, apellido, de tal a tal fecha, que Dios le tenga en su gloria. Todos los años por esta época las cojo de las tumbas y las repinto. La de horas que echo. El nombre, el apellido, un porrón de letras. Pero todas hay que repasarlas bien, para que el muerto no piense que lo hago de cualquier manera si era, pongamos, de aquella orilla del río. Aquí siempre hubo una división entre los de esta orilla del río y los de aquélla. En cuanto a las personas las puede separar algo, siempre se separan. Y no sólo según la línea de un río.

¿Que por qué creo que los muertos piensan? Pues porque no sabemos que no piensen. ¿Nosotros qué sabemos? A veces, después de dos o tres letras, sobre todo con las más pequeñas, hasta me duelen los ojos y la mano me empieza a temblar, y tengo que parar. Hace falta paciencia con estas letras muertas. Repaso unas cuantas tablillas un año, y de las del año anterior ya se está desprendiendo la pintura. En el bosque tarda menos en desprenderse. Humedad, poco sol, el que se cuela entre las copas nada más, así que continuamente tengo que repasarlas. De no haberlas repintado, ya no se sabría ahora quién está en cuál. He comprado todo tipo de pinturas, de éstas, de aquéllas, de las de más allá. Todas se desprenden. ¿No conoce usted alguna pintura que no se desprenda? Sí, tiene razón. No les interesa que las cosas sean duraderas, y menos la pintura. Siempre hay cosas que cubrir de pintura para pintar otras encima.

Eso no lo sé. Igual alguien las repintaba antes, pero por poco tiempo, seguro, porque me costó descifrar quién estaba en cuál. Pensaría que de todas formas nadie tiene asegurada la eternidad en este mundo y lo dejó. Además están los costes, la pintura, los pinceles, las horas de trabajo. Menos mal que conocí a todos los de aquí. Y aun con eso tuve que rebuscar en mi memoria para acordarme de algunos. Lo peor fue con los niños. A algunos me parecía que les acababa de bautizar.

Éste es Zenon Kużdżal. Ya lo termino. El menor de los Kużdżal Vecinos míos. Aquí, en esta orilla, pero más hacia el bosque. Por eso tenían valla sólo por el lado del camino, por los otros lados les rodeaba el bosque. Decían que no necesitaban más vallas, que el bosque era la mejor valla. ¿Qué peligro podía venir del bosque? ¿Quién iba a entrar por el bosque? Como mucho, algún animal. Así que ponían trampas, cepos y lazos por la finca. Si no los quitaban por la mañana, sus propias gallinas, los gansos, los patos más de una vez se quedaban atrapados. Aunque de todas formas al llegar la noche siempre les faltaba alguna gallina, algún pato, y les echaban la culpa a los vecinos.

A los vecinos sólo les dejaban pasar por el portillo que daba al camino. El portillo estaba en una de las hojas de un portalón, pero no un portalón cualquiera, no, era el doble de alto que la valla, lo cubría un tejadillo de tejas de madera y tenía dos figuras a los lados. Ya no recuerdo de qué santos. La valla también era alta. En el pueblo el más alto era el tío Jan, pero ni de puntillas alcanzaba a tocar el borde superior con las manos. Y las tablas, tan bien ajustadas que ni una rendija se veía. En el portillo había una aldaba y uno tenía que aporrear el portillo con la aldaba hasta que salía alguien de la casa y abría. Y que no se le ocurriera a uno intentar ir por el bosque, que enseguida corrían allí con garrotas y azuzando al perro. Había que volver al portillo y aporrearlo con la aldaba.

Y mire, ellos no habrían podido venderle alubias porque todos se dedicaban a la escultura. Esculpía el abuelo, que era muy ancianito ya y tenía cataratas, pero si le hubiera usted visto esculpir, no se habría creído que estaba medio ciego. Cómo lo hacía, no lo sé. Quizá les pedía a sus manos que miraran por él. También esculpían sus tres nietos, Stach, Mietek y Zenek. Unos solteros muy buenos mozos, pero no se les veía salir con señoritas. Nada más se les veía esculpir. El que no esculpía era el padre. Cortaba y desbastaba los trozos de madera para las esculturas. Seguro que también habría esculpido de no ser porque en esta mano le faltaban estos tres dedos, los había perdido en la guerra anterior. Pero para cortar y desbastar se las apañaba bien. Al parecer el bisabuelo ya esculpía, y el tatarabuelo, y a saber hasta dónde habría que remontarse en la historia familiar buscando antepasados escultores, porque decían que esculpían todos desde tiempos inmemoriales. Incluso los domingos, después de misa, de la ordinaria o de la mayor, salían de la iglesia y se iban a casa a esculpir lo que habían escuchado del Evangelio para no olvidarlo. Tenían intención de esculpir el Evangelio entero, porque el abuelo decía que el mundo es como Dios lo describió, no como el hombre lo ve.

Toda la finca la tenían repleta de esculturas y hasta las llevaban al bosque, cada vez más lejos. Quizá por eso tampoco vallaban por el lado del bosque. En la finca no se podía dar la vuelta con el carro, había que ir marcha atrás. Si sacaban las vacas a pastar, tenían que vigilarlas para que no volcaran las esculturas. Los gatos se tumbaban al sol sobre ellas. A veces de repente el perro se ponía a ladrar y corrían todos afuera por si había entrado alguien desde el bosque y era a las esculturas a las que ladraba. Suerte que estaba atado en corto. La señora Kużdżal les echaba grano a las aves y la gente se reía diciendo que daba de comer a las esculturas, porque cada vez eran más grandes.

Ya se puede imaginar que no se trataba de esculturas corrientes. No es usted precisamente un retaco, pero ¡adónde va a parar!, más grandes que usted y que yo eran. Cuando empezaron a esculpir La última cena, por ejemplo, fueron a por madera y dejaron un claro en el bosque. Ya sólo la mesa era como unas cuantas de las mías y los bancos, como unos cuantos de los míos. Y aun así los apóstoles estaban sentados pegados unos a otros, parecía que no quedaba sitio para Cristo. Se sentaba encogido entre un apóstol que estaba de pie y sostenía un cáliz con el brazo estirado, y otro que dormía con la cabeza sobre la mesa. Y era mucho más pequeño que ellos. Si hubiera estado de pie y los demás también, seguro que no les habría llegado ni a la cintura. Ya llevaba puesta la corona de espinas y apoyaba la cabeza en una mano, como si estuviera preocupado por algo. Desde el otro lado de la mesa uno de los apóstoles estiraba la mano hacia la corona, como si quisiera quitársela de la cabeza, que aún era muy pronto, pero no la alcanzaba. Encima de la mesa había varias jarras de vino, no tengo yo ninguna que pueda compararse con ellas. Ese cántaro o ese barreño serían demasiado pequeños. Y el pan, no recuerdo haber visto ningún lugar donde cocieran unas hogazas como aquéllas, y eso que se cocían algunas de hasta diez kilos. Iban a hacer un tejado que cubriera la cena, pero ya no les dio tiempo.

No sabría decirle qué valor tenían esas esculturas. A mí me daban miedo. ¿Puede servir el miedo para tasar esculturas? Sobre todo cuando se tiene la edad que yo tenía. Si mi madre me mandaba a casa de los Kużdżal por alguna razón, a preguntar algo o a pedir algo prestado, le decía que no tenían o que no había nadie. ¿Has llamado con la aldaba? Sí, pero no ha salido nadie. De todos modos me parece que no me creía, porque al cabo de un tiempo empezó a mandar a mis hermanas, a Jagoda o a Leonka, pero sin que yo lo viera.

Nunca se oyó comentar que hubieran intentado vender sus esculturas. Además, ¿a quién? ¿Al mercado con esas esculturas? ¡No, hombre, qué dice! ¿Y quién iba a venir al pueblo a comprar esculturas? Venían a comprar alimentos, ya le he dicho: alubias, harina, cereales. Sólo una vez, el abuelo, sí, el ciego, pues fue a pedirle al párroco que les permitiera poner una o dos esculturas en la iglesia. No quiso. Que porque no tenían estudios.

A veces soñaba con las esculturas ésas. Me despertaba sobresaltado en medio de la noche, gritando y empapado en sudor. Mi madre pensaba que era por alguna enfermedad que estaba incubando. Tuve que beber infusiones de hierbas y tomar miel, porque me daba miedo reconocer que era por las esculturas. Qué sé yo, lo mismo tenía miedo de tener miedo. Y encima de unas esculturas. Como usted sabe, cada miedo tiene varios niveles. Un miedo le saca a uno del sueño, otro le adormece, otro… Pero a qué hablar de eso, si las esculturas ya no están y los Kużdżal tampoco. La miel sí que me gustaba, las infusiones me repugnaban. Pero mi madre siempre estaba encima de mí, bébetelo, venga, que es para curarte.

¿Le gustan las infusiones? Igual que a mí. Pero la miel sí le gustará, ¿no? Pues le voy a regalar un tarro. Así al menos no tendrá la impresión de haber venido hasta aquí para nada. La hago yo, no la compro. ¿No ha visto usted unas cuantas colmenas ahí, a la vera del bosque? Son mías. Si se da bien el año, saco miel y más miel. Yo solo no me la puedo comer toda. Tengo miel de varios años. Así reposada es como mejor sabe. Si alguien me hace algún favor y no acepta dinero, normalmente le doy miel para agradecérselo. O si alguien me visita, como usted ahora, tras las vacaciones, no se va sin llevarse un tarro de miel. Si voy a felicitar a alguien que celebra su santo en alguno de los chalés, siempre le llevo cuando menos un tarro de miel de regalo. O donde tienen niños, de los niños siempre me acuerdo, no hace falta que celebren nada. Los niños deben tomar miel.

Pero lo mejor es beber miel. ¿Cómo? Por la mañana echa usted una cucharadita de miel en un vaso y lo llena hasta la mitad de agua templada. Y lo deja hasta la mañana siguiente. Luego exprime medio limón, o un cuarto, lo mezcla con el agua y se la bebe en ayunas, por lo menos media hora antes de desayunar. Si está muy fría, le añade un poquito de agua caliente. Sanísimo. Para el corazón, para el reuma. La miel es buena para todo. No cogerá ningún resfriado. De joven, cuando trabajaba en la construcción, nos dio alojamiento un apicultor y él me enseñó todo esto. Pero entonces no tenía uno la cabeza para andar bebiendo miel. Nunca había tiempo para eso. Si acaso se bebía vodka. El vodka era lo mejor para todo en aquellos días, no la miel.

¿Y cuál prefiere, de brezo o de mielato? Mielato de conífera, no de otros árboles. Es casi negra y mucho mejor. Entonces le daré un tarro de cada. A mí la que más me gusta es la de alforfón. Aquí vivió uno que sembraba mucho alforfón. Hace tres días repasé su tablilla. Aún no había empezado a florecer el alforfón y ya estaba poniendo las colmenas encima. Yo iba a mirar cómo sacaba la miel de las colmenas. Él con la capucha ésa con rejilla para los ojos y yo así. Y lo crea o no, nunca me picó ninguna abeja. Se posaban sobre mí y como si nada. No salía de su asombro. Eres un poco raro, chico. Yo soy el apicultor y… Corre, trae una cazuela. Y me echaba la miel directamente de la colmena.

Pero ahora, ¿quién iba a plantar aquí alforfón? ¿Y dónde? Ya ve, el embalse, junto al embalse los chalés, el bosque. El bosque ya estaba. Es lo único que ha quedado de lo que había entonces. Lo que pasa es que la mayor parte estaba en esta orilla y ahora se ha extendido también por aquélla, donde había campos. El bosque se mete hasta en las fincas si no se le detiene. Por donde estaban las fincas también se ha extendido. Cuando digo en aquella orilla me refiero a aquella orilla del Rutka. ¿El Rutka? El río que pasaba por aquí, ya le comenté antes que dividía el pueblo. ¿De dónde habría salido el embalse si no hubiera pasado un río? El nombre viene de ruda. ¿Sabe qué es la ruda? No es usted el único. Aquí, en los chalés, prácticamente no conocen ninguna planta. Como mucho la menta o la manzanilla. Los árboles no los conocen, no distinguen un roble de un haya. Y no hablemos de carpes o de arces. No distinguen el centeno del trigo o el trigo de la cebada. A todo lo llaman cereal. Me pregunto si reconocerían el mijo. Ahora se siembra poco mijo.

La ruda se usaba para las enfermedades, sola o con otras hierbas. Para los ojos, para los nervios, para las heridas, para las contusiones, para evitar contagios. Se bebía o se aplicaba. Los maleficios quedaban conjurados. Y sobre todo la utilizaban las jovencitas para trenzar coronas. Atraía a los mozos. Por aquí crecía mucho, tal vez por eso lo de Rutka. Menudo río, no se imagina usted. No era muy grande, como suele ocurrir en los pueblos. Corría por un valle muy amplio, a los lados había prados y detrás del valle estaban los sembrados. En unos sitios más ancho y en otros más estrecho. Cuando pasaba un tiempo sin llover, en algunos lugares se podía cruzar pisando en las piedras. Se ponía uno al borde del valle y, como saliera el sol por detrás de las nubes, daba la impresión de que el Rutka corría por todo el valle. La verdad es que a veces se hacía tan ancho como el valle, durante el deshielo o cuando llovía a mares. No podría usted creer que se trataba del mismo río, así, tan peligroso. No sólo anegaba el valle, hasta los campos se inundaban. El que vivía más abajo se tenía que mudar más arriba. Y entonces sí, la gente maldecía al Rutka, se quejaba de él. Luego el nivel del agua bajaba y volvía a hacerse tranquilo, amistoso. Fluía sin prisas. Uno tiraba un palo y lo seguía por la orilla a ver quién era más rápido, si el Rutka o uno, e incluso andando a paso lento siempre se le ganaba. Serpenteaba, giraba, y donde hacía algún recodo lo cubrían los ácoros, los juncos, los escudetes, los nenúfares. No se imagina cómo era cuando florecía todo. ¡Si hubiera escuchado usted el canto de los ruiseñores en mayo!

Era poco profundo en muchos lugares, pero no en todas partes. Tenía sitios más profundos y al más profundo de todos era donde iba la gente a suicidarse. Sobre todo parejas jóvenes, cuando sus padres no les permitían casarse. Al parecer eran los que más iban a ahogarse. Se decía que desde siempre habían ido allí a ahogarse, porque siempre había sido el sitio más profundo. Bueno, se tiraban por diversas razones, y no sólo los jóvenes. Aunque no todos se suicidaban así, algunos se ahorcaban. Y el Rutka seguía fluyendo a su ritmo.

Lo crea o no, a mí me parecía el río más grande del mundo. Y además estaba absolutamente convencido de que todos los ríos se llamaban Rutka y de que todos salían del Rutka, como si fuera su madre. Empecé a ir a la escuela y al principio aún no me podía creer que en el mundo hubiera ríos mucho más grandes y que cada uno se llamara de una manera distinta.

Teníamos una barca. Me la llevaba hasta donde estaba el juncal más frondoso y todos me llamaban, me llamaba mi madre, me llamaba mi padre, pero yo no contestaba. Me tumbaba en el fondo y me sentía como si no estuviera en ninguna parte. Y si usted me preguntara si he sido feliz alguna vez, le diría que sólo entonces. ¿No me lo preguntaría? Claro, lo comprendo. O remaba hasta la corriente, me echaba y flotaba y flotaba, me dejaba llevar por el Rutka. ¿Cree que los ríos como ese desaparecen? No sé no sé. A veces voy hasta la orilla del embalse a intentar ver por dónde puede discurrir ahora el Rutka. Y le aseguro que en una ocasión conseguí encontrar una de las orillas. ¿Cuál? Para eso tendría que saber en cuál estaba yo.

No sabría decirle de dónde venía ni dónde terminaba. En aquel tiempo no iba uno tan lejos. Daba miedo ir tan lejos, aquí los bosques se extienden y se extienden. Ahora ya tampoco voy, porque ¿para qué? Además, en cuanto se entra, por un lado o por otro, enseguida encuentra uno de todo. Bayas, fresas silvestres, zarzamoras, setas. No, en esta época ya no. Ha venido usted demasiado tarde. Ahora sólo hay arándanos. Pero tendría usted que esperar a que apretaran las heladas, porque donde más crecen es en las ciénagas. No están muy lejos de aquí. Le habría podido dar alguna jarra para que las recogiera. Los arándanos con paté, para chuparse los dedos. Y con pera. Y el paté de liebre.

Yo no recojo, no tengo tiempo, debo cuidar todo esto. Después de las vacaciones, así por estas fechas, aquí ya no queda nadie aparte de mí y de mis perros. Muy de vez en cuando aparece alguien a mirar esto o aquello en su chalé. A decir verdad, no es necesario. Ya saben que todo está en orden. Como debe ser, que para eso lo cuido. Lo han podido comprobar en más de una ocasión. Claro, que no puedo prohibirle a ninguno que venga si quiere mirar esto o aquello. Son sus chalés. Pero más bien por las mañanas. A estas horas ya nadie. A estas horas esto está muerto. Y anochece mucho antes. Hace un mes aún no tendría encendida la luz. Veía perfectamente las letras, incluso las más pequeñas. Y pintaba sin gafas. Y ahora mire, anocheciendo ya y en el embalse ni la menor arruga. Se diría que el agua se ha solidificado y es tierra firme. En días como hoy, que no hace viento, uno podría pensar que se puede cruzar de una orilla a otra sin mojarse los pies.

¿Y se ha quedado en el chalé del señor Robert? Seguro que no ha llegado usted por la noche, le habría oído. No he dormido en toda la noche, le habría oído. De noche por el embalse se propaga hasta la voz más débil. De madrugada me he dormido. Ya clareaba, he echado un vistazo por la ventana, pero aún no estaba usted. Luego me he quedado dormido, ni siquiera sé en qué momento. ¿Le ha cogido la niebla por el camino? Pues aquí niebla no había. Sí, es cierto, en otoño se forman tales nieblas que a veces resulta difícil atravesarlas. Uno va conduciendo y de repente se topa con una pared blanca.

En una ocasión, vivía yo aún en el extranjero, y un otoño, así por estas fechas, me decidí a venir aquí. En otoño, cuando ya no hubiera nadie. Y también me quedé en casa del señor Robert. Me dijo que encontraría la llave bajo el porche, en una de las vigas, colgada de un clavo. ¿También la ha encontrado usted ahí? Exacto. Antes sólo había estado aquí una vez, un domingo en plenas vacaciones. Vine con el señor Robert. Pero esta otra vez que le digo el señor Robert no pudo. Cuando le llamé dijo que por supuesto podía usar su chalé, pero que desgraciadamente él no iba a poder venir. Me dijo dónde estaba cada cosa y también la llave, claro.

Ya había anochecido cuando crucé la frontera, así que contaba con llegar aquí esa misma noche y poder dormir un poco hasta que amaneciera. Mientras seguí la carretera principal todo fue perfecto, la noche era estrellada, había luna, se veía de maravilla. Pero me metí por una carretera secundaria, luego giré en otra y empezó a aparecer la niebla. Al principio era poco densa y surgía como a franjas, sólo en algunos lugares, atravesando de vez en cuando la carretera. Con los faros antiniebla me bastaba. Incluso viajaba relativamente rápido para las horas que eran. Pero según pasaban los kilómetros las franjas ésas se fueron espesando, y después de un rato pareció como si en medio de la carretera se levantaran muros de niebla. Sólo había claridad en los pueblos donde tenían lámparas encendidas. Pero según salía de esos pueblos, me metía en una niebla cada vez más densa. Y más y más. Había niebla delante de mí, encima, a los lados, detrás. Como si no hubiera mundo, sólo niebla. Probé a encender unas luces y otras, pero no sirvió de nada. Ya sé que las largas son las que menos ayudan. Las das y al momento tienes una pared blanca delante del capó. Las de cruce y las antiniebla nada más. Lo mejor es viajar con alguien al lado, así puede abrir un poco la puerta, controlar que el coche vaya por la calzada y guiar al que conduce. Pero yo iba solo. Y además no llevaba ningún coche ni delante ni detrás. Porque también puede uno ponerse de acuerdo con alguien para ir cada uno un rato delante del otro, por turnos. Las luces rojas traseras son las que mejor indican el camino en la niebla. De modo que había momentos en que ya no estaba muy seguro de si conducía recto o no, o si me iba a caer en la cuneta, o a estrellarme contra una señal o contra un árbol. Hasta ahora nunca he viajado con una niebla igual, se lo aseguro. A cada rato paraba y salía a que me diera el aire. Me paseaba un poco, entraba en el coche y continuaba viaje.

De repente veo que a ambos lados de la carretera empiezan a parpadear unas lucecitas extrañas y tenues. ¿Qué será eso? Al principio sólo unas pocas, aquí y allá. Pero no resultaba difícil darse cuenta de que estaban puestas en ventanas, a pesar de que las mismas ventanas apenas se veían y mucho menos las casas, nada más se vislumbraban los contornos entre la niebla. Me figuré que estaba atravesando alguna población, sobre todo porque aumentaba el número de lucecitas, se multiplicaban, y pronto a un lado y a otro de la carretera se formaron unas cadenas luminosas, de modo que era como si viajara por una avenida. Bueno, viajar es mucho decir, avanzaba poco a poco más bien. Delante de mí la niebla seguía siendo espesa.

En esto que, de pronto, surgieron de la niebla dos figuras justo delante del capó. Dos hombres, pensé. No me dio tiempo a tocar el claxon, sino que pisé el freno con todas mis fuerzas. Estaba empapado en sudor, casi se podía oír en todo el coche cómo me retumbaba el corazón. Estaba seguro de que iban a abalanzarse sobre el coche, a aporrear las lunas, a arrancar las puertas, a llamarme de todo. Y habrían tenido razón, porque ¿qué más da que anduvieran por mitad de la carretera? Pues imagínese usted que ni se fijaron en el coche. Creo que se estaban peleando, hasta mí llegaban sus voces roncas, hablaban muy alto, agitaban los brazos, se empujaban. Pensé que todavía iba a ser testigo de una trifulca en medio de la niebla.

Bajé un poco la ventanilla y puse la radio a todo volumen, salió una música estridente y machacona, pensé que a lo mejor la oirían y me dejarían pasar. No la oyeron. Ahí continuaban, balanceándose de un lado a otro, pero en un momento determinado se agarraron, se fundieron en un cordial abrazo y empezaron a darse besos. Estaban tan borrachos que se tenían que sujetar mutuamente para no caerse.

Al final pegué uno o dos bocinazos y, mire por dónde, se dieron un apretón de manos y se fue cada uno por su lado. Ya había puesto el pie en el acelerador, cuando de pronto se volvieron y de nuevo empezaron a abrazarse. Y así abrazados, bien pegaditos, se mecían y se mecían, como si hubieran llegado a la conclusión de que no iban a separarse, sino que se dejarían caer y allí mismo, en la carretera, se tumbarían y dormirían un rato. Por suerte se pasaron la mano por el hombro y echaron a andar por mitad de la calzada entre la niebla. Yo también me puse en marcha, despacito tras ellos, con la esperanza de poder adelantarlos cuando alguno tirara del otro hacia su lado de la carretera. Pero en cuanto aquél tiraba de éste, éste a su vez le arrastraba enseguida hacia su lado. Y así siguieron, en zigzag, y encima a cada rato se paraban, se daban palmadas, se zarandeaban o se tiraban del brazo. Y yo me tenía que parar también.

En cierto momento surgió de la niebla una puerta y la carretera pasaba a través de ella. Para ser exacto, resplandeció. Estaba bordeada por una fila de lucecitas tenues, parecidas a las de las ventanas, que salían desde un arcén pero desaparecían a la altura del centro de la calzada y quedaba sólo medio semicírculo iluminado. El otro medio estaba apagado, seguramente se habrían fundido las bombillas o se habría roto el cable. En el medio semicírculo iluminado se leía una palabra: Bienvenido. El letrero debía de ser más largo, pero la otra mitad no se veía.

Se pararon en la puerta. Ya no se daban abrazos ni palmadas, ni se zarandeaban. Se dieron la mano y tuve la esperanza de que por fin se separaran. La verdad es que no eran capaces de soltarse, como si no estuvieran seguros de si una vez solos podrían mantenerse de pie. Pero al final se alejaron de improviso cada uno por un lado de la carretera y desaparecieron.

Respiré aliviado, pero no arranqué el coche. Salí a ver si me calmaba un poco. El frescor de la niebla me vino bien. Luego volví a entrar en el coche y me puse en marcha, despacito. Avancé una treintena de metros y otra vez aparecieron los dos entre la niebla, en medio de la carretera. Ya no sabía qué hacer. Me paré. Debieron de advertir mi presencia, porque a duras penas se dieron la vuelta, así como estaban, cada uno con un brazo sobre los hombros del otro. Bajé la ventanilla y asomé la cabeza.

—Buenas noches, señores. ¿Me harían el favor de…?

Empezaron a hacerme gestos como para que me tranquilizara, que ahora dejarían libre la carretera. Y en efecto, al rato se pusieron a andar, tambaleándose. Decidí esperar un momento. Encendí la radio, transmitían un concierto. Lo escuché un poco y después arranqué. Iba con el alma en vilo, con la mirada atenta, temiendo que de golpe volvieran a surgir de la niebla en medio de la calzada. No me creerá, pero era como si me hubiera encariñado de ellos. Incluso empecé a echarles de menos.

Las lucecitas se acabaron, aceleré un poco. Al cabo de unos kilómetros me sentí tan cansado que, en cuanto vi a la izquierda un letrero iluminado que ponía «Hostal», me decidí a entrar.

Era un hostal muy tranquilo, y el dueño, muy amable. Me aconsejó que no continuara viaje con esa niebla. Con esta niebla, ¿adónde va a ir usted con esta niebla? Duerma un poco, descanse, deje que levante la niebla. Tenemos habitaciones cómodas y baratas. ¿Quiere que le preparemos algo caliente para comer? ¿Quiere una cerveza? Ahora hay muchas marcas de cerveza, se puede elegir. Incluso extranjeras. O quizá prefiera algo más fuerte. La habitación enseguida estará lista. Hoy hemos tenido mucho movimiento.

—¿Y esas lucecitas en las ventanas? ¿Y la puerta? —pregunté, imprudentemente—. ¿Es por la niebla?

Me miró desconfiado.

—¿De dónde sale usted?

—Vivo en el extranjero.

Eso le calmó.

—Han traído la imagen del santo.

Pero le aseguro que ya no pegué ojo en toda la noche. Incluso me planteé dar media vuelta en lugar de continuar viaje. ¿Usted ha dormido bien? Porque cuando me desperté, cuando me despertaron los perros en realidad, miré un par de veces por la ventana pero no le vi. El coche sí, por eso supuse que alguien había llegado. Pero me preguntaba quién podría ser en esta época, en otoño. Sobre todo porque no me sonaba el coche, aquí nadie tiene uno así. ¿Qué marca es? Eso pensaba. Yo tuve uno. Era veloz como un rayo. Y ni una avería. Arrancaba en el semáforo y cuando los demás arrancaban ya estaba yo por ahí lejos. Era tocar el acelerador y prácticamente daba un salto. Pocos me adelantaban por carretera. Me gustaba viajar deprisa. Viajar deprisa, vivir deprisa. Me parecía que si la vida iba deprisa sería más corta. ¿Miedo? ¿De qué? Si acaso eso. Esta vida tampoco es como para andar cuidándola. Al menos en lo que respecta a la mía. Sí, alguna multa sí que he pagado. Una vez incluso me retiraron el carné de conducir durante un año. ¿Accidentes? ¿Acaso es posible conducir sin sufrir accidentes? Tampoco es posible vivir sin sufrir accidentes. Una vez me rompí la pierna por aquí, mire. Otra vez me rompí la clavícula, otra tres costillas, otra una conmoción cerebral. En una ocasión tuvieron que serrar el coche para sacarme, pero no me pasó nada, imagínese. Alguna magulladura, algún rasguño y nada más. ¿Un golpe de suerte? Quizá. Aunque no sé qué es un golpe de suerte. Cuando me agarró la artritis estuve tres años sin conducir y después ya empecé a ir más despacio.

¿Cuál es la matrícula de su coche? Porque no he llegado a verla y tengo que apuntarla. Todos los coches que vienen aquí los apunto. No sólo la matrícula, también la marca, el modelo, el color. Los de los dueños de los chalés no. Los suyos los tengo apuntados desde el principio. A no ser que alguien cambie de coche. Pero los demás, todos. Durante las vacaciones vienen muchos amigos de la gente que tiene chalé. Alguna vez les pido que me enseñen los papeles del coche y lo reviso por fuera por si tiene alguna abolladura o algún arañazo. Y entre los amigos hay de todo. Amigo sí, pero luego resulta que es un elemento. Y si ocurre algo, no se puede confiar en los testigos. Con diez testigos habrá diez colores distintos, diez modelos, otras tantas marcas, por no hablar de las matrículas. No creo en ningún testigo. Apunto a qué hora llegan, a qué hora se marchan. Tengo un cuaderno aparte para los coches. Otro para los chalés: quién, cuándo, cuánto tiempo, cuántas personas. Y otro para las demás cosas. Para que haya orden es necesario apuntar cada cosa por separado.

Al principio no imaginé que se hubiera quedado en el chalé del señor Robert. Sólo cuando descorrió usted la cortina de la ventana. Pensé, ¿será el señor Robert? No me lo podía creer. Vaya, vaya, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo, pero al final ha venido. Ya eran más de las doce cuando ha salido usted, ¿verdad? Se ha paseado por el porche, ha echado un vistazo y he visto que no era usted el señor Robert. Aunque me costó un poco. Los dos tienen la misma estatura y también es usted delgado. Además el sombrero le tapaba la cara. Los perros empezaron a arañar la puerta para que les dejara salir y ahí ya supe que no era el señor Robert. Pero claro, no iba a dejarlos solos con un desconocido. Decidí esperar a que se acercara usted a decirme quién es, a qué ha venido y cuánto tiempo va a estar.

Lo que más me intrigaba era cómo sabía usted dónde estaba la llave. Aparte de mí y del señor Robert, nadie sabe que está colgada de un clavo en una viga debajo del porche. Pensé incluso que sin duda sería usted un buen amigo del señor Robert, así que no iba a ir a hacerle preguntas como a todos los demás, o a pedirle la documentación, y menos con los perros. Seguro que viene usted a decirme qué ocurre con el señor Robert, dónde vive, cómo le marchan las cosas. Alguna vez intenté enterarme de dónde se había ido, pero ni siquiera lo sabían los vecinos de su mismo portal. No le dejó a nadie su dirección. El dinero me lo envía regularmente. En sobre, no por giro. Pero nunca me ha escrito ni un par de frases, en el sobre sólo llega el dinero. Y el sello de Correos lo estampan tan suavemente que nunca logro leer desde qué localidad lo manda. Conocerá a alguien en Correos. No, él. ¿Quién si no? ¿Por qué me iba a enviar dinero un extraño? No entiendo nada. Podría pasarse al menos una vez. Podría comprobar cómo anda todo. O que me dé su dirección, así podría escribirle que todo está en orden. El chalé sigue en pie. Yo lo cuido. No tiene de qué preocuparse.

Cuido de todos, así que del suyo también. Y a veces miro dentro, para asegurarme. Lo ventilo, limpio el polvo, arreglo lo que este estropeado. Eso no entra dentro de mis obligaciones, pero ya que tengo la llave, lo cuido. Sí, tengo llave de todos los chalés. En cuanto se han ido todos compruebo casa por casa, si están cerradas las puertas y las ventanas, porque hay de todo. Si encuentro algo estropeado, lo apunto y luego en otoño o en invierno lo arreglo. No hay casa en la que no quede algo estropeado después de las vacaciones. ¿Cómo no lo voy a reparar? Me da no sé qué ver algo estropeado. Hasta dolor me provoca verlo. ¡Y si sólo fuera eso! A veces entro en algún chalé y tengo la sensación de que han huido de estampida. La nevera sin desenchufar y la tele puesta. La placa de la cocina encendida, el agua sin cerrar, la cama sin hacer. Un día entré en uno de los chalés y se habían dejado la plancha sobre una manta encima de la mesa, y la manta empezaba a humear. Un poco más y habría ardido la casa entera, incluso los chalés de al lado, porque soplaba bastante viento. Desde lo de la plancha, estoy siempre atento para saber cuándo se marchan.

A menudo hasta dejan restos de comida en los platos. Y los cacharros sin fregar. Botellas y botes de cerveza vacíos sobre la mesa, o las copitas de haber bebido vodka, el cubo de la basura lleno hasta los bordes, las compresas y los preservativos usados tirados por el suelo. Se lo quitan y lo tiran, hala. Es también un poco culpa mía, porque les he acostumbrado a que yo me encargo de todo. Pero no podría hacerlo de otra manera. Hay chalés donde resulta más agradable entrar, eso por descontado. Y a menudo incluso me siento y escucho. ¿Qué? Si se quiere, se pueden escuchar muchas cosas.

Normalmente me paso por todos los chalés dos veces durante el día y al menos una a la noche, por los de este lado del embalse y por los de aquél. A la mañana, en cuanto sale el sol, compruebo las puertas y las ventanas de todos los chalés, por si hay alguna rota o desencajada. Si me parece que algo no va bien, entro dentro. De todas formas los perros son los primeros en percibirlo todo. Dan una vuelta alrededor de cada chalé y con un ladrido breve me avisan de que todo está en orden. Y corren al siguiente. Si algo no está en orden, me esperan y ladran bien alto, vaya que si ladran.

Y otra vez por la tarde. Entonces ya sí echo un vistazo al interior de cada chalé y enciendo las luces. Dentro y en el porche. Las dejo encendidas y me voy al siguiente. Y así un chalé tras otro los voy encendiendo hasta el último. Con cada chalé la claridad va aumentando más y más. Se forma una especie de corona luminosa alrededor del embalse. Y se refleja el resplandor, como si se iluminara el propio embalse, y el cielo que hay encima, y el bosque. Y no vea usted cómo se alegran los perros. Nunca habría pensado que los perros fueran capaces de alegrarse así. Habitualmente están tranquilos, concentrados, no ladran sin necesidad. Nunca aúllan, como hacen otros perros. Ni siquiera a la luna. Ni cuando ha muerto alguien en alguno de los chalés. A no ser que se imaginen algo, porque entonces no es necesario que suceda nada. ¡Si usted supiera lo que son capaces de imaginar los perros! Así que, cuando se iluminan todas esas luces, lo mismo se imaginan que es su paraíso. Los perros no tienen por qué imaginarse su paraíso como un jardín florido en el que hay de todo. A ellos les basta con que no haya hombres allí. ¿Yo? Puede que me consideren el que cuida de ese paraíso.

Después regresamos desde el último chalé y los vamos apagando todos. ¿Qué es lo que le ha extrañado tanto? ¿Lo del paraíso perruno? Pues le diré que en mi opinión el hombre es la peor bestia para los perros. Y tengo razones para decirlo. A éste, Reks, le encontré en el bosque. Estaba atado a un árbol con un alambre de acero. Seguramente ni habría advertido su presencia, andaba buscando fresas silvestres por el suelo, pero de repente oigo algo así como el gimoteo de un niño. Ni se me pasó por la cabeza que pudiera ser un perro. Por ejemplo los corzos, cuando quedan atrapados en un lazo y se están muriendo, enseguida se da uno cuenta de que es un corzo. En más de una ocasión me he encontrado corzos moribundos. Pero esto era como un niño. Me paré, contuve la respiración. ¿Se le habrá perdido a alguien un niño en el bosque? Debe de ser pequeñín, los pequeñines gimotean así. Pero un niño tan pequeño no habría ido solo al bosque. Luego dejó de oírse. Miro por allí, no veo nada. Empiezo otra vez a buscar fresas y al rato oigo de nuevo el gimoteo. Muy débil, pero lo oigo. Tengo buen oído. Un almacenero que me enseñó a tocar el saxofón siempre me decía, saber aún no sabes mucho, pero tienes buen oído. Aunque debes trabajarlo.

Ya empezaba a preguntarme de quién podría ser ese niño tan pequeño, unos meses que tendría. A mí ya nada me sorprende, se lo aseguro, ni siquiera que alguien de los chalés hubiera llevado a un bebé al bosque. Me puse a inspeccionar un arbusto tras otro, a mirar alrededor de los árboles cercanos. Y allí estaba éste, Reks, tumbado junto a un haya. Se ve que me había olido y a pesar de estar medio muerto gimoteó. Porque, ¿sabe usted?, el olfato es lo último que pierde un perro al morir. Cuando me vio incluso intentó levantarse del suelo, pero no fue capaz. Y de nuevo gimoteó como un niño. Empecé a preguntarme si podrías o no salir vivo de aquello. ¿Que no? Pues traigo una pala y te entierro. Ya da igual que haya una tumba más en el bosque. Repaso las tablillas de todos, así que también pintaré la tuya. Entonces le puse de nombre Reks. Aquí descansa Reks. Que Dios también lo tenga en su gloria. Cruz no te pondré, aunque con lo que has sufrido bien la mereces. Y otra vez intentó levantarse, y con las patas arañaba el suelo delante de él y me miraba, como rogándome que no le abandonara.

Así que le agarré por el vientre y le puse de pie. Pensé, si se queda de pie, quizá salga de ésta. No creí que fuera a aguantar, pero ya ve, lo hizo. Piel y huesos era. Ya empezaba a cubrirse de bichos. El cuello lo tenía lleno de sangre y de bichos por culpa del alambre. Los ojos, llenos de bichos. De la boca le salía una espuma sanguinolenta. Titubeaba, temblaba, pero aguantó de pie. Entonces venga, le dije, vamos a intentar vivir. Le quité el alambre del cuello y empecé a animarle, da un paso y a caminar. Lo más importante es el primer paso. Lo dio, pero se desplomó. ¿Qué hacer? Le cogí en brazos y me le llevé, pero se me empezaron a cansar los brazos. Ya lo ve, menudo perrazo, aunque entonces ocupaba la mitad que ahora. Me arrepentí de no haber traído una navaja. Habría cortado unos palos para hacer una camilla y le habría arrastrado. Por suerte tenía la chaqueta, me la quité, me quité la camisa, las até, reforcé aquello con el alambre, metí al perro dentro, me agaché y como pude me le eché a la espalda, aunque luego me costó levantarme, ya lo creo que me costó. Y así le traje.

Después fui preguntando por los chalés si alguien había perdido un perro. A nadie se le había perdido. Le di de comer, le curé y mire usted qué perro más hermoso. Lo que sí me extrañó fue que al rato los que estaban en uno de los chalés se marcharon. Al verano siguiente ya no volvieron y más tarde vendieron el chalé. Ya hace unos años que pertenece a otra persona, pero cuando pasamos por el chalé, Reks siempre se tumba en el porche, junto a la puerta. Siempre le tengo que sacar de allí, el nuevo dueño no comprende por qué se tumba a su puerta.

Y a este otro, laps, le salvé de morir ahogado. Una noche, también así a finales de otoño, tras las vacaciones, estaba yo escuchando música. Normalmente, cuando escucho música no enciendo la luz. Entonces me pareció oír un coche que llegaba por aquella orilla. ¿Sabe? Puedo estar escuchando música y aun así lo oigo todo. Salgo afuera, no veo ninguna luz, ya pensé que me había equivocado. De pronto percibo un leve ruido, como si alguien hubiera cerrado un maletero. ¿Quién puede ser a estas horas? ¿Y así, con tanto silencio y sin luces? Voy a ver. Y me acerqué caminando también en silencio, para que no me oyera antes de tiempo y se marchara. Aún no había llegado hasta él y ya le había reconocido. Sí, de los chalés.

—¿Qué hace usted aquí? —le pregunto.

—Estooo, nada, nada —intentaba engañarme—. He venido a coger una cosa del chalé, no quería despertarle. Como no había luz en su casa, estaba seguro de que ya dormía usted.

—No dormía. —Y entonces escucho como un lloriqueo. Miro y veo en la oscuridad una especie de saco. Y algo se movía dentro del saco—. ¿Y ese saco? —le pregunto.

—He recogido unas cuantas piedras —dice—. Tenemos un jardín al lado de casa. Los arriates florecidos y con piedras alrededor quedan muy bonitos. Mi esposa me pidió que ya de paso…

—¿Piedras? —le digo—. ¿Y se mueven y lloriquean?

Realmente dentro del saco también había piedras, pero lo de que se movieran y lloriquearan ya no supo explicarlo. Al final se vino abajo:

—Perdóneme. Es un perrito, un cachorro. He venido para ahogarlo. Lo compré para mi nieto. Quería tener un perrito a toda costa. Pero ya no lo quiere.

Desde entonces, cuando viene por aquí siempre trae algo para mis perros: alimento seco, enlatado, con ternera, con pavo, con salmón. No sólo en las vacaciones, también después, a menudo viene en invierno y trae cosas. Ya le dije que no trajera nada, que los perros tienen comida, que con eso lo único que hace es malcriarlos. Y un día me dice:

—Salvó usted mi alma.

Me extrañó que quisiera ahogar al perro y que ahora hablara del alma. Más aún porque, en mi opinión, hoy en día el alma es una mercancía como cualquier otra. Se puede comprar y vender, y los precios no son altos. Puede que siempre haya sido así. Alguien dijo hace siglos que el alma humana es un trozo de pan, lo leí en un libro. No creo que en aquella época el pan fuera enormemente caro, ¿no? Así que no es extraño que las cosas sean como son. Perdone que le pregunte, pero es que igual debería usted saber cuánto puede costar hoy un alma humana, aunque sólo sea teniendo en cuenta lo de mis perros. O las tumbas del bosque.

¿No sabe que hay tumbas en el bosque? Pues estaba convencido de que había ido usted a ver las tumbas. Incluso me preguntaba cómo sabía lo de las tumbas. ¿Se lo habrá dicho el señor Robert? Le permite quedarse en su chalé, le ha dicho dónde estaba la llave, así que quizá le haya hablado de las tumbas. Por eso no quería inquietarle a usted. Siempre resulta poco agradable ir a hacerle preguntas a la gente, quién es, a qué ha venido, para cuánto tiempo. Alguna vez hasta tengo que pedir la documentación, no se puede creer en la palabra de todo el mundo. O incluso pido que me enseñen alguna autorización que demuestre que pueden quedarse en ese chalé, más aún si es alguien a quien nunca he visto antes por aquí. Pero ya que el señor Robert…

Al menos dígame qué tal se encuentra de salud. ¿Que no conoce usted al señor Robert? Vamos, seguro que no quiere reconocerlo. Se lo habrá prohibido él. Pensé incluso que le enviaba a usted para decirme cómo le va, porque lo mismo está enfermo y no puede venir. Por eso le he dejado dormir tranquilo y esperaba que después viniera a verme. Pero se ha ido usted al bosque. Al principio pensé que habría ido a darse un paseo, a relajarse después del viaje, a respirar aire puro del bosque, pero que no tardaría en dar la vuelta. He mirado por la ventana, he salido afuera una o dos veces, he esperado un rato, pero usted no volvía y no volvía. Ha empezado a atardecer, todo lo ha envuelto el crepúsculo, embalse, chalés, bosque, enseguida se va a hacer de noche, ¿cómo va a volver? Y estaba preocupado. La primera vez que viene, no conoce el bosque, lo mismo se pierde. Tendré que salir a buscarle con los perros. Por si acaso he encendido la luz, para que le pudiera orientar. ¿La ha visto usted? Estupendo. No es difícil perderse aquí, y más en esta época, en otoño. Aquí en esta época nada es lo que es.

Poco faltó para que yo mismo me perdiera. Sí, en aquella ocasión en que me sorprendió la niebla en la carretera. Ni un ruido, todo vacío y yo que me fui también al bosque a ver dónde estaban las tumbas. En realidad a eso había venido. No sabía dónde estaban exactamente, sólo que en el bosque. Cuando el señor Robert me habló de las tumbas hizo un gesto con la mano como que por allí, en el bosque. Pero el bosque es muy grande, así que ponte a buscar. Y si estuvieran todas en el mismo sitio, pero no, desperdigadas aquí y allá. Caminé durante casi todo el día, ni recuerdo cuántas conté. Y no me di cuenta de que empezaba a oscurecer. Sobre todo porque, como sabe, no se hace de noche de golpe. Pasa el tiempo pero a uno le parece que sigue viendo, y como ve pues… El bosque lo conocía, no tuve muchos problemas para salir, a pesar de la oscuridad. Pues imagínese que fue al llegar al embalse cuando me desorienté. No sabía en qué orilla estaba. Recordaba que el Rutka corría de este lado hacia ése, pero ahora me parecía que era al revés. Los chalés se vislumbraban en la oscuridad, pero cuál era el del señor Robert, eso ya no lo sabía. Y allí me quedé, incapaz de averiguar dónde me encontraba. Incluso dejé de estar seguro de si era yo quien estaba allí.

De pronto vi una lucecita a lo lejos. Al principio tenue, apenas brillaba. Pensé, está claro que alguien anda por allí y se alumbra con una linterna. Pero ¿cómo le llamo? ¿Me oirá a esta distancia, cuando yo mismo no sé ni dónde estoy? Entonces la lucecita se volvió más luminosa, se quedó quieta y pareció mucho más cercana. Como si yo estuviera en esta orilla del Rutka y la luz en aquélla. Y sabe lo que pensé, que sin duda en casa estaban desgranando alubias. Y así era, ya ve usted.

El momento de empezar a desgranar alubias lo marcaba siempre la luz. Mi madre fregaba los cacharros después de comer, barría y hasta que llegaba la noche se encerraba en sí misma con el rosario en la mano entre la cama y el aparador. Mi abuela normalmente se echaba una siesta. Mi abuelo salía a la finca, a ver si todo estaba en su sitio. Cuando había que desgranar alubias, era como si todos aguardaran el crepúsculo.

Mi padre se sentaba en el banco junto a la ventana y se fumaba un pitillo tras otro sin dejar de mirar por la ventana, como si esperara ver a alguien. Poco a poco el crepúsculo iba cubriéndolo todo y allí seguía él, mirando por la ventana. Se diría que era el atardecer lo que miraba. Pero ¿cómo saber lo que alguien está mirando? Parece que mira esto o aquello y quizá está mirando en su interior. Las personas también tienen vistas en su interior, sí. Aunque igual era verdad que miraba el anochecer, cómo se iba cerrando. Y dirá usted que qué puede haber de interesante en un anochecer. Pues le diré que algunas veces, cuando miro cómo cae la noche, me pregunto si será el mismo anochecer que miraba mi padre. ¿Le parece poco? Y de cuando en cuando era como si enfatizara su mirada con algún comentario:

—¡Pero qué cortito es ya el día! ¡Qué cortito! Uno ya ni cabe en él. Aún no se termina y ya está aquí la noche. ¿Y para qué tanta noche? ¿Para qué? —Apagaba el cigarrillo y decía dirigiéndose a mi madre:

—Enciende.

Mi madre se levantaba, dejaba el rosario. Cogía la lámpara, que colgaba de un clavo en la pared. Comprobaba si en la lámpara había suficiente queroseno. A veces le preguntaba a mi padre:

—¿Añado un poco?

Y mi padre solía contestar:

—Añade. —Y nunca olvidaba recordarle que recortara la mecha, porque estaría quemada, y que limpiara el cristal, ennegrecido del día anterior. Innecesariamente, porque mi madre lo habría hecho de todas formas. Para ella, preparar la lámpara suponía algo así como el momento culminante del día. O incluso una especie de acción de gracias por haber vivido un día más, seguro. Por eso ponía todo su esmero en prepararla, como si de ese esmero dependiera la supervivencia del día siguiente. Y cuando acercaba la cerilla a la mecha, le temblaba la mano y se notaba la concentración en su rostro tenso. Colocaba el cristal en la lámpara, pero seguía mirando por si la llama no había prendido bien. Y en cuanto levantaba ligeramente la mecha, era como si sus ojos, iluminados tras sus gafas de metal, no se creyeran que su mano había obrado el milagro de la luz.

Quizá le sorprenda, pero el momento en que mi madre encendía la lámpara era para mí el más esperado del día. Apenas empezaba a caer la tarde tras las ventanas, le pedía: «¡Enciende, mamá, enciende!». Yo mismo no sé explicármelo, pero deseaba que la nuestra fuera la primera luz en encenderse en todo el pueblo. Mi padre la detenía, que aún no es hora, aún nos vemos. El abuelo y la abuela le daban la razón, que además se gasta el queroseno. El tío Jan se levantaba y se iba a beber agua, lo cual podía significar que él no necesitaba la luz para nada. Detrás de sus gafas de metal, los ojos de mi madre me sonreían, y eso significaba que apoyaba mi insistencia aunque le pareciera un capricho.

Cuando echaba mano de la lámpara que colgaba del clavo en la pared, yo salía corriendo de casa, corría hasta la orilla del Rutka y esperaba a que en nuestra ventana se obrara ese milagro de la luz de manos de mi madre. La primera luz del pueblo en nuestra ventana parecía la primera en el mundo entero. Créame, la primera luz es completamente diferente de cuando ya hay otras por aquí y por allá, en todas las ventanas y en todas las casas. Su brillo es diferente y no importa si proviene de una lámpara de queroseno o de una bombilla. Ya puede ser tenue, como la que da una lámpara de queroseno, y aun así se tiene la impresión de que no sólo luce. Vive. Porque, en mi opinión, hay luces vivientes y luces muertas. Las hay que sólo lucen y las hay que recuerdan. Las hay que desdeñan y las hay que invitan. Las hay que miran y las hay que no reconocen. A unas les da igual a quién alumbren y otras saben a quién. Las hay que lucen del modo más resplandeciente pero son ciegas. Y las hay que apenas dan luz pero ven siempre, hasta el final de la vida. Atraviesan cualquier oscuridad. Las tinieblas más sombrías se rinden a ellas. Para ellas no existen fronteras, ni tiempo ni espacio. Tienen la capacidad de evocar la memoria más antigua, aunque haya sido despilfarrada o incluso cuando a uno se la retiran de la herencia. No sé si estará usted de acuerdo conmigo, pero en mi opinión la memoria es la luz que nos llega de una estrella apagada hace largo tiempo. O aunque sólo sea de una lámpara de queroseno. Lo que sucede es que no siempre es capaz de alcanzarnos durante nuestra vida. Depende de lo lejos que venga y de lo lejos que estemos nosotros de ella. Porque no es la misma distancia. O quizá en general todo sea un recuerdo. Todo este mundo nuestro, desde que existe. Y también nosotros dos y los perros. ¿De quién? Eso no lo sé.

En cualquier caso, en cuanto vi aquella luz ya supe dónde me encontraba. Más aún porque mi madre subía casi toda la mecha cuando en casa se desvainaban alubias. Y ni una vez se le pasó preguntarle a mi padre si subía la llama, aunque sabía que diría:

—Súbela. A nosotros nos basta así, pero para tus ojos tiene que ser más alta.

Luego extendía una lona sobre el suelo, colocaba un taburete en medio de la lona, sobre el taburete la lámpara, y mi padre salía a por las vainas.

Así que cuando vi que aquella luz se volvía más luminosa y se quedaba quieta, supe que mi madre había puesto la lámpara sobre el taburete y que mi padre había salido a por las vainas. Me detuve un momento junto a la puerta, porque no sabía qué decir cuando entrara. Después de tantos años ya nadie espera que uno aparezca, y entonces ¿qué se dice? ¿Que he venido a qué? Y allí me quedé, dándole vueltas y vueltas, entrar, no entrar, qué decir cuando atravesara el umbral. Y atravesar el umbral es lo que más cuesta, como usted sabe. Al final pensé que lo mejor sería simplemente entrar y preguntar si tenían alubias para venderme.

Estaban sentados alrededor de la lámpara de queroseno: mi padre, mi madre, el abuelo, la abuela, mis dos hermanas, Jagoda y Leonka, y aún vivía el tío Jan. Él era el único que estaba de pie cuando entré, y bebía agua. Bebía mucha agua antes de morir. Todos tenían en las manos vainas de alubias, pero como petrificadas. Yo me quedé de pie fuera del círculo de luz de la lámpara, junto a la puerta, pero ellos estaban sentados en esa especie de tortita que formaba la luz, así que los veía bien. Sin embargo, en ningún rostro apareció una sonrisa, o un gesto de sorpresa, ni tan siquiera una mueca. Me miraban, pero sus ojos estaban ya como muertos, sólo que no había quien les cerrara los párpados. Únicamente las vainas en sus manos daban fe de que estaban desgranando alubias. Y claro, no me reconocieron.

¿Y quería usted muchas alubias? Entonces quizá sí tenga. Sólo que sin desgranar. Pero si usted me ayuda podríamos desgranarlas. ¿Nunca ha desgranado? No es difícil. Yo le enseño. Después de unas cuantas vainas ya sabrá hacerlo. Voy a por ellas.