CAPÍTULO VIII

25/12/2040

Agustín Gutiérrez, el censor, era un hombre muy ordenado y meticuloso y sabía dónde estaba cada cosa en su hogar. Llegó a su casa desde el palacio de Aguirre con el tiempo justo para darse una ducha y preparar la cena, pero cuando su gorra cayó al suelo, supo que algo iba mal. Llevaba años dejándola en el perchero que había junto a su puerta y siempre sin mirar. Alguien o algo lo había desplazado. Notó su piel erizarse en el momento que sintió que no estaba solo. Encendió la luz del pasillo y ahí mismo, frente a él, un hombre alto, muy delgado y vestido completamente de negro permanecía inmóvil. Su cabeza mostraba una sombra de pelo rapado al estilo militar y dominaba su rostro una amplia sonrisa de dientes perfectos. En su mano izquierda llevaba una navaja de afeitar y en el bolsillo derecho del pantalón asomaba una pistola.

—¿Quién es usted? —preguntó con voz temblorosa Agustín—. Le advierto que espero visita, así que salga inmediatamente de mi casa.

—Pobrecillo —dijo en tono de compasión el extraño—. Tan mayor y tan poco arte para mentir.

El intruso hizo el amago de saltar hacia él y Agustín reculó a la vez que soltaba un grito.

—Vaya, no nos gusta que nos asusten, ¿verdad? —el hombre profirió una sonora carcajada a la vez que iba realizando un círculo para colocarse entre él y la puerta—. Oye, tengo una pregunta. ¿Quién es el habitante más viejo de Ciudad Asesina?

—No, no entiendo —dijo Agustín presa del miedo—. ¿Cómo que «Ciudad Asesina»? ¿Quién es usted? ¿Qué le he hecho yo para que me ataque?

—Silencio, por favor. No puede ser que no quiera usted responderme a una simple cuestión y a la vez me haga tantas preguntas seguidas. ¿No le parece un poco hipócrita?

Agustín giró sobre sí mismo y echó a correr en dirección a su habitación mientras su visitante gritaba a sus espaldas. En cuanto alcanzó su dormitorio cerró de un portazo y giró la llave en el mismo momento que éste chocaba contra la puerta que retumbó por el impacto. Abrió el cajón de su mesita de noche donde guardaba la pistola y se acercó despacio a la puerta que dejó de agitarse. Jadeando por el esfuerzo, Agustín quedó a la espera de nuevos sucesos, con el arma amartillada y sin saber muy bien qué hacer. Pasado un tiempo que no supo precisar se sobresaltó al escuchar el ruido de la puerta de la casa al cerrarse de golpe. Contó mentalmente hasta mil y cuando se sintió lo bastante seguro quitó el cierre de la llave y entreabrió la puerta de su habitación. Se inclinó tanto como su anciano cuerpo se lo permitió para asomarse y no vio nada en el pasillo. Con la mano derecha abrió un poco más mientras sacaba la otra que empuñaba la pistola preparado para disparar al mínimo movimiento. Cuando la hubo sacado por completo una sensación de frío le recorrió la muñeca haciéndole dejar caer el arma. Muerto de miedo bajó la mirada y lo que vio hizo que se orinara encima. La cuchilla de afeitar estaba clavada en su muñeca hasta el hueso, y su mano colgaba inerte mientras de la herida manaba sangre a borbotones. La cuchilla se retiró y acto seguido un portazo en el rostro le lanzó de espaldas al interior de su habitación. Se arrastró hacia su cama e intentó enrollarse la herida con la sábana para cortar la hemorragia. Su atacante mientras tanto se untó dos dedos en la sangre y formó en la pared una enorme letra T sin dejar de sonreír.

Medio desmayado, Agustín miró lo escrito y supo que iba a morir. Mientras su asesino se arrodillaba junto a él, pensó en que por lo menos iba a volver a ver a Micaela, su mujer y dejó de sentir miedo.

—¿Alguna última palabra? —dijo Míster T mientras le acariciaba el rostro con el lado romo de la navaja—, ¿o le convertimos ya en un nuevo ejemplo?

—No hay nada que quiera hablar contigo —le dijo orgulloso—. Sólo que espero que te pudras en el infierno.

—Qué bonito epitafio… me has emocionado.

Levantó el brazo por encima de la cabeza pero se detuvo al ver que Agustín sonreía.

—¿Qué? —le preguntó desconcertado—. ¿Te hace gracia que alguien te vaya a degollar?

—No —le respondió Agustín sonriendo—, es que quiero decirte otra cosa.

—¿El qué, anciano?

—Mi visita ha llegado, desgraciado.

Míster T arrojó la navaja para coger la pistola mientras se giraba con la velocidad de una serpiente pero apenas le dio tiempo a ver a un hombre muy mayor, al que le faltaba media cara, que le apuntaba con mano firme. Ya tenía el cañón medio levantado cuando vio un fogonazo a través del cual un objeto redondeado y gris oscuro salió para entrar por su ojo derecho.

«Furia» saltó por encima del asesino y corrió a socorrer a su amigo al que le hizo un torniquete con su cinturón para intentar detener la hemorragia. Agustín estaba blanco como el papel y no conseguía enfocar la vista. Sin saber qué hacer, «Furia» lo levantó hasta su cama y abrió la ventana del dormitorio mientras gritaba pidiendo ayuda. Afortunadamente, un par de z-men pasaban cerca de la zona y siguieron los gritos hasta dar con él, que tras identificarse, les suplicó que llamaran a la ambulancia. Tras pedirla por radio, los z-men bajaron en peso al censor mientras «Furia» rezaba porque el torniquete hiciese algo. Alejandro, que estaba con la emisora encendida, lo había oído todo, y cuando oyó el nombre de Agustín y la mención a Míster T ordenó que nadie tocara nada hasta que llegaran, tras lo que salió corriendo hacia el hospital. A medio camino se desvió y recogió a Nacho que también estaba cenando y llegaron a la vez que la ambulancia. Cuando metieron a Agustín en el quirófano se quedaron con «Furia», que les relató que al entrar al piso de su amigo se encontró sangre por todas partes y al loco a punto de matar a Agustín.

—No pensé —explicó—. Iba a rajarle, estoy seguro, y le volé los sesos… Hijo puta, se estaba riendo.

Los tres se quedaron en la sala de espera para conocer algo del estado de Agustín envueltos en un pesado silencio que Nacho rompió.

—Alejandro —dijo—, gracias por venir a decírmelo directamente.

—No hay de qué —le respondió—. Al no oírte decir nada por la radio, imaginé que no la tenías encendida, y pienso que tú debes ser el primero en enterarse de estas cosas.

—Sí, pero gracias igualmente. Qué suerte para Agustín que fueras a cenar, ¿eh, «Furia»? Te debe la vida.

—Sí, qué suerte —dijo desanimado éste—. Perdona si no pego botes.

—Anímate, Juan —le dijo Alejandro dándole una palmada en el hombro—. Verás como sale de ésta. Es un tío duro, y aún le queda mucha gente por censar.

—Vosotros no entendéis —dijo mirándoles a ambos—. Creéis que sí, pero no tenéis ni puta idea ¿Qué tenéis, cuarenta años? Yo tengo setenta y tres, soy un viejo, y día que pasa me pregunto por qué con tós los críos que han caído yo sigo con vida, por qué no sigue alguien más jovencico en mi lugar…

—Eso es un poco radical, Juan —le dijo Alejandro—. No deberías siquiera pensar esas cosas.

—¡Pero lo hago! Y no soy el único. Agustín también, y mucha gente de mi quinta. ¿Sabes que lo conozco desde crío? Fuimos juntos al colegio, íbamos a la misma clase y nunca hablamos. Hace cuatro años me reconoció, se acercó a saludarme y desde entonces estamos como mierda y meaos, y ¿por qué? Porque nos hacemos ver que existimos, que tenemos un pasao, una vía. Porque podemos hablar del pasao. Cada año cuando llegan estas fechas cenamos en casa de uno, y… mierda, quiero pasar más Navidades hablando con él de nuestras gentes, de nuestras cosas… Si por lo que fuera, no saliera p’alante, es cosa mía anularlo, ¿habéis oído?

—Perfectamente —respondió Nacho—, pero cuando el doctor salga y diga que va a salir adelante, simplemente te alegrarás y te dejarás de gilipolleces de dejar paso y demás hostias.

A las doce y media de la noche, Nicolás Riviera entró a la sala de espera y les explicó que aunque había necesitado mucha sangre iba a salir adelante, pero no sin secuelas: la mano izquierda había sido amputada porque el daño infringido por la navaja era demasiado grande y no había nadie que pudiera operarla para restaurarla. Por lo demás les explicó que aún seguía bajo los efectos de la anestesia y tardaría un par de horas en reaccionar, con lo cual tenían tiempo de sobra para hacer lo que quisieran antes de interrogarle.

—No obstante —les avisó—, no le agobiéis demasiado, ha pasado por una experiencia muy traumática y necesita muchísimo reposo.

Se despidió de ellos para ir a casa a tomar una tardía cena mientras «Furia» entraba corriendo a ver a su amigo. Alejandro y Nacho se miraron aliviados porque Agustín iba a salir adelante y sin saber muy bien qué sentir respecto a la posibilidad de que Míster T hubiera sido anulado.

—No podemos hacer nada más aquí —dijo Nacho—. ¿Vamos a asegurarnos?

—Aún debe faltar mucho para que Agustín se despierte y «Furia» lo va a velar, así que me parece una buena idea. Pero deberíamos decírselo a él.

—Buen perrito, sí señor —se burló Nacho—. Me alegra ver que estás tan bien entrenado con tu amo.

—No tiene ninguna gracia, Nacho —le contestó de mal humor—. Gonzalo debería saberlo cuanto antes.

—Vale, vale, no te enfades, vamos a por él.

Media hora después los tres entraban al piso de Agustín donde se lo encontraron todo tal y como «Furia» les había descrito. Una silla tirada en el pasillo, marcas de cortes en la pared y dentro de la habitación, el colchón empapado en sangre, en la pared de la habitación una enorme T pintada con sangre y a los pies de la puerta, tapado con una sabana el cuerpo del asesino.

—Dios —murmuró Alejandro—. ¿Cuánta sangre cabe en un cuerpo humano…?

Gonzalo se acercó a la letra y la observó con detenimiento.

—Es la misma letra —les dijo—. El hombre que escribió esto es el mismo que escribió en las otras dos paredes.

—Sí —corroboró Nacho—. La letra es la misma.

—¿Qué querría decir la letra? —preguntó Alejandro mientras señalaba con el dedo gordo el bulto—. Me temo que nos vamos a quedar sin saberlo.

Gonzalo se arrodilló junto al cuerpo y retiró la sabana mientras Alejandro sacaba una vieja Polaroid para echarle una foto.

—No me suena de nada —dijo por fin Gonzalo poniéndose en pie—. ¿Y a vosotros?

—Tampoco —dijo Alejandro—. No lo he visto en mi vida, pero no es tan raro, ya hemos superado los cien mil habitantes. ¿Y tú, Nacho?

—No he visto la cara de este malnacido en mi puta vida.

—Entonces… ¿Creéis que esto se ha terminado ya? —preguntó Alejandro.

—Lo único que sé seguro es que la persona que ha dibujado esa T es la misma que lo hizo en los otros dos casos.

—A mí me vale —intervino Nacho—. Y no deberíamos entretenernos mucho que Agustín no debe tardar ya en despertarse.

Gonzalo y Alejandro asintieron y se dirigieron a la puerta, pero cuando estaban pasando por encima del asesino, Gonzalo le miró con rabia y le lanzó una patada a la cara que le retorció la cabeza haciendo que del orificio de bala en su ojo goteara una mezcla de sangre y sesos.

—Esto por Pepe, por Antonio por Agustín y por sus familias. Hijo de puta.

Cuando llegaron al hospital a las tres y cuarto de la mañana se encontraron a «Furia» durmiendo en un sillón junto a su amigo. Agustín, lleno de tubos y sondas estaba muy pálido. Sobre la sábana, el vendaje que limitaba su muñeca izquierda hizo que Gonzalo sintiera una punzada de culpabilidad.

—Tenía que haberles puesto guardaespaldas —dijo en voz baja para no despertarles—. Cuando Pepe murió. Debí prever que podía ser un ataque a personas relevantes de la ciudad.

—Gonzalo, sé que te encanta —le dijo Nacho—, pero deja de culparte, hostias. No eres responsable de nada de lo que ha pasado.

—Pero la muerte de Antonio —continuó Gonzalo obviando la interrupción de Nacho—, me despistó, pensé que lo de Pepe había sido casualidad, que no había ningún tipo de conexión. Podría haber evitado lo de Agustín.

—Hijo mío, no podías haberlo evitado.

Los tres levantaron la vista al rostro de Agustín que mantenía los ojos cerrados.

—No podías haberlo previsto, Gonzalo —continuó—. Y no puedes culparte por lo que pasó. El único culpable es el animal que nos ha hecho esto.

—Pero mírate —le dijo Gonzalo apretándole la mano derecha—. Mira lo que te ha hecho.

—Ahora no quiero mirar, hijo. Temo lo que pueda ver. Sé que mi mano no está bien. ¡No!, no digas nada —le interrumpió antes de que Gonzalo replicara—. No quiero saber lo que ha pasado. Necesito descansar y olvidar esta noche. Mañana me enfrentaré a las consecuencias, pero hoy no tengo valor. ¿Os parece?

—Claro que sí, amigo —le dijo Gonzalo—, pero por favor, necesito saber sólo una cosa: ¿conocías de algo a tu agresor?

—Conocerlo no, pero sí he recordado cuando le censé. Más que a él, a su sonrisa, que me resultó turbadora. Y no lo había vuelto a ver hasta… perdóname, hijo, pero no quiero hablar más del tema, necesito descansar.

—De acuerdo, voy a hablar con la enfermera para que te ponga un sedante y descanses.

—¿Cómo está Juan?

—Bien, mejor desde que saliste del quirófano.

—No lo he visto despierto, cuando me subieron a la habitación, el pobre ya estaba durmiendo. Es un buen amigo, ¿sabéis?

—Sí que lo es —le dijo Alejandro—. Y él opina lo mismo de ti, pero ahora vamos a dejarte descansar.

—¿Me podrías hacer un favor?

—Lo que necesites, dímelo.

—Lo que me vayan a poner para dormir… Por favor, quisiera dormir sin sueños.

—Descuida, amigo. Ahora cierra los ojos y relájate todo lo que puedas.

Tras una breve charla entre la enfermera y Gonzalo, salieron del hospital y caminaron juntos hasta el palacio de Aguirre donde se despidieron tras quedar para averiguar cuánto pudieran sobre el asesino. Cuando Gonzalo iba a cerrar la puerta, la mano de Alejandro se interpuso empujándola.

—Gonzalo —dijo tímidamente— quería hablar sobre lo que pasó la noche de «el príncipe»…

—No hace falta —respondió—. Eso es agua pasada, todos estábamos tensos por la situación: nos habían tratado como a niños, estábamos furiosos… de verdad que no tiene importancia.

—Sí la tiene —insistió con vehemencia—. No dejo de sentirme como si te hubiera fallado. Tú haces cualquier cosa por la ciudad, lo has sacrificado todo por el bien común… y sinceramente, creo que no soy quién para cuestionarte.

—Álex, de hecho eres la única persona en la que confío para cuestionarme —le dijo apoyando sus manos en sus hombros—. Eres mi mejor amigo, mi hermano.

La amistad de tantos años, reflejada en esa frase, hizo que todo el malestar entre ellos fuera barrido de un plumazo. Emocionados, se dieron un abrazo que selló toda la tensión acumulada en esos días.

—Bueno —dijo Alejandro—, pues me voy a casa, que Carmela estará preocupada.

—Muy bien, pero acuérdate de darles un beso de mi parte.

—Lo haré, no lo dudes.

Alejandro abrió nuevamente la puerta y se disponía a salir cuando la voz de Gonzalo le volvió a llamar.

—Álex, una cosa: no te lo dije, pero tenías razón.

—¿En qué? —preguntó desconcertado.

—En lo de «el príncipe», tuviste la razón desde el principio: no fue buena idea negociar. Ya sabes, lo del escorpión y todo eso, pero fue la única salida que vi en ese momento… Habrá que hacer algo, buscar otra solución. Y espero poder contar contigo.

—Sabes que puedes contar conmigo para cualquier cosa, hermano —respondió sonriendo—. Sólo llama que allí estaré. Y ahora, te dejo que descanses. Buenas noches.

—Buenas noches Alejandro. Y gracias por el ofrecimiento.

Gonzalo siguió con la vista a Alejandro hasta que se lo tragó la oscuridad. Sintiéndose aliviado por muchos motivos, cerró la puerta principal y subió al dormitorio. Aunque no quería confiarse demasiado, se sentía optimista y animado. Silbando se desvistió y se tumbó en su cama para repasar su conversación con Alejandro mientras miraba las vigas de madera del techo. Cuando el cansancio pudo con él, apagó la luz y cerró los ojos.

—Espero de verdad que pueda contar contigo, amigo mío —dijo a la oscuridad—. Lo espero de verdad.

Gonzalo recibió a Nacho y Alejandro después de comer para revisar juntos el censo a ver si identificaban al asesino. Buscaron primero por la T a ver si había suerte pero no lo encontraron, así que empezaron por orden alfabético Nacho por la A y Alejandro por la Z mientras Gonzalo paseaba de uno a otro. Había pasado algo menos de una hora cuando Alejandro les dijo que lo acababa de encontrar en la letra V.

—Ernesto Verficha —leyó—, español. Residía en Venecia cuando todo empezó y llegó a Ciudad Humana hace un año y dos meses.

Nacho se acercó a la pantalla y examinó la foto mientras Alejandro la ampliaba. El mismo rostro que habían visto en el piso de Agustín les lanzaba una sonrisa enseñando todos los dientes mientras sus ojos parecían clavarse en los del espectador.

—Su mirada da miedo —dijo Gonzalo—. Resulta inquietante, ¿no? Parece estar completamente loco.

—Sí —añadió Nacho—. Pero creo que es por su sonrisa. Fijaos bien, es como un depredador. No transmite alegría ni felicidad, es sólo como… como ansia, como un animal a punto de estallar.

—Esperad que sigo leyendo —dijo Alejandro—. Según su historia llegó a la ciudad tras perder a su mujer y al resto de su grupo a manos de un rebaño de zombis, quedando sólo él con vida. No dio ninguna relación en el programa de reencuentro y fue ubicado como trabajador en procesado de vegetales en el campo del Cartagonova. No hay ni un solo dato más.

—¿Ni su dirección ni nada? —preguntó Nacho—. ¿No pone dónde fue al abandonar el refugio?

—No, nada más.

—Pues vaya ayuda que nos da el censo de los cojones, la hostia.

—Cálmate, Nacho —dijo Gonzalo junto a él—. Trabajamos con lo que tenemos y aunque no es mucho por lo menos hay algo con lo que empezar. En primer lugar quiero que preguntes en su trabajo y en segundo lugar quiero escoltas para los siete representantes las veinticuatro horas del día.

—¿Y eso? —preguntó Nacho—. ¿Ahora que ha muerto ese bastardo pretendes ponernos escoltas?

—No puedo estar seguro de que no surja algún otro loco que le dé por atacaros y no pienso volver a correr riesgos.

—Sí, muy bien —intervino Alejandro—, pero entonces supongo que tú también llevarás escoltas, ¿no? Porque si pretendes que nosotros los tengamos, tú, que eres el presidente, con más razón todavía.

—Eso no creo que fuera necesario, sé defenderme solo.

—Igual que nosotros —respondió Nacho—. Así que no nos toques los cojones que no procede. Además, tanto él como yo nos pasamos el día rodeados de z-men.

—Imaginaba que no iba a colar con vosotros —dijo amagando una sonrisa—, pero Nicolás, Agustín, José Luis, Arturo y Pilar me da igual como se pongan y a partir de mañana mismo los quiero protegidos. Y otra cosa, Alejandro, me da igual como te siente, pero aunque tú no aceptes la escolta, Carmela e Irene también van a recibir la misma protección.

—Pero… —comenzó Alejandro.

—Pero nada, Álex, eso sí es una exigencia mía. No voy a consentir que les pase nada, también son mi familia y son buenos objetivos para atacarnos a ambos.

Alejandro lo pensó unos instantes y asintió con la cabeza porque sabía que no le faltaba razón y que no iba a hacerle cambiar de opinión.

—Quería hacer una sugerencia —dijo Nacho al tiempo que se levantaba para marcharse—. A los seleccionadores, José Luis y doña Francisca, quizá deberíamos ponerles a ambos protección también, ¿no os parece?

—No es mala idea —dijo Gonzalo tras pensarlo un minuto—. Sí, ponles escolta también a ellos.

—Ok, pues me voy que tengo que repasar la plantilla para reasignar puestos y demás… algo me dice que voy a necesitar un incremento de efectivos pronto.

—Pues muy fácil —dijo Alejandro guiñándole un ojo a Gonzalo—. Ponles un par de z-men inútiles a los seleccionadores y así se darán cuenta de que necesitas a más gente.

—O bien —añadió Gonzalo en tono solemne— asígnales al z-men más guaperas a doña Francisca y la más maciza a José Luis. A la semana diles que los tienes que retirar por falta de personal y verás cómo se hartan de mandarte reclutas.

—O bien —dijo Nacho por fin— les hablo del par de maricones que hay dirigiendo la ciudad y a los que tengo que aguantar día si, día también, les doy pena y así consigo más personal… cabrones.

Gonzalo y Alejandro se rieron con ganas mientras Nacho intentaba poner una cara de ofendido que más parecía una mueca cómica.

—Bueno, mira, que os jodan. Me cago en la puta, todo el mundo es cómico en esta ciudad.

Se caló el sombrero de cowboy y salió por la puerta. Tras marcharse Nacho, Gonzalo y Alejandro decidieron investigar sobre Verficha comenzando por el campamento del paseo donde no obtuvieron resultados. En la zona agrícola del Cartagonova, donde se dirigieron en segundo lugar, sí que lo conocían aunque poco les pudieron contar. Era un hombre que siempre se había comportado correctamente con los compañeros, esquivando cualquier tipo de rencilla o problema con nadie. No obstante varios trabajadores coincidían en que pese a esa actitud conciliadora, había algo en él que daba malas vibraciones. Unos lo achacaban a su sonrisa, otros a su mirada… varios trabajadores contaron pequeños detalles que desgraciadamente no les eran de utilidad: no se le conocían ni novias ni amigos, no sabían a qué dedicaba el tiempo libre, y por supuesto, no había intimado con ningún compañero hasta el punto de convertirse en su amigo.

Al separarse por la noche ambos tenían en la mente la conversación con Agustín, al cual no habían pasado a ver en todo el día entre otros motivos por no hacerle hablar del tema.

Cuando a la mañana siguiente se encontraron los tres en la puerta de su habitación, se miraron dubitativos entre ellos hasta que Gonzalo abrió la puerta y entraron con timidez, inseguros de cómo iban a encontrarlo.

—Cómo me alegro de veros muchachos. Mirad —dijo Agustín levantando el brazo izquierdo y mostrando el muñón—: He perdido peso.

Se miraron desconcertados ante el saludo del censor que en ese momento se encontraba solo en la habitación y se acercaron a la cama rodeándolo mientras les extendía la mano que le quedaba.

—No es que me queje, créeme —le dijo Gonzalo sonriendo mientras se la agarraba—, pero la verdad, no esperaba encontrarte así de animado.

—No te voy a engañar, hijo. Anoche cuando os fuisteis, no pude parar de llorar pensando en lo que me había pasado y en que había perdido mi mano, pero tras mucho reflexionar y recibir el infalible apoyo psicológico de Juan, me he dado cuenta de que sólo tengo cosas que celebrar.

—Es una forma interesante de ver la situación —dijo Alejandro—, pero no termino de comprenderla.

—Muy fácil, hijo. Hace dos noches vi la muerte frente a mí. Un loco entró en mi casa, me destrozó la mano y estuvo a punto de matarme. Y sin embargo, estoy aquí, vivo, con la capacidad de sonreír, de ver un día más, de no sé, de emborracharme si quiero.

—Pero si tú no bebes.

—Puede ser, Gonzalo, pero nunca es tarde para probarlo, ¿no?

—Efectivamente, no lo es, tienes toda la razón.

—Claro que la tengo, además, soy diestro, y lo único que hacía bien con la zurda era disparar, y tampoco era ningún maestro.

—Bueno —les cortó Nacho—. Lamento interrumpir esta conversación y créeme viejo que me alegro que estés bien, pero vamos a intentar centrarnos un poco si es posible, ¿de acuerdo?

Alejandro soltó un bufido y Agustín sonrió cerrando los ojos mientras Gonzalo negaba divertido con la cabeza.

—Aquí mi amigo, el aguafiestas, tiene razón —le explicó—. Queríamos hacerte unas preguntas acerca de tu agresor.

—Me temo, hijo, que no sé si te voy a ser de mucha utilidad pero adelante, estoy listo.

Agustín les contó lo mejor que pudo lo que había sucedido en su casa desde que la chaqueta cayó al suelo hasta que se arrastró a la cama mientras se desangraba.

—Una cosa más —dijo Agustín al momento de acabar—. Hay algo que me dijo mientras me arrastraba a mi cama. Algo muy raro.

—¿Qué fue lo que dijo?

—No recuerdo exactamente pero algo de convertirme en otro ejemplo para Ciudad Asesina.

—¿Ciudad Asesina? ¿Cómo que Ciudad Asesina? No lo entiendo.

—Yo tampoco pero eso es lo que dijo.

—Sea como sea, está muerto —sentenció Alejandro—. Fin de la historia. Ahora sólo nos queda seguir adelante y tomar medidas para evitar que sucesos como los que han pasado se repitan.

—Y a tal fin se te va a asignar de forma inmediata una escolta todo el día —le dijo Gonzalo a Agustín—. Hemos decidido que los siete representantes necesitarán protección.

—Me parece una gran idea, pero ¿dónde están los vuestros?

—Estamos de acuerdo en que no los necesitamos porque somos sobradamente capaces de defendernos solos. Y creo que ya está todo. Nos vamos a marchar para que puedas descansar.

—De acuerdo, hijos. Cuidaos y pasad a verme.

—Descuida, Agustín —le dijo Alejandro a la vez que le estrechaba la mano—. A ver si un día me puedo acercar con Carmela y la niña para que te dé un beso.

—Me encantaría, hace tiempo que no veo a tu juguete. Nacho…

—Agustín… —le dijo mientras salía ajustándose el sombrero.

—Descansa —le dijo Gonzalo mientras le daba un torpe abrazo—. ¿Necesitas alguna cosa?

—Mientras me quede morfina en el gotero no, pero gracias.

Llegaron juntos al palacio y tras un rato charlando, Nacho se marchó dejando solos a Gonzalo y Alejandro que iban a prepararlo todo para el suplente de Agustín.

—Isidoro Valverde, qué curioso. ¿Tiene alguna relación con el antiguo cronista de la ciudad? —preguntó Alejandro curioseando en su ficha.

—No lo tengo muy claro, Valverde no era un apellido tan raro.

—Aún recuerdo sus «hablas de Cartagena» por el despacho de mi padre. Qué manera de reír cuando las oía. ¿Cómo se llamaban las de las conversaciones? ¿Gertrudis…?

—Y Eudivigis, sí… era un hombre muy brillante. Espero que su tocayo también lo sea, por lo menos tiene un buen currículo.

—¿No es muy mayor?

—Es lo que hay. Si quieres encontrar a gente preparada, tienen que ser de cuarenta para arriba. Es licenciado en biblioteconomía y controla perfectamente los ordenadores.

—Ya. La incultura producida por un mundo sin estudios es difícil de superar.

—Por desgracia, aún no podemos hacer nada a ese respecto. Demasiados recursos perdemos con el plan de estudios de medicina. Hay tantas cosas que arreglar antes de empezar con la educación…

—Paso a paso, como siempre decía tu padre…

—Sí, pero no podemos ampliar el margen a más de un par de años, o todos los que podrían ejercer de docentes habrán muerto.

—Joder, vaya un mundo de mierda hemos elegido para hacernos cargo de él.

—Nunca has tenido buen ojo para elegir.

—Salvo a la hora de elegir esposa, ahí sí acerté.

—Ahí no tienes mérito —respondió intentando quitarse de la cabeza la visita de Carmela—. Todo el mundo sabe que un Gutiérrez es un acierto seguro.

—Eso sí. Y hablando de ella, Carmela me ha pedido que te pregunte si quieres cenar con nosotros en Nochevieja.

—Dile que estaré encantado de cenar con mi familia.

—¿Crees que ha sido un buen año? —dijo Alejandro sonriendo tras una pausa.

—Ha tenido momentos malos, muy malos, pero parece que va a terminar feliz-mente, sí. Pero tengo un mal presentimiento respecto al año que entra.

—¿Y eso? ¿Qué te hace pensar que va a ser un mal año?

—Que en enero me tengo que reunir con Palas, y si ya hay una desgracia en el primer mes, qué no sucederá en los siguientes.

Alejandro se echó a reír y Gonzalo se unió enseguida. De buen humor terminaron de ordenar las carpetas que había dispersas y adecentaron la zona que ocuparía Isidoro. A la hora de comer, Alejandro se fue a casa y Gonzalo pasó el día entre papeles. Cuando oscureció cenó una ensalada y un poco de queso fresco a medio cuajar en la cocina. Al terminar estrelló el plato contra la pared y apoyó su cabeza contra la mesa mientras se apretaba las sienes con las manos. Pasados unos minutos se levantó bruscamente y se dirigió a paso ligero al rellano de la escalera de caracol donde alternó la mirada entre el piso de arriba y el de abajo. La torre o las oficinas. Hacía tiempo que no subía y aunque su mayor esperanza era que nunca más fuera necesario hacerlo, no podía evitar que la otra posibilidad le diera miedo. Tenso y sintiendo un profundo malestar bajó al despacho y se tumbó en el sofá. Esa noche hacía frío pero no parecía importarle. Dejó que el ruido del viento al entrar por las ventanas le arrullara y sin darse cuenta, se durmió.

El resto de las fiestas fueron estupendamente. El día de Nochevieja Gonzalo hizo que se reactivara el antiguo hilo musical que transmitía villancicos por toda la zona del centro lo cual fue muy aplaudido por la gente y el tema central durante la cena en casa de Alejandro, cena que se extendió hasta altas horas de la madrugada y en la que se abrió una botella de sidra que Carmela se negó a explicar de dónde había salido. Al día siguiente celebró el Año Nuevo comiendo con Nacho y cenando con José Luis, Paquita y Mario que había insistido mucho en verlo.

Mención aparte mereció la noche de chicos que organizó Nacho y en la que Alejandro, Nicolás, José Luis Ros y él acabaron atosigando a Gonzalo con puyas sobre su soltería, recordándole que desde que era presidente no había tenido más relación que con la morena de la cual no recordaba nada.

—Y ella tampoco debía tener muy buen recuerdo de ti —repitió Nacho hasta la saciedad para diversión de los presentes—, cuando no ha vuelto a buscarte.

Gonzalo recordó durante muchos años esos días como algunos de los más felices de su vida en Ciudad Humana.

La mañana de Reyes, Gonzalo se dirigía a la casa de Alejandro para llevarles unos detalles como regalo tal y como exigía la tradición. Carmela preparó un buen desayuno que incluyó varios huevos y algo de pan no demasiado duro que degustaron mientras disfrutaban de las gracias de Irene que a tres meses de su primer año intentaba ponerse de pie sólo para caer de culo. Tras devorar todo lo que su prima había preparado, Gonzalo empezó a contar a Alejandro que había citado a Guillermo Palas el sábado veintiséis cuando un insistente golpeteo en la puerta le interrumpió. Carmela abrió la puerta y escucharon la voz de Nacho. Segundos después entró al salón con el rostro ceniciento y permaneció callado hasta que Carmela se llevó a la niña. Los estómagos de Gonzalo y Alejandro se revolvieron mientras Nacho les contaba que a primera hora de la mañana se habían recibido cuatro avisos urgentes de los que debían estar informados cuanto antes.

—Lo primero que debéis saber —les explicó Nacho—, es a quién pertenecen las casas desde donde nos han avisado. Los propietarios son Rose Marble y su marido, Andrés Manzanares y familia, Calíope Tapoulos y Miguel Ángel Pintado y familia.

Uno a uno los nombres de cualquiera de ellos les hubiera preocupado, pero oírlos en grupo hizo que cuando terminó de pronunciar el nombre de Calíope, Gonzalo sintiera como si el suelo se hundiera bajo sus pies.

—Efectivamente —les dijo—. Las casas de los sustitutos de José Luis, Pilar y Arturo y la encargada de la sala de procesamiento.

—¿Y sus familias? —preguntó Alejandro con apenas un hilo de voz.

—Salvo el marido de Rose, que salió en misión de abastecimiento a Albacete el miércoles, todos muertos y convertidos en sus casas, donde les hemos anulado y mandado a que los procesaran.

—¿Y los sustitutos?

—Ni rastro de ellos.

—¿Hay testigos? ¿Alguna pista? —preguntó Alejandro cada vez más nervioso.

—Nadie vio ni oyó nada.

—Bueno, y entonces, ¡¿cómo mierda se han enterado de lo que había pasado en las casas?! —gritó Gonzalo.

—Por esto.

Nacho arrojó sobre la mesa cuatro Polaroid en las que se veían cuatro puertas. Las cuatro mostraban signos evidentes de haber sido forzadas, y aunque diferentes entre ellas, las cuatro tenían un rasgo común. Pintadas en ellas con sangre, se leía una letra: T.