CAPÍTULO VII

23/12/2040

Un día antes de Nochebuena la ciudad se despertó con una agradable sorpresa: Gonzalo había hecho que un grupo de voluntarios colocara durante la noche los adornos navideños que el ayuntamiento conservaba de la otra vida. Tan hondo caló el gesto que miles de ciudadanos rebuscaron en las casas donde vivían y salieron a la calle a colocar todos los adornos que encontraron. La mezcla de ornamentos no podía ser más ecléctica, conviviendo por las calles lujosas láminas de nacimientos con cartulinas pintadas por niños que rebosaban ilusión por sus primeras Navidades auténticas. En los portales de los edificios lo mismo te encontrabas un belén increíblemente elaborado que cien tiras de espumillón apelotonadas. El aspecto general de las calles parecía según Nacho el de «una Navidad en prácticas», con todo colocado sin orden ni concierto pero dando una sensación de simpatía que se extendía por todos lados. Y en el centro de la ciudad, como tantas otras veces en el pasado, el centenario belén de Cartagena fue colocado en su sitio de siempre, en la plaza de San Francisco.

Tras toda la noche supervisando la instalación de los adornos, Gonzalo pasó la mayor parte del día durmiendo, de forma que cuando se levantó ya eran las cinco de la tarde pasadas. Tras asearse y comer algo, bajó a su despacho a leer la pila de informes sobre el asesino que Nacho había estado repasando desde que se había incorporado a su puesto. Como ya le había advertido, aunque muy numerosos, todos eran completamente inútiles. Pasada la media noche y con los ojos cansados decidió salir a dar un paseo para tomar un poco el aire. Cuando salió por la puerta se sintió profundamente descolocado. Por lo general, las veces que había salido de noche se había encontrado las calles casi vacías con apenas una o dos personas. En lugar de eso se encontró con una ciudad viva, vibrante, iluminada por miles de velas que asomaban en ventanas, puertas, etc.… La gente miraba fascinada a todos lados, disfrutando de su ciudad como si fuera la primera vez que la veían. Aunque su parte más seria no pudo reprimir el pensamiento de que ese despilfarro de velas lo iban a pagar más adelante, las sonrisas y saludos, la alegría que rezumaba la gente le pareció que bien merecía un cierto sacrificio. Casi sin darse cuenta y arrastrado por la marea de gente, Gonzalo llegó hasta la plaza de San Francisco y se colocó en la cola para ver el Belén. Cuando se había marchado la madrugada anterior todo el diorama había quedado montado de la mejor forma posible, teniendo en cuenta tanto la antigüedad de las piezas como la carencia de recursos, pero aunque se había acostado con el recuerdo de algo hermoso, lo que se había encontrado ahora superaba a la primera impresión con creces. Docenas de velas rodeaban todas las paredes del Belén multiplicando su belleza, especialmente en el pasaje del río donde antiguamente se arrojaban monedas para pedir deseos y cuya ribera estaba completamente rodeada de velas. Se asomó para verlo más de cerca y observó que el fondo estaba lleno de pequeños tubos de papel. Presa de la curiosidad miró a su alrededor y observó que una pareja joven que iba algo detrás de él llevaba preparado un pequeño papel enrollado cada uno, el cual al llegar al río besaron y arrojaron con mirada solemne. No consideró oportuno preguntar de qué se trataba, así que terminó el recorrido y salió a la plaza. Paseó despacio por la zona disfrutando del aluvión de recuerdos que le asaltaba: el viejo carrusel desvencijado que se ponía en la esquina frente al belén y en el que su padre siempre le montaba, lo feliz que era con sus padres y su hermana de paseo, tomando un chocolate caliente… aquella vez que su madre dejó que él levantara a Irene para que tirara la moneda y acertó, poniéndose loca de contenta y dándole un enorme beso… Se obligó a parar cuando notó que las lágrimas iban a llegar. Este año y a saber cuántos más, la Navidad iba a ser una fiesta triste y llena de dolorosos recuerdos, pero creía que merecía la pena. Volvió al presente cuando notó que algo le tiraba de la chaqueta, miró y se encontró a Mario, que le miraba fijamente con una gran sonrisa mellada.

Mario Sigüenza, una historia más de Ciudad Humana. La historia de un niño cuyos padres consiguieron llegar a las puertas del muro de coches sólo para caer a manos de los zombis mientras daban tiempo a su hijo para que se salvara. Al no dar tiempo a abrir las rejas, un z-men se descolgó amarrado a una cuerda y lo agarró. Mientras lo izaban, el niño, que tenía cinco años, suplicó a los soldados que por favor no permitiera que sus padres se convirtieran en monstruos. Una vez arriba el z-men remató a los ya agonizantes padres mientras el pobre niño lloraba en silencio. Al enterarse Gonzalo de la historia se aceleraron los trámites y se le aplicó el programa de reencuentro sin éxito. Afectado por lo cruel de la situación, lo acogió en su casa hasta que un par de semanas después se recurrió a la lista de padres «huérfanos» y el niño fue asignado a José Luis y Paquita, los instructores, que habían perdido a sus niños durante la guerra. Ya hacía tres años de aquello y aunque sabía que Mario nunca iba a olvidar a los padres que dieron su vida por él, también sabía que nadie hubiera podido hacerle tan feliz en su nueva vida como esa pareja.

—No tienes que llorar, Gonzalo —le dijo con la voz pletórica de alegría—. Hoy no tienes que llorar, es Navidad.

—Sí, hombrecito —le dijo poniéndose en cuclillas para estar a su altura—, es Navidad, y sé que no debería llorar, pero es que echo de menos a mis padres… y a Irene.

—Yo también echo de menos a mis padres, Gonzalo, y a Irene, que era muy divertida y siempre me hacía reír pero ya no están, y, ¿sabes una cosa? Soy muy feliz porque sé que ellos también lo son.

—No lo dudo ni por un momento, tienen que estar muy felices y orgullosos de ver así de alegre al hijo tan maravilloso que tuvieron.

—Sí, pero no es sólo eso —le dijo sin poder esconder el orgullo ante sus palabras—. Mis padres me contaban muchas cosas de la otra vida mientras íbamos de un lado a otro, pero mis historias favoritas siempre eran las de Navidad. Me encantaba oír que había fiestas y regalos y soñábamos con el día en que volviera a tener una vida con Navidades… pero una noche escuché a mi padre llorar mucho. Me asusté porque hacía ruidos como si le doliera el cuerpo entero o le faltara el aire. Le escuché decir que no soportaba la idea de que yo jamás fuera a conocer la Navidad y tantas otras cosas que eran para los niños. No lo soportaba y por eso lloraba.

Mientras Mario le hablaba Gonzalo lo miraba absorto pensando que nunca se acostumbraría a la velocidad con que maduraban los niños en ese mundo. Esa vida les quitaba la inocencia y sabía que si la humanidad sobrevivía, harían falta muchas generaciones para que la recuperaran. Vio movimiento por el rabillo del ojo, alzó un poco la vista y ahí estaban los segundos padres de Mario, que lo miraban con ojos llenos de orgullo.

—Finalmente llegamos aquí —continuó con la voz algo temblorosa al llegar a esta parte—, al sitio del que se hablaba entre los viajeros, y mis padres murieron por mí. Lo último que me dijeron es que fuera feliz por ellos, y lo he intentado cada día. Y hoy es fácil serlo, porque es Navidad. Porque tengo lo que papi quería.

Gonzalo le miró sin palabras por la emoción y Mario le abrazó con fuerza. Detrás de él José Luis abrazaba a Paquita que lloraba emocionada en sus brazos.

—Muchas gracias, Gonzalo, le dijo el niño.

—No, Mario, muchas gracias a ti —le dijo con tono cómplice—, me has hecho también muy feliz. Eres un buen chico.

—Eso creo yo, pero mamá dice que soy un poco trasto.

—¿Sí? —preguntó mirando a Paquita—. Pues espero que no sea para tanto, que estás en observación.

—¿En observación? ¿Y eso qué es?

—Eso es que están pendientes de ti.

—¿Quién está pendiente de mí? —le preguntó nervioso.

—No debería decírtelo, pero…

Gonzalo se acercó al pequeño y le susurró algo al oído.

—¡¿Los Reyes Magos?! —gritó Mario—. Mis padres me hablaron una vez sobre ellos, pero creía que no eran de verdad.

—¿Seguro? Vaya, y tus padres no se equivocaban nunca, ¿verdad? —dijo con tono divertido poniéndose en pie—. Pues entonces no te cuento nada de lo que sé.

—¿Qué sabes? —dijo con curiosidad.

—Hombre, no debería contártelo, porque a lo mejor no te parece bien lo que hicieron…

—¿Qué hicieron?, cuéntamelo, por favor.

—Vamos a preguntarle a tus padres si te lo puedo contar, ¿vale? José Luis, Paquita —les preguntó guiñándoles el ojo—. ¿Les cuento lo de la carta que me llegó el otro día?

—Creo que sí se lo puedes contar —dijo José Luis a la vez que su mujer asentía—. Nos vas a meter en un lío seguro, pero sí, cuéntaselo.

—El problema es que es un secreto, y… No, olvídalo, no tenía que haberte dicho nada.

—Jolines, Gonzalo, cuéntamelo —le rogó desesperado—. No se lo voy a contar a nadie, de verdad.

—Vale, pues te lo cuento —le dijo en tono confidencial—. No se sabe todavía porque ha sido hace un par de días, pero en mi despacho ha aparecido una carta de los Reyes Magos disculpándose por haber fallado tantos años a causa de las guerras y avisando que como la Navidad vuelve a Ciudad Humana, van a volver a venir. ¿No te hace ilusión?

—Me hace ilusión, claro —le respondió un tanto dubitativo—, pero… ¿Me mintieron mis padres?

—Tus padres no te mintieron —le dijo mientras le alborotaba un poco el cabello—. Lo único que hicieron fue decirte lo que todos creíamos hasta hace un par de días, que ya no existían.

—¿Tú también lo pensabas?

—Pues claro, tras veinte años sin verlos, lo lógico es pensar eso, ¿no crees? Ah, y ahora que caigo, ¿me podrías hacer un favor?

—¿Yo? ¿Un favor? Claro, dime que necesitas.

—Te agradecería que me ayudaras a contar a los demás niños de la ciudad que los Reyes Magos van a volver y que iría siendo hora de escribirles las cartas a ver si os traen lo que les pidáis.

—¿Pero no me has dicho que era medio secreto?

—Claro que sí, pero si te lo he contado a ti, los otros niños también tienen que saberlo, porque si no, no sería justo. ¿Lo entiendes?

—Bueno, creo que sí. Papa y mamá siempre me dicen que hay que compartir.

—Me alegro mucho de oír eso, pero hay otra cosa que aún no te he dicho.

—¿Y cuál es?

—Que por lo menos hasta mañana no vas a poder contárselo a tus amigos, con lo cual esta noche tú eres el único niño que sabe que van a volver.

—Mamá, Papá, vámonos a casa —dijo muy agitado a José Luis y Paquita—, que tengo que escribir la carta, y se lo tengo que decir a los demás, que sólo me queda un día. Gonzalo, ¿crees que les llegará?

—Sí, por supuesto que sí, y si encima es la primera, será la carta que leerán con más atención.

—Pues venga, vámonos papis, que no se haga tarde. Feliz Navidad, Gonzalo.

—Feliz Navidad, Mario.

Se despidió de los instructores, que le agradecieron con la mirada lo que había hecho por el niño, y observó cómo se marchaban con los ojos de Mario brillando de felicidad. Un calorcillo agradable le subió al corazón y se preguntó si quizá no harían falta menos generaciones para que todo volviera a ser como antes, cuando un aplauso muy cerca de su oído le devolvió a la realidad. Se giró y casi se dio de bruces con un muchacho joven, de más o menos su estatura y que le miraba con sorna mientras le aplaudía.

—Tengo que reconocerlo —le dijo el joven en tono burlesco—. Has alegrado a ese niño, y eso es lo más bonito que se puede hacer hoy en día, señor presidente.

Guillermo Palas, opositor a Gonzalo y anarquista de salón. Siempre intentaba mantener el respeto a Guillermo y a la gente que le apoyaba y sabía que lo que le pasaba por la mente era cualquier cosa menos democrático. No creía que fuera mal tipo, lo que no le gustaba es que la mayoría de los integrantes de esa facción habían llegado a Ciudad Humana cuando todo el trabajo duro había terminado y muchos ni siquiera habían disparado un arma en su vida porque siempre habían tenido gente que luchara por ellos. Miembros de la generación «sin cicatrices» que pretendían explicar cómo hacer las cosas. En resumen: gente que en este mundo no solía contar con el respeto de la mayoría pero a la que había que tolerar. Decidiendo dejar las tensiones a un lado por la fecha que era, le sonrió y le tendió la mano.

—Buenas noches, Guillermo. Feliz Navidad.

—Igualmente, Gonzalo, Feliz Navidad a ti también. La verdad, no sabía si me ibas a reconocer, como nunca tienes tiempo para que hablemos…

—Guillermo —le interrumpió en tono afable—, no creo que sea el momento. Es Navidad, ¿por qué no disfrutamos del ambiente?

—¿Y cuándo va a ser el momento? Hace ya varias semanas que le dijiste a Sacristán que querías que nos viéramos y aún sigo esperando. No sé, cualquiera diría que me tienes miedo.

—Es cierto, Guillermo —le dijo mordiéndose la lengua ante el comentario anterior—, y sigo queriendo que nos reunamos, pero he estado bastante liado estas semanas. Por cierto, ¿cómo está Sacristán?

—Como si te importara. Bastante mal, superando que lo humillaras frente a sus compañeros.

—Mira, soy el primero que no está contento de cómo salieron las cosas y tengo ganas de verlo para disculparme, pero la culpa fue de ambos.

—Eso dices tú, pero me perdonarás que crea a mi amigo.

—Bueno, Guillermo —le cortó—, vamos al grano, que no es momento ni lugar. ¿Cuándo quieres quedar?

—Dímelo tú que son tus comparsas los que me tienen que dar el día libre para que hablemos todo lo que tenemos pendiente.

—Bueno, pues la primera semana de enero, el primer día que podamos. En cuanto pueda te aviso, ¿de acuerdo?

—Pero que sea verdad, ¿de acuerdo? Lo que no estoy dispuesto es…

Guillermo se interrumpió al recibir un palo en el hombro con tanta fuerza que casi lo tira de boca.

—¡Hombre, pero si es el señor Palas! —dijo la voz de Nacho a sus espaldas—. ¿Qué, tocando los cojones hasta en Navidad? Eres la polla, amiguito.

—Nacho… —le pidió Gonzalo.

—Maldito matón —le dijo Guillermo mientras se frotaba el hombro—, esto es lo que tú entiendes como un representante de la ley, ¿verdad, Gonzalo? Un matón del tres al cuarto.

—Prefiero considerarme un matón de primera, gilipollas —le respondió Nacho con tono jovial—. ¿Puedes decirme qué mierda haces follándole la oreja a Gonzalo en vez de disfrutar de tu primera puta Navidad?

—No te preocupes, Nacho, creo que Guillermo se iba ya, así que te agradecería que me dejaras terminar de hablar con él. Y te recuerdo por enésima vez que todo el mundo tiene el mismo derecho a ser escuchado.

Nacho puso los ojos en blanco y se alejó varios metros.

—Perdónalo, Guillermo, es un poco sobreprotector.

—¿Qué coño, un poco mierdas? —le replicó Guillermo muy alterado—. Es un psicópata, no sé cómo lo toleras.

—Porque es el mejor en su trabajo.

—¿Pero qué coño de trabajo…?

—Guillermo, me voy. La primera semana de enero te buscaré para quedar.

Sin darle tiempo a añadir nada más, dio media vuelta y se fue a por Nacho al que indicó que le acompañara. Guillermo los siguió con la mirada hasta perderlos cuando enfilaban la calle San Miguel. El aire frío le ayudó a serenarse y cuando las rodillas dejaron de temblarle, emprendió el camino a su casa.

—¿Qué, jefe?, ¿dando un paseo…? —preguntó Nacho.

—Nacho —le interrumpió—, no puedes comportarte así. Hay mucha gente que le respalda y la voluntad de esa gente también merece ser respetada.

—Me parece muy bien, jefe, pero no el día antes de Nochebuena, eso es tocar los cojones, lisa y llanamente.

—Nacho, sólo te puedo decir una cosa más… Gracias por librarme de ese cobarde tocacojones.

Nacho le miró sorprendido y estallaron en carcajadas.

—¿Has visto cómo ha perdido el color, jefe?

—Sí, la pena es que estaba oscuro, porque creo que se ha meado encima. ¿Y tu hombro? —le preguntó señalándole al brazo que llevaba en cabestrillo.

—Bien, pero Nicolás sigue empeñado en que guarde reposo. Nada de ejercicio, nada de cargar pesos, etc…

—Y no le estás haciendo caso…

—¡Qué va! Todos los días hago mis pesas y mis prácticas de tiro. No me puedo permitir perder la forma.

Siguieron caminando en silencio hasta llegar al puerto, que también estaba sembrado de gente. Cuando llegaron a la altura del paseo donde murió su padre, Gonzalo se sentó en el borde con las piernas colgando sobre el mar y Nacho se colocó a su lado.

—¿Te has reconciliado con Alejandro? —le preguntó.

—No.

—Y, ¿piensas arreglar las cosas de una puta vez con él o qué?

—Pero bueno —preguntó sorprendido—, ¿a ti no te caía fatal? No entiendo qué interés tienes ahora. Además, no nos hemos vuelto enemigos, sencillamente tenemos una diferencia de opiniones muy importante que nos ha distanciado un poco. Eso es todo.

—Sí, ya. Y yo ni cago ni me tiro pedos: descargo heces y expelo punes. No tengo más interés que el hecho de que siempre que te encabronas con él, parece que estés perdido. Es tu amigo y tu segundo al mando, y no podéis seguir como esta semana hablando solo con monosílabos.

—Me hace gracia que tú me vengas con eso. ¿No dijisteis que no era preciso llevarse bien? ¿No estás siendo un poco hipócrita?

—Ni chispa, aquí el único que está siendo un poco algo eres tú, que estás siendo un poco tonto del capullo.

—Gracias por el piropo —le dijo en tono divertido.

—De nada, chato, pero no me toques los cojones comparando que no quiera llevarme bien con alguien que siempre me ha caído mal, con el hecho de que te sugiera que te reconcilies con el que ha sido tu mejor amigo desde, no sé, desde siempre.

Gonzalo permaneció en silencio mirando el alargado reflejo de la luna en el mar. Con aire distraído cogió un puñado de piedras del suelo y las examinó, desechando la mayor parte hasta quedarse con un puñado de buen tamaño. Cogió la primera y la lanzó en dirección a la línea blanca que ondulaba en la superficie, agitándose por los tres botes que la piedra dio sobre ella antes de hundirse. Con un gesto Nacho le indicó que le diera alguna piedra y Gonzalo le deslizó dos en la mano.

—¿Sabes? —le dijo a Nacho mientras arrojaba otra piedra—. Fue mi padre quien me enseñó de niño a hacer «ranitas» con las piedras. Era capaz de hacer que una piedra diera siete botes.

—No quiero que lo tomes a mal —le interrumpió Nacho—, pero eres un poco monotemático, Gonzalo.

—¿Perdón? ¿Eso a qué viene?

—No te lo digo por nada, entiéndeme, pero es que siempre que tienes algún problema, dilema o decisión, haces lo mismo: te parapetas en el fantasma de tu padre: ¿Qué habría hecho él? ¿Qué le habría parecido a él?, etc… Y eso no es forma de enfrentar los problemas, Gonzalo, eso es una forma enfermiza de eludir las responsabilidades atribuyéndole tus decisiones a un muerto.

Nacho se levantó, cogió la primera piedra y estiró el brazo sano hacia atrás. Dio un latigazo desde el hombro soltando la piedra en el momento justo y los dos la siguieron con la mirada. Uno, dos… seis botes realizó antes de hundirse.

—¡Sí! —gritó alborozado mientras se jaleaba a sí mismo—. ¡Sí!, ole mis cojones, seis botes, total nada, seis botes. Soy la polla en verso, comed mierda piedras, el sheriff King ha hecho seis botes, soy una puta máquina.

Gonzalo lo miraba con una sonrisa. Aunque la conversación le había resultado molesta y ofensiva en parte de lo que había dicho, conocía sobradamente a Nacho, y sabía tres cosas de él que eran indiscutibles. Nunca mentía, estaba dispuesto a todo por proteger Ciudad Humana y era la persona más malhablada de toda la ciudad. Lamentaba reconocer que Alejandro tenía razón en que le consentía más que al resto, pero era así.

—Por cierto —le preguntó cuando se sentó nuevamente—, ¿me estabas buscando o ha sido casualidad?

—¡Y un huevo casualidad! He ido a buscarte a casa y al decirme que te habías ido he imaginado que estarías por aquí.

—Y, ¿qué era tan importante que no podía esperar hasta mañana?

—Venía para ver qué vas a hacer en Navidad.

—¡Eso sí que no me lo esperaba! —exclamó sorprendido—. ¿Y eso?

—Algunos de los z-men van a hacer una fiestecilla en el cuartel, y si sigues sin plan, podrías apuntarte.

—No te prometo nada, pero me lo pensaré.

—Con eso me vale. Ahora te dejo, que ya es muy tarde. Nos vemos mañana.

—Una cosa, Nacho —le dijo—. Antes he visto que la gente estaba arrojando papeles al río del Belén. ¿Sabes qué significa?

—Son deseos, jefe —le respondió mientras se levantaba—. La gente los tira dentro y espera que se cumplan.

Asintió con la cabeza y Nacho se alejó silbando mientras Gonzalo le observaba. Se encogió de hombros y miró su reloj que marcaba las dos menos diez de la mañana. Bostezó y emprendió el camino de regreso a casa intentando concentrarse en la propuesta de Nacho pero pensando en Alejandro.

A la mañana siguiente, día de Nochebuena, y a pesar de lo poco y mal que había dormido desde el incidente en Las Campanas, Gonzalo amaneció pletórico. Estas fechas siempre le habían entusiasmado de niño y a pesar de la conversación con Guillermo y los problemas con su mejor amigo, se prometió a sí mismo que iba a intentar disfrutar de las fiestas. Desayunó un trozo de pan con agua fresca y lo acompañó con un par de piezas de fruta. Saciado, se aseó, se puso ropa cómoda y salió a pasear a ver si conseguía aclarar un poco sus ideas. Era consciente de que la enorme cantidad de problemas a los que se estaban enfrentando le estaban costando más de lo que se pensaba, y no lo decía por las canas que empezaban a aparecer en su cabeza, sino por los arranques de ira, los problemas para dormir y mil cosas más. Tenía que lidiar con «el príncipe», que aunque sabía que se trataba de un trato nefasto, no conseguía encontrar ninguna alternativa plausible. Estaban las continuas provocaciones de Guillermo y sus seguidores, tema sobre el que no quería pensar mucho hasta que hablara con él en enero. Los constantes problemas de abastecimiento de víveres, quebradero de cabeza continuo y de difícil solución. Y por supuesto, los asesinatos de Míster T, como le llamaban los Freak, cuya inactividad de las últimas semanas le hacía pensar en la calma que precede a la tormenta.

Llegó andando hasta el faro de Navidad y se sentó a mirar el mar en silencio hasta que el rugir de su estómago le indicó que se aproximaba la hora de comer, momento en el que deshizo el camino. Tras llenar el estómago decidió darse el lujo de dormir una siesta, pero al pasar por la puerta de la escalera de caracol se planteó subir a la torre un rato. Tras pensar que eso no iba a contribuir a mejorar su humor, se decantó por la idea inicial y fue a su dormitorio. Apenas había cerrado los ojos, cuando escuchó el timbre sonando.

—No falla —dijo a la habitación vacía—, me acuesto y llaman. Y claro, será Nacho, con lo que se acabó el descanso.

Se incorporó de mala gana y abrió antes de bajar a su despacho, donde sabía que Nacho iría primero. Se sirvió un vaso de agua y se dirigió al sofá frente a su mesa cuando escuchó la última voz que esperaba oír.

—Muy buenas, primo. ¿Te pillo en mal momento?

Gonzalo se giró para encontrarse a Carmela que le miraba sonriente apoyada en el marco de la puerta. Se acercó a ella y le dio dos besos.

—Carmela, qué sorpresa, pensaba que eras Nacho.

—Sí, mucha gente nos confunde —bromeó—. ¿Qué hacías?

—Nada, iba a dormir un rato cuando has llamado y he bajado aquí a esperar.

—Lo siento mucho Gonzalo, no quería despertarte.

—¡Qué va!, no tiene importancia. Si aún no me había dormido. Siéntate —le dijo señalando al sofá—. ¿Quieres un poco de agua?

Carmela asintió con la cabeza mientras se sentaba en un extremo del sofá. Gonzalo le acercó el vaso y se sentó en silencio junto a ella temiendo abrir la boca, pues sabía perfectamente para qué había venido. Carmela no obstante apenas aguantó un par de minutos antes de hablar.

—Parece mentira lo idiotas que podéis llegar a ser los hombres.

—Carmela, por favor…

—Carmela nada. He venido yo porque sé que tú no vas a dar el primer paso, y él se siente fatal por lo que quiera que fuera que os pasó.

—¿No te lo ha contado?

—No, y cuando no me cuenta algo tuyo generalmente es porque has hecho algo malo, pero su lealtad a ti le impide soltar prenda.

—Mira Carmela, ni siquiera es que nos hayamos peleado a muerte ni nada de eso, sencillamente, que tengo que asegurarme de hasta qué punto puedo contar con él para según qué cosas.

—Como si no supieras que puedes contar con él para lo que quieras. Gonzalo, sabes que Álex haría absolutamente cualquier cosa por ti.

—¿Te ha pedido él que vengas?

—No. Es cosa mía. Para ser honesta, supongo que se imaginará que estoy aquí. Simplemente le he dicho que me iba, me ha dado un beso y se ha quedado jugando con Irene.

—Y ¿por qué crees que lo sabía?

—Es mi marido, y nos conocemos. Además, sus ojos me estaban deseando suerte.

—Bueno, pues si venías a hablar de eso, ya lo hemos hablado. Ahora, por favor, no te preocupes por nada, que lo único que necesito es tiempo, ¿vale?

—¿Tiempo? Tú mejor que nadie deberías saber el poco tiempo que tenemos para disfrutar de las cosas, pero tú a lo tuyo. Si te merece la pena seguir así con alguien a quien quieres como un hermano y que te quiere más si cabe, es decisión tuya.

—Te lo agradezco, Carmela, pero de verdad que necesito un poco de tiempo.

—Qué cabezón eres, Dios mío.

Carmela se acercó a Gonzalo y le cogió la mano.

—Primo —le pidió en tono relajado—. Mándalo todo al cuerno y vente a cenar con nosotros esta noche, que es para estar en familia, por favor.

—Vamos a hacer una cosa, prima, te prometo que me lo voy a pensar, ¿vale?

—Sí, seguro, procura no marear a tu cerebro con todas las vueltas que le vas a dar al tema —se levantó nuevamente cabreada y se dirigió a la puerta—. Desde luego, da igual que venga Dios, el Apocalipsis o quien sea, el orgullo masculino sigue siendo el mayor enemigo de la humanidad.

—Carmela, espera.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Has cambiado de idea?

—No, pero es que hay algo que quiero darte.

—¿El qué? ¿Más disgustos?

—No precisamente —Gonzalo se dirigió a su mesa y empezó a trastear en un cajón del mueble—. ¿Te acuerdas del coche de mis padres? ¿El azul marino?

—Sí —le respondió—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Verás, hace unos meses, durante una ronda con los z-men, creí verlo en la zona del muro de coches cerca de la vieja carretera a canteras. Subí hasta él para comprobarlo y efectivamente lo era. ¿Recuerdas el muñeco de Mortadelo vestido como Spiderman que mi padre llevaba en la luna delantera? Pues a los pies del copiloto estaba. Muy deteriorado por el sol pero ahí estaba. Me senté dentro, ilusionado por el hallazgo y tras despedirme de los z-men, permanecí horas bañándome en recuerdos. Cuando oscureció volví a casa pero no sin antes echar un vistazo en los cajones y la guantera del coche, donde encontré esto.

Gonzalo le extendió la mano derecha que sostenía una caja de CD agrietada y tan amarillenta que parecía imposible distinguir la portada que llevaba dentro. Carmela se quedó sin aliento al verla, puesto que para ella no hubo ninguna dificultad en identificar lo que su primo le tendía.

—Es el disco de tu padre —le dijo Gonzalo.

Carmela se tapó la boca con las manos intentando contener la emoción. Miró el frasco de colonia con el nombre y el título de la portada y levantó los ojos llorosos en dirección a los de su primo como pidiéndole permiso. Gonzalo se lo colocó en las manos y ella con delicadeza lo abrió y sacó el librito con las letras. Pasó un par de páginas, y allí estaba la foto de Manuel, su padre, mirando a su bajo concentrado mientras tocaba. Notó como le fallaban las fuerzas y sus piernas dejaron de sujetarle. Alarmado, Gonzalo la cogió antes de que cayera al suelo y la llevó al sofá mientras estallaba en lágrimas. Luego recordaría que no había llorado así desde la noche que huyó de la casa de campo de sus abuelos, pero en ese momento sólo supo que lloró hasta que se quedó sin respiración, hasta que no pudo más, y que cuando creyó que se había vaciado, volvió a llorar, pero esta vez de rabia porque sus padres no habían conocido a su hija, por tener que vivir en ese mundo.

Gonzalo, que la había sujetado contra su pecho durante todo el tiempo que ella estuvo desahogándose, no dejó de acariciarle el pelo y susurrarle palabras para tranquilizarla. Cuando recuperó el control de sí misma, Carmela levantó la mirada hacia su primo, que le sonreía.

—Gracias…

Y le besó en los labios. Tímidamente al principio, pero con más pasión a cada segundo que pasaba. Aturdido, Gonzalo la apartó con delicadeza.

—Carmela, esto no puede ser —le dijo con tono firme.

—Lo sé —respondió ésta avergonzada y nerviosa—. Lo siento, no sé qué me ha pasado.

—Ya lo hablamos en su momento, lo nuestro no podía ser, la ciudad…

—La ciudad te necesita, sí, lo sé, la maldita ciudad te necesita y es una amante muy exigente, y nunca te dejará que seas feliz, lo sé.

—Además, Álex no se merecería esto.

—Ah, muy bien, ¿ahora te preocupas por Álex? Hace un momento necesitabas «tiempo» y de golpe otra vez te preocupas por él. Muy bien.

—Carmela, no te pongas irracional, sabes que si las cosas hubieran sido diferentes, si no viviéramos en el mundo que vivimos…

—Mira, déjalo, tú eres el que más pierde. Yo tengo un marido que me adora y al que amo y una niña que hace que salga el sol para mí. Lo que de verdad siento es tu situación, amante de una ciudad que no te corresponde. Maldita sea, Irene podría haber sido tu hija si hubieras querido.

Consciente al ver la cara de Gonzalo de que se había propasado, se llevó la mano a la boca en un intento tardío de silenciarse.

—Lo siento, Gonzalo, yo…

—No te preocupes —dijo Gonzalo intentando sonreír sin mucho éxito—. Sé que no querías decir eso.

—No, de verdad que no quería —dijo a punto de echarse a llorar de nuevo—, lo siento de verdad, eso ha sido muy injusto, perdóname. No sé lo que me pasa, todo esto es muy difícil, es muy duro criar a una niña en este mundo y que Alejandro se juegue la vida a diario, y no tengo derecho a pagarlo contigo… Dios, lo siento tanto…

—Bueno, vamos a olvidarlo, ¿vale? Espero de corazón que te haya gustado el regalo, a mí me encantó cuando lo encontré. Lo he oído un par de veces, y sigue siendo una maravilla.

—Gonzalo, yo…

—Buenas tardes —dijo la voz de Agustín el censor desde la puerta del despacho—. ¿Interrumpo algo? Perdón por la intromisión, pero venía a dejar unos papeles y he escuchado voces. No quería molestar.

—En absoluto, Agustín. Además, yo me iba ya —dijo Carmela—. No os interrumpo más. ¿Gonzalo?

—Diviértete esta noche, y dale un beso a Irene de parte de su tío Gonzalo.

—Lo haré —se encaminó a la puerta mirando al suelo—. Feliz Navidad, Gonzalo, feliz Navidad, Agustín.

—Feliz Navidad, Carmela, y saluda a tu marido.

—Feliz Navidad, prima.

Esperaron hasta que sonó la puerta al cerrarse…

—¿Qué ha pasado, Gonzalo? Lamento mucho si he metido la pata. ¿Qué le ocurría?

—Nada, ha venido a hablar de Álex.

—¿Seguís enfadados?

—Eso parece.

—No me quiero meter en lo que no me importa, pero si quieres un consejo, te diría que disfrutes de los amigos y te olvides de las peleas estúpidas. Sé lo tentador que puede resultar el dejarse llevar por la rabia, pero cuando eres mayor y haces balance, te das cuenta de lo que verdaderamente importaba.

—Gracias por el consejo, Agustín, pero aún soy joven.

—A la velocidad que perdemos a los seres queridos en este mundo, ya eres prácticamente un abuelo. Piénsatelo.

Sin esperar respuesta, se dirigió a su mesa y se puso a ordenar un montón de papeles en unos sobres que tenía sobre la mesa. Gonzalo lo miró en silencio hasta que se marchó mientras pensaba en lo que le había dicho.

A las ocho se preparó una cena temprana con un par de tomates que cortó en gajos y unos filetes de lomo. Tras brindar consigo mismo por la Navidad, y sintiéndose sin sueño, volvió a bajar a su despacho. Se tumbó en el sofá y mirando al techo intentó pensar en Alejandro pero algo le había desplazado como centro de sus preocupaciones: su mujer. En el fondo Gonzalo sabía sobradamente que su amigo y él estaban destinados a arreglar sus diferencias, pero lo que había sucedido con Carmela le había dejado fuera de juego. Recordando el pasado y sin darse cuenta, se durmió.

Se despertó sobresaltado al oír pasos corriendo que subían por la escalera. Por instinto desenfundó su pistola y apuntó a la puerta del despacho.

—¿Gonzalo? —gritó la voz de Nacho—. ¿Estás en el despacho?

—Sí —respondió mientras enfundaba la pistola—, estoy aquí.

Miró su reloj. Eran casi las dos de la mañana y notó que le dolía el cuello.

—¿Qué pasa? —preguntó mientras encendía la luz del despacho—. Hacía siglos que no me quedaba dormido en un sofá, así que espero que sea importante.

Nacho entró en la habitación acompañado de Alejandro, que permanecía en silencio pero no lograba disimular una sonrisa que le llenaba la cara.

—Buenas noches, jefe —dijo muy alegre Nacho—. Te traemos un regalo de Navidad.

—¿Qué regalo de Navidad? —miró a Alejandro y le saludó con un gesto de la cabeza—. Buenas noches, Álex.

—Buenas noches, Gonzalo.

—Hombre, me alegro de que le saludes —dijo Nacho—, porque precisamente es él quien te trae el regalo. Yo sólo soy el acompañante.

—Vaya, me tenéis intrigado —les respondió—. Dime, Álex. ¿Qué regalo me traes?

—Tenemos a Míster T. Está muerto.