CAPÍTULO VI

09/12/2040

Gonzalo mandó a llamar a Nacho y a Alejandro para que fueran urgentemente al hospital. Cuando llegaron, apenas una hora después de los hechos, un celador que les estaba esperando les condujo al depósito de cadáveres en el sótano donde, ataviados con trajes de protección biológica, Gonzalo y Nicolás estaban efectuando una autopsia al infectado. Pasaron a una sala contigua para observar todo el proceso tras una cristalera y el celador activó el micrófono para comunicarse con ellos justo antes de dejarles solos. Saludaron a Gonzalo y Nicolás y éste les indicó una mesita donde se hallaba una carpeta para que la leyeran. Se sentaron juntos y Alejandro la sostuvo entre ambos para que pudieran leer lo que resultó ser el expediente del muerto. Al acabar lo poco que había escrito, Nacho preguntó nuevamente qué había ocurrido y Gonzalo les contó lo sucedido desde que había bajado a urgencias hasta que los mandó llamar. Alejandro releyó lo escrito mientras notaba como un escalofrío le recorría el cuerpo:

«Sergio Mancazo, veintitantos, entró inconsciente traído por unos muchachos que dijeron haberlo encontrado tirado junto a la grúa del puerto. Se le intentó hacer reaccionar y el pulso se volvió errático. Se le empezaron a aplicar técnicas de reanimación y sufrió un ataque, tras el cual se levantó de un salto y le desgarró el cuello a la enfermera que le estaba pinchando epinefrina. Los ATS le intentaron sujetar y…».

Cerró la carpeta y se centró en el terrible pensamiento que llenaba su cabeza: un zombi corriendo. La única ventaja que había tenido siempre el hombre sobre los zombis era el movimiento. Contra un enemigo inagotable, irracional y con un solo punto débil, la única opción real de sobrevivir se basaba en la diferencia de velocidad entre ellos y los zombis: en poder correr o tomar tiempo para apuntar. El poder escapar de ellos simplemente andando un poco rápido… si los zombis empezaban a correr, el conflicto se iba a inclinar excesivamente contra la humanidad. Miró a Nacho que no apartaba la vista de la mesa de autopsias con el ceño fruncido.

—¿Qué te parece? —le preguntó Alejandro.

—Estoy pensando —respondió distraído Nacho— que hay algo que se me escapa en todo esto…

—¿Qué se te ocurre? ¿Ves algo raro?

—Mira, Alejandro —dijo Nacho arrebatándole la carpeta marrón del expediente—. Si no te importa, ¿puedes intentar estar en silencio un puto minuto, por favor? Seguro que me ayudaría a concentrarme.

Alejandro se quedó asombrado con la respuesta recibida. Consciente de que la tregua entre ellos se había interrumpido de forma unilateral, negó con la cabeza y prefirió centrarse nuevamente en la autopsia. Conforme pasaban los minutos, más y más pedazos del cuerpo iban siendo separados, clasificados y depositados en envases que iban etiquetando. Nicolás cogió una pequeña radial y justo cuando iba a apoyarla en la cabeza del zombi, Nacho se levantó y golpeó el cristal para llamar la atención de Gonzalo.

—¡Jefe! —gritó como si no hubiera un micrófono—, mírale la nariz, busca alrededor de las fosas y en el interior.

Alejandro le miró con expresión de duda mientras Nicolás apagaba la radial y se encogía de hombros. Gonzalo le miró a su vez y tras asentir, se situó a la izquierda del cuerpo y empezó a explorar la nariz con la ayuda de una gran lupa.

—¿Qué estamos buscando? —le preguntó sin girarse.

—Si está lo sabrás. Quiero saber si hay cierta mierda ahí que no debería de estar.

—¿Puedes ser un poco más claro? Me ayudaría saber qué es lo que… —la voz descendió de volumen hasta desaparecer.

—¿Ocurre algo? —preguntó Alejandro mientras Gonzalo decía algo que no alcanzaban a escuchar—. ¿Qué dices, Gonzalo? No te oímos.

Gonzalo se incorporó y miró fijamente a Nacho. Su rostro había palidecido.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó a Nacho.

—Ha sido una corazonada. El informe me ha traído malos recuerdos de cuando era policía.

—¿Podemos saber de qué estáis hablando? —preguntó Alejandro.

—Ahora ya sabes lo primero que toca hacer, ¿no? —continuó Nacho como si no le hubiera oído.

—Nacho, por favor —le dijo Alejandro cogiéndolo por el hombro—, ¿qué cojones está pasando?

—Álex —dijo Gonzalo—. Hay restos de un polvo blanco muy fino en los alrededores y en el interior de la zona.

—¿Polvo blanco? —preguntó Alejandro—. Pero eso no puede ser, ¿no?

—Pues está pasando, compañero —le dijo palmeándole el hombro Nacho—. Ahí el amigo es el primer caso de muerte por sobredosis de nuestra recién reformada ciudad.

Una semana después del incidente, y a pesar de la petición a los presentes de discreción y de los intentos de Gonzalo para que no se extendiera el tema, no había un solo habitante de Ciudad Humana que no pudiera contar la historia de aquella noche: un zombi había echado a correr y había matado a varias personas en el hospital. Gonzalo y Alejandro estuvieron sometidos a una actividad frenética buscando el origen de la droga, pero nada comparado con Nacho que estuvo día y noche haciendo lo imposible. Diez días después obtuvo una pista fiable del lugar de trapicheo, situado en la misma zona que tan tristemente célebre había sido en la otra vida por los mismos motivos: la barriada de Las Campanas.

El catorce de diciembre fue la fecha escogida para comprobar si la información era correcta y Gonzalo pasó gran parte de la noche anterior repasando los detalles junto a Alejandro y a un desconocido, por su apatía, Nacho. El plan consistía en llegar, comprobar si habían acertado y, de ser así, desmontar el negocio y volver a casa. Plan fácil sobre el papel pero que tenían claro que en algún momento se iba a complicar, por lo que querían ir todo lo preparados que pudieran. Gonzalo llegó a las cuatro de la tarde a la base de las fuerzas de seguridad donde se colocó un equipamiento de cuero y casco integral con una dotación de armamento estándar que Nacho le entregó. A las seis de la tarde, pasaron revista a los z-men que les iban a acompañar y a las seis y media subieron junto a una treintena de z-men a un viejo autobús que tomó camino dirección al puerto. Cuando llegaron a la grúa de carga donde habían encontrado a Mancazo, el transporte se detuvo y echaron a andar en dirección a la barriada bajo un cielo cada vez más oscuro.

—Gonzalo —le dijo Alejandro en voz baja—, tengo un mal presentimiento con todo esto.

—Yo también, Álex. Me da muy mala espina. Y el estado de ánimo de Nacho no me ayuda a calmarme.

—¿Qué demonios le ocurre? Está el doble de simpático de lo habitual. ¿A ti te ha dicho algo?

—Ni una sola palabra en todo el tiempo.

—Pues bien vamos. Y tengo una pregunta —dijo señalando con la mano al grupo—: ¿No es un poco exagerado este despliegue? Es que esto tampoco me hace sentir más tranquilo, más bien todo lo contrario.

—A mí también me parecía un poco excesivo pero Nacho insistió, y en esto él es el jefe. Dice que no sabemos con qué nos vamos a enfrentar, y que más vale dar una imagen de fuerza a dejarnos amilanar.

Continuaron subiendo en silencio y pronto dejaron a la izquierda los restos de una gasolinera. Un poco más adelante, distinguieron la forma del antiguo tanatorio recortándose contra el crepúsculo y justo detrás, tan cerca y a la vez tan lejos, el hospital de Santa Lucía. Gonzalo miró su reloj y vio que ya eran las siete y cinco pero el camino seguía a oscuras. Se acercó a una de las farolas y apuntó a la pantalla con su linterna para encontrar que la bombilla estaba reventada. La siguiente farola estaba igual. Y la siguiente.

—Parece que les gusta la oscuridad por aquí —murmuró alguien.

—¿Qué hacemos? —preguntó Gonzalo a Nacho—. ¿Nos esperamos a mañana y venimos con luz?

—No —le atajó Nacho—. Seguro que ya ha ido alguien a avisar de que venimos, si ahora reculamos sólo porque no hay luz sería una muestra de debilidad fatal.

—O una forma de mostrar inteligencia —intervino Alejandro—. No creo que sea necesario que nos metamos en una zona posiblemente hostil a oscuras, ¿no?

—¿Ves? Eso es lo que esperan —le respondió Nacho alzando la voz—. Quieren que les demostremos que ellos ponen las reglas. ¡Que somos unos mierdas! Tú puede que lo seas, ¡pero yo no!

—Escúchame, Machito —le contestó aumentando el tono a su vez—. A mí lo único que me importa es que esto se resuelva de la mejor manera posible, ¡y si puede ser sin bajas, mejor!

—¡No sabes con qué gente puede ser que tengamos que tratar, no tienes ni idea de dónde vamos a meternos! —gritó Nacho—. ¡Sólo entienden la fuerza!

Poco a poco la discusión iba aumentando en intensidad hasta que llegado un momento los dos se encontraban tan cerca que sus narices prácticamente se rozaban. Con cara de cansancio, Gonzalo se pegó a ellos.

—Espero que seáis conscientes del espectáculo que estáis dando —les susurró—. El jefe de las fuerzas de seguridad de Ciudad Humana y el segundo al mando de la ciudad, peleando como matones de colegio en el patio. Los muchachos que nos acompañan están dispuestos a dar la vida por cuidar de la gente, pero no creo que estén dispuestos a darla por dos personas a las que se les ha dado tal responsabilidad cuando no son capaces ni de resolver sus diferencias.

Con los puños aún crispados, se separaron y murmuraron unas forzadas disculpas a los z-men justo antes de ordenarles retomar la marcha.

—Estoy cansado de vuestras peleas —les dijo Gonzalo cuando ya no podían oírles—. No podemos seguir así, tenéis que llevaros bien. Es imprescindible una buena relación entre vosotros para que todo vaya correctamente.

—Mira, Gonzalo —le atajó Nacho—. Lo hemos intentado por todos los medios y no es posible. Ni nos llevamos bien, ni nos gustamos, ni tenemos la misma forma de hacer las cosas, así que déjate de una vez la milonga de que nos llevemos bien, ¡hostias! Pídenos que hagamos bien nuestro trabajo, que colaboremos. Vale. Por el bien de todos lo haremos, pero no toques más los cojones con el tema de la amistad, que ya está muy gastado y cansas.

—Vaya —respondió Gonzalo tras unos segundos en silencio—. ¿Tú estás de acuerdo con Nacho, Álex?

—Por una vez estoy de acuerdo con él. Cuando hace falta colaborar, de mejor o peor grado lo hacemos, pero tu obsesión por convertir esto en la casa de la pradera sólo sirve para provocar que no podamos tomar espacio cuando lo necesitemos sin que nos vengas con el sermón.

—Vale, puedo comprenderlo, pero necesito tener certeza absoluta de que colaboraréis como uno solo cuando sea necesario.

—Sí —respondieron ambos.

—Pues supongo que tendré que conformarme con eso… un momento —se interrumpió señalando un grupo de luces al final de la carretera—. ¿Qué es eso?

—Las Campanas —dijo Nacho—. Las luces de las casas por lo menos no las han roto.

La oscuridad reinante en la carretera hacía que el brillo de las luces pareciera flotar, confiriéndole un aspecto fantasmal. El resto de la marcha la hicieron en silencio, intimidados por la aparición de cientos de personas que salían de sus destrozadas casas para contemplar la curiosa comitiva. Las luces se iban acercando y antes de darse cuenta, se encontraron un paisaje urbano que no podía ser más desalentador. Los edificios seguían medio en ruinas y llenos de pintadas, la basura campaba por sus anchas y el olor de toda la zona era insoportable. Conforme iban adentrándose en el barrio el número de espectadores seguía multiplicándose de tal manera que cuando llegaron a la pequeña plaza situada en el centro del barrio, daba la impresión de que todos los habitantes de Las Campanas estaban ahí. Gonzalo observó al gentío mientras Nacho exponía su plan y notó cómo la espalda se le erizaba al observar sus expresiones. La mayoría parecían no estar muy centrados, pero había algunas personas que parecían no estar ni siquiera ahí. Cuando Nacho finalmente dio la orden de dispersarse para buscar, los vecinos se habían convertido en un círculo compacto de gente que les miraba con mala cara. Con paso dubitativo los z-men empezaron a avanzar hacia la barrera humana, pero al llegar a su altura ninguno de los integrantes hizo el amago de moverse. Un par de agentes intentaron abrirse camino para pasar sin mucha suerte mientras que otro lanzó un culatazo al estómago de un hombre para que se apartara, lo que valió que media docena de personas se lanzaran contra él golpeándolo y tirándolo de espaldas.

—Señores, por favor, soy el jefe de seguridad de Ciudad Humana y estamos aquí por un asunto muy importante —dijo Nacho en voz alta—. Hagan el favor de apartarse y dejarnos seguir con nuestro trabajo, no queremos problemas.

—No creo que le estén escuchando siquiera —susurró Alejandro a Gonzalo—. Mira sus caras, la mayoría están en su propio mundo.

—Eso no es nada, fíjate en sus ojos —respondió Gonzalo—. Los tienen abiertos como platos, parecen estar listos para saltar. ¿Cuánta gente vive en este barrio?

—No lo sé. Habría que preguntarle a Agustín, pero creo que unas tres o cuatro mil personas.

—Pues como todas estén así, mal vamos.

Nacho seguía hablando en un tono cada vez más alterado sin que los presentes mostraran reacción alguna. Finalmente, soltó un bramido de furia y desenfundó su pistola. Gonzalo notó como Alejandro se tensaba a su lado consciente de que la cosa sólo podía ir a peor.

—Muy bien, atajo de subnormales, se os ha advertido. ¡Soldados! —gritó a sus hombres—, preparad los fusiles y fuego a discreción si no se mueven a la cuenta de tres. ¿Preparados? Uno…

La gente empezó a reaccionar a cámara lenta. Miradas perdidas se cruzaban entre ellas aunque más que miedo, lo que transmitían era duda, como si lo que estaba ocurriendo no fuera lo que estaba previsto.

—Dos…

—¡Vale! —gritó una voz a espaldas de Nacho—. Deja de contar. El jefe quiere ver si eres capaz de hacerlo, pero la verdad, creo que lo eres y no me apetece que nos diezmes la parroquia.

Todos se giraron en dirección a la voz para encontrarse a un hombre de unos sesenta años, muy delgado, con una calvicie incipiente y una ancha sonrisa con media docena de huecos.

—¿Eres el que está al mando aquí? —le preguntó Nacho.

—No, hijo mío —respondió en tono paternalista—. Yo no estoy al mando aquí, ni en ningún sitio. El único que está al mando es «el príncipe», que guía nuestras vidas en pos de la felicidad del olvido.

—Lo que faltaba —gruñó Alejandro—. Ahora un poeta chiflado.

Gonzalo le indicó con un gesto que se callara. Esto era cosa de Nacho y pretendía que él llevara la situación sin interferencias.

—Vale —dijo Nacho cuando su interlocutor hubo terminado—. Pues, ¿podría decirme quién mierda está al cargo de todo esto?

—Eso sí podría hacerlo, hermano —respondió serio—, de hecho, estoy aquí para hacerlo, así que si me acompañáis…

Levantó un brazo para señalar un edificio a su izquierda cuyo portón, muy bien iluminado, daba a la placita donde se hallaban. Sonriendo, chasqueó los dedos dos veces y, como activados por un resorte, la barrera de gente se fue apartando para abrir un camino despejado hasta él.

—Si me haces el favor de acompañarme, te llevaré con «el príncipe» para que habléis. ¿Vamos?

Los z-men echaron a andar detrás de Nacho cuando su anfitrión negó con el dedo.

—No, no, no, sólo tú, el que parece que está al cargo, los demás deberán esperar aquí disfrutando del fresco de la noche.

—Si crees que me voy a meter yo solo contigo en ese sitio, debes de estar loco.

—¡Qué falta de confianza! —dijo con fingida afectación—. ¿Cómo queréis que seamos amigos si empezamos nuestra relación con desconfianzas y malos pensamientos?

—No tengo ningún interés en empezar ninguna jodida amistad, sólo quiero hablar con el que está al mando de esto y advertirle de un serio peligro que puede provocar miles de muertes, así que tú verás: ¿aceptas que entre con mis hombres o me voy por donde he venido y cuando vuelva no será con intención de hablar?

Tras meditar unos segundos, el anciano asintió.

—Muy bien. Tres de tus hombres, pero deberéis entrar sin armas.

—De acuerdo —le respondió—, sin armas. Las dejaremos aquí al cuidado de los míos.

Nacho soltó su fusil y se lo entregó al soldado que tenía a su derecha. A continuación señaló a Gonzalo y a dos soldados más y les indicó que le acompañaran. Gonzalo le entregó las armas a Alejandro.

—¿Qué está pensando? —le susurró Alejandro—. Os está metiendo en una trampa. ¿Es que está loco? No sabemos con quién vais a encontraros ni de lo que es capaz.

—Dejémosle hacer, Álex —le dijo mirándole a los ojos—. Y si pasa cualquier cosa, ya sabes lo que te toca.

—Pero…

Gonzalo le dio la espalda y se puso a la altura de los otros z-men. El anciano echó a andar y les indicó que le siguieran hasta el edificio cuyo portal parecía pertenecer a una realidad alternativa. Las lámparas se reflejaban en unos azulejos que parecían haber sido pulidos el mismo día y la escalera parecía tan nueva que incluso daba apuro pisarla. Ascendieron por ella dos pisos hasta llegar a un rellano con una puerta abierta de par en par a cada lado y dominado por una lámpara de cristal de roca que los dejó boquiabiertos, tanto por lo espectacular como por lo fuera de lugar que estaba. Su guía entró por la puerta de la derecha y les precedió por un largo pasillo con puertas cerradas a ambos lados mientras les llegaba el inconfundible olor a porros que Gonzalo no había vuelto a respirar desde sus tiempos de estudiante. Finalmente llegaron a una enorme estancia formada por varias habitaciones unidas. En el techo, tres bolas de espejos de discoteca repartían la iluminación que unos focos multicolores lanzaban al techo. Había cinco tipos que parecían gorilas repartidos por la estancia: uno junto a un viejo equipo de música apoyado en la pared más alejada, dos junto a un enorme ventanal en la pared que daba a la plaza, uno en el acceso del pasillo por el que habían entrado y otro apoyado en la puerta de un balcón que hacía esquina en el piso. En el centro de la estancia, y completando el reparto, un hombre de color muy alto, de músculos exageradamente voluminosos y en su cabeza rapada al cero, un tatuaje que rezaba: «el príncipe». El hombre estaba casi tumbado en un sofá sin decir nada mientras dos muchachas completamente desnudas se afanaban en complacerle. El anciano se puso junto a él e hizo el intento de empezar a hablar cuando éste le interrumpió.

—Nada de hablar que ahora estoy liado —le dijo con una voz grave como el trueno que junto a un marcadísimo acento gallego daba la impresión de estar realizando una parodia—. Espera que no falta mucho.

El anciano retrocedió disculpándose y les hizo un gesto de comprensión, como si supiera que había cometido un error estúpido.

Durante varios minutos «el príncipe» siguió concentrado en sus amiguitas mientras Nacho se agitaba como un animal acorralado y Gonzalo recorría la estancia con la vista memorizando todos los detalles. Finalmente, un pequeño temblor indicó que ya había terminado y tras darles unos cachetes las chicas se acercaron a una mesita donde había una bandeja dorada con varias rayas de polvo blanco preparadas. Se sentaron en sendos taburetes y con la ayuda de unos tubitos de plástico, dieron cuenta de su pago.

«El príncipe» se abrochó los pantalones e hizo señal al anciano de que se acercara. Le habló al oído y asintió. Sonriendo, se enderezó mostrando sus más de 2,10 metros de altura y se giró hacia ellos exhibiendo una hilera de enormes dientes de un blanco antinatural. Decir que imponía era quedarse corto: su altura sumada a su exagerada corpulencia ya era capaz de amilanar al más inconsciente, pero lo peor era su mirada, de una frialdad asombrosa. Les indicó con una mano que se sentaran enfrente de él y retomó la posición sin dejar de mirarles mientras se acomodaban. Durante un minuto los estudió sin despegar los labios.

—Bueno, ¿podemos hablar ya o tenemos que echar una instancia? —preguntó Nacho irritado—. ¿Eres el que dirige el cotarro?

—Sí, eso creo —le respondió divertido—. ¿Eres tú el que dirige el otro cotarro?

—Sí, yo dirijo el otro cotarro —dijo a la vez que se quitaba el casco—. Soy el sheriff King, y he venido a advertirte que o cortas toda esta mierda o nosotros la cortaremos por ti. ¿Lo entiendes?

—Primero, rapaz —dijo haciendo aún más énfasis en el acento—, tú y yo sabemos que no eres el mandamás, pero si quieres que juguemos a eso, adelante. Y segundo, las respuestas son sí y no.

—¿Cómo que sí y no?

—Sí, entiendo lo que quieres decir y no, no voy a cortar toda esta mierda ni la vas a cortar tú. ¿Lo entendiste?

—Vaya, últimamente no dejo de recibir respuestas que no me gustan una mierda. Dime una cosa. ¿Seguro que sabes lo que estás haciendo?

—Perfectamente, rapaz. De hecho fíjate que estoy por volaros la cabeza aquí y ahora mismo por haberme ofendido.

Apenas hubo pronunciado esas palabras, los hombres que les rodeaban sacaron sus pistolas y les apuntaron. Instintivamente, Nacho se colocó delante de Gonzalo para protegerlo a la vez que se percataba de que había cometido un error. Tras asentir con la cabeza «el príncipe» hizo un gesto y sus hombres guardaron las armas.

—Eres rápido, sheriff King —dijo con tono de burla—. Quizá demasiado.

Sin decir nada, Nacho se lanzó con las manos extendidas al cuello de su anfitrión con la intención de estrangularlo, pero antes de hacer contacto, «el príncipe» le agarró las muñecas y las retorció haciéndole aullar de dolor, mientras le propinaba un rodillazo en el estómago que le hizo doblarse sobre sí mismo. Se tambaleó hacia atrás y tropezó con sus propios pies pero mientras caía, hizo un último esfuerzo y se dio impulso cargando contra él, que le esquivó con facilidad y le lanzó un taconazo en el anverso de la rodilla que le tiró de boca al suelo.

—¡Basta! —gritó Gonzalo mientras se quitaba el casco—. Déjale en paz inmediatamente.

—Vaya, señor presidente, muchas gracias por dejar de esconderse.

—Hemos venido a pedirte que te deshagas de toda la droga que tienes —le respondió evitando su provocación—. Es necesario que lo hagas.

—No te andas con rodeos —le dijo «el príncipe»—. Respeto eso y el valor de venir aquí en persona, pero aunque entiendo que desapruebes lo que hago aquí, debes comprender que me limito a rellenar un hueco, y que si no lo hubiera hecho yo, otro habría aparecido en mi lugar. Además, ¿qué hay de malo en que la gente se divierta un poco?

—No tienes ni idea de lo que estás haciendo, ¿verdad? —le preguntó Nacho mientras trataba de incorporarse—. ¿Has oído lo del zombi que corre?

—Sí, claro, toda la ciudad lo ha oído, ¿qué me quieres decir con eso?

—Pues que es culpa tuya, bastardo. La droga es la que lo ha provocado, maldito chupapollas, la droga que tú les vendes.

—Primero, King, mantén las formas y no vuelvas a faltar que no estás en posición de hacerlo. Segundo, ¿en qué te basas para decir eso?

—Murió de sobredosis de cocaína y en el mismo momento de su regreso echó a correr provocando la muerte de tres personas inocentes —le explicó Gonzalo—. Yo estuve ahí para verlo y además hice la autopsia al zombi.

—Qué raro, había oído que había matado a una docena —comentó «el príncipe»—. Entonces, según vosotros, al morir de sobredosis se convirtió en un zombi atleta. Pero vamos, que sólo hay un caso conocido y ya venís a acusarme de crear ¿qué?, ¿un superzombi?

Se levantó y se acercó al gorila que había junto al balcón, le dijo algo en voz baja y éste le entregó un walkie talkie.

—Miguel, ¿me recibes?

—Sí —dijo a todo volumen la voz del aparato.

—Pregunta a nuestros vecinos quién tiene más ganas de pegarse un buen viaje por la cara, y al que más ansioso te parezca, me lo mandas para arriba. ¿Vale?

—Recibido, jefe.

—Ah, y haced el favor de barrer la entrada, que está llena de suciedad.

—Comprendido.

Nacho que estaba empezando a enderezarse empalideció ante lo que había oído.

—¿No irás a hacer lo que creo que vas a hacer, verdad? ¿No serás capaz…?

—¿Qué pasa? Lo único que voy a hacer ahora es comprobar si vuestra teoría es cierta.

—Pero vas a jugar con una vida humana…

—Bueno, no se puede hacer una tortilla sin romper algunos huevos. Ah, mira, por aquí viene ya el invitado de honor.

Por el pasillo apareció un hombre que debería rondar los doscientos kilos de peso, escoltando a un chico joven que más parecía un despojo que una persona. Lo acompañó hasta dejarlo frente a «el príncipe», que le dedicó su perfecta sonrisa mientras éste le miraba con ojillos de rata asustada y una sonrisa de ansiedad que resultaba patética. Nacho gritaba que se detuviera mientras le preparaba una enorme raya de polvo blanco que sacaba de una bolsa guardada bajo el sofá. Cuando tuvo la forma correcta, se la acercó junto con un tubo metálico al pobre desgraciado que la aceptó con lágrimas de agradecimiento en los ojos. Gonzalo por su parte, siguió observando sin hacer nada. Como si le fuera la vida en ello, el chico esnifó la raya con ansiedad y puso los ojos en blanco. De los orificios nasales empezaron a brotar unos hilillos de sangre y cuando empezaba a levantar la mano para limpiárselos, se cayó al suelo fulminado. Nacho escupió un coágulo de sangre y se quedó callado. Gonzalo y los dos z-men tomaron una distancia de seguridad del cuerpo. Durante varios minutos el silencio resultó opresivo.

—Muchachos —dijo finalmente «el príncipe» en tono de broma—, desenfundad y estad atentos, no vaya a ser que tengamos que enfrentarnos a un zombi volador y nos pille por sorpresa.

Los guardias estaban riéndose de su broma cuando el cuerpo se levantó de un salto, apartó a la mole de doscientos kilos que le había acompañado y desgarró de un bocado el labio inferior y la barbilla del hombre que le había dado el walkie. Antes de que nadie reaccionara, «el príncipe» llegó junto al zombi y le hundió un cuchillo de caza en la cabeza hasta la empuñadura. Cuando el cuerpo se derrumbó, tiró del cuchillo para recuperarlo, se acercó al sicario que agonizaba apoyado en la pared y repitió el movimiento. Volvió a sacarlo y arrancó un trozo de camiseta del segundo anulado, con el que se puso a limpiarlo mientras se sentaba al sofá.

—Y bien, lo has visto por ti mismo —le dijo Gonzalo intentando que no se le notara lo mucho que le había impresionado la ferocidad de «el príncipe»—. ¿Nos crees ahora?

—Claro que os creo, mis ojos no mienten pero ¿qué se le va a hacer? Un lamentable efecto secundario.

—¿Eso es todo?, ¡¿un efecto secundario?! —gritó Nacho—. Hijo de puta, tienes que dejar inmediatamente de distribuir droga o todo se irá a la mierda, o ¿eres tan imbécil que no lo ves?

Con calma, «el príncipe» cogió la pistola del hombre que acababa de anular y le pegó un tiro a Nacho en el hombro que lo lanzó de espaldas. Gonzalo y los dos z-men corrieron a su lado.

—Te dije que no me faltaras al respeto más, rapaz. Y ahora, señor presidente, sigamos hablando.

—No creo que tengamos nada más que hablar. Dices que no vas a parar y yo digo que tienes que hacerlo, así que voy a recoger a mis hombres y me voy a marchar a decidir mi próximo paso, y si quieres impedírmelo vas a tener que matarme, cosa que ambos sabemos que no te conviene.

—¿Y por qué no me conviene?

—Porque muchos saben dónde estamos y cien mil ciudadanos entrenados en el uso de armas de fuego y furiosos porque el hombre que les ha dado esperanza ha sido asesinado no son un enemigo que te apetezca tener.

—Punto para ti, carayo. Me quitaría el sombrero si no fuera porque hay cosas en las que no has pensado. Asómate al balcón un momento, si no te importa.

—¿Para qué debería hacerlo?

—Señor —intervino uno de los z-men que estaba mirando a través de las cortinas del balcón—. Quizá sí que debería echar un vistazo.

Preocupado, Gonzalo abrió el balcón de par en par y se asomó: iluminados por potentes focos, todos los z-men que les habían acompañado estaban en fila con los cascos frente a ellos, arrodillados y con las manos sobre la cabeza. Detrás de cada uno, un matón apuntándoles a la nuca con sus propios fusiles. Gonzalo se giró y miró con furia al «príncipe».

—Serás hijo de… —empezó a decir.

—No intentes hacer nada raro, ¿vale? En caso de que lograras algo, si se escuchan disparos y no confirmo que estoy bien en dos minutos empezarán a ejecutar a tus hombres y no creo que quieras eso, ¿verdad? Sólo quiero hablar, así que sentémonos. Sacaré unas copas o algo de coca si os apetece y llamaré a mi médico para que remiende a tu amigo, ¿vale?

Sin responderle, Gonzalo acercó una silla y se sentó frente a él mientras su anfitrión daba la orden de que curaran a Nacho y trajeran algo de beber. No pasaron ni diez minutos hasta que entró un hombre con un maletín que se inclinó sobre el sheriff y empezó a examinarle la herida. Uno de los gorilas dejó caer una botella de bourbon y dos vasos en la mesa. Finalmente fue Gonzalo quien rompió el silencio.

—Muy bien. No vas a parar con el tema de la droga, así que, ¿qué quieres hablar?

—Vamos a ver, no soy ningún genocida, podemos intentar hallar una solución intermedia que nos satisfaga a todos, ¿no crees?

—Ninguna solución intermedia puede parecerme bien. Tres meses como ciudad oficialmente reconocida y llegas tú y reinstauras una de las peores lacras de la sociedad. ¿Es que no tienes conciencia? ¿No te das cuenta de verdad de las consecuencias de lo que has hecho?

—Sí, pero como dije al principio, si no hubiera sido yo, otro lo hubiera hecho, te lo aseguro, así que a lo mejor lo que tienes que hacer no es lamentarte de que la droga haya vuelto, sino preguntarte si no seré yo la mejor opción para ser quien controle su vuelta.

—Esta conversación me parece demencial. No puede haber una opción buena en ese aspecto.

—De acuerdo, pues llámala la opción menos mala si lo prefieres, pero es lo que hay. He venido y estoy aquí para quedarme. Controlo alijos de droga suficiente para proveer a la ciudad entera durante décadas y armas y munición suficiente para matar tres veces a todos los habitantes de Ciudad Humana. No te equivoques, tío, te respeto, e incluso te admiro, soy el primero que dice que sin ti nada de esto hubiera sido posible, pero no mandas sobre mí. Sólo yo mando sobre mí y los míos, y más te vale aceptarlo.

—Muy bien —dijo Gonzalo al fin—. ¿Y qué sugieres?

—Ahora nos entendemos. Te propongo el trato más antiguo de la humanidad: yo te rasco la espalda y tú me la rascas a mí.

—Explícate.

—Muy simple: yo tendré mucho cuidado a la hora de dar las dosis a la gente y habilitaré unas zonas para que se las metan. Así, si a pesar de las precauciones, hay alguna muerte por sobredosis, mis hombres podrán anular a la víctima antes de que provoque más daños.

—¿Y mi parte?

—Me dejas en paz. No te acercas más a mi territorio, haces como que no existimos, y así todos contentos. ¿Qué te parece?

—Me parece que estás loco si quieres que acepte ese trato.

—Es el mejor que te puedo ofrecer, y lo sabes.

Gonzalo le miró a los ojos detenidamente intentando leer dentro de ellos. Se levantó y se acercó a Nacho, al que le estaban terminando de vendar la herida del hombro.

—¿Cómo está? —le preguntó al doctor.

—Perfectamente —le respondió éste—. El tiro le ha atravesado limpiamente el hombro sin tocar el hueso, en dos semanas como nuevo.

—¿Le conozco? —preguntó mirándole fjiamente—. Usted era cirujano en el Rosell, lo recuerdo de verlo por allí. ¿Cómo ha acabado aquí?

—Cosas de la vida —le contestó bajando la mirada avergonzado—. Con «el príncipe» tengo una buena casa, respeto y todo lo que necesito, sea lo que sea.

Sin darle tiempo a más preguntas, el doctor dio media vuelta y se marchó a paso ligero.

—Puede no gustarte lo que hago —dijo «el príncipe»—. Pero como entenderás yo tampoco quiero destruir la ciudad. Déjame el control de la zona y no me toques los huevos y yo no te los tocaré a ti. ¿Qué me dices?

—¿Pero tengo elección?

—¿Acaso no hay meigas? —le preguntó muy serio—. Claro que tienes elección. Lo que tienes que preguntarte es si estarías dispuesto a aceptar las consecuencias de empezar una guerra conmigo.

Pasaron unos minutos durante los cuales miles de pensamientos pasaron por la cabeza de Gonzalo a toda velocidad. Finalmente, sabiéndose vencido, agachó la cabeza.

—De acuerdo —susurró.

—Pues entonces no hay más que hablar. Ya podéis marcharos e intentar ser felices, así que vete de aquí y llévate a los tuyos. Espero que no nos veamos más.

Sin esperar respuesta se levantó y se dirigió por el mismo pasillo que habían entrado acompañado por sus dos chicas de compañía. Antes de salir, Gonzalo le llamó:

—Sólo una cosa más —le dijo con voz fría—. Si fallas en tu parte del trato, si uno solo de tus drogadictos entra en mi ciudad y mata a alguien, o si tan sólo vuelvo a recibir cualquier indicio de que otro zombi corredor ha pisado mis calles, te destruiré. Te destruiré tanto que no quedará de ti ni el recuerdo. ¿Me has comprendido?

—Perfectamente —respondió sin girarse—. Pero no creo que pudieras.

Los acompañaron hasta las ruinas de la gasolinera, donde aún funcionaban las farolas, y les despidieron agitando las armas que les habían quitado. Regresaron al autobús en silencio, cabizbajos y envueltos en un ambiente de desánimo y de humillación. Habían ido a demostrar a unos camellos que en su ciudad no se toleraba su presencia y habían salido con el rabo entre las piernas. La primera parada del autobús fue para dejar a Nacho en el hospital, y la segunda para dejar a Gonzalo en su casa antes de retirarse a la base de los z-men. Alejandro aprovechó y bajó a la vez que su amigo al que siguió al interior del edificio. En silencio, subieron al despacho y se sentaron. Alejandro le contó cómo mientras ellos estaban arriba, el mismo gigante que había subido al yonki al que sacrificaron habló por un walkie, dijo algo de barrer la suciedad y todos los que les rodeaban sacaron armas y les apuntaron, lo que hizo a Alejandro dar la orden de rendirse.

—Tengo que confesarte que me acojoné vivo cuando escuché el disparo. Pensé que te habían identificado y liquidado.

Seguidamente Gonzalo le relató su experiencia desde que entraron hasta que se unieron a ellos.

—Así que te reconoció —le dijo Alejandro al terminar—. ¿Y cómo lo pudo hacer?

—No creo que lo pensara al principio, pero el que Nacho corriera a ponerse entre su pistola y yo le hizo ver las cosas bien claras.

—Bueno, ¿y qué vamos a hacer? —No vamos a hacer nada.

Alejandro le miró con los ojos abiertos como platos.

—No me puedo creer lo que acabas de decir. ¿Vas a quedarte de brazos cruzados y permitir que ese desgraciado siga con la droga? No hablas en serio.

—No lo entiendes, Álex, ya lo ha hecho. Y nos guste o no, lo que me ha dicho es cierto. Si lo eliminamos a él, otro ocupará su lugar.

—Ah, entonces como es tan buen tipo, lo dejamos como camello electo de Ciudad Humana. Sería un buen cargo. ¿Lo hacemos oficial en la próxima reunión?

—Álex, para…

—No quiero parar, ¡no me sale de los cojones parar!

—¡Basta! —gritó Gonzalo—. ¿Crees que estoy contento con esto? ¿Que me parece una buena solución? Razona. Mientras haya droga en Las Campanas habrá alguien que lleve el negocio.

—¡Pues destruyamos la droga, quemémosla!

—¿Y qué hacemos con el ejército de yonkis que le protege? No podemos empezar una guerra civil. Este «príncipe» como se hace llamar por lo menos nos ha prometido intentar evitar accidentes y conversiones. No me gusta, pero menos me gusta matar a seres humanos.

Alejandro permaneció unos segundos observando el rostro tenso de su amigo antes de responderle.

—¿Recuerdas la fábula del escorpión y la rana?

—Pues claro que la sé, mi padre me las contaba todas de niño.

—Pues ese malnacido es el escorpión, y su naturaleza es picar. Si dejamos que se nos suba a la chepa, nos hundirá.

—No estás escuchando nada de lo que estoy diciendo, ¿verdad? Joder, ¿no podrías apoyarme sin fisuras, sólo por una vez?

—Te apoyo, y lo sabes, pero lo que no voy a hacer es comulgar con piedras de molino. Cara al público siempre estaré a tu lado, pero pactar con ese tipo está mal. ¿Es que no lo ves?

—Vale —dijo Gonzalo levantándose—. Sabes que no soporto las conversaciones en círculos, cuando puedas argumentar algo más, seguiremos. Ahora, si no te importa, es tarde y mañana hay mucho por hacer.

—No me lo puedo creer —respondió asombrado—. ¿Me estás echando?

Por respuesta, Gonzalo se limitó a abrir la puerta y a invitarle a que saliera con la mano.

—Gonzalo, lo que digo es que esa es la solución fácil, la cómoda, y tú nunca has tomado ese tipo de soluciones, habría que estudiar la situación con detenimiento y plantear alternativas…

—Por favor, Álex —dijo en tono neutro—. No me apetece hablar más.

—Pero Gonzalo, no me niegues que sabes que tengo razón. No lo has…

—Por favor, Álex.

—De acuerdo. Buenas noches.

—Buenas noches.

Gonzalo se quedó quieto junto a la puerta hasta que escuchó cerrarse la puerta principal. Se fue a la cama directo y durmió pesadamente y sin sueños.