08/12/2040
El retumbar de los contrafuertes contra el balcón de su dormitorio despertó a Gonzalo a las siete de la mañana. Empapado en sudor, se asomó a contemplar el cielo que se presentaba nublado y con mucho viento. Era ocho de diciembre, el día que finalmente había acordado con Nicolás para pasarlo con los estudiantes de medicina que en breve se iban a incorporar a trabajar. Consciente de que no iba a poder dormir más, decidió irse cuanto antes al hospital cuyas puertas ya estaba atravesando a las ocho de la mañana. Fue directo a una de las zonas de personal a prepararse un café bien cargado y decidió pasear por las instalaciones hasta que se hicieran las diez, la hora acordada para incorporarse a la clase. Casi sin darse cuenta, sus pies le llevaron hasta la sala de procesamiento, donde se detuvo. Abrió la puerta y contempló la estancia que en ese momento estaba a oscuras. Sin dar la luz, la atravesó hasta llegar al antiguo despacho de Pepe. Entró y se sentó en la mesa. Aprovechando el tiempo de que aún disponía, intentó hacer balance de los últimos acontecimientos. Que él recordara, desde que había comenzado con su presidencia oficial, sólo había disfrutado de dos días de calma. En diez días se cumplirían los tres meses de su cuarenta y tres cumpleaños, fecha inolvidable y no precisamente por el aniversario.
Alejandro y Carmela le habían preparado una fiesta sorpresa en su casa confiando en que con todo el jaleo de esos días no recordara ni que su cumpleaños era ese día, ni casi que tuviera un cumpleaños, así cuando entró en el apartamento casi obligado por su amigo con la excusa de saludar a la niña, las luces se encendieron y Carmela, Nacho, Frank y sus amigos más cercanos le jalearon y aplaudieron al grito de felicidades y sorpresa. Agradeció mucho la intención y sonrió estoicamente durante la ronda de saludos y la tarta, pero más para la galería que para sí mismo. Alejandro se dio cuenta enseguida, y en cuanto pudo se lo llevó aparte al balcón tras hacerle una señal a Nacho para que los siguiera, pero no habían pasado ni dos minutos cuando llamaron al piso. Poco después, Carmela abrió la puerta del balcón y un z-men entró requiriendo a Nacho con urgencia. Alejandro les acompañó a la cocina para que hablaran tranquilamente y regresó con Gonzalo y Frank que en ese momento se encontraba con él. Nacho apareció al momento y les informó de que había un asunto prioritario que les requería a los tres. Tras disculparse con Carmela y los demás invitados, salieron detrás del z-men.
En la puerta de Alejandro esperaba otro z-men en un viejo coche con el motor arrancado, dispuestos a trasladarlos a su destino. Se montaron y tras un pequeño rapapolvos al chófer acerca de esperar en ralentí consumiendo combustible, Nacho le pidió al que había subido a buscarle que explicara el suceso y los datos que tuviera: Pepe «el Carnicero», el de la sala de procesamiento y su familia habían sido encontrados muertos. Él y su mujer se habían convertido pero las niñas habían quedado tan destrozadas que habían permanecido sin zombificar.
Llegaron al edificio de Pepe, que había sido desalojado y subieron al piso cuyo rellano tenía las paredes manchadas de sangre. En la puerta, escrita con más sangre, una gran letra T.
Una vez dentro, la descripción que habían recibido no impidió que se sintieran abrumados por la escena: Pepe y su mujer zombificados con la cabeza reventada por los disparos de los z-men. Él con la misma ropa que llevaba cuando había hablado con Gonzalo unas horas antes y su mujer en camisón. Los restos de sus dos hijas esparcidos por todo el salón.
—Vaya —resopló Nacho—, esto sí que es un cuadro de comedor.
—Podrías mostrar más respeto, ¿no? —le dijo Gonzalo enfadado.
Sin darle respuesta, el sheriff le indicó con los dedos que se acercara y le señaló el cuello de Pepe. Un corte limpio atravesaba su garganta de lado a lado. Durante un buen rato nadie volvió a decir nada. En su segundo día de gobierno ya contaba con un primer asesinato. Había serpientes en el paraíso y no tenían intención de pasar desapercibidas.
Durante las dos siguientes semanas, prácticamente todos los z-men que provenían de las fuerzas policiales o que tenían experiencia en ramas de investigación se dedicaron a buscar cualquier pista que ayudara a coger al asesino pero todo fue en balde. Sabían que debían de existir docenas de indicios y muestras que les podrían llevar al culpable, pero tuvieron que aceptar que no tenían los medios para una investigación como era debido y así Nacho se vio obligado a devolver a los z-men a sus puestos, dejando apenas un pequeño grupo para que continuara con el tema aún sabiendo que no iban a obtener gran cosa.
Apenas unos días más tarde, Antonio, un z-men que solía acompañar a Alejandro había aparecido convertido en su casa junto a su mujer, la cual estaba esposada a una silla. El antiguo policía había salido una semana de permiso, por lo que nadie se percató de su ausencia hasta que no falló en los avisos semanales 1-5. Alejandro, que le apreciaba mucho, asimiló bastante mal la noticia, especialmente por la crueldad y la frialdad con la que se había perpetrado el doble asesinato. Al parecer, el asesino había estado esperando en la casa con la mujer esposada y amordazada hasta que llegó Antonio al que degolló de la misma forma que a Pepe. Mientras el z-men se desangraba, el asesino escribió en la pared con la sangre otra enorme letra T y se marchó dejando a la mujer indefensa y consciente del destino que le aguardaba a manos de su marido.
Como no podía ser de otra manera, los rumores sobre un posible asesino en serie se fueron extendiendo y Guillermo Palas, aspirante a presidente, aprovechó para hacer oposición contra el que denominaba el representante de la vieja guardia. Guillermo era un joven de veintitrés años que había nacido en el mundo zombi y que nunca había tenido que enfrentarse a una auténtica supervivencia, siendo más de pluma que de espada. Como tantos otros jóvenes, hablaba con pasión de épocas y regímenes que no había vivido y cuyo conocimiento se basaba sobre todo en viejas historias de nostálgicos que a su vez tampoco los habían conocido, con la diferencia de que Guillermo tenía gente que le escuchaba, gente que se había dejado convencer por la innegable atracción de lo que predicaba y que siempre le acompañaba cuando montaba alguno de sus poco improvisados mítines callejeros.
Hasta el momento Guillermo no había hecho gran cosa, tan sólo provocar con demagogia y sembrar ideas de lo mas variopinto, como la creación de un grupo de z-men dedicado a acompañar a quien lo deseara en excursiones al exterior para «respirar un poco de aire puro fuera de los muros de la ciudad», idea que quedó convertida en anécdota… Pero en esta ocasión sin embargo parecía que se estaba envalentonando y aunque no se había atrevido a culpar directamente a Gonzalo de los asesinatos, sí iba lanzando comentarios velados sobre el sentimiento de los ciudadanos viviendo bajo su gobierno y cómo podían reaccionar. Lejos de darle importancia, Gonzalo se centró en organizar junto con Nacho la caza del asesino, para lo cual tuvo reuniones con todos los z-men de la ciudad, con los Freak Bros que se ofrecieron para todo aquello en que pudieran ser útiles, con todos los responsables de áreas e incluso con sir Conroy, que ante esta petición de ayuda se mostró totalmente dispuesto a ayudar, ya que como él mismo dijo:
—Los asesinos me caen mucho peor que los presidentes.
El sonido de la puerta al abrirse y las luces le devolvieron al presente. Asomó la cabeza y enseguida identificó la figura de Rose Marble, la que había sido segunda de Pepe durante los últimos diez años y actual encargada. Abrió la puerta del despacho y se sobresaltó al encontrarse a Gonzalo, dejando caer unas carpetas que llevaba. Éste se levantó y se arrodilló junto a ella para ayudarle a recogerlas.
—Perdona por haberte asustado —le dijo—, me senté aquí a descansar un rato y he perdido la noción del tiempo.
—No, no, soy yo quien lo siente —dijo Rose con marcado acento británico—, es que durante un segundo, al abrir y verte, pensé… pensé que eras él…
La joven empezó a llorar y Gonzalo la abrazó en un intento de consolarla. Rose aún llevaba unas profundas ojeras y el segundo asesinato realizado con el mismo patrón tenía que haberla removido bastante. Esperó pacientemente a que se calmara antes de soltarla.
—Aún no puedo creer lo que ha pasado —le dijo entre sollozos—. Era como un padre para mí, eran mi familia y los han matado…
Gonzalo conocía la relación de Pepe y Rose de cuando había trabajado en el hospital. Sabía que Rose había venido desde Inglaterra con una beca para estudiar en el extranjero durante seis meses. Ella no quería alejarse porque la pandemia estaba empezando a mostrarse como la amenaza que realmente era, pero sus padres la convencieron de que debía seguir con su vida. Pasados tres meses, asustada por la magnitud de todo lo que estaba ocurriendo, intentó volver a casa sólo para encontrarse con que las comunicaciones con la isla se habían interrumpido casi por completo. Desesperada, removió cielo y tierra buscando una vía para regresar a casa hasta que se hizo oficial la noticia: el Reino Unido había caído y quedaba declarado como territorio zombi. Sin dinero y con la beca agotada, Rose se quedó a vivir en el hospital hasta que Pepe se enteró. No dispuesto a tolerar que esta malviviera durmiendo en camillas y almacenes y alimentándose de sobras, la llevó a casa, donde estuvo viviendo con él y con Dulce hasta que años después se marchó a vivir con el que actualmente era su esposo.
—Los echo mucho de menos, Gonzalo —el volumen de lágrimas volvió a aumentar y daba la impresión de que no se hubiera desahogado en todo ese tiempo, así que la dejó continuar—. Eran mis ahijadas, y las quería como si fueran mis hijas, y ahora no están, nunca más las voy a escuchar reír ni llamarme, y no puedo soportarlo…
—¿Lo has hablado con tu marido? —le preguntó con suavidad—. A lo mejor te ayudaría desahogarte con él.
—Harry casi nunca está en casa —respondió—, él tampoco está bien. Amaba a las niñas y quería mucho a Pepe y a Dulce. Cuando termina el turno en el muro, sale a la calle a investigar como un loco, no hace más que repetir que alguien tiene que saber algo, y que no va a parar hasta que lo descubra…
—Pero tú también lo necesitas.
—Dios, ¿no tenemos bastante con vivir en un mundo en el que los muertos se levantan que tenemos que matarnos entre nosotros? ¿En qué mente cabe hacer eso? ¿Cómo es posible que con lo que hemos pasado la gente sea capaz de algo así?
—No lo sé, Rose, no lo sé, pero te juro que lo cogeremos y haremos que se arrepienta.
Siguieron charlando un rato acerca de Pepe hasta que Rose se calmó lo bastante para aceptar una taza de café que le preparó Gonzalo. Cuando los trabajadores de la sala entraron, éste miró el reloj: las diez menos cinco, ya iba con el tiempo justo. Se despidió de ella mientras le agradecía el tiempo dedicado y corrió al auditorio que estaba dos plantas más arriba.
Sin llegar a llamar siquiera, Gonzalo entró por la puerta hecho una tromba justo cuando el reloj de la pared del aula marcaba las diez y tres minutos. Detrás de su mesa, Nicolás le miró con la ceja levantada y expresión de fingido disgusto.
—Gutiérrez, llega tarde —dijo en voz alta con tono de autoridad—. Tendrá que quedarse después de clase para recuperar el tiempo.
Las risas de los alumnos le resultaron reconfortantes. Aunque no había coincidido mucho tiempo trabajando con Nicolás en el hospital, desde el principio le había parecido un hombre muy competente. Mezclaba una cercanía muy de agradecer junto a una rectitud y una convicción poco frecuentes, lo cual le convertía en un excelente jefe y mejor maestro.
—Le pido disculpas, profesor —dijo fingiendo arrepentimiento—, me he quedado dormido en los pasillos.
—Que sea la última vez —con un gesto teatral, miró a su clase y señaló a Gonzalo—. Señoras y señores, por si alguno no lo conoce: Gonzalo Gutiérrez.
Los alumnos empezaron a aplaudirle y algunos incluso le silbaron. Aunque aún le seguían incomodando esas reacciones, ya sabía lidiar con ellas un poco mejor. Les dirigió su mejor sonrisa y les saludó con la mano. Nicolás pidió silencio e invitó a Gonzalo a que se sentara en la silla que había dispuesto junto a la suya. Éste en cambio, prefirió sentarse en la esquina de la mesa.
—La clase de hoy va a ser algo muy especial porque Gonzalo, que como todos sabéis aparte de matar zombis y presidir ciudades también es médico, va a pasar el día con nosotros y viene dispuesto a responder a todas las preguntas que queráis hacerle.
—Siempre y cuando no sean muy difíciles, claro —le replicó Gonzalo—. Primero saludaros a todos y deciros que estoy muy orgulloso de todos vosotros. El camino que habéis escogido es desde mi punto de vista, el más importante de cuantos se pueden escoger. Importante y no exento de peligros. Por vuestras manos van a pasar miles de personas cuyas vidas van a depender de una ciencia que lleva muchas décadas estancada. Personas a las que sé que haréis lo imposible por salvar pero que si fracasáis podrían volver y acabar con vosotros. Os miro y sinceramente, lo que veo son personas valientes, muy valientes, y considero un honor contar con vosotros. Ahora, ¿quién quiere ser el primero en preguntar?
Un rumor recorrió todo el graderío y muchos de los presentes se removieron en sus asientos expectantes. Esperando a que alguien rompiera el hielo.
—Señor —dijo un joven de la segunda fila—. ¿Cómo fue su primera vez con un infectado?
Nicolás se puso rígido en su asiento y observó a Gonzalo que no alteró lo más mínimo su expresión.
—Buena pregunta —dijo Gonzalo poniéndose en pie—. ¿Tu nombre es, muchacho…?
—Julián Almansa, señor.
—Muy bien, Julián. Debo confesar que imaginaba que esa pregunta iba a aparecer, pero no pensaba que iba a ser la primera. Permíteme que antes de responderte te haga yo una: ¿has tenido ya una primera vez con un infectado tú?
—Directamente no, señor, los pocos con los que me he cruzado ya estaban anulados y de camino a la cámara de procesamiento del elixir.
Gonzalo estudió su rostro, su expresión. Hubiera jurado que en su voz había algo cercano a la emoción, un interés morboso por ver en acción a una de esas criaturas… Qué envidia le entró al pensar en todo aquello por lo que no había tenido que pasar.
—Pues entonces no sé si te vas a hacer una idea de cómo fue, ya que la experiencia en enfrentarse con ellos ayuda a entenderlo mejor. Disculpadme si no lo relato como es debido pero no suelo airear nunca mis archivos Z…
—¿Qué es un archivo Z, señor? —le interrumpió una muchacha de ojos enormes que tenía justo enfrente—. ¿Qué significa eso?
—¿Archivos Z? No es un gran misterio. En tiempos de la guerra era muy común llamar así a cada una de las historias dignas de recordar que nos sucedían. Así cada uno llamaba a sus historias de zombis los archivos Z…
Un resoplido de aburrimiento se escuchó claramente saliendo de las filas traseras e interrumpiendo a Gonzalo que trató de ver quién lo había hecho, mientras muchos de los alumnos se giraban con la misma intención. Al no conseguirlo, continuó.
—Para responder por fin a la pregunta de Julián me tengo que remitir a unos meses escasos antes de finalizar la residencia de hematología en Valladolid. Durante un análisis de sangre rutinario, advertí la presencia de una bacteria proliferando asombrosamente rápido y devorando los glóbulos rojos, convirtiendo la sangre de la muestra en una pasta negruzca y maloliente. Alarmado, llamé al responsable el cual consultó la ficha y vio que la propietaria de la sangre estaba en planta presentando un cuadro sin pies ni cabeza basado en una mordedura teóricamente animal y cuyos primeros síntomas parecían de fascitis necrotizante. Una hora después de pasar el aviso empezaron los problemas. Dos pisos más abajo la paciente de la muestra había enloquecido y se puso a morder a todo el que estaba a su alcance. Atraídos por los gritos que subían por las escaleras, bajé con mi encargado a la planta de marras. Al llegar nos encontramos con una riada de gente que salía despavorida y en medio del pasillo, rodeada de cadáveres, estaba la paciente. Tendría unos dieciocho o veinte años y a pesar de las malformaciones propias que produce la conversión, se notaba que había sido muy guapa. Nos vio y sin pensarlo soltó al pobre diablo que acababa de matar y se lanzó hacia nosotros. Yo me quedé completamente congelado por el miedo y no estaría hoy aquí de no ser por un bombero que estaba visitando a un familiar y que le aplastó la cabeza con una botella de oxígeno.
Gonzalo agarró una botella de agua que había sobre la mesa y tomó un largo trago, más para organizar sus ideas que para refrescar su garganta.
—¿Conocéis la teoría maltusiana? ¿La referente a los alimentos y la población? —preguntó a los jóvenes, que le miraban casi aguantando la respiración—. ¿La del crecimiento aritmético de los alimentos frente al geométrico de la población? Pues aquí pasa algo muy parecido. Un zombi muerde a una persona y esta se convierte en otro zombi. Esos dos muerden a otros dos, y hacen cuatro, estos cuatro se convierten en otros ocho, y así, ad náuseam. ¿Por qué os cuento esto? Porque en los veintiséis minutos que duró ese incidente, la resolución del FOCO 12V, como se le conoció en su momento, se perdieron cerca de doscientas vidas y el Hospital Universitario Río Hortega, que ardió hasta los cimientos… Poco después, incapaz de soportar todo lo que estaba pasando lejos de los míos, aproveché unos contactos para volver a Cartagena a terminar la residencia.
—¿En este hospital? —volvió a preguntar la chica.
—No, yo estuve más tiempo en el de Santa Lucía. En aquella época, apenas se le daba uso a éste.
—Descontando los experimentos con zombis, ¿verdad? —le preguntó un chico asiático que llevaba unas enormes gafas que exageraban sus ojos.
—¡Howa! —le gritó Nicolás que se había sonrojado—. ¿Cómo te atreves a hacerle esa pregunta?
El auditorio quedó en silencio salvo por lo que parecía ser una risa contenida que se escuchaba por lo bajo. Gonzalo, que se había quedado callado, consiguió localizar la fuente del sonido, y tras identificar al autor, volvió su atención al tal Howa.
—Esa sí que no me la esperaba —dijo mientras se acercaba al muchacho—, nadie suele sacar a relucir ese tema.
—Bueno —contestó en tono desafiante—, si vamos a arriesgar nuestra vida a diario en este hospital, creo que nos merecemos la verdad sobre la historia de este sitio, ¿no?
—Me parece que tiene usted toda la razón del mundo, Howa —convino mientras se dirigía de nuevo a la mesa de Nicolás—. Como todos sabrán, hay un informe que se realizó durante la caza de brujas, fechado el veinticuatro de febrero de 2028 que hace un resumen de la situación y confirma que en este centro hubo experimentación con infectados. Según me contó mi padre, todo lo recogido por el informe era cierto. Estaban dispuestos a cualquier cosa para acabar con la enfermedad lo más rápido posible llegando a inyectar sangre zombi a humanos de todas las edades y razas buscando algún tipo de inmunidad que nunca existió, a la vez que estudiaron las condiciones de la infección y cómo se presentaba… A mi parecer se comportaron como auténticos monstruos.
—¿Y qué fue de los responsables?
—No lo sé, mi padre nunca me lo dijo, pero una vez le escuché comentar que decidieron meterlos en un cuarto con sus víctimas para que se disculparan.
—¿Y dónde estaba situada la sala de investigación? —preguntó otro alumno—. ¿Sigue en activo?
—Se reconvirtió en la actual sala de procesamiento de elixir, anterior sala de anulación a donde se llevaba a los pacientes fallecidos para anularlos de forma limpia y eficiente, siendo de hecho los primeros de todo el país en poseer una. Como todos sabéis, está compuesta de un almacén de infectados, un pasillo en forma de embudo que les lleva al cuarto de anulación y la cinta que lleva los cuerpos al incinerador. Este sistema, efectivo y con un número absurdamente alto de medidas de seguridad se veía continuamente colapsado por el alto número de zombis que entraban cada día y por los constantes parones cada vez que se convertía en foco de contagio.
—¿Se solían dar muchos contagios? —preguntó ojos grandes—. ¿Y las medidas de seguridad?
—No hay ninguna medida contra la estupidez humana: trabajadores que no se ponían todas las protecciones, morbosos con la necesidad imperiosa de tocar un zombi que perdieron un dedo de un mordisco, heridas abiertas sin ningún tipo de protección… En los años que estuvo funcionando a pleno rendimiento, veintitrés trabajadores murieron a causa de los zombis y más de cincuenta dejaron el trabajo por depresión, de los cuales treinta y uno se suicidaron y volvieron de visita el tiempo justo de ser anulados… Como veréis, las cifras no son para reírse.
El silenció volvió mientras los alumnos digerían lo que Gonzalo les estaba contando, momento que aprovechó para tomar un poco más de agua. Nicolás se acercó a él dispuesto a decirle algo al oído cuando se volvió a oír la voz de Julián Almansa.
—¿Y su peor experiencia relacionada con la medicina y los zombis? —le preguntó con los ojos brillantes, deseando más historias—. ¿Cuál fue su peor momento con una de esas criaturas mientras ejercía de médico?
Toda la clase pareció prestar más atención y Gonzalo notó perfectamente cómo todas las miradas se dirigían a él. Nicolás hizo un amago de ponerse delante de ella en un claro intento de zanjar el asunto pero Gonzalo le indicó que no lo hiciera. Se masajeó con fuerza el puente de la nariz y recorrió con la mirada a los presentes.
—Sucedió en este hospital —empezó—. Hace siete años, el dieciséis de abril del 2033, apenas un año antes de la decisión de atrincherar la ciudad. El hospital de Santa Lucía estaba plagado de zombis y habíamos vuelto a trasladarnos a éste. La escasez de médicos hizo que todos rotáramos por todos los servicios. Yo entonces estaba en maternidad, uno de los mejores destinos porque en este mundo de muerte, yo me dedicaba a traer nuevas vidas… Hasta Cris. Cristina López Valverde. Una muchacha preciosa y alegre como la vida misma con un marido, Pedro, profundamente enamorado de su mujer. La misma mañana que acababa de entrar en la semana treinta y seis entró por la puerta de urgencias presentando un cuadro de fuerte dolor abdominal y mareos. Apenas pudimos hacerle preguntas cuando, tras un violento estertor en el que vomitó un torrente de sangre negruzca, falleció. Mientras la sujetaban para llevarla a la sala de anulación, un celador se percató de que el bebé daba una patada. Avisó a gritos y transportaron corriendo el cadáver a quirófano para que le practicáramos una cesárea de urgencia e intentar salvarlo. Cuando yo entré al quirófano, ya me lo habían explicado todo y estaba haciéndome a la idea de que iba a operar a una zombi en conversión. Teniendo en cuenta la premura del asunto, y que la pobre ya no sufría, se prescindió de anestesia y de la mayoría de protocolos para ahorrar tiempo: el plan era abrir y sacar el bebé para que tuviera una oportunidad de vivir… Nada más clavar el bisturí, Cris regresó, profiriendo un bramido que nos heló la sangre en las venas. Pedí que subieran el volumen de la música del quirófano a tope para no oírla y me centré en alcanzar al bebé.
Paró un instante y miró a Nicolás que le escuchaba con total atención. Éste, consciente de que le estaba pidiendo un tipo de permiso, asintió con la cabeza. Tragó saliva y terminó la historia.
»No sé en qué momento quitaron la música ni a quién pertenecían los vómitos cuyo olor saturaban el quirófano. Tampoco sé cuando salí de allí, ni quién se ocupó del papeleo. El único recuerdo completamente nítido y que por más que quiero no puedo borrar, es el del útero de la madre completamente encharcado en sangre y tripas desgarradas, y en el centro de todo ello, como si estuviera tomando un baño, un feto de treinta y seis semanas, en teoría perfectamente viable, zombificado y sorbiendo de un trozo de intestino arrancado como si de un pezón se tratara, mientras con las manos arrancaba trozos de la pared estomacal de su madre.
Se escucharon arcadas y una chica bajó corriendo y atravesó la puerta en dirección al baño. Gruñidos y murmullos enfurruñados se escuchaban por lo bajo.
—Entonces… ¿el bebé murió y se convirtió en el interior de la madre? —preguntó asqueada una chica rubia—. Debió de ser horrible. ¿Y el padre? ¿Qué pasó con él, se enteró?
—Todo el mundo se enteró. Intentamos ser lo más discretos posibles por no provocar una oleada de miedo a los embarazos, pero a las pocas horas la ciudad entera estaba al corriente. Cuando el marido llegó, ya sabía toda la historia pero quería verlos. Se mató tres días después de un tiro en la cabeza, un tiro errado que le levantó la tapa de los sesos pero no destruyó el suficiente tejido cerebral para quedar anulado. Cuando unos z-men fueron a investigar sus faltas en el 1-5, se lo encontraron y tuvieron que anularlo. Esa historia, por cierto, fue una de las que me dio la idea de crear la sala de suicidio de la que después hablaremos.
Unos sollozos se elevaron del centro del auditorio y llamaron la atención de Gonzalo que se acercó a la muchacha a la que pertenecían.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Gonzalo.
—Que me da mucha lástima —le dijo la chica mientras se frotaba los ojos con las manos—. Ese pobre hombre, perdiendo a su mujer y a su hijo de una forma tan horrible… Normal que se quitara la vida.
—Estoy de acuerdo al cien por cien contigo en que es una triste historia pero creo que hace falta matizar un poco las cosas. Por mucha lástima que pueda dar, ese hombre se comportó como un egoísta y un irresponsable —esta última afirmación provocó una oleada de murmullos y expresiones de desaprobación que Gonzalo esperó a que terminara para continuar—. Quiero que intentéis mirar las cosas desde una perspectiva más global: ¿y si en vez de entrar unos z-men y anularlo, hubiera salido él y hubiera provocado un nuevo foco? ¿Qué podría haber ocurrido?
Una nueva risa burlona le llegó del mismo sitio que antes interrumpiéndolo de nuevo. Cansado de aguantar, se dirigió directamente al autor.
—Paco Sacristán —dijo a un hombre de mediana edad, grueso, calvo y con unas gafas de cristales exageradamente anchos—. Cuánto tiempo sin verte, no sabía que estudiabas para médico. ¿Puedo saber qué te hace tanta gracia?
Todos los rostros se giraron en dirección al aludido cuya cara enrojeció violentamente.
—¿Puedes compartir, Sacristán, el motivo de tantas risas? Porque no creo que nada de lo que he contado sea para tomárselo a broma —le dijo Gonzalo.
—Pues me río porque me sigue haciendo gracia ver cómo cuentas los mismos cuentos una y otra vez —le respondió éste con voz ronca—. Supongo que ahora viene tu justificación para esa depravación que llamas «sala de suicidio».
—Sacristán, no removamos restos que hace tiempo que reposan.
—¡Muy graciosa la comparación, señor mío! —le gritó Sacristán mientras con un pañuelo se secaba unos goterones de sudor que le corrían por la calva—. Creasteis una sala para promover la eutanasia y el suicidio, ni más ni menos. ¡Dos pecados mortales!
Gonzalo tomó aire consciente de que no se encontraba en disposición de mantener mucho rato un tono cordial, ya que los acontecimientos de los últimos días lo tenían sometido a una enorme tensión. Aún así decidió intentar razonar con él.
—Sacristán, se habló de sobra en su momento y se decidió instalar esa sala para ayudar a la gente.
—¡Ayudar a la gente! —chilló Sacristán a la vez que se ponía en pie y daba un golpe en la mesa—. Sí, entre tus matones, ese cura que arderá mil vidas en el infierno y tú buena ayuda vais a dar a la gente. Tan buena como la ayuda que dio el psicópata de tu padre.
La mención despectiva de su padre fue más de lo que Gonzalo estaba dispuesto a soportar y notó como si su consciencia entrara en una especie de túnel que estaba enfocado en Paco Sacristán. Percibió el silencio que siguieron a esas últimas palabras, apenas roto por algunos suspiros. También creyó escuchar a Nicolás que le gritaba algo. Él sólo podía centrarse en Sacristán, que iba empalideciendo conforme Gonzalo iba llegando a su vera. Cuando estuvieron frente a frente, dio un salto y acabó sentado en la mesa junto a él, le pasó el brazo por encima de los hombros como si fuera un viejo amigo y le sonrió. Miró alrededor y comprobó que todos les estaban mirando fascinados. Una pequeña parte de Gonzalo sabía lo que iba a ocurrir a continuación, y aunque le hubiera gustado intervenir, sabía que era una parte minoritaria, así que optó por esperar a que todo acabara.
—Paco —dijo Gonzalo en tono jovial—, junto a su gran amigo, Guillermo Palas, fue uno de los mayores detractores de la sala de suicidio alegando motivos religiosos.
—Alegando que queremos evitar que la gente vaya al infierno innecesariamente —dijo con la voz ligeramente temblorosa.
—Conocemos sobradamente los argumentos —dijo dándole un cachete en la mejilla para callarlo—, pero yo quisiera centrarme en el que para mí es el mayor problema del Sr. Sacristán: su falta de memoria. ¿No recuerdas, Paco, que entre tú y los tuyos lograsteis que se descartara la idea ante la indignación popular?
—Sí —tartamudeó mientras su rostro y su calva iban poniéndose cada vez más colorados—, pero al final te saliste con la tuya, maldito manipulador.
—«Me salí con la mía». Lo que yo recuerdo es que meses después, tras una docena de focos causados por suicidios mal realizados, alguien, que no fui yo, retomó la idea y finalmente se instauró.
Paco Sacristán empezó a abrir la boca nuevamente, pero un compañero que tenía al lado le dio un codazo en el estómago para callarlo, dejándolo sin aire.
—A ver, por favor, muchacho —dijo Gonzalo dirigiéndose a quien había golpeado a Sacristán—. Entiendo perfectamente que no quieras escuchar a Paco, créeme, pero todo el mundo tiene derecho a hablar y a dar su opinión.
—¿Por estúpida que sea? —preguntó el chico—. Es que no sabe lo que es tener a este tío sentado al lado con esa voz todo el año.
—Cualquier opinión merece ser oída. ¿Paco?
Paco, visiblemente dolorido por el golpe miró a su vecino con una expresión mezcla de miedo y odio. Con el pañuelo se secó un poco de saliva que le resbalaba por el mentón y se giró hasta quedar cara a cara con Gonzalo.
—Sólo quiero saber una cosa —le preguntó—. ¿Puedes dormir sabiendo que eres responsable de la muerte de tanta gente?
Gonzalo le sonrió y tras soltarle el hombro se levantó y volvió a la mesa de Nicolás. Una vez allí, le contestó.
—Planteas mal la pregunta, Paco. Si me preguntaras si puedo dormir sabiendo que soy responsable de la vida de tanta gente te diría que me cuesta, y me cuesta mucho, porque es mucha responsabilidad. Pero para tu pregunta tal cual, ¿si puedo dormir sabiendo que soy el responsable de que cientos de personas hayan muerto como ellas deseaban morir, ahorrándoles sufrir una enfermedad que hoy día no podíamos curar y evitando de paso que provocaran más muertes…? Esa es una de las cosas que equilibra mi balanza y hace que finalmente por las noches, tras repasar el día, pueda cerrar los ojos y descansar.
Paco Sacristán le miró a los ojos en silencio mientras a su alrededor se escuchaban cuchicheos y comentarios nada agradables centrados en él. Derrotado, agachó la cabeza, recogió sus cosas y se dirigió a la puerta del auditorio. Tras pasar frente a Gonzalo, y al pararse para abrir la puerta, éste le llamó:
—Paco. He respondido a tu pregunta. ¿Podrías tú por favor responderme una a mí?
—¿Qué quieres? —preguntó con la voz temblorosa, a punto de llorar—. ¿No me has humillado ya bastante?
Algo en el patetismo de su voz le hizo reaccionar y darse cuenta de lo que acababa de hacer. No apreciaba en absoluto a ese hombre, pero se había comportado como un matón. No podía quitarse de la cabeza la idea de que si su padre le hubiera visto se hubiera sentido muy decepcionado. Fuera lo que fuera lo que iba a decirle, se esfumó.
—No, Paco. Sólo quiero saber una cosa: ¿por qué te has puesto a estudiar medicina? Te lo pregunto sin acritud, de verdad, es que tengo auténtica curiosidad por saberlo.
—¿Por qué crees tú? —le respondió recuperando su tono de altanería—. No eres el único al que le importa salvar vidas. Y además, todo esto necesita un cambio, y el mejor modo es desde dentro.
—Si de verdad quieres salvar vidas, tienes mi promesa de que si me necesitas para cualquier cosa, estaré allí. Y lo mismo te digo si esos cambios que quieres aplicar son para mejor. ¿De acuerdo?
Paco salió del auditorio sin responderle y dando un sonoro portazo al que siguió un incómodo silencio que nadie parecía tener intención de romper. Finalmente Nicolás dio tres palmadas para centrar la atención.
—Bueno, señoras y señores —dijo en un tono demasiado alegre—, no tendrán queja, historia zombi y debate político. ¿Qué más se puede pedir? Vamos a terminar las clases por hoy que ya han tenido suficiente información que asimilar. Sólo me resta comunicarles que Gonzalo y yo vamos a dar un paseo por el hospital y a estar un rato en urgencias. Quien quiera acompañarnos será bienvenido. ¿De acuerdo?, pues vayámonos.
Los alumnos se pusieron en pie y poco a poco fueron abandonando el aula. Gonzalo se acercó a Nicolás y le habló al oído.
—Siento mucho lo que ha ocurrido, Nicolás. No suelo perder así el control, pero es que están siendo unos días muy duros y…
—No necesito disculpas —le cortó Nicolás—. Lo que necesito es que no entres al trapo en medio de mi clase ni que humilles a uno de mis alumnos. Un profesor mío decía que mezclar los templos de la educación con los fortines de la política nunca llevaba a nada bueno. Y no te lo voy a consentir ni a ti ni a nadie.
—Bueno, hombre —contestó a la defensiva—, no hace falta que te pongas así, hemos discutido los dos, sí, pero tampoco ha sido para tanto.
—Mira, me he callado porque eres quien eres y no quería enfrentarme contigo delante de estos chicos, pero no me vengas con que no es para tanto cuando has faltado al respeto a una persona dispuesta a arriesgar su vida por los demás y por supuesto a mí, su educador.
—¿Que te he faltado al respeto a ti? —preguntó Gonzalo consciente de que la rabia estaba volviendo—. ¿De qué demonios me estás hablando?
Nicolás esperó a que los últimos alumnos salieran y cerró la puerta para evitar que la discusión se oyera desde fuera.
—¿De verdad que no sabes a qué me refiero? Has entrado en mi aula, a la cual yo te he invitado y has humillado a uno de mis alumnos, lo cual significa que también me has humillado a mí —comenzó mientras le señalaba acusatorio con un dedo—. Soy el responsable de estos estudiantes, y sean unos arrogantes o unos gilipollas integrales, esa nos es forma de tratarlos. Si educas atacando, aprenderán a atacar, y eso va en contra de lo que yo creo y no pienso consentirlo. Y si no te gusta mi forma de hacer las cosas, no te preocupes. Mi cargo está a tu entera disposición.
Durante un minuto Gonzalo no podía dar crédito a lo que acababa de escuchar. Por un lado, la honestidad brutal de Nicolás le había hecho ponerse de un humor cercano a la furia. Su parte racional, por otro lado, no podía evitar comprender que todo lo que le había dicho era completamente cierto. Finalmente se impuso la cordura.
—Tienes toda la razón del mundo y te ruego que me perdones —le dijo extendiéndole la mano—, pero hay veces que necesito que alguien me zarandeé para bajar nuevamente a la realidad.
Nicolás, aunque descolocado por la reacción, enseguida le estrechó la mano.
—Y también —continuó Gonzalo—, quería darte las gracias por recordarme que acerté plenamente contigo.
Sin más preámbulos, salieron al pasillo donde se encontraron con que la práctica totalidad de los alumnos les estaban esperando. Ambos se miraron y sonrieron antes de empezar el paseo seguidos por su muy numeroso séquito.
La ronda por el hospital transcurrió sin incidentes convirtiendo los pasillos en un aula improvisada donde los internos no dejaban de acosar a preguntas a Gonzalo y Nicolás. Pasaron por las plantas visitando a los pacientes, recorrieron las zonas de consulta y dieron una vuelta por los laboratorios y las zonas de procesamiento y anulación dejando para el final la zona de urgencias situada en la planta baja.
Cuando el ascensor que llevaba a Gonzalo y su grupo llegó, el espectáculo que presenció le dejó petrificado: a cien metros, en la sala de espera de urgencias, un grupo de gente corría por los pasillos pasando por encima de una enfermera tumbada en un charco de sangre, mientras tres hombres también con batas blancas intentaban sujetar a un individuo que no dejaba de retorcerse y lanzar aullidos. El timbre del ascensor y su característico ruido al abrirse tuvieron más efecto del deseado, distrayendo a los hombres de las batas el tiempo justo para que su prisionero se zafara de sus brazos y echara a correr como un poseso hacia él y los muchachos. Gonzalo dejó caer la tablilla con informes que le había acompañado por el tour y se preparó para enfrentarse a él. Justo cuando estaba a escasos metros, la campana que indicaba que el segundo ascensor había llegado con Nicolás y el resto de estudiantes volvió a atraer su atención, desviándose del ascensor de Gonzalo hacia el otro. Preocupado por lo que pudiera ocurrir, echó a correr para tratar de interceptarle antes de que llegara hasta los desprevenidos ocupantes del otro elevador. Gonzalo pudo escuchar cómo la puerta se iba abriendo y, consciente de que no iba a lograr llegar a él a tiempo, gritó con todas sus fuerzas un ¡no!, que retumbó en los pasillos de toda la planta.
No llegó a saber si fue el grito que le alertó o si es que Nicolás contaba con unos reflejos que ni él mismo conocía, pero Gonzalo alcanzó a ver cómo salía un puño que impactó de lleno en la cabeza del agresor, tirándolo de espaldas. Aliviado y sorprendido, llegó justo a tiempo para ver cómo Nicolás se frotaba el puño con gesto de dolor. Dos médicos se pusieron a examinarle la mano mientras un estudiante le buscaba el pulso al loco que seguía inconsciente en el suelo.
Gonzalo se unió a la inspección de la mano de Nicolás con cara de alivio y una sonrisa nerviosa.
—Bueno, Rocky Balboa —le dijo alterado—, parece que tu herramienta de trabajo está perfectamente funcional. ¿Dónde aprendiste a boxear así?
—¿Me creerías si te dijera que ha sido suerte? —respondió muy nervioso—. No sé cómo he podido reaccionar, pero me alegro de haberlo hecho. ¿Cómo está?
El estudiante que se había inclinado junto a él despegó los labios para responder cuando el trueno de un disparo atravesó el pasillo. Todos los presentes se giraron al punto de origen del ruido y vieron a un paciente que había sacado una pistola y había anulado a la enfermera muerta que se había convertido. Al ver que todo el mundo le miraba, el hombre susurró una avergonzada disculpa a la vez que explicaba que se estaba levantado.
Volvieron la atención nuevamente al estudiante que estaba sobre su atacante.
—Me temo, profesor —dijo el chico—, que ha muerto.
—Es imposible —dijo Nicolás, que había perdido todo el color—. Yo no quería… ha sido un accidente.
Gonzalo se inclinó sobre él y sacó su pistola para anularlo cuando el muerto abrió los ojos y a una velocidad pasmosa se puso en pie de un salto haciéndole perder el equilibrio a la vez que le arrancaba de un mordisco al estudiante los dedos con los que le estaba buscando el pulso. Antes siquiera de que Gonzalo hubiera terminado de caer de culo, se giró y echó a correr en dirección a la sala de espera.
—¡Detenedlo! —gritó Gonzalo mientras intentaba ponerse en pie—. ¡Anuladlo, por Dios!
Se escucharon tres disparos seguidos de gritos. Cuando se incorporó pudo contemplar como el hombre que había anulado a la enfermera colgaba como un muñeco de las manos del zombi que le estaba devorando la mitad inferior del rostro con furiosas dentelladas. Apenas dio su primer paso cuando bruscamente dejó caer el cuerpo y se lanzó a por una muchacha que lloraba acurrucada en una esquina. Inesperadamente, un hombre se interpuso en su camino y empezó a forcejear con él mientras intentaba morderle. Gonzalo se plantó a un metro de donde estaban para apuntar, pero la velocidad a la que se movía el infectado hacía muy probable que fallara o que al desparramarse los sesos, el hombre con el que luchaba se infectara. Se quedó quieto, pensando, hasta que cogió una silla y la acercó todo lo que pudo al reanimado. Cuando vio que era el momento, apoyó un pie en la silla y se impulsó saltando en dirección al zombi con la pistola apuntando al suelo de tal forma que al caer apoyó con fuerza el cañón de la pistola en el centro del cráneo apretando el gatillo tres veces.
Las balas salieron por la entrepierna del infectado que cayó como un muñeco de trapo. Entre sus piernas y junto al pantalón agujereado y humeante, restos de intestino y tripas rodeaban lo que parecía ser el miembro del zombi arrancado por un disparo. El hombre que se había enfrentado a él, se apoyó contra la pared y se deslizó por ella hasta quedar sentado en el suelo, donde se puso a llorar en silencio. La muchacha a la que había salvado se acercó a él y le abrazó. El olor a pólvora, sangre y descomposición resultaba insoportable. Consciente de que el subidón de adrenalina no le iba a durar mucho más, se acercó a la desfigurada última víctima del monstruo y tras comprobar que ya no respiraba, le anuló de un disparo. Tomó aliento y finalmente se acercó al estudiante que había perdido los dedos y que no dejaba de llorar. Le intentó consolar, le explicó lo que iba a pasar y le dio la oportunidad de acabar sin dolor. El hombre aceptó tras pedir que avisaran a su mujer que trabajaba en el hospital para despedirse de ella. Unos compañeros lo escoltaron a la sala mientras otros iban a buscar a la futura viuda.
Gonzalo y Nicolás flanquearon al zombi que lo había empezado todo. Lo miraron en silencio sabedores de que habían llegado a la misma conclusión: cuando había empezado a atacar ya estaba zombificado.
Un zombi corriendo… eso no era una buena noticia.