CAPÍTULO IV

16/09/2040

Gonzalo abrió los ojos con el tiempo justo de saltar de la cama y llegar al baño para devolver. Mientras esperaba en el suelo a que pasaran los calambres que le atenazaban el estómago, intentó recordar algo del día anterior sin demasiado éxito. No estaba acostumbrado a beber, y por cómo se sentía, no cabía duda de que había estado poniéndose al día.

Cuando se sintió capaz de incorporarse, apoyó su espalda contra la pared del baño y dejó que el frío de los azulejos le recorriera la piel. Algo más centrado, tiró de la cadena y se sentó en la taza para recuperar el aliento. Sin pensar se introdujo en la ducha y dejó que el agua helada le cubriera en un intento de despejarle. Un nuevo ataque de vómito le obligó a sacar la cabeza por la mampara, a la que se sujetó mientras echaba lo poco que le quedaba retenido en el estómago. Tras eso, el resto de la ducha transcurrió sin novedad.

Una vez se volvió a sentir persona, salió, se secó y se dirigió a su habitación. Apoyada en su almohada, una melena morena destacaba sobre una espalda blanca que le resultaba muy apetecible. Si no hubiera sido porque apenas podía con el malestar del estómago y en general se sentía como si le hubieran dado una paliza, sin duda se hubiera lanzado sobre ella a comprobar si lo que fuera que hubiera ocurrido la noche anterior había estado bien. La chica se giró, quedando boca arriba y desvelando unos generosos pechos desnudos que a punto estuvieron de reactivarlo, pero sólo a punto. Se sentó en la orilla de la cama y cogió su reloj de la mesita. Apenas eran las diez y cuarto. Teniendo en cuenta que uno de sus últimos recuerdos era que a las cinco de la mañana aún estaba por ahí sumergido en plena celebración, pensó que necesitaba un poco más de reposo, así que se colocó unos calzoncillos limpios y se tumbó de nuevo. No era de dormir mucho, pero el de ayer había sido un día demasiado largo e intenso y necesitaba descansar. Esa tarde iba a tener reunión con Alejandro y Nacho y quería estar despejado. Su vecina de lecho se giró nuevamente y volvió a darle la espalda. Gonzalo cerró los ojos y se durmió al instante.

Cuando sonó la alarma del despertador a las dos en punto de la tarde, abrió los ojos. Sintiéndose como nuevo, se giró a su derecha y en la cabecera, aún caliente, no había ninguna melena apoyada, tan sólo una nota escrita en un pedazo de cartón recortado de alguna caja.

«Gracias por todo, nos veremos por ahí».

Ni un nombre, ni una explicación. Se puso en pie y se vistió. Se dirigía a la cocina cuando le invadió un mal presentimiento. Una por una comprobó todas las puertas, y se tranquilizó al comprobar que todas seguían correctamente cerradas con llave. Se preguntó si su acompañante nocturna habría tardado mucho en encontrar la puerta de salida y se alegró de que no se hubiera dejado nada olvidado o le hubiera tocado abrirle para dárselo. Retomó el camino a la cocina y se preparó unos huevos revueltos que acompañó con un par de salchichas de cerdo caseras, sus favoritas. Al principió le costó comer; su estómago no estaba muy de acuerdo con que le metieran nada después del tute del día anterior, pero el hambre fue más poderosa y finalmente, cedió. Eso sí, la comida fue regada con una cantidad sorprendentemente generosa de agua.

Una vez saciado y tras renovarse haciendo sus necesidades, se afeitó y se puso a repasar algunos informes en el sofá de la salita de estar que había junto a la cocina. El cansancio acumulado, el calor y la comodidad del sofá hicieron que sin darse cuenta se quedara nuevamente dormido. Cuando abrió los ojos, miró el reloj: eran las cinco menos cuarto, y había quedado a las cinco para la reunión. Se apresuró en llegar al lavabo para lavarse la cara, recogió los papeles que tenía en el escritorio de su habitación y bajó a toda prisa al despacho. Hoy era día libre para todo el mundo en el palacete excepto para ellos tres, con lo cual estaban totalmente solos. Cuando entró a la sala, ya le estaban esperando, murmuró una disculpa y se sentó para empezar a definir el grupo de gente con los que pretendían arreglar el mundo.

Tras un par de horas de intenso debate se acordó que en principio todo seguiría como hasta ahora. Nacho como jefe de las fuerzas de seguridad y Alejandro como segundo al mando de Gonzalo. Agustín Gutiérrez, el inventor del sistema 1-5 seguiría siendo el encargado del censo y de todo lo relacionado con la demografía, zonas de alojamiento y control de la población en general. José Luis Ros seguiría de coordinador de los diferentes almacenes de materiales de la ciudad y el puesto de Carmela, de coordinadora de intendencia de los diferentes suministros de alimentación, se le otorgaría definitivamente a Pilar Rodríguez, quien lo estaba llevando desde que la primera tuvo que dejar de trabajar porque ya no podía ni moverse por el embarazo. El doctor Nicolás Rivera, cirujano que había sido destinado al Rosell durante la guerra, asumiría la dirección de recursos sanitarios de la ciudad. Arturo Godoy como encargado de las infraestructuras de la ciudad, incluyendo temas como el abastecimiento del agua, la electricidad, etc… Y por último, Gonzalo reiteró la intención de dar un puesto oficial consultivo a los Freak Bros y acelerar la decisión de quiénes serían los sustitutos de los representantes, cosa que también quedó aprobada.

Al acabar, se despidieron. Alejandro se marchó con su mujer y su hija y Nacho a hacer lo que fuera que hacía en su tiempo libre. Tras escuchar cómo se cerraba la puerta del edificio, apagó la luz del despacho y se quedó sentado en la penumbra meditando sobre todo lo que estaba sucediendo. Se dejó llevar por el silencio y la calma y relajó su mente dejando que todo lo sucedido le invadiese hasta darse cuenta de la magnitud de lo que había ocurrido: el sueño se había cumplido. La ciudad era una realidad. La gente volvía a sentirse segura… y toda esa gente, más de cien mil almas, habían depositado su fe en él, le habían confiado su seguridad, su vida. La completa aceptación de eso último le aplastó de tal forma que lo sintió físicamente. Notó cómo empezaba a faltarle el aire y tuvo que agarrarse a la mesa para no caer del sillón. Estaba dándole un ataque de pánico, y aunque era consciente de ello, eso no hacía que fuera más fácil controlarlo. Cerró los ojos y respiró profundamente, con dificultad al principio pero más fácilmente conforme pasaban los minutos. El vértigo y el mareo se fueron pasando y cuando se atrevió a abrir nuevamente los ojos, ya se encontraba moderadamente bien.

Volvió a relajarse y cerró nuevamente los ojos. Dejó la mente en blanco y se limitó a dejarse bañar por las sensaciones que podía percibir. El olor del cuero del sillón en contraste con el aroma a antigüedad de las nobles maderas de la sala, los últimos rayos del sol de media tarde atravesando la incipiente oscuridad de la estancia hasta llegar a sus párpados, el fresco de la tarde que le envolvía… Una música se filtraba por la ventana. La reconoció: era una canción de los años noventa que a su padre siempre le había gustado. No recordaba el nombre pero sí la melodía, en la que centró toda su atención.

Su padre. Todo volvía siempre a su padre. Para él todo parecía fácil. Torció el gesto y dejó que una lágrima cayera. La canción terminó y en el estribillo repitieron varias veces el nombre. Era «Lección de humildad» y trataba sobre niños que descubrían la realidad de la vida cuando se convertían en hombres. Se levantó y subió a la habitación del torreón.

Sonaban las nueve de la noche en el reloj de cuco de su habitación cuando entró en ella, con el ánimo visiblemente mejorado, a cambiarse de ropa. Se puso un pantalón de pijama y una camiseta vieja y aprovechó para darle cuerda al reloj. Era una de las pocas cosas que se había traído de Valladolid. Lo recogió de la vieja casa familiar donde se había hospedado durante su residencia y lo trajo porque supuso que le gustaría mucho a su abuelo, que a menudo le había hablado de él. Nunca olvidaría la cara de ilusión cuando lo sacó de la caja y se lo puso delante. Le dio cuerda todos los días hasta que falleció, momento en que pasó a pertenecerle a él por expreso deseo de su abuelo.

Para cenar, sacó un par de filetes de lomo del frigorífico, se pinchó en un dedo y mezcló una gota de su sangre con sangre de los filetes. Al ver que no había reacción, los puso en la plancha. Mientras se chupaba el dedo para limpiarse, no pudo evitar pensar en cómo pequeñas cosas como el tomar un trozo de carne, podía resultar en tu conversión. La prueba de la sangre, como se conocía popularmente, la había descubierto el propio Gonzalo durante su residencia de hematología en Valladolid tras ver que era un método infalible de comprobar quién estaba infectado y quién no. Como todo el mundo sabía, los animales eran inmunes a la zombificación, aunque no obstante, podían ser portadores de la enfermedad, lo que convertía su carne en venenosa. Como la sangre de un animal infectado era en apariencia igual que la de uno sano, comprobar si estos eran comestibles era un proceso algo tedioso que se tenía que hacer en un laboratorio, lo que además presentaba no pocos problemas. Un día estando en el Rosell, a Gonzalo, al poco de volver de Valladolid, se le ocurrió que la misma reacción que observó con el análisis de sangre de la paciente infectada que atacó el hospital podría ser de utilidad para comprobar que la carne fuera comestible. Así, cogieron a una docena de conejos y otra de pollos y les fueron extrayendo unas gotas de sangre que extendieron en placas de Petri. A esas muestras les añadieron una gota de sangre de Gonzalo y tres de las muestras de conejo y seis de las muestras de pollo convirtieron en engrudo la sangre humana al entrar en contacto con ella. Más tarde la prueba se realizó también en cerdos y ganado vacuno y se demostró su éxito.

Mientras la carne se iba haciendo, continuó con su paseo por la memoria. Otra de las mejores ocurrencias, por lo menos a sus ojos, fue el sistema 1-5 que inventó Agustín el censor. Gracias a esa idea los brotes de nidos zombis se habían visto enormemente disminuidos. Al principio, cada persona saludaba a siete y el plazo era de tres días, pero era demasiado caótico, no daba tiempo suficiente y eran demasiadas personas a las que buscar, así pasó de 1-7 a 1-5, de tal forma que cada habitante debía dar el saludo a cinco personas, siendo saludado a su vez por otra persona de la cual tú eras uno de sus objetivos, lo que constituía un total de seis personas que certificaban que estabas vivo y bien. Además, el plazo se amplió a una semana, lo que daba un margen mayor para localizar a la gente. Cada vez que alguien fallaba, la persona que no lo localizaba lo reportaba, y en caso de que alguno de los objetivos del no localizado confirmara que no lo había visto, un par de z-men iban a comprobar si todo iba bien, lo cual desgraciadamente era así en la minoría de los casos…

Llevó la cena a su habitación y abrió el balcón frente al escritorio para tomarse sus filetes disfrutando de la brisa nocturna y la visión de su ciudad con las calles iluminadas.

Tantos muertos, tantos miles de millones de muertos… y esa ciudad, Ciudad Humana, posiblemente el último bastión de la humanidad, por lo que él sabía… «el mejor lugar del mundo para vivir», como proclamaba la gente.

Terminó de cenar y fue al baño, tras lo que decidió acostarse temprano y descansar, que el siguiente iba a ser un día muy duro. El primero de gobierno como tal. Echó un vistazo al libro que había en su mesita: La zona muerta, de un escritor de miedo del siglo pasado que había rescatado de una librería, pero esa noche no le apetecía leer. Apagó la luz. Sabía que otro festival de excesos como el del día anterior iba a ser muy difícil por no decir imposible que se repitiera. Se había emborrachado como nunca, se lo había pasado de cine, se había llevado a una morena a la cama y se había levantado con una resaca de caballo. Una despedida épica, pero a partir de ese momento era el responsable de muchos miles vidas, y como tal, no podía permitirse ciertas cosas. Había aceptado ese cargo y dedicar su vida a protegerlos, y no les pensaba fallar. No quería que nadie más volviera a pasar por lo que era perder a toda su familia, que nadie más tuviera que anular a su madre, a su padre o a su hijo, quería evitar que la gente tuviera que dormir en medio de ninguna parte, tirados por el suelo como animales, quería que la gente se sintiera a salvo, que se sintieran humanos y libres de nuevo…

Finalmente se durmió. Para redondear el día, esa fue una de las pocas noches en que durmió sin pesadillas. Tampoco es que tuviera dulces sueños, pero por lo menos, sus fantasmas decidieron darle un poco de tregua para que descansara. Falta le iba a hacer.

La mañana del lunes diecisiete de septiembre amaneció soleada, aunque bastante fría, como pudo comprobar Alejandro cuando se acercó a cerrar la ventana. El reloj de la mesita daba las siete de la mañana, y había quedado con Gonzalo a las diez, gracias a lo cual iba a poder darle el biberón y cambiar a Irene, un lujo que no siempre podía permitirse. Como si le hubiera leído la mente, una risita proveniente de la cuna le avisó de que ya estaba despierta, se asomó y vio a su pequeña sonriéndole. Pasaron dos horas hasta que Irene volvió a dormirse apoyada en su pecho. Con sumo cuidado la volvió a tumbar y empezó a prepararse para salir. Mientras se vestía, Carmela se sentó en la cama junto a él.

—¿Qué vais a hacer hoy, Álex?

—Lo que tu primo llama una «ronda de contactos».

—Ah, vale. ¿Y con quién vais a contactar?

—Vamos a hablar con los célebres Freak Bros.

—Vaya, ¿esos no son «el órgano consultivo» favorito de Gonzalo? ¿Los creadores del término z-men? ¿Los planificadores de la reorganización de la ciudad?

—Efectivamente, cariño, a ellos son a los que vamos a ver esta mañana, al par de pirados que viven en una antigua tienda de cómics de la que prácticamente nunca salen y que, por nadie sabe qué misterioso motivo, sus ideas y opiniones son aceptadas sin rechistar por nuestro recién electo presidente.

—No son mala gente tampoco, cuando me vine de Madrid y no conocía a nadie fue gracias a ellos y a su programa de reunión de familiares que descubrí que Gonzalo y yo éramos primos segundos.

—Creía que el programa de reunión de familiares lo llevaba Agustín el censor.

—Vale, cielo, lo lleva Agustín, pero la idea y los argumentos de conexión como el de parientes actores/escritores/músicos fueron idea de ellos.

—El famoso argumento que te llevó a Javier.

—Nunca olvidó a su primo ni a mi madre.

—El bajista de los míticos… ¿Miden?

—El bajista de los míticos Denim, cazurro.

—Pues eso, Denim, lo que yo he dicho. Tuvo que ser increíble cuando salió la conexión.

—Cuando le avisaron fue corriendo al campamento del antiguo hipermercado donde tenía mi camastro y me reconoció al vuelo. Se acercó a mí corriendo y me llamó «cacahuete», que era como mis padres me llamaban de pequeña.

Alejandro se sentó a su lado y le pasó el brazo por encima de los hombros. Daba igual el tiempo que pasara, siempre que Carmela recordaba a sus padres, acababa llorando.

—Sé que conoces la historia perfectamente —continuó con la voz salpicada por sollozos—, pero no sabes lo que significó para mí. Tenía dieciséis años, estábamos toda la familia en la casa de campo de mis abuelos donde nos habíamos atrincherado. Llevábamos una semana y resistíamos bien porque estábamos bastante alejados de los caminos y apenas se nos acercaban zombis. Nunca supimos quién murió y contagió a los demás, todo lo que recuerdo es a mi madre levantándome corriendo y llevándome al pasillo donde vi a mi padre con lo que parecía una fregona en llamas golpeando a mi abuela y a mis tías, que aunque tenían la ropa ardiendo no dejaban de lanzarse contra él. Nos gritaba que corriéramos mientras nosotras atravesábamos el pasillo volando. Cuando estábamos a punto de llegar a la puerta principal, mi prima Victoria salió de su dormitorio. Su cara estaba ensangrentada y restos de carne arrancada le colgaban de la boca. En su pijama enganchado pude reconocer un ojo de su hermano Gabriel que parecía mirarme. Mi madre, sin pensar, la golpeó en la cabeza con tanta fuerza que la tiró contra la puerta clavándose el tirador de la misma en la sien y anulándola. Seguimos corriendo y vi de refilón cómo Valentina empezaba a levantarse de su ensangrentada cama. Casi al mismo tiempo, escuché a mi padre gritar de dolor. A punto de perder el control por la locura de lo que estaba viviendo, empecé a chillar. Mi madre me pegó un bofetón sin detenerse y me gritó que me mantuviera fuerte. Salimos de la casa y allí estaba mi abuelo en bata montado en su coche arrancado. Mi madre abrió la puerta del copiloto y me hizo subir. Mi abuelo preguntó por los demás y mi madre le dijo que no había nadie más, que huyéramos. Cerró la puerta y se alejó reculando. Intenté abrirla para preguntarle qué hacía pero mi abuelo echó el cierre a la vez que mi madre me mostraba la mano con la que había golpeado a mi prima. Llevaba una herida, poco más que un roce, pero la sangre que salía se estaba volviendo negra. Bajé la ventanilla llorando y le grité que la quería y que lo sentía mucho. Me miró con lágrimas en los ojos y le dijo a mi abuelo que me cuidara mientras pudiera. Finalmente me mandó un beso y me dijo: «Te amo, cacahuete». Mi abuelo salió quemando ruedas y ya conoces el resto, descubrimos que Cartagena resistía, nos juntamos con un grupo para venir y en el trayecto mi abuelo murió, con lo que me encontré completamente sola cuando llegué.

—Y cuando oíste de nuevo tu mote de la niñez todo te golpeó de nuevo.

—El dolor, la pena… y afortunadamente también, el recuerdo de todo el amor que me dio mi familia y que Javier y Ruth, y después Gonzalo me volvieron a dar recuperando a parte de mi familia.

—Hasta que llegué yo y lo jodí todo secuestrándote.

—Bueno, yo también tuve algo que ver en eso, ¿no?

Carmela lo miró a los ojos, los tenía un poco enrojecidos, pero sonreía. No era la vez que peor lo había pasado rememorando su trágica huida. La besó y la abrazó con fuerza acariciándole el pelo mientras la mecía suavemente.

—Ahora estás a salvo, preciosa. Aquí estamos a salvo.

—Sí, pero no dejo de tener miedo.

—¿Miedo a qué, mi vida?

—Pues a todo, a que esta ciudad se hunda, a que los zombis nos destruyan, miedo por ti que te pasas la vida exponiéndote al peligro, miedo por nuestra hija, que no sé lo que haría si alguien la lastimara…

—Eso no va a pasar. Precisamente para evitar todo eso es por lo que yo me juego la vida todos los días, princesa, para evitar que sufras, para que podamos tener una vida lo más normal y feliz que sea posible, ¿entiendes, mi amor?

—Sí, pero…

—Pero nada, yo me voy a terminar de vestir y voy a por tu primo a ver a los pirados mientras tú te quedas en la cama descansando. ¿Te parece bien?

—Vale. Descansaré un rato más, sí, que la pequeñaja me ha dado mala noche.

—¿Por qué nunca me despiertas cuando se remueve para que te ayude?

—Mi vida, tú tienes que ir despejado a tu trabajo, y mi trabajo a día de hoy es nuestra hija, así que no pienso despertarte. ¿Vale?

—Comprendido jefa, pero túmbate ya.

La acompañó a su lado de la cama y le sostuvo la mano mientras se recostaba. La besó y se metió en el baño a terminar de arreglarse. Cogió su pistola, su cuchillo y los cargadores de la caja fuerte y se asomó a la puerta para lanzarles un beso cuando le llegó la voz de Carmela casi en un susurro:

—Álex…

—Dime, cielo.

—Te quiero. Gracias por escucharme.

Se arrodilló junto a ella en la cama y le besó con todo el cariño que pudo expresar.

—Gracias a ti por hacerme feliz.

Carmela sonrió con los ojos todavía cerrados, se giró para el lado contrario y se durmió. Alejandro salió de la casa sintiéndose plenamente feliz y regocijándose en ese sentimiento.

Al pisar la calle, una ligera brisa le recibió. Se abrochó la chaqueta de entretiempo y se dirigió a la casa de su amigo. Al llegar vio que Gonzalo ya lo estaba esperando en la puerta hablando con Nacho. Cuando llegó a su lado los dos le sonrieron.

—Buenos días a los dos —dijo al llegar junto a ellos—. ¿Cómo va la cosa?

—Bien —respondió Nacho con cierto aire de sorna—. Aquí, a ver si le pasamos los informes a tu jefe, pero no te lo vas a creer…

—No se ha bajado la PDA y no tiene ganas de subir a por ella.

—Vaya, eres adivino —se giró a Gonzalo—. Bueno, yo me voy que tengo que ver lo del vestuario y los nuevos reclutas para el cuerpo. ¿Vas a ir tú al hospital a ver lo del elixir entonces?

—Sí, gracioso —respondió Gonzalo—. Tengo que ver unas cosas en el laboratorio y de paso se lo recuerdo a Nicolás. No te preocupes.

—Bueno, pues yo me voy —se caló su sombrero y echó a andar—. Nos vemos jefe, Alejandro…

—Nacho… Bueno, Gonzalo, ¿nos vamos?

—Sí, vamos a dar un pequeño rodeo primero, si no te importa.

—En absoluto, tú mandas.

—¿Qué tal está mi sobrinita? Tengo ganas de verla, que ayer con todo el tinglado no pude ni darle un beso. ¿Ha aprendido a decir ya mi nombre?

—Claro, en cuanto se aprendió las capitales de Europa, empezó con tu nombre y tu biografía.

—No me hables de biografía que esta mañana me he encontrado en la mesa un memorando de José Luis diciéndome que Carlos Tomás, nuestro pretendiente a cronista oficial de Ciudad Humana quiere hacer una sobre mí y le ha pasado una petición de papel para imprimirla y repartirla.

—¿Y cuál es el problema?

—No me hace gracia. No entiendo que se escriban biografías sobre mí. Hay aquí mucha gente con una vida que seguro que es mucho más interesante que la mía.

—¿Como quién?

—Pues por ejemplo, los Freak.

—Uf, sí. Han tenido una vida apasionante, seguro.

—Más de lo que te piensas. Mi padre era muy amigo suyo y ¿sabes qué? Cuando eran jóvenes solían bromear con que cuando los zombis se levantaran, ellos sí sabrían como sobrevivir.

—No me jodas. No me creo que dijeran eso.

—Te lo juro. Era una broma a raíz de un libro que le regalaron a uno de ellos sobre cómo sobrevivir a una teórica invasión zombi.

—Te estás riendo de mí.

—No, es completamente cierto. Un escritor se molestó en hacer un auténtico estudio sobre el tema y se lo publicaron. Seguro que conservan alguna copia, ahora les diré que te la enseñen.

—Te tomo la palabra. Ah, y respecto a la biografía, yo la autorizaría sin dudarlo. La gente necesita referentes. Alguien a quien admirar. Y me temo que se te ha otorgado ese papel… además, cuando Irene crezca, quiero que pueda presumir de que el primer libro publicado en el nuevo mundo sea sobre la vida de su tito.

Gonzalo sonrió, pero su mirada se había oscurecido en el momento que escuchó el nombre.

—Gonzalo —dijo Alejandro mientras le apoyaba la mano en el hombro—, ¿de verdad estás bien con el hecho de que la niña se llame Irene? Sé que nos dijiste que no te importaba, y el nombre se lo pusimos en gran medida como recuerdo a ella, pero si te resulta doloroso, aún estamos a tiempo de cambiarlo, no tiene ni dos meses…

—¡Déjate de tonterías! —le interrumpió Gonzalo al tiempo que se detenía—. No quiero que le cambiéis el nombre ni nada parecido. No puedo evitar entristecerme cuando oigo su nombre porque mi hermana era lo mejor de mi vida, pero no tienes ni idea de lo orgulloso que me siento de que su nombre lo lleve tu hija. Irene fue muy especial y lo sabes, tú también la amaste un tiempo, y sabes la huella que dejaba en las personas.

—Sí, y fue un tiempo maravilloso, la pena fue que no funcionó.

—Pena tampoco. Eso de tenerte de cuñado hubiera sido ya mucho —le dijo en un intento de aligerar el tono de la conversación—. No te ofendas, pero eres muy cargante.

Alejandro le pegó un golpe en el hombro de forma teatral y retomaron el camino.

—Pues no te creas que ser tu cuñado es ninguna bicoca. Yo seré cargante, pero tú eres más molesto que una pincha en un ojo jugando al twister.

—Pero hacemos el mejor equipo del mundo, ¿verdad?

—Claro que sí.

Estaban llegando a la altura del antiguo parque de artillería cuando los interrumpieron unos gritos que parecían venir de una calle paralela. Sin pensar echaron a correr mientras desenfundaban sus pistolas hacia la primera callejuela que conectaba la calle del parque con la de San Fernando, la cual parecía ser el origen del problema. Doblaron la esquina casi al mismo tiempo que dos muchachos, que también acudían con las armas en alto, sólo para darse de bruces con un grupo de seis infectados que estaban devorando a una pareja de mujeres. Alejandro, que iba el primero, no pudo parar a tiempo y tropezó con uno que estaba entretenido masticando una mano, enredándose de tal forma que ambos cayeron al suelo quedando el zombi encima de él. El engendro, ante la presencia de comida viva, dejó caer el aperitivo y se lanzó a su garganta. Gonzalo enfundó su pistola e intentó apartarlo de Alejandro, pero llevaba poco tiempo convertido y los músculos estaban en perfecto estado, con lo que al haber hecho presa en él, no conseguía soltarlo. Descartó sobre la marcha la pistola porque si la más mínima gota de sangre infectada alcanzaba el tejido mucoso de su amigo, el cambio empezaría sin remedio. Alzó la mirada para pedir ayuda a los jóvenes justo a tiempo de ver cómo a uno le mordía la pierna un zombi vestido con un mono de mecánico, lo que le hizo proferir tal grito que distrajo unos segundos a quien era la última opción de Gonzalo, unos segundos que fueron suficientes para que una ancianita a la que le faltaba media cara le arrancara un trozo de cuello de un mordisco.

—Qué bien —murmuró Gonzalo—, éramos pocos y parió la abuela.

—Perdona, jefe —le dijo Alejandro desde debajo del zombi—, ¿podrías dejarte el refranero y quitármelo de encima?

—Me encantaría —le respondió mientras miraba por encima de su hombro—, pero me temo que si quieres que sobrevivamos vas a tener que aguantar solo durante un rato, nos están rodeando.

—No me jodas, ¿y los que venían con nosotros?

—En proceso de conversión.

Con total desgana, pero consciente de que era la única oportunidad de sobrevivir, se incorporó y sacó su pistola, quitó el seguro y empezó a apuntar al más cercano cuando escuchó una voz grave a su espalda:

—Protege a tu amigo, déjame estos a mí.

No había empezado a girarse hacia la voz cuando notó que algo cortaba el viento pegado a su cara. Delante suyo, el zombi al que iba a disparar cayó de espaldas empujado por algo metálico que se había incrustado en su frente. Consciente ya de quien era su ángel de la guardia, se lanzó a ayudar a Alejandro mientras por el rabillo del ojo distinguió a una figura alta que pasaba corriendo a su lado.

—¡Gonzalo! —gritó Alejandro desesperado.

Llegó junto a él y cogió con una mano el pelo y con la otra el cuello del zombi que estaba a unos centímetros de su presa, pero a pesar de que tiró con todas sus fuerzas, sólo consiguió ganar un poco de espacio.

—Ayúdame —suplicó Alejandro—. Por favor, quítamelo de encima.

—¡No puedo! —gritó Gonzalo que empezaba a ponerse nervioso—. Es muy fuerte. ¡Ayuda!

Una mano como una tenaza se apoyó en su hombro y lo apartó de un tirón tirándolo de culo. Un hombre alto y vestido de negro levantó el brazo izquierdo, en cuya mano sostenía un cuchillo de caza de proporciones más que considerables. Antes de que comprendiera lo que iba a ocurrir, lo descargó con tanta fuerza que entró sin problemas por el centro de la cabeza del zombi, saliendo la punta por la nuca. De un segundo tirón apartó el cuerpo ya inerte de encima de Alejandro. Con tranquilidad, sacó el cuchillo de la cabeza y empezó a limpiarlo con la ropa del fallecido mientras Gonzalo observaba y Alejandro se enderezaba con cara de asombro.

—Dios, eso ha sido increíble —dijo acercándose a su salvador mientras le ofrecía su mano—. Quiero darte las gracias, soy…

—Sé perfectamente quién eres, Alejandro —dijo levantándose—. Todo el mundo sabe quién eres, el colega del «presi», aquí presente.

Aunque Alejandro, como todo el mundo, lo había visto alguna vez, nunca había estado tan cerca suyo, y no pudo por menos que sentirse un poco intimidado. Medía más de metro noventa, con el pelo largo hasta media espalda y negro como el carbón. Una barba perfectamente recortada resaltaba sus rasgos, dominados por unos ojos oscuros que le miraban fijamente bajo un ceño fruncido. Vestía un pantalón de cuero y una camiseta negra que aunque le quedaba algo holgada desvelaba que, si no musculoso, su cuerpo era, a falta de una definición mejor, compacto, recio.

—Ya, claro, pues… imagino que tú eres Conroy —le dijo repitiendo la tentativa de estrechar su mano—. No sé cómo agradecerte…

Sir Conroy, si no te importa —respondió malhumorado mientras pasaba junto a él haciendo caso omiso de su mano extendida—. Y no es un buen momento. Supongo que estaréis acostumbrados a que la gente esté siempre dispuesta para vosotros, pero me temo que no es el caso.

—Si es mal momento no importa, claro… —dijo Gonzalo interviniendo por primera vez—. Pero bueno, quisiéramos darte las gracias y saber si te importaría que nos pasáramos en otro momento que te venga mejor para hablar.

Sir Conroy asintió con la cabeza y se dirigió hacia el cadáver más alejado. Alejandro, ofendido por el desprecio con el que les estaba tratando, le dijo alzando la voz:

—¡Y ¿se puede saber qué es tan importante como para no permitirnos dos minutos de tu valioso tiempo, minutos que además queremos emplear en darte las gracias?!

Sir Conroy se detuvo y se giró hacia él. Lo recorrió de arriba abajo con la mirada y le dijo con expresión divertida:

—Lamento si os he ofendido, pero mira por dónde he pensado que quizá era prioritario comprobar que todos estén completamente liquidados y que no haya más como estos del lugar de donde han salido.

Sin palabras ante la respuesta, Alejandro se quedó parado hasta que Gonzalo le dio una palmada en el hombro y le indicó con la cabeza que no continuara. Echaron un vistazo alrededor. Había diez cadáveres, los seis zombis que se encontraron al llegar, la pareja de señoras que les habían servido de piscolabis y los dos valientes que habían llegado junto a ellos. Tres cuerpos tenían la cabeza prácticamente desintegrada de un disparo, otro la tenía destrozada por la jugada del cuchillo… otro tenía ensartada una especie de espada japonesa de fabricación casera y los cinco restantes tenían lo que parecían ser unas pequeñas tiras metálicas incrustadas en el cráneo, las cuales sir Conroy iba recogiendo y guardando en un morral de cuero que colgaba de su cinturón.

—Hay que ahorrar munición —les dijo hoscamente—. El metal escasea y no hay que desperdiciarlo.

Sin esperar respuesta, se acercó a un portal pegado a la esquina donde se encontraban y sacó una linterna. Dirigió el haz de luz a la rendija de oscuridad y se pudo apreciar al fondo algo parecido a una pierna entre las sombras. Se volvió hacia ellos y les hizo señas para que se acercaran.

—Preparad las pistolas —dijo con voz firme—. Tú, «presi», vuélale la cabeza a los que salgan por la derecha. Segundo: para ti los de la izquierda.

—Tenemos nombre —dijo Alejandro picado—. No te costaría nada usarlos.

—Sí, segundo, como tú quieras, pero voy a abrir a la de… ¡Ya!

Lanzó una patada a la puerta empotrándola contra la pared revelando un pasillo sumergido en penumbras para dirigirse corriendo a la altura de sus improvisados compañeros. Poco a poco de las sombras empezaron a surgir zombis: dos, tres, seis… una docena.

—¡Ahora! —gritó sir Conroy.

Y empezaron a dispararles con tiros certeros tal y como les había indicado éste, de tal forma que en menos de diez segundos habían liquidado a todos los recién llegados.

—¿Habrá alguno más? —preguntó Gonzalo mientras contemplaba los cuerpos apilados—. Deberíamos subir a comprobar.

—Es posible pero muy poco probable —contestó sir Conroy mientras repasaba los cuerpos—. Si no me equivoco, están todos los habitantes del edificio.

—¿Qué pasa? —preguntó Alejandro aún molesto por su actitud—. ¿Tienes controlada a toda la población de la zona?

—Llevo viviendo en el mismo sitio casi veinte años y conozco a la gente de por aquí. Esos que acabamos de anular, eran vecinos míos de toda la vida, eso es todo.

—Vaya, lo siento —dijo un poco avergonzado—. Entonces, ¿qué hacemos?

—Vosotros no sé —dijo mientras levantaba uno de los cuerpos—. Yo voy a coger a estos pobres desgraciados y voy a incinerarlos en mi fantástico horno crematorio para darles lo más parecido a un funeral que puedo ofrecerles.

Gonzalo y Alejandro le imitaron y cargaron con sendos cuerpos siguiéndole calle abajo hasta llegar a un contenedor metálico que a juzgar por el olor y la ceniza que lo rodeaba, llevaba tiempo ejerciendo el mismo papel. Sir Conroy dejó caer dentro al hombre que había estado a punto de matar a Alejandro y se apartó para que éste y Gonzalo hicieran lo mismo.

—Conroy —empezó Gonzalo—, si pudiera ser quería hablarte de…

—Sólo se habla después de honrar a los muertos, «presi» —le atajó—. Si quieres hablar espera a que terminemos, y si no os parece bien no tenéis por qué quedaros.

—Perdona —saltó Alejandro—. ¿Tú sabes lo que es la educación? Porque…

—Cállate —le dijo Gonzalo—. Vámonos y respetemos sus deseos.

—Pero…

—Vamos.

Sir Conroy les observó en silencio durante unos segundos, y cuando vio que se marchaban, continuó con su tarea trasladando cadáveres al contenedor.

Ya habían atravesado la plaza de Juan XXIII y estaban llegando al paseo Alfonso XIII cuando Alejandro volvió a hablar claramente alterado.

—¿Me puedes explicar qué demonios es lo que ha pasado ahí detrás?, ¿quién se ha creído ese imbécil que es para…?

—Ese imbécil, Álex —le cortó Gonzalo—, es una máquina de matar zombis, y un lanzador de cuchillos cuya habilidad no tiene rival, amén de ser uno de los mejores hombres de mi padre y un genio dirigiendo a la gente en batalla.

—Vaya, no sabía que te gustara tanto, ¿y qué haces que no lo tienes en tu circulo interno? —le preguntó irónico—. Podría sustituir a Nacho, seguro que ganábamos con el cambio.

—Ya lo hice en su momento, Nacho era mi segunda opción.

—Caray. No tenía ni idea.

—No te lo cuento todo.

—Ya lo veo… Y Nacho, ¿qué opina de eso?

—Nunca lo hemos hablado, supongo que en el fondo lo sabe, pero no saco el tema, ya sabes que es… especial. Puedo contar con que tú tampoco lo vas a hacer, ¿verdad?

Alejandro guardó silencio durante un momento mientras meditaba sobre lo que su amigo le acaba de contar. Seguía con mal cuerpo por la escaramuza con los zombis y por la reacción de sir Conroy, no obstante, el descubrir que Nacho no había sido la primera opción le hizo olvidarse de lo demás.

—Sería una persona horrible si me alegrara porque Nacho no fuera más que un plan B, ¿verdad?

—Efectivamente.

—Y sería aún peor si encima lo usara para reírme de él, ¿verdad?

—Pues sí lo serías, sí. Y un pésimo guardián de secretos.

—Sí, imagino que sí. Bueno, vamos a portarnos bien y vamos a intentar permanecer en silencio.

—Te lo agradezco, Álex.

—No hay de qué, pero tengo una pregunta que hacerte: se supone que íbamos a ver a alguien cuando nos hemos topado con los zombis, pero no hemos hablado con nadie más que con el primo mala leche de Conan el bárbaro, así que entiendo que era con él con quien querías hablar, ¿correcto?

—Sabía que te había elegido por algo.

—Tomaré eso como un sí. Pues ha sido todo un éxito de entrevista, muy fructífera. Por lo menos hemos hecho un nuevo amigo.

—Más de lo que te crees —le dijo ignorando la ironía—. No ha perdido un ápice de puntería. ¿Has visto cómo lanzaba esos cuchillos? Creo que ni apunta, sólo los lanza y un pleno en el cráneo. Mi padre me dijo que él mismo se los fabrica. Es más impresionante de lo que me contaba. Sería una incorporación muy útil para el cuerpo.

—No lo veo yo siguiendo órdenes.

—De mi padre las siguió durante mucho tiempo.

Enfrascados en la conversación, llegaron a la calle Wssel de Guimbarda y al edificio donde se encontraba la antigua librería Alcaraz, actual residencia de los Freak Bros. Gonzalo golpeó la reja que cerraba el local y esperaron en silencio. Cinco minutos más tarde y viendo que nadie respondía, volvió a golpear con más fuerza, aunque con el mismo resultado. Gonzalo miró a Alejandro que se encogió de hombros, y retrocedió hasta el borde de la acera a mirar al balcón situado sobre el local justo a tiempo para ver aparecer a un hombre mayor con la cara hinchada por el sueño y que le miraba con cara de pocos amigos.

—Buenos días, Alfy —le dijo Gonzalo—. ¿Podemos pasar?

Sin dar respuesta, el hombre miró a Gonzalo y a Alejandro que se había colocado junto a él y entró en la casa.

—Expresivo el hombre —le dijo Alejandro—. Pero podría habernos dejado hablar un poco a los demás, ¿no?

Por toda respuesta Gonzalo le miró severamente hasta que, avergonzado, bajó la cabeza. Minutos después, las luces de la tienda se encendieron y aparecieron dos siluetas. Una de ellas abrió la puerta interior y la misma cara seria que les había observado desde el balcón les invitó a pasar tras levantar la reja.

Mientras seguía a Gonzalo al interior se sorprendió agradablemente al descubrir que todo estaba casi igual a como lo recordaba. El pequeño local rigurosamente organizado le hizo sentirse como cuando era un niño y entraba a comprar sus tebeos: dos estanterías en el centro rebosaban de portadas de brillantes colores donde cientos de superhéroes se preparaban para salvar el mundo. Abarrotando las paredes, muñecos, camisetas, películas, libros, más cómics… el escenario ideal para que cualquier Peter Pan hubiera sido muy feliz. Al fondo de la estancia, Charly, el otro Freak Bros, los miraba apoyado en un mostrador con los brazos cruzados y cara de pocos amigos.

Cuando Alfy se colocó al lado de su amigo, las diferencias entre ambos quedaron más que patentes. Por un lado Alfy, perfectamente afeitado, pelo corto, pulcramente vestido y cuya figura evidenciaba que había dedicado gran parte de su vida a ponerse en forma, a su diestra Charly, con el pelo recogido en una larga y desaliñada coleta, una enorme barba que le llegaba hasta el pecho y una generosa barriga a juego con unos brazos que parecían columnas. Fue este último quien rompió el silencio.

—Y bien, señor presidente —le preguntó—. ¿A qué debemos el honor de esta visita?, y encima a tan tempranas horas.

—Tempranas horas… —Gonzalo miró su reloj que marcaba las once pasadas y optó por callar y centrarse en el motivo de la visita.

—Pues nada, que veníamos para pediros que os unáis oficialmente al gobierno de la ciudad. ¿Qué me decís?

Los Freak se miraron y Alfy negó con la cabeza.

—Gonzalo —le respondió Charly—, te conocemos desde que naciste y siempre te vamos a ayudar y aconsejar en todo lo que podamos, pero no nos vamos a unir a tu «gobierno». Nos hemos ganado un descanso. Una jubilación, si lo quieres llamar así.

—Además, hijo —continuó Alfy—, que ya no estamos para demasiados trotes. Anoche nos acostamos casi a las seis de la mañana porque estuvimos viendo la primera temporada de Buffy caza vampiros de un tirón, y hoy quisiéramos ver la segunda, y mañana la trilogía de El Señor de los Anillos y la trilogía de Star Wars

—Pero la buena —interrumpió Charly—, no la paja mental de los noventa.

—Eso por descontado. Pero bueno, has entendido lo que te queremos decir, ¿no? Tenemos más de sesenta y cinco años, y hemos pasado media vida metidos en guerras contra los zombis y en disputas políticas. Estamos cansados.

—Imaginaba que esa iba a ser vuestra respuesta —respondió Gonzalo—, pero tenía la esperanza de que esta vez cambiaríais de idea y os vendríais.

—Gonzalo —dijo Alfy pasándole el brazo por encima del hombro—, aquí y ahora, por fin, hemos vuelto a ser felices, no es como antes, pero tenemos una buena vida. Abrimos todas las tardes para que los niños y quien quiera vengan aquí a leer, a ver películas o a jugar, a lo que les apetezca, y luego dedicamos la noche a ver todo lo que tenemos pendiente para finalmente dormirnos cuando no podemos más. Entiendo que no lo comprendas, pero para nosotros es una buena forma de terminar nuestros días.

—Pero entiendo que si os necesito podré contar con vosotros, ¿verdad?

—Eso siempre —le respondió Alfy.

—Siempre podrás contar con su cerebro y con mi brazo —corroboró Charly—. Para lo que haga falta.

—Os lo agradezco de verdad, y antes de irme, quisiera aprovecharme un poco de vuestro ofrecimiento. ¿Os importaría si os comento un par de cosas y me dais vuestra opinión?

Como Alejandro sabía que Gonzalo les contaría después a Nacho y a él todo lo que iban a tratar, decidió echar un vistazo por la librería empezando por la zona donde estaban expuestos los tebeos americanos que tanto le habían gustado de crío. Fue examinándolos uno a uno con cuidado hasta detenerse en uno de «el hombre araña». Con curiosidad lo cogió y lo abrió encontrando un papel amarillento por la edad y lo hojeó entero deteniéndose en la contraportada donde se anunciaba el inminente estreno de «Los Vengadores III: La guerra de Kang», fechado para el quince de junio de 2021. Si mal no recordaba, nunca llegó a proyectarse. Dejó el tebeo donde estaba y empezó a recorrer con la mirada la mercancía que cubría las paredes hasta que algo le llamó la atención: entre varios DVD de películas de animación japonesa, como fuera de lugar, destacaba una copia de la película de la patrulla X de principios de siglo, un clásico. Cogió el DVD y contempló la portada: un grupo de superhéroes vestidos de cuero encima del enorme logo de x-men.

—Álex, vámonos —le llamó Gonzalo devolviéndole a la realidad—. Aún tenemos cosas por hacer.

Alejandro asintió con la cabeza, y tras despedirse amistosamente de Charly y de Alfy siguió a Gonzalo a la calle.

—Jefe, una pregunta: ¿por qué el mote de los z-men de las fuerzas de seguridad?

—Mi padre me contó que Alfy y Charly empezaron a llamarlos así y como cayó en gracia se quedó como nombre oficial. ¿Y eso que me lo preguntas ahora?

—No, por nada —respondió sonriendo—. Por nada.

El resto de la mañana lo pasaron con José Luis Ros visitando los almacenes de la ciudad para comprobar cómo iban de suministros, hasta la hora de comer en que se separaron. Alejandro se marchó a preparar otra expedición y Gonzalo al hospital.

Siempre que entraba al Rosell lo hacía por la puerta de los laboratorios, sabedor del efecto que el olor a desinfectante y esterilización, tan característico de los hospitales, provocaba en su memoria. Cerró los ojos durante unos segundos, aspiró con fuerza y recordó su otra vida, en la que era un joven estudiante de medicina idealista que tenía toda la vida por delante. Qué feliz se puso su abuelo cuando terminó la carrera, y qué orgulloso cuando le dijo que iba a realizar el MIR en su tierra.

—Perdón —le dijo un muchacho con bata que tropezó con él—. Lo siento, no le había visto.

—No pasa nada —le respondió Gonzalo.

—No debería usted andar por aquí solo —continuó el joven—, esto es un poco laberíntico.

—Tranquilo, conozco el edificio bien.

—De acuerdo, igualmente tenga cuidado. Hasta luego.

Gonzalo observó alejarse al chico algo asombrado por lo educado que había sido y el hecho de que no le hubiera reconocido. Sintiéndose de mejor humor, sonrió y comenzó la visita.

Se dirigió al despacho previo a la zona de procesado de zombis donde había quedado con Nicolás y la encontró a pleno rendimiento. Hojeó la única carpeta que había sobre la mesa del cuarto y encontró una orden firmada por Nacho para destilar elixir de un cargamento de anulados que había llegado la noche anterior de la puerta de Escombreras. Acababa de cerrar la carpeta cuando el ruido de maquinaria cesó. La puerta que conectaba las dos estancias se abrió y salió un hombre al que reconoció como Pepe «el Carnicero», encargado de la sección. Mientras llegaba Nicolás, ambos estuvieron charlando sobre su trabajo, las condiciones en las que se encontraban, la familia… Fueron interrumpidos por el director, que entró disculpándose por el retraso. Saludó afectuosamente a Gonzalo y tras comprobar con Pepe lo que iba a tardar en salir el pedido, invitó al primero a comenzar la inspección por hematología, su especialidad cuando era residente.

—¿Algún cambio con las muestras, Nicolás? —dijo mientras repasaba el contenido de una carpeta que el director del hospital le había dado—. No veo nada significativo por aquí.

—Más de lo mismo Gonzalo, no hay nada igual en el mundo. Con las pruebas hechas con sangre humana seguimos como siempre. Sabemos que la enfermedad es omnipresente: la respiramos continuamente, pero no nos afecta. Yo puedo tener una muestra de sangre al aire y no sucederá nada, o tú un corte sangrando abundantemente y más de lo mismo, está ahí, pero en estado aéreo es inofensiva. En resumen, ya estamos infectados, pero no te mata: sólo se activa cuando mueres.

—Sin embargo la sangre zombi…

—La sangre de un infectado sufre una mutación asombrosa, convirtiéndose en lo que llamamos sangre zombi, sangre que devora a sangre sana.

—Y que a su vez te convierte en zombi.

—No, amigo mío, eso es lo único que hemos conseguido desmentir. La sangre zombi te mata, pero no te transforma, lo que te reanima sigue siendo la enfermedad que flota en el aire, no la sangre infectada, esa sólo te proporciona una muerte sumamente dolorosa, como la carne animal infectada. Eso sí, hace que el tiempo de espera para la conversión sea prácticamente nulo porque ya ha convertido la sangre, de ahí el error.

—No sé si quiero saber cómo lo has hecho para comprobar esa teoría, pero bueno. ¿Alguna utilidad de ese hallazgo?

—De momento ninguna en absoluto, pero aún es pronto, seguimos trabajando con animales y a ver si por ese camino logramos algo.

Llegaron a la segunda planta, donde estaba hematología y Gonzalo pasó la siguiente media hora comprobando muestras numeradas por toda la sala. Cuando estuvo satisfecho, salieron del laboratorio echando un último vistazo a los doctores que trabajaban allí sin poder reprimir una punzada de envidia. La siguiente parada a la que le condujo Nicolás fue una de las más controvertidas del hospital: la sala de suicidio asistido. Como siempre que se dirigían a esa sección concreta, intercambiaron algunas palabras acerca de la polémica que se levantó cuando Gonzalo decidió crearla. Fueron muchos los debates y grupos de habitantes que se oponían por completo a la idea, considerándola una aberración. Finalmente, y tras varias docenas de incidentes, quedó constatado que los argumentos para la creación de la sala, aunque crudos, eran veraces: si una persona se quería suicidar, lo iba a intentar, pero había que pensar en las consecuencias. El único método que parecía apropiado era el disparo en la cabeza, pero de no hacerlo correctamente, el suicida quedaba moribundo, sufriendo innecesariamente y regresando si la parte apropiada del cerebro quedaba intacta, causando más bajas. Así en la sala se les dormía y administraba una inyección letal que terminaba con ellos de la forma más piadosa posible. Cuando todo acababa, se les anulaba con un taladro y de haberlo autorizado, se empleaba su cuerpo para investigar. Una de las cosas más llamativas y quizá un argumento importante para convencer a los más católicos, fue que uno de los mayores defensores del proyecto era un anciano sacerdote que a la postre se encargó de llevar las riendas de la sala.

Al llegar a la puerta, y antes de que Nicolás cogiera el pomo, el «padre paz» abrió y les invitó a pasar.

—Muy buenos días, amigos míos, sentaos —les dijo mientras le daba una carpeta a Gonzalo.

Gonzalo obedeció pensando que jamás había visto al padre con esa expresión de alegría y se sentó en un cómodo sofá que dominaba la acogedora sala de espera («que vayan a morir no significa que deban pasar sus últimos momentos en un ambiente desagradable», había dicho el padre mientras montaban la estancia). Abrió la carpeta bajo la atenta mirada de Nicolás y del anciano y vio que estaba vacía.

—¿Y esto? —preguntó feliz sabiendo la respuesta—. ¿Es lo que creo?

—Sí, amigo mío —le respondió el padre—. Las citas para hoy. Pero eso no es nada, desde que se anunció la fecha del acto de coronación, como yo digo, éstas han ido bajando rápidamente. Los tres días anteriores uno o dos, el sábado ninguno y ayer sólo uno. Todos aquellos que habían perdido las fuerzas para luchar, ahora las han recobrado. La esperanza es un arma increíblemente poderosa y tú llevas el cargador lleno de ella.

Gonzalo se acercó a un archivador colocado junto a la puerta y sacó las carpetas de las últimas semanas: nueve suicidios completados.

—Vaya —les dijo—. Esta noticia es de las mejores que he recibido, la verdad. ¿Esto es real?

—Hemos bajado de doce suicidios semanales a tres —le confirmó Nicolás—. La gente vuelve a tener ilusión, Gonzalo, creen que este proyecto tuyo puede salir adelante, y quieren estar aquí para verlo.

—A lo mejor estamos haciendo algo bien.

—Has ganado el premio al eufemismo del año —bromeó Nicolás—. Pero vamos que aún tenemos mucho que ver y no debemos dormirnos en los laureles… Y te recuerdo que tenemos pendiente una charla a los nuevos estudiantes. ¿Recuerdas?

—Sí, descuida. Lo haré, pero centrémonos y sigamos con la ronda.

Se despidieron del antiguo sacerdote y continuaron con el recorrido que Nicolás había preparado. Idearon planes, solucionaron problemas, tuvieron brillantes ocurrencias y finalmente se separaron para regresar a sus casas. Gonzalo, más alegre de lo que había estado en meses, se fue directamente a la cama sin realizar ninguna escala y durmió profundamente.

José Montellano, más conocido como Pepe «el Carnicero», se quitó la bata y apagó las luces de la zona de procesamiento. Mientras recorría el pasillo se cruzó nuevamente con Nicolás y con Gonzalo de los que se despidió con un gesto. Era su cumpleaños, cincuenta y dos años, y tenía serias sospechas de que su esposa Dulce y las dos niñas le iban a preparar una sorpresa. Le encantaban las sorpresas y no quería perder ni un momento de disfrutar de sus niñas. Patricia, la mayor, acababa de cumplir seis años y Lidia cuatro, y jamás hubiera podido decidir cuál de las dos era más preciosa. Llevaba trabajando en la sala de procesamiento desde que se abrió, y recordaba cuando estaba en funcionamiento noche y día para anular y procesar a todos los enfermos que fallecían en pleno Apocalipsis. En esa época sí que estaba hecho un adonis. El ritmo de trabajo y la tensión de estar rodeado de zombis hacían mucho porque uno conservara la línea, desde luego. Hoy día, con apenas una docena de zombis a la semana, casi todo el trabajo se limitaba a procesar elixir para los z-men, lo que le había provocado un sensible aumento de peso que Dulce no dejaba de hacerle notar. Se preguntó si le dejaría probar un poco de la tarta que seguro que había preparado.

Llegó a su edificio cuando ya había oscurecido y emprendió la subida hasta su tercer piso concienciándose de que un poco de ejercicio extra no le hacía daño a nadie.

—Además —dijo resoplando a la escalera—, así justifico tomar un poco de tarta o incluso repetir si puedo.

Pensaba en las tartas de chocolate y galletas que su madre le hacía de pequeño, las que él solía llamar «chocoplastas». Le hubiera encantado que sus hijas las hubieran probado, pero como tantas otras cosas, eso era algo que pertenecía a la otra vida. Además estaba convencido de que lo que Dulce hubiera preparado estaría delicioso. Llegó a su puerta y sacó las llaves.

—¿Señor Montellano? —preguntó una voz justo a su espalda—. ¿José Montellano?

—Sí, soy yo —dijo mientras se giraba sobresaltado por la pregunta—, ¿qué quie…?

Una cuchilla de barbero cortó el aire y rasgó la garganta de Pepe de lado a lado, ahogando la pregunta en un borboteo de sangre que salpicó las paredes del descansillo.

—Nada en especial, sólo quería asegurarme de que acababa con el monstruo correcto.

Pepe soltó el llavero y se agarró la garganta con fuerza en un vano intento de detener la hemorragia, mientras miraba con incredulidad a la figura en sombras que le sonreía mientras plegaba la cuchilla.

—No hace gracia que te traten como al ganado, ¿verdad? —le preguntó su verdugo—. ¿Qué te ocurre? Te noto tenso. Ah claro, pobrecillo, se te han caído las llaves. No te preocupes, ya abro yo.

Pepe contempló aterrado cómo su agresor introducía la llave en la puerta y abría procurando hacer el mínimo ruido posible. Aún sin fuerzas, negó fuertemente con la cabeza arrojando nuevas manchas de sangre a las paredes. La recién recuperada luz del recibidor iluminó al hombre que acababa de matarle. No lo conocía absolutamente de nada, jamás lo había visto. Le miró a los ojos intentando suplicarle con la mirada que no continuara, y éste se inclinó sobre él y le arrastró al interior de la casa.

—Tranquilo, carnicero —le dijo con ternura—, enseguida descansarás.

No notó el golpe en la cabeza cuando lo dejó caer contra el suelo. Todo quedó a oscuras mientras escuchaba cerrarse la puerta y girar la llave. No le dolía, sólo sentía un profundo cansancio. Le pareció oír su nombre en la voz de Dulce. Supo que lloraba. Un grito desgarrador y después… nada.