15/09/2040
Acababan de dar las seis de la mañana cuando Nacho llegó a la plaza de los héroes de Cavite, situada entre el puerto y el palacio consistorial. Con la luna por toda iluminación, avanzó lentamente hasta detenerse frente al majestuoso palacio que durante tantos años había ejercido como ayuntamiento y donde ya estaba montada la tarima para el acto previsto. Lejos de tranquilizarle, el silencio y la calma reinantes no hacían sino ponerle más en alerta de lo normal.
—«La calma sucede a la tormenta, pero también la precede» —susurró—. ¿Verdad, papá?
Subió por los escalones de mármol que daban acceso a las enormes puertas de madera mientras los recuerdos le invadían. Sacó un llavero de su chaqueta y abrió. Rápidamente, accedió al interior del edificio cuyo enorme recibidor estaba a oscuras, cosa que no le importó pues conocía la disposición del mobiliario y las puertas a la perfección. Había pasado tanto tiempo entre esos salones que cuando se restauró el edificio, él se ocupó de que todo se volviera a colocar de la forma más parecida a como estaba antes de la guerra, habiendo conseguido un buen trabajo. Atravesó el distribuidor y subió al piso superior, donde recorrió varios pasillos sembrados de oficinas hasta llegar a una puerta que, a diferencia de las demás, no había sido restaurada ni pintada y además tenía la cristalera cegada. Cogió otra llave y la abrió a la vez que encendía su linterna.
—Vamos allá —dijo para sí mismo.
El haz de luz recorrió la estancia, iluminando viejos muebles de oficina hasta detenerse sobre una mesa de aluminio volcada, junto a la cual reposaba una silla giratoria manchada de sangre y moho, justo en el sitio donde había anulado a su padre. Nacho le había pedido a Gonzalo que le dejara conservar esa estancia tal como estaba a modo de recordatorio de aquel día y éste había accedido, siendo Nacho la única persona con acceso a ella.
Levantó una silla y se sentó de cara a la que en la otra vida había sido la mesa de trabajo de su padre, donde tantas veces se había sentado siendo un chaval mientras esperaba a que éste terminara para ir a casa. Metió su mano por el cuello de la camisa y sacó un cordón negro en cuyo extremo había una vieja y oxidada bola pintada como si fuera un mapamundi. La sostuvo a la altura de los ojos y la observó con detenimiento.
—Dijiste que dejaría mi huella en el mundo, papá —le dijo a la esfera—. Y al final vas a tener razón. Hemos hecho algo muy grande aquí, papá. Y yo soy una parte importante de lo que hemos logrado. Ojalá pudieras verlo, sé que estarías orgulloso… y mamá también.
Permaneció un largo rato sentado en silencio mirando el sillón y la pared donde aún se veía el impacto de la bala que había atravesado la cabeza de su padre. Sonrió y se acercó a la ventana que daba a la plaza, donde se quedó mirando a través de la persiana hasta que los primeros rayos de sol fueron apareciendo por el horizonte, lo que significaba que pronto empezaría a llegar la gente.
Volvió a la vieja mesa y tiró la silla donde había estado sentado, devolviéndola a su posición original. Abandonó el despacho y cerró la puerta con llave para dirigirse a la salida del palacio. Apenas hubo cerrado el portalón del edificio, escuchó las primeras voces que se acercaban.
Alejandro se despertó como un reloj a las ocho en punto. Sin hacer ruido, preparó sus cosas y se metió en la ducha donde el agua helada le despejó en un instante. Tras secarse se afeitó y se vistió en el más absoluto silencio. Camino al salón, asomó la cabeza por la puerta de su dormitorio y comprobó que Carmela e Irene seguían durmiendo. Haciendo caso omiso del frío de la mañana, abrió la ventana que daba a la calle del Carmen y dedicó unos minutos a observar su ciudad. En su reloj eran las ocho y cuarenta y uno de la mañana, pero ya parecía estar llena de vida. Las aceras rebosaban de gente que no dejaba de sonreír y de saludarse entre sí. Alejandro sabía que al día siguiente todo sería como siempre, pero ese día todos los habitantes de la antigua Cartagena no eran conciudadanos, eran como hermanos. Su parte racional sabía que era el simbolismo del acto que se iba a celebrar lo que estaba obrando el milagro, pero aún así se dejó llevar y sacó medio cuerpo al exterior para saludar a todos cuantos pasaban.
—¿Desde cuándo eres tan efusivo con el pueblo, querido? —a su espalda, la voz de Carmela le sobresaltó levemente—. Pareces un emperador romano saludando desde el palco.
—Sí, cariño —dijo con voz grave mientras se giraba hacia ella—, saludando al rebaño, al vulgo, para que nunca olviden quién está por encima de ellos… quién manda sobre ellos.
Sonrió ante la visión de su mujer con el pelo alborotado y los ojos hinchados por el sueño, ante la sonrisa que ella a su vez le dedicaba. Con los ojillos a medio abrir y agazapada en el regazo de su madre, su pequeña princesa hacía ruiditos y miraba en derredor hasta que reparó en él obsequiándole con una sonrisa que le desarmó. Se acercó a ellas y cogió a la hija mientras besaba a la madre, lo que hizo que Irene gruñera ruidosamente. Para compensarla, la levantó sobre su cabeza y se la acercó lentamente hasta besarla en sus diminutos labios, lo que le devolvió la sonrisa. Carmela le dio un ligero golpe en el brazo y se dirigió a la cocina sonriendo.
—Quédate con la princesa mientras le preparo el biberón.
Alejandro se dirigió al sofá del salón y se tumbó con la niña encima. No podía apartar los ojos de la mueca de alegría que dejaba al descubierto sus encías aún desnudas. Cuando Carmela entró con el biberón, la pequeña empezó a dar saltos sobre su pecho como si se hubiera activado un resorte, y sólo se detuvo cuando Alejandro se lo acercó a los labios.
—¿Es preciosa, verdad? —dijo Carmela mientras disfrutaba del show de Irene enganchándose a la tetina—. Y fíjate, no te quita ojo. Creo que está enamorada de su padre.
—Normal, soy un padre preciosísimo —respondió en broma.
Carmela resopló y se marchó a ducharse mientras Alejandro se centraba en disfrutar de su niña hasta la hora en que salieran.
Gonzalo miró el reloj. Eran las nueve de la mañana, y en tres horas iba a tener que estar en lo alto de un estrado dirigiéndose a unos espectadores sumamente exigentes. Apenas había conseguido dormir un par de horas en toda la noche y a eso de las seis de la mañana ya estaba repasando por enésima vez el discurso que iba a pronunciar. No era la primera vez que hablaba en público, pero casi siempre habían sido cosas improvisadas: arengas a los soldados, palabras de ánimo a los supervivientes, o simples conversaciones con grupos de gente que buscaban el apoyo de la persona que cada vez más se había ido postulando como líder.
Esta vez era diferente. Según el censo, había más de cien mil habitantes en la ciudad y nadie sabía el caos que se iba a generar, ni si las expectativas referentes al espacio disponible se iban a cumplir. Sin ánimo de resultar pretencioso, este acto iba a ser el pistoletazo de salida de un nuevo período en la historia de la casi extinta humanidad, y el discurso que iba a ofrecer iba a ser el primero de una nueva era. Debía ser lo bastante inspirador para ganarse el apoyo de una ciudad entera, lo bastante convincente para demostrar que el suyo era el camino de la supervivencia, y sobre todo, lo bastante sincero para demostrar que la confianza que le tenían, era merecida. Terminó de leerlo, y decidió que tenía que bastar.
—Que sea lo que Dios quiera —susurró a la habitación vacía.
Se dirigió a la cocina a prepararse una torta de harina, pero el simple olor de la masa al empezar a calentarse, le cerró el estómago. Estaba claro que se iba a tener que enfrentar al día en ayunas.
Volvió a su habitación a coger el reloj y la pistola y se colocó una chaqueta vaquera muy ligera encima. Al salir de su cuarto, pasó por delante de la capilla del palacio y se dirigió a la escalera de caracol, único camino que accedía a todas las plantas incluida la torre, mientras se sacaba de la camisa la llave que siempre llevaba enganchada al cuello. Abrió la puerta y comenzó el ascenso en silencio hasta llegar al último piso, junto a cuya puerta se paró. Apoyó las manos y la cabeza y comenzó a murmurar lo que parecía ser una oración. Así permaneció durante unos veinte minutos, tras los cuales presentaba un rostro más relajado.
A las diez menos veinte de la mañana, un animado Gonzalo salía por la puerta principal del palacete, preparado para todo lo que le deparara el día.
Nacho estaba contento con lo que veía. Eran las diez de la mañana y todo el protocolo que había diseñado se estaba cumpliendo. Los sistemas eléctricos estaban montados y comprobados, el audio funcionaba perfectamente, desde la central de energía le habían dado luz verde, las unidades de seguridad sabían dónde estaban sus puestos y los equipos de refuerzo para incendios, accidentes y demás imprevistos también estaban alerta… y todo en una hora menos de lo esperado. Se sentía bien. Creía haber cubierto todas las posibles incidencias por improbables que fueran. Hasta había mandado colocar un doble vallado por todo el puerto para evitar que nadie pudiera caer al agua.
Paseó por la zona saludando a sus z-men y disfrutando de un rato de moderada relajación, un estado que rara vez podía permitirse. Al poco de empezar los preparativos, ya había comenzado a llegar gente para coger sitio y en ese momento, sólo podía moverse con soltura entre el gentío gracias al brazalete naranja con la Z negra que dejaba bien claro quién era.
No era una persona optimista, pero le resultaba agradable comprobar que el número de personas armadas por la calle estaba disminuyendo a pasos agigantados. Apenas había visto unas docenas de pistolas, cinco escopetas, alguna espada suelta y un taladro. Eso era un claro indicativo de que la gente estaba perdiendo el miedo y empezando a confiar en la ciudad y en sus protectores. En este momento, el mundo de muertos vivientes que les rodeaba parecía estar, no tras la muralla de coches, sino a miles de millones de kilómetros. Hoy, el mundo parecía un lugar bueno para vivir, un lugar con esperanza.
—Y todo te lo debemos a ti… —dijo casi con devoción mirando al estrado—. Te debemos tener un hogar, jefe.
A las once en punto Alejandro, Carmela e Irene llegaron al grupo de contenedores de obra acondicionados como camerino y almacén donde habían preparado sillas, un par de mesitas con vasos y varias botellas de agua.
—El acceso al escenario es por esa puerta del fondo —les dijo una voz familiar desde detrás—, si queréis ir al baño antes es por esa misma puerta, nada más salir a la izquierda. ¿Habéis tenido mucha dificultad para llegar aquí?
Alejandro se giró sorprendido por la combinación de esa voz con un tono de amabilidad nada común en su propietario. Junto al marco de la puerta, estaba Nacho, sonriendo y con la mano extendida en un gesto claramente conciliador.
—Hoy es su día, nuestro día —continuó Nacho—. Intentemos que todo salga bien. ¿Sin rencores?
—Por supuesto —le contestó Alejandro aturdido mientras Nacho atrapaba su mano.
—Bueno, pues nada, poneos cómodos que yo me voy a acercar a comprobar un par de cosas de última hora. Me alegro de verte, Carmela. La niña está preciosa —sonriendo, se tocó el filo del sombrero y salió.
—¿Seguro que era el sheriff King el hombre con el que acabamos de hablar? —preguntó Carmela una vez hubo salido—. Nadie lo diría. Ha sido muy civilizado, por no decir simpático.
—Sí que era él, sí —dijo sin poder quitarse de la cabeza la imagen de la pistola amartillada en su mano—. Igualito que anoche.
—¿Anoche tuvisteis otra?
—Sí, en casa de tu primo —le dijo arrepintiéndose al momento de haber abierto la boca—, pero prefiero no hablar de eso.
—Seguro que lo provocaste…
—¡Vaya, hombre, estás como tu primo! Otra que piensa que la culpa es mía. ¿Qué pasa?, ¿es que hay que consentírselo todo porque tiene peor humor?
—No te pongas tonto que no es eso. Yo soy la primera a la que no le gusta King como persona, pero lo que es innegable es que su trabajo lo hace a la perfección, como tú el tuyo, por supuesto…
—¿Y entonces…?
—Entonces, amor mío, tienes que demostrar que eres más inteligente y maduro que King, y ya que sabes cómo es él, intenta ser un poquito más transigente por el bien de la ciudad.
—Me estás diciendo exactamente lo mismo, que se lo consienta todo.
—Hummm… sí, puede ser. Pero ¿a que nadie te lo ha dicho tan sutilmente como yo? Además —Carmela le puso ojitos a la vez que acercaba los labios a los suyos—, ¿quién te da calorcito en la cama?
—No me lo puedo creer —dijo Alejandro haciéndose el ofendido—. Mi mujer me chantajea con sexo, ¡qué vergüenza!
—Cállate y dame un beso.
Sin dudarlo, cumplió su orden y la besó con ternura. Cuando terminó le dio otro beso a la pequeña, que les miraba con cara de sorpresa.
—Hoy va a ser un gran día, ¿verdad? —le preguntó Carmela apretándose contra su pecho. Alejandro miró a los ojos a su mujer y vio que le brillaban—. ¿No notas como si el aire estuviera cargado de algo bueno?, ¿como una sensación de que todo va a ir bien?, ¿no lo notas, Álex?
—Sí lo noto, mi vida —le dijo mientras con una mano acariciaba su melena castaña y con la otra recorría el rostro de su hija—. Sí lo noto, y todo lo que está pasando se lo debemos a Gonzalo y a su padre.
—Y a todos los que han caído luchando por la ciudad.
—Eso por descontado, pero sin ellos no habría sido posible. ¿Recuerdas cuando Cartagena estuvo a punto de caer? Los clanes de bandas que apenas sobrevivían huyendo de los zombis, el caos, el hambre y sobre todo, la nula capacidad de colaboración. Esta ciudad estaba abocada a ser la número un millón en caer, pero Javier lo evitó.
—Y Gonzalo terminó el trabajo…
—Recuerdo las reuniones tras la muerte de Javier. La ridícula lucha por el poder en una ciudad que agonizaba, nadie dispuesto a ceder por el bien común. Era tan absurdo…
—Y llegó el hematólogo.
—Tú lo has dicho, cielo. Aunque la mayoría le conocía y respetaba, no dejaba de ser un hematólogo que muchos creían que estaba de segundo al mando simplemente por ser hijo de quien era. Fue duro ganar el respeto y el respaldo de todos, pero lo consiguió, ¿y sabes por qué?
—Porque tú estabas a su lado, tonto —bromeó Carmela.
—También por eso, sí —le respondió sonriendo—, pero no fue exactamente ése el motivo final, ni siquiera lo fue su sorprendente capacidad como estratega. Lo definitivo fue que era la única persona capaz de darlo absolutamente todo por la ciudad.
Gonzalo recorrió todo el trayecto hacia la plaza del ayuntamiento desconectado. Cuando días después le preguntaban si se había puesto nervioso o cómo fueron los momentos previos, siempre respondía que no lo recordaba. El complicado acceso al contenedor donde le esperaban Nacho, Alejandro y Carmela, el saludo de sus amigos o el momento de traspasar la puerta hacia el escenario. Todo eso lo vivió como si fuera un espectador viendo una película en tres dimensiones. Todo le parecía desenfocado hasta que salió al estrado, momento en que la luz del sol le cegó un momento devolviéndole a la realidad. Cuando sus ojos se recuperaron, los vio. Una marea de gente como jamás había imaginado llegaba hasta donde alcanzaba la vista: miles de personas que estallaron en aplausos al verlo. Mientras recorría los cuatro pasos que le separaban del atril, concentró su mirada en éste. Una botella de agua, un vaso, dos micrófonos. Hacía sol, era un día precioso, sin nubes. Gonzalo levantó la vista al cielo y se maravilló de lo despejado que se veía todo. En la otra vida no se veían cielos tan azules como ése. Cuando bajó de nuevo la mirada, volvió a sentir que estaba en su cuerpo como conductor, y no como pasajero. Sacó las cuartillas con el guión de su discurso y las depositó en el centro del tablero. Se giró y vio a Nacho y Alejandro flanqueándolo, dándole su apoyo como siempre. Carmela, sentada al fondo junto al cesto de su ahijada, le mandó un beso. Sonrió. Miró de nuevo a la gente que no paraba de aplaudir y alzó una mano pidiendo silencio. Al momento, todo sonido cesó.
—Lo maravilloso de los sueños es que a veces se cumplen —empezó Gonzalo—. Cada vez que me desanimaba, me sentía decaído o perdía la esperanza, mi padre me repetía esa misma frase. Para él era como un mantra. Esta ciudad, este logro, era su sueño y se ha cumplido. Muchos le conocisteis y los que no, seguro que habéis oído hablar de él… espero que bien. Yo sólo puedo deciros que era un hombre normal, un ser humano corriente con dos particularidades: la primera, que era un soñador capaz de contagiar su entusiasmo a cuantos le rodeaban. Y la segunda, que estaba dispuesto a darlo todo por los suyos… ojalá estuviera hoy aquí con nosotros.
Sintió cómo se le empezaba a formar un nudo en la garganta y se interrumpió para beber un trago de agua mientras se serenaba. Cuando se sintió dispuesto, continuó.
—Le echo de menos, y mucho… como todos vosotros echáis de menos a quienes se han quedado en el camino. Muchos me habéis contado historias de pérdidas a lo largo de estos años, y en la mayoría de ellas había una pauta común: sacrificio. Padres que se quedaron para entretener a los zombis y permitir que sus hijos escaparan. Madres muertas de inanición y agotamiento por intentar que sus retoños sobrevivieran. Personas anónimas que conscientes de sus pocas posibilidades de supervivencia, se arrojaron a la muerte para permitir a otros seguir adelante… Hay miles y miles de historias como estas, y la de mi padre es sólo una más. Yo le apoyaba en todo. Y por supuesto, también en su sueño. Pero fue cuando le vi caer cuando fui completamente consciente de lo que había sacrificado por nosotros, de lo que había hecho por la ciudad… fue en ese momento que su sueño pasó a ser verdaderamente mi sueño. Cuando le vi morir por nosotros, aprendí quién había sido de verdad mi padre: un héroe. Como tantos héroes ha habido en esta ciudad, como todos aquellos que han caído por su sueño y como todos aquellos que habéis sobrevivido y ahora estáis aquí. Todos héroes. Al principio de la plaga hubo un grupo religioso que afirmaba que lo que estaba pasando era el Apocalipsis del Nuevo Testamento y que debíamos resignarnos y aceptarlo. Ese grupo, condenado desde su creación, resultó muy efímero. Buscaban grupos de zombis y se dejaban devorar… pero si hoy hubiera alguno por aquí, me gustaría hacerle una pregunta: ¿es esto de verdad obra de Dios? Quiero decir, si Dios es amor, ¿cómo podría permitir algo así? Y también les diría otra cosa. No creo en Dios, no tengo motivos para hacerlo, pero creo en la gente, tengo fe en nosotros. Si esto de verdad fuera el Apocalipsis bíblico, y por lo que sé, lo es, hemos conseguido sobrevivir al fin del mundo. Creo que eso sí nos hace merecedores de tener fe en los aquí reunidos. ¿No os parece?
Algunos aplausos y gritos de aprobación empezaron a extenderse entre la gente, pero Gonzalo los atajó con un gesto y continuó.
—Es imposible hacer una lista con los nombres de todos los que han caído por este sueño, pero sí que podemos agradecérselo. Si os parece, os voy a pedir un favor. Quiero que todos penséis en alguien que ya no esté entre nosotros, alguien que fue importante para vosotros y que cayó en esta guerra; asimismo, quiero que dediquéis un pensamiento a esa gente que ha desaparecido y no ha dejado a nadie que le llorara, pensad en ellos también, y cuando los tengáis en vuestro interior, quiero que les deis las gracias por todo lo que hicieron, por haber estado vivos, y sobre todo, quiero que seáis conscientes de la increíble suerte que tenemos de estar aquí y de seguir vivos. Por todos ellos os pido un minuto de silencio.
Gonzalo cerró los ojos y todos los asistentes le imitaron. Durante los primeros segundos, el silencio fue tan intenso que llegaban, atraídos por el viento, los lamentos de los zombis que rodeaban la ciudad. Empezaron a escucharse algunos sollozos y lamentos que se iban extendiendo entre el gentío. Gonzalo, que también había derramado unas lágrimas en silencio, dejó que la gente siguiera desahogándose antes de retomar la palabra.
—Gracias. Gracias por haberme acompañado en este homenaje. Sé que mi padre y todos los demás están aquí con nosotros. También sé que ahora son más felices, porque saben que no les olvidamos.
Del fondo de la plaza nació un aplauso al que todo el mundo se fue uniendo con rapidez y al que Gonzalo también se sumó con energía. Recorrió sus rostros con la mirada. Casi todos los presentes mostraban señales de haber llorado pero a la vez lucían una sonrisa que parecía mostrar alivio. Este acto había servido de liberación colectiva, permitiendo a una sociedad que llevaba años en alerta permanente dar rienda suelta a su lado más vulnerable, liberando un torrente de dolor que llevaban años tragándose… y eso era bueno. Volvió a dirigir la vista a Alejandro, a Nacho y a Carmela, que no dejaba de besar la cabeza de Irene mientras le caían lágrimas por las mejillas. Pese al dolor, aún podían ser felices, y eso era mejor. Finalmente tras varios minutos de aplausos, jaleos y vítores, Gonzalo volvió a reclamar la atención del público.
—Amigos míos —comenzó con un tono mucho más animado—, no quiero haceros perder más el tiempo, así que creo que ya es hora de ir al meollo del asunto que nos ha traído aquí hoy. Este acto, aunque hubiera preferido ahorrármelo, va a ser para confirmar algo que muchos habéis pedido insistentemente. Yo no estoy especialmente ilusionado y creedme que no es falsa modestia, pero quiero que sepáis que acepto de corazón el puesto que me habéis demandado que ostente, y que tras mucho deliberar hemos decidido que sea definido como presidente, título que creemos que simboliza mejor que ningún otro la democracia, que es el sistema político que queremos recuperar. Así, como ya he dicho, os agradezco y acepto el puesto de presidente de la ciudad. Por último, quiero añadir una cosa más: quiero prometeros que haré todo cuanto esté en mi mano para que sintáis que vuestra confianza ha sido entregada con razón, y me comprometo, aquí y ahora, a hacer lo que haga falta por vosotros y por nuestra ciudad, cualquier cosa. Y ahora, con vuestro permiso, quiero que conozcáis a alguien.
Sin más explicaciones, Gonzalo dio media vuelta y se dirigió a la puerta que conducía al contenedor. Ante la mirada de asombro de sus amigos, la abrió, habló con alguien y tras asentir con la cabeza, se apartó cogiendo la puerta para mantenerla abierta.
—¿Sabes de qué va todo esto? —le preguntó Alejandro con disimulo a Nacho.
—No tengo ni idea —le respondió éste con la voz cargada de nerviosismo—, pero no me gustan nada las sorpresas.
De la puerta salió un hombre muy anciano que llevaba en su mano derecha una cajita negra y en la izquierda un bastón sobre el que se apoyaba. Poco a poco se fue aproximando al podio con la ayuda de Gonzalo hasta que pudo depositar el paquete junto a los micrófonos. Nacho y Alejandro se miraron con cara de no entender nada. Ambos sabían perfectamente quién era pero no tenían ni idea de qué hacía allí. Gonzalo y su interlocutor sin embargo parecían muy contentos. Murmuraron algo entre ellos y Gonzalo se dirigió nuevamente al público.
—Este hombre que veis —explicó—, era el mejor amigo de mi padre. Tiene sesenta y siete años, y su amistad se remonta casi seis décadas. Estuvo la mayor parte de la guerra en Barcelona, donde se encontraba cuando el mundo empezó a desplomarse, pero cuando escuchó los rumores sobre que su ciudad seguía resistiendo y que el artífice de la resistencia era su viejo amigo, no lo pensó y recorrió los mil kilómetros que separaban ambas ciudades. Le costó más de un mes y perder a seis compañeros, pero logró llegar. Dos días después consiguió ver a mi padre que no pudo dar crédito a sus ojos cuando lo tuvo delante… Hablaron durante horas, y cuando finalmente volvió a casa, tenía los ojos rojos de reír y llorar. No nos llegó a contar los detalles de esa conversación porque dos días después murió… pero sé que murió un poco más feliz porque había vuelto a ver a su viejo amigo. Quiero presentaros, si me lo permitís, a Frank Five.
El anciano, emocionado, abrazó a Gonzalo y le besó en la mejilla mientras del gentío salían algunos aplausos sueltos. Muy serio, se acercó más al atril y bajó los micrófonos hasta colocarlos a su altura.
—Conocí a Javier en el colegio —empezó con tono serio—, y supongo que era inevitable que nos hiciéramos amigos. Teníamos muchas cosas en común, como un sentido del humor muy particular, un don para inventar apodos que generalmente nos traía más disgustos que alegrías y lo más importante, que no soportábamos las injusticias. Ese último punto es el que verdaderamente nos unió. Javier, al igual que yo, no soportaba a los abusones ni a los que se aprovechaban de los demás, con la diferencia de que él se veía afectado como espectador y yo como víctima. Aunque nos conocíamos de vista por coincidir en los recreos, íbamos a distintas clases y nunca habíamos cruzado más de dos o tres palabras, por lo que me sorprendió todavía más cuando un día salió en mi defensa en el recreo quitándome de en medio a dos matones que llevaban meses haciéndome la vida imposible. Fue algo espectacular, sencillamente se plantó entre ellos y yo y les dijo que me dejaran en paz. Dijeron tres o cuatro amenazas y se marcharon. Javier me miró, me dijo que a partir de ese momento estuviera con él en los recreos y yo, como es lógico, obedecí. Cuando un año después, y siendo ya uña y carne, le pregunté por qué me había defendido, sólo me respondió: «Lo que te hacían estaba mal».
Frank se interrumpió y retrocedió un par de pasos hasta ponerse a la altura de Gonzalo que le había estado escuchando sin cambiar el gesto. Lo agarró del hombro y lo dirigió para que se situara en el estrado junto a él.
—Ése era Javier, y esa historia le define perfectamente. Era el mejor. Lo daba todo por quien lo necesitara —la voz de Frank quedó en silencio mientras con el reverso de la mano atajaba una lágrima que había empezado a deslizarse por su mejilla—. Ese era mi amigo… Todos los que le conocimos nos volvimos un poco mejores por estar junto a él. Agradezco los dos días que pudimos pasar juntos antes de que se fuera, y por supuesto agradezco a Gonzalo que me haya permitido estar aquí hoy para recordarle y poder hablar de él. Muchas gracias.
Una nueva salva de aplausos saludó a las palabras de Frank, pero al contrario que la anterior, esta fue más comedida, más respetuosa.
—Bueno —dijo Gonzalo reemplazándole frente al micro—, y ahora el momento posiblemente más esperado del día. Sheriff King…
Al oír su nombre, Nacho recogió del borde del escenario junto a los camerinos un cable que conectó a la cajita que Frank había dejado sobre el atril. Izándola para que todos la vieran, Gonzalo la destapó revelando un gran botón rojo que le tendió a Frank. Éste, con gesto solemne, lo pulsó.
—Hágase la luz…
Todo el mundo se giró a la lámpara que tenían más cercana con los rostros llenos de ilusión, los ojos brillando mientras esperaban el momento del encendido… pero no ocurrió nada.
Ninguna de las bombillas sufrió el más mínimo cambio. Poco a poco la gente fue volviendo la mirada al escenario donde el anciano Frank seguía pulsando compulsivamente el botón con Gonzalo a su lado mientras Nacho hablaba nerviosamente por el comunicador. Enseguida surgieron murmullos y comentarios que rápidamente iban ganando en intensidad y volumen.
—Gonzalo —le dijo Alejandro al oído—, ¿qué está pasando? La gente se está poniendo muy nerviosa.
Gonzalo levantó la vista de los cables conectados a la caja y la dirigió a los ciudadanos que le ofrecían un escenario nada alentador: mirara donde mirara, ojos llenos de confusión y miedo buscaban los suyos suplicando por una respuesta. El momento del día que más relevancia iba a tener había resultado un completo fracaso, y eso podía ser un mazazo a la moral de la gente.
—No tengo ni idea —le respondió Gonzalo—. No lo sé, pero necesito respuestas y las necesito ya.
Apartó a Alejandro con brusquedad y llegó hasta Nacho, al que le arrebató el comunicador. Mientras, los miles de asistentes volvían a guardar silencio, a la espera de ver cómo se resolvía el asunto desde el escenario. Alejandro se acercó a los micrófonos para intentar calmar los ánimos, pero sólo se escuchó como un crujido y ruido de estática.
Y se hizo la luz.
Las lámparas de la plaza se encendieron al unísono mostrando una luz cuyo color resultaba desconocido para los más jóvenes y apenas un recuerdo para los más ancianos. Tal como había venido, el terror se marchó dando la bienvenida a una dicha como no se recordaba y los sollozos se truncaron en gritos de júbilo. Algo más recompuesto, Gonzalo retomó su lugar junto a los micrófonos.
—¡Amigos míos —gritó Gonzalo—: Bienvenidos a Ciudad Humana, el mejor lugar del mundo para vivir!
Para recalcar el mensaje, Nacho lanzó una señal y en las azoteas que rodeaban la plaza se hicieron visibles grupos de z-men que dispararon salvas al aire, lo que en contra de lo esperado pareció hacer más por inquietar que por animar a la gente. Eran las doce y treinta y cuatro del mediodía.
Como parte de la celebración, ese día se había abierto el acceso controlado a las reservas de bebidas alcohólicas de la ciudad, idea que había generado todo tipo de opiniones entre los ciudadanos pero había sido de mucha utilidad para olvidar el lamentable episodio de la electricidad, que gracias a la exaltación de la amistad colectiva, quedó reducido a mera anécdota. Durante las horas posteriores a la llegada de la corriente a las calles, toda la ciudad parecía Chicago tras abolir la ley seca, con gente por todos lados brindando y tomando copas hasta no poder más.
Esa noche, Alejandro y Carmela llegaron a casa pasada la una de la mañana. Algo mareados acostaron a Irene en la cuna y enseguida hicieron lo propio.
—Cariño —dijo Carmela notando la lengua un tanto pastosa—, hay una cosa que aún no me has contado. ¿Qué pasó con las luces de la plaza?, ¿por qué fallaron?
—Lo más tonto que podía ocurrir, mi vida —dijo Alejandro muy serio—. Todas las pruebas se habían realizado en casas, comprobando que los diferentes sectores de la ciudad recibían corriente, ¿vale? Y respecto al mobiliario urbano, sólo se hicieron dos pruebas que fueron correctas en ambos casos.
—¿Entonces qué ha ocurrido?
—Que resulta que el mobiliario urbano lleva, aparte de lo que es la conexión de corriente, un candado horario.
—¿Un qué? ¿Qué es eso de un candado horario?
—Pues que la corriente está cortada en las farolas. En la otra vida, el interruptor estaba siempre encendido, pero la electricidad sólo se liberaba durante ciertas horas que eran las programadas.
—¿Y supongo que las pruebas que salieron bien…?
—…se hicieron siempre de noche, sí. Por eso, la solución fue tan simple como quitar el candado y que se activara. No obstante, lo hemos reactivado porque es una excelente medida para ahorrar energía y controlar mejor su funcionamiento.
—Entonces al final todo ha salido bien, ¿no?
—Sí, supongo…
—No te veo muy convencido, ¿ocurre algo?
—No, es sólo… es una tontería, pero me ha parecido como no sé… como un mal presagio. Cuando me he acercado al estrado he notado un escalofrío, como si alguien caminara sobre mi tumba.
—¿Y eso a qué viene?
—Nada, no son más que tonterías… Además, seguro que el haberme tomado mi primer par de copas en diez años ha tenido que ver para que se me llene la cabeza de pájaros. Te explicaría cómo funciona el alcohol en el cuerpo humano pero no te quiero aburrir con tecnicismos, que ya sé que todas las guapas sois tontitas y te voy a volver loca. ¿Y tú que tal?, ¿alguna paranoia?
—Pues nada, no me he enterado de nada, ni he detectado ningún complot, aunque como soy medio lela supongo que es normal —Carmela se puso bizca y le empezó a dar palos en el brazo mientras se le echaba por encima—. Tú eres muy listo pero Carmelita es tontita, ¿no?
—Ay, cariño, me haces daño —dijo riéndose—. ¿Te has tomado la pastillita?
Mientras su mujer intentaba retenerlo haciéndole cosquillas, Alejandro se giró y se colocó encima de ella sujetándola. Permanecieron así un rato, riéndose y jugando hasta quedar en silencio. Se miraron a los ojos, jadeantes, y empezaron a besarse apasionadamente…
Veinte minutos después, Alejandro estaba tumbado boca arriba acariciando el pelo de Carmela sobre su pecho, donde descansaba tras el ejercicio. El fresco aire de la madrugada les acariciaba la piel enfriando su sudor.
—Al final no me has contestado a la pregunta —dijo Alejandro mientras le besaba en el cuello—. ¿Tú como te sientes? ¿Qué tal la ceremonia?
—No sé —se quedó pensando la respuesta durante casi un minuto—… Bien, supongo. Es solo que… no sé, me he sentido incómoda…
—¿A qué te refieres con «incómoda»? ¿Qué es lo que te ha incomodado y por qué no me lo has dicho?
—No, no sé… Me sentí muy fuera de lugar. Entiendo que tú no tienes más remedio por tu puesto, y no tengo nada en contra, sabes que estoy muy orgullosa de ti y de todo lo que haces por la gente, pero no estoy a gusto allí arriba de mujer florero. Es como si no me mereciera estar allí sólo por ser tu esposa o su prima. Echo de menos ayudar.
—Claro que lo comprendo, princesa —acercó su rostro a la vez que la ayudaba a enderezarse y la besó con ternura—. ¿Pero cómo no me lo habías dicho antes? Pensaba que te iba a gustar estar ahí conmigo… bueno, y no te voy a mentir, también me gustaba presumir de mujer e hija, claro. Te prometo que nunca más te pondré en el compromiso, ¿vale?
—Vale —Carmela le besó nuevamente sentándose en la cama para quedar a su altura, lo que provocó que la sábana se deslizara dejándola nuevamente desnuda de cintura para arriba—. Te quiero.
—Yo también te quiero, princesa —desvió la mirada hacia el pecho de su mujer y puso cara de inocente mientras se abalanzaba sobre ella dejándola nuevamente indefensa bajo su cuerpo—. ¿Sabes que se te ve todo…?
—Eres un vicioso.
Se dejaron llevar nuevamente por el deseo y cuando finalmente se quedaron dormidos descansaron como bebés, totalmente relajados y aún exultantes tras todos los acontecimientos del día.