CAPÍTULO XVII

14/09/2041

Charly atravesó la puerta de la librería a la una menos cuarto del medio día. Sin encender siquiera las luces, echó el cierre y se quedó a la espera de la charla que sabía que iba a llegar.

—¿Ya habéis terminado de confabular? —dijo Alfy desde las sombras a los treinta segundos de haber guardado las llaves—. ¿Ya está todo decidido?

—Sí, ya está todo decidido… Lleva semanas decidido, ahora sólo falta cumplir con el calendario previsto.

—Y, ¿al final en qué va a traducirse todo esto?

—Dímelo tú, tú eres el listo de los dos.

—Puedo ser el listo, pero no soy adivino.

—Pero seguro que te haces una idea.

—Imagino que sea lo que sea estará relacionado con el sheriff, con Alejandro y contigo de estrella invitada.

—Dos de tres. Estás perdiendo tu don.

—¿Con quién me he equivocado? ¿En Nacho…?

—No, él estaba ahí esta mañana cuando he llegado.

—Pues entonces si quien no está es Alejandro, creo que prefiero no saber nada más.

—Será lo mejor.

A las siete de la tarde, hora a la que Gonzalo llegó a la explanada, el panorama hasta donde alcanzaba la vista era increíble. Siempre había sido malísimo para calcular cantidades de gente a ojo, pero estaba convencido de que tranquilamente tres cuartas partes de la población se habían reunido para el concierto.

Había quedado con Alejandro para ir juntos y cuando llegó a las seis y media a su casa, Carmela ya hacía rato que se había marchado. Ayudó a su amigo a vestir a la pequeña Irene, cogieron un par de mochilas bien cargadas y juntos se fueron hacia la explanada.

Alejandro, de un humor excelente, pasó todo el camino relatándole cómo estaba su mujer, la energía que había estado derrochando todo el día, y en general, la felicidad que había mostrado desde que se despertó a las siete tras apenas unas cuatro horas de sueño.

—A ver si me entiendes —le dijo bromeando—, la mala leche no se le ha quitado, porque sabes que eso es genético, pero está más llevadera.

Justo antes de llegar al puente del Cartagonova, se juntaron con los abuelitos de Irene, que llevaban un enorme cesto de picnic que parecía recién salido de una película.

—Desde luego —les dijo Alejandro— no pasaremos hambre, no.

—Es que si tuviéramos que alimentarnos de lo que tú vas a llevar, íbamos listos —le dijo Alberto señalando a las mochilas que portaban.

—¿Qué es lo que llevas, por cierto? —le preguntó Gonzalo a su amigo.

—Nada, unos bocadillos y alguna sorpresa. Tú confía en mí.

En cuanto bajaron del puente para acceder a la explanada, comenzó el reto de buscar dónde instalarse. Como si del más extraño safari se tratase, la comitiva, encabezada por Alejandro, iba sorteando gente en busca de un buen sitio para levantar el campamento. Como si eso no fuera ya tarea difícil, la marcha no dejaba de ralentizarse por las continuas paradas que Gonzalo y Alejandro realizaban para saludar a aquellos que se les acercaban para hablar con ellos. Pacientemente, fueron avanzando hasta encontrar un hueco lo bastante grande para todos a poco más de doscientos metros del escenario.

—¿Ha hecho un buen trabajo, verdad? —le dijo Alejandro mientras señalaba a la construcción de hierro y metal.

—Desde luego que sí —le confirmó Gonzalo—. Ha hecho maravillas con lo poco que teníamos. Espero que estés orgulloso de ella.

—Lo estoy.

El escenario que habían montado se componía de restos hallado en almacenes de la ciudad y combinaba zonas de madera con soportes metálicos, conformando un espacio de veinte metros de largo por diez de ancho. El fondo había sido forrado con un batiburrillo de sábanas y colchas viejas cosidas entre sí, que, lejos de estropear el aspecto, le dotaban de cierto encanto. Finalmente, la parte de la que más orgullosa se sentía Carmela, el techado de vigas, sembrado por un impresionante despliegue de luces de todos los tipos y colores.

—Ha necesitado a cinco electricistas y a dos técnicos para preparar todo el tinglado —explicó Alejandro—. ¿Sabes que entre otras cosas han tenido que hacer hasta pruebas de temperatura?

Gonzalo lo sabía de sobra porque él mismo había participado en dichas pruebas, pasando un calor de mil demonios. No obstante, no le apetecía interrumpir a su amigo, al que tan ilusionado se veía, así que se limitó a asentir sonriendo y le escuchó durante todo el tiempo que duró su disertación. De las luces pasó a una explicación de cómo iba a funcionar el sistema de sonido, de ahí a un resumen de los temas que iban a interpretar… Gonzalo empezó a preguntarse cuánto tiempo iba a estar así cuando él mismo se interrumpió y cambió de tema.

—Tengo una sorpresa para ti, por cierto.

—¿Una sorpresa para mí? —le preguntó agradecido por la pausa—. ¿Y eso?

—Porque sí. Llevo meses guardándolo, esperando una ocasión especial, y esta es muy especial.

—Me tienes en ascuas. ¿Qué es?

Alejandro metió la mano en la mochila que Gonzalo había traído y sacó una bolsa llena de bocadillos.

—Primero hay que cenar algo —le respondió sonriendo.

Gonzalo miró su reloj, que marcaba las siete y media de la tarde. Se giró a mirar a los abuelitos que estaban extendiendo un gran mantel a cuadros rojos y blancos, y Antonio le miró encogiéndose de hombros como indicándole que se resignara.

—Pero, Álex, ¿no es un poco pronto para cenar? Aún falta una hora y media para que empiece, y el concierto va a durar bastante.

Alejandro cogió la mochila que había traído él y la abrió desvelándole su contenido.

—Sí, de acuerdo, pero no querrás que demos buena cuenta de esto con el estómago vacío, ¿verdad?

—No me lo puedo creer —le respondió Gonzalo asombrado mientras veía aparecer una caja rectangular de color blanco con un ribete amarillo—. ¿Eso es…?

—Sí, una botella de Glen Grant, tu whisky favorito. Y si te preguntas por el hielo, Carmela tiene una tonelada en la barraca que han montado detrás del escenario. Todo está pensado.

—Pero ¿dónde lo has encontrado?

—Contactos que tiene uno —dijo pavoneándose.

—En serio, ¿de dónde lo has sacado?

—La encontré en un piso donde limpiamos un nido zombi hace unos meses, pero eso es lo de menos. Verás —continuó ya en tono serio—, ¿recuerdas cuando de críos nos íbamos a jugar a la consola los sábados por la noche y nos poníamos hasta arriba? No es que le hicieras ascos a las demás marcas, pero cada vez que pillábamos una botella de Glen te brillaban los ojos. Así que cuando la encontré, la guardé para ti.

—Vaya… no sé qué decir —le contestó mientras abría la caja y sacaba la botella para contemplarla a la luz.

—No tienes que decir nada. No sé si lo habrás notado pero estoy pletórico, no puedo dejar de hablar porque estoy superfeliz. Tengo a Irene, tengo a Carmela, te tengo a ti, tenemos esta ciudad… Y esta noche, un concierto. Total nada… Así que guarda silencio, toma una copa conmigo y déjame disfrutar de ser yo el que por una vez da una alegría a su mejor amigo.

Gonzalo sonrió desarmado por la respuesta de Alejandro y le pasó el brazo por el hombro acercándoselo y fingiendo que le daba un golpe en el torso. Los dos rieron alegres y Gonzalo cogió uno de los bocadillos y examinó su contenido.

—Salchichas frescas —dijo animado—. Mi bocadillo favorito.

—Lo sé —respondió Alejandro que sacó otro igual y lo levantó como si fuera a brindar con él—. Por ti, y por el aniversario de tu sueño.

—Por nosotros —dijo Gonzalo chocando su bocadillo contra el de su amigo—. Por todos nosotros.

Se comieron hasta la última migaja en minutos sin dejar de sonreírse mientras sus cuatro acompañantes cuidaban de la pequeña Irene. Tan pronto terminaron de engullir su cena, Alejandro se dirigió a la zona del escenario a por el hielo. Gonzalo lo observó alejarse con cara de preocupación mientras por dentro se sentía como un gusano. No estaba acostumbrado a que nadie se tomara tantas molestias por él, y aunque lo agradecía, no estaba seguro de cómo sentirse al respecto, máxime teniendo en cuenta todo lo que le había ocultado a su amigo. Antonio se acercó y le preguntó si todo iba bien, a lo que respondió que sí pero que no podía evitar estar nervioso por el concierto. No supo si la respuesta le satisfizo o si se dio cuenta de que era lo único que iba a obtener, el caso es que el hombre masculló un «claro» y se dirigió a donde estaba la niña, dejándole solo. Enseguida pudo distinguir la silueta de Alejandro que regresaba con una bolsa en la mano. No sabía cómo iba a terminar la noche, así que decidió desterrar los problemas hasta que no hubiera más remedio que afrontarlos y disfrutar del tiempo que iba a disfrutar en solitario con su más antiguo y mejor amigo.

Sacó la botella y un par de vasos que Alejandro llenó con dos trozos de hielo recién machacado para a continuación servir una buena ración de whisky sobre ellos. Con un cierto nerviosismo, se acercó el vaso a la nariz y aspiró el olor que desprendía. Era un olor fuerte pero agradable y lo mejor de todo, familiar.

—¿Huele bien, hermano? —le preguntó Alejandro.

—Eso mejor que lo compruebes tú —le respondió—. Ahora a ver si somos capaces de paladearlo.

La sonrisa de Alejandro se ensanchó mientras hacía lo mismo con su vaso. Una vez aspirados los vapores del alcohol, alzó su copa en dirección a Gonzalo que brindó con él en silencio antes de darle el primer trago que a pesar del amargor les supo a gloria.

Cuando dieron las nueve, estaban terminando la segunda copa y la conversación era bastante distendida, lo que no impidió que, en cuanto empezó a iluminarse el escenario, quedaran en silencio. Pasaron dos, tres, diez minutos, y por fin la vieron salir por el lateral derecho, sonriente mientras la recibía un aluvión de aplausos. Gonzalo se quedó asombrado ante la aparición de su prima. Llevaba un vestido corto y ajustado de color negro que la hacía resaltar frente al telón multicolor. En una mano agarraba un micrófono, y en la otra, lo que parecían unas cuartillas de papel. Esperó a que la gente parara de aplaudir y sin dejar de sonreír, habló.

—Buenas noches a todos y gracias por venir. Como todos sabéis, nos hemos reunido aquí hoy para celebrar el primer aniversario de «Ciudad Humana». Es una cosa un tanto ficticia, lo sé, ya que es un aniversario más bien simbólico que una realidad, pues la mayoría llevamos varios años viviendo aquí, no solo uno… Me estoy liando un poco, pero creo que todos sabéis a qué me refiero.

Un coro de risas le indicó que lo entendían perfectamente. Asintió con la cabeza y continuó.

—Vaya por delante que no voy a dedicar ni un momento a los caídos —sentenció en tono firme—. No me malinterpretéis, no lo voy a hacer porque ya los recordamos y homenajeamos a diario, ya sea en público o en privado, con la familia o con los amigos. Siempre están presentes. Pero esto de hoy es una celebración para los que estamos aquí y por eso queremos centrarnos en los vivos, porque somos los que vamos a disfrutar de esto, porque sabemos que los que han luchado por nosotros quieren que estemos felices y que nos divirtamos… porque nos lo merecemos… así que sólo me queda agradeceros vuestra presencia y dar comienzo al espectáculo. Con todos vosotros, el primer cantante de la noche: Antonio Madrid.

La gente aplaudió al hombre alto y moreno que salió al escenario con una guitarra en la mano y escoltado por media docena de músicos que uno por uno se fueron colocando en sus respectivos instrumentos. El cantante saludó a la gente y dijo unas palabras, pero Gonzalo no las oyó, concentrado como estaba en su reloj. Las nueve y veinte. Según el listado, iban a actuar ocho personas, las cuales iban a cantar entre uno y tres temas para finalmente pasar a los dos grupos que iban a dar dos pequeños conciertos de una hora cada uno. Eso hacía un total aproximado de unas cuatro horas contando con parones y descansos. Alejandro le sacó de su ensimismamiento al quitarle el vaso de la mano para rellenárselo.

—¿Qué te pasa? Estás en Babia. El chico lo hace bien, pero tanto como para hipnotizarte…

—No pasa nada, Álex, sólo estaba haciendo unos cálculos.

—¿Sobre qué? —le preguntó mientras le tendía el vaso nuevamente rellenado.

—Nada, intentando calcular a qué hora va a terminar el concierto.

—Joder Gonzalo, hagamos caso al chico que tiene arte e intenta olvidarte de lo que sea que te esté mareando la cabeza, ¿vale?

Gonzalo asintió e intentó centrarse en el hombre de la guitarra que cantaba sobre desamores, relaciones complicadas… se percató de que algo no iba bien. Se notaba mareado, le costaba enfocar la vista… Estaba empezando a emborracharse. En cualquier otra circunstancia hubiera disfrutado de la embriaguez, pero con todas las cosas que tenían aún que suceder, no era una opción que se pudiera consentir, así que desde ese momento se limitó a fingir que bebía tan solo mojándose los labios.

Poco a poco fueron saliendo uno a uno los siguientes nombres de la lista. Se alternaban temas propios con viejos éxitos de la otra vida, siendo estos los que el público más agradecía, pues hacían las veces de máquina del tiempo, trasladándoles a un pasado que finalmente se había revelado como un mundo bastante agradable para vivir. Era reconfortante el bien que hacía algo tan simple como un poco de música en directo, la cantidad de recuerdos que evocaba… Cuando salió el cuarto cantante, miró nuevamente su reloj. Eran las diez menos tres minutos. La suerte estaba echada.

«El príncipe» llevaba ya tres horas viendo vídeos musicales del siglo pasado sin que hubiera venido ni un alma para comprar material. Hubiera ido encantado al concierto, pero ni un buen príncipe debe dejar nunca su reino sin protección, ni consideraba buena idea entrar en el terreno de Gonzalo por lo que pudiera pasar, y más desde el incidente del chico drogado en la central eléctrica. No entendía cómo podía haberse llevado nadie una dosis sin que lo pillaran, pero como no habían tenido represalias, no le había dado más importancia.

Aburrido, dejó que la mente regresara a su Galicia natal donde tanta gente se había reído de él cuando era un niño escuchimizado. Recordó cómo la gracia se fue diluyendo cuando dio el estirón y cómo desapareció por completo cuando alcanzó los dos metros dieciséis de ébano musculado que le otorgaron el apodo que aún hoy conservaba.

Complacido con las posibilidades que su físico le ofrecía y no teniendo ninguna intención de estudiar se decantó por ser portero de discoteca, trabajo que parecía creado para él y cuya efectividad y fama le otorgó un cierto reconocimiento en los círculos en los que se movía. Ascendió sin mucho problema pasando por todo tipo de locales hasta conseguir un puesto espectacularmente bien pagado protegiendo a un empresario de «importaciones» en Marbella, donde decidió establecerse y disfrutar.

La vida le iba bien, pero entonces vinieron los zombis y todo se fue a la mierda. Huyó, peleó y acabó en la antigua Cartagena, ciudad tristemente famosa por tener uno de los mayores centros de distribución de drogas: el barrio de Las Campanas, el cual gracias a la ayuda de un inesperado benefactor, había acabado bajo su control total y absoluto.

—Cómo se puso el pobre bastardo cuando le dije que no pensaba cumplir sus órdenes… —le dijo a la televisión sonriendo.

Miró su reloj. Las diez y cinco. Se levantó y se acercó a la ventana justo a tiempo de ver a un pobre desgraciado que se acercaba cojeando y con la espalda doblada mientras arrastraba con una mano una bolsa de la compra donde se adivinaban varios bultos. Cuando llegó a diez metros de la entrada, uno de sus hombres le dio el alto y se pusieron a hablar. El pordiosero le daba un paquete al guardia. Se giró y volvió la atención a los videos a la espera de que el pordiosero subiera. A las diez y diez, viendo que nadie entraba volvió a asomarse por el balcón, pero no había nadie. Llamó a los guardias pero ninguno de los seis le respondió.

—Vosotros —les dijo a los hombres que le acompañaban—. Bajad a ver si todo va bien.

Ya habían tocado todos los ciudadanos que se habían apuntado, y aunque había salido de todo, desde auténticos descubrimientos hasta algunos que parecían de chiste, cada uno se llevó una merecida ración de aplausos puesto que todos se habían esforzado. Carmela apareció para anunciar una pausa de veinte minutos mientras se preparaba el escenario para los grupos y agradeció a todos la asistencia y el buen ambiente que estaban aportando.

—Vamos —le dijo Alejandro—, quiero ver cómo está Carmela, que cuando fui a por el hielo prácticamente no pude verla.

—Como quieras, pero Irene…

—Está con los abuelitos, y no sabes cómo se pone cuando intentas alejarla de ellos en plena juerga, da miedo.

—Ya será para menos.

—¿Para menos? ¡Si estamos pensando en convertirla en arma contra los zombis! Me la llevo un día de paseo tras alejarla de ellos, y limpio la región, te lo aseguro.

Una vez en la zona habilitada tras el escenario, Gonzalo dejó a Alejandro que guiara y le siguió hasta acceder a los contenedores que hacían de camerinos. El ambiente en el interior era muy festivo. Por un lado estaban los que ya habían actuado, o los anónimos, como les decía Carmela, y por otro, los dos grupos que salían a continuación. Los «Legacy of Denim», que además eran los que habían hecho de músicos durante todo lo que llevaban de concierto, y finalmente «el balcón de la viuda», que eran los últimos. Al entrar, uno de los cantantes se percató de su presencia y empezó a aplaudir. Pronto se vio rodeado por todos los presentes que le agradecían que se hubiera acercado a saludarlos y a desearles suerte mientras que Alejandro aprovechaba para tomar las de Villadiego y acercarse a su mujer.

Haciendo un esfuerzo por mostrarse amable a pesar de los nervios que sentía y la jaqueca que daba señales de volver, cumplió con lo que esperaban de él. Muy sonriente les lanzó unas cuantas frases de agradecimiento por levantar el ánimo de la gente, y finalizó felicitando a los que ya habían salido y deseándole lo mejor al resto. Más contentos fueron dejando poco a poco a Gonzalo que en cuanto pudo fue a por Carmela y Alejandro.

—Prima —le dijo mientras le daba un beso en la mejilla—, esto está saliendo de fábula.

—Muchas gracias, Gonzalo. No sabes lo importante que es para mí oírte decir eso. Seguro que esta va a ser una noche inolvidable.

—Eso te lo garantizo —le respondió Gonzalo para a continuación dirigirse a Alejandro—. Álex, hay una cosa que tengo que hacer. ¿Me llevas tú el vaso a nuestro sitio y enseguida te alcanzo?

—¿Pasa algo, Gonzalo?

—No, nada en absoluto. No te preocupes, Espérame ahí. Es una tontería pero quiero hacer una cosa.

—Bueno, como quieras. Pero esta copa está casi sin tocar desde que te la puse. Estás perdiendo el ritmo —le bromeó.

—No te preocupes, enseguida me pongo al corriente.

Alejandro salió del contenedor-camerino y se encaminó algo tambaleante hasta su sitio. Gonzalo fue a salir pero en el último momento se giró y se acercó a los integrantes de los «Legacy» para decirles algo. Carmela, que estaba repasando el orden de las canciones con el guitarrista de «el balcón», alzó la vista y contempló extrañada la escena de su primo y los músicos. Se centró en lo que tenía entre manos, pero cuando terminó con ellos y se dirigió a ver lo que pasaba, le dijeron que Gonzalo ya había salido.

—Bueno, ¿y qué quería? —les preguntó.

—Nada, en realidad —le respondió el cantante—. Sólo ha querido desearnos nuevamente suerte… y contarnos que el homenaje que íbamos a hacer era importante, porque era… ¿Cómo ha dicho? «Muy especial para alguien muy especial».

—A grandes rasgos —dijo el bajista—, el hombre ha venido a meter un poquito de presión, que se ve que llevábamos poca y ha pensado en darnos una poquita más. Majo el presidente, oye. Se podía haber ahorrado el ánimo.

En otras circunstancias, el último comentario hubiera provocado una respuesta de Carmela pidiendo respeto, pero en su lugar quedó en silencio meditando en lo que le acaban de contar. El aviso del técnico de que había llegado la hora la puso en guardia y espoleó a los muchachos para que salieran a hacerlo lo mejor que pudieran.

En cuanto Gonzalo salió de los camerinos y se hubo asegurado de que nadie lo seguía, se alejó hasta la muralla de coches y buscó uno en concreto. Una vez localizado, abrió la puerta y sacó de la guantera un puñado de calmantes envueltos en un trozo de tela y un aparato de radio de largo alcance que se guardó en el bolsillo. Miró los fármacos y sopesó la opción de tomárselos mientras se preguntaba si al mezclarlos con el alcohol que había bebido podría hacerle algún tipo de reacción. Decidió que un poco de falso valor inducido por la combinación no era lo peor que le podía pasar e ingirió cuatro pastillas de golpe que se tragó sin agua. Cuando volvió con Alejandro, lo primero que éste hizo fue tenderle su vaso recién rellenado de whisky sin apartar la vista del escenario. Olió la copa como si de un buen vino se tratara y la bajó dejándola entre sus piernas.

—Mi padre hubiera dado un brazo por haber visto a su primo actuar otra vez antes de morir —dijo a la vez que le apretaba el hombro a su amigo—. No me imagino lo que tiene que estar sintiendo Carmela.

—Hombre, los ha visto tocar mucho en los ensayos, y ya ha llorado lo suyo, por lo que espero que hoy se limite a disfrutar de ellos, que no es poca cosa… Respecto a tu padre, si te sirve de algo, somos muchos los que le echamos de menos, y más en un día como el de hoy.

Con las emociones un tanto fuera de control, ese sincero e inesperado comentario le hizo estar a punto de decirle lo que iba a ocurrir, lo que ya estaba ocurriendo. Pero aún no era el momento. En lugar de eso, y sabedor de que una vez terminaran los sucesos de la noche las cosas entre ellos iban a cambiar radicalmente, le apretó con más fuerza el hombro y tiró de él hacia sí mismo para darle un abrazo. Al separarse, Gonzalo miró su reloj con disimulo, eran casi las once. A medida que crecían sus nervios, más miserable se sentía por estar ocultándoselo todo a su amigo.

Una música muy alta llamó su atención y se giraron hacia el escenario, donde Carmela había vuelto a hacer acto de presencia.

Cristian Noguera no podía dormir. Llevaban meses encerrados en el edificio sin ver la luz del sol. La única salida que habían hecho había sido para robar alimentos, medicinas y materiales para aguantar «hasta que pasara el peligro», como decía Juan Miguel. Él era de la opinión de que deberían haberse informado más acerca de lo del concierto de esa noche y haber dado un golpe, pero como el señor Eimer decía que no, no había nada más que hablar.

Tenían a cuatro miembros que habían esquivado el censo al entrar en la ciudad, y podían ser unos espías excelentes, pero no, nadie tenía que salir y nadie podía hacer nada. Abandonó la gigantesca sala marcada como «1», que usaban como dormitorio y se paseó por el recibidor que llevaba a las escaleras para acceder a los baños de arriba. Lo atravesó rápidamente para evitar que nadie distinguiera nada desde el exterior, (cosa imposible en su opinión pues todas las cristaleras estaban cegadas con enormes cortinas hechas con el toldo de las pantallas) y subió a descargar. Miró el reloj que daba las once y diez. Como no tenían nada que hacer, se acostaban bastante temprano, y por lo menos iban descansados. Terminó y bajó de nuevo al recibidor, sólo que en vez de dirigirse a la sala dormitorio se dirigió a la «sala 2», cuyas puertas estaban atrancadas con cadenas. Se puso de puntillas para ojear el interior. Varias docenas de zombis pululaban a su antojo por la enorme superficie.

—Menuda promoción hubierais sido para películas de miedo, cabrones —les dijo.

De nuevo dirigió sus pasos a la sala dormitorio cuando un movimiento atrajo su atención. Uno de los enormes trozos de telón que aislaba el edificio del exterior se agitaba como si una corriente de aire lo estuviera meciendo. Pensó que quizá alguna de las puertas se hubiera desencajado en parte, no siendo la primera vez, pero decidió acercarse a echar un vistazo.

Moviéndose todo lo silenciosamente que pudo, llegó hasta el trozo en cuestión y lo fue apartando para comprobar cómo estaba la puerta. Cuando vio que ya entraba algo de luz, se asomó. Efectivamente, la puerta parecía fuera de su sitio, pero mucho más de lo que debería haber estado si se hubiera desencajado sola… Un hombre con una espesa barba se colocó en su ángulo de visión y antes de que pudiera reaccionar y dar la alarma, notó un intenso dolor cuando algo le entró por la garganta y le salió por la boca. Aterrorizado y sin poder articular palabra empezó a ahogarse en lo que suponía era su propia sangre cuando un fuerte tirón le hizo caer al suelo del exterior desencajándole la mandíbula en el proceso. Hizo el intento de quitarse lo que le estaba desgarrando sin éxito. Llorando a lágrima viva dirigió la mirada al reflejo de las puertas de cristal y distinguió la silueta de un garfio. Incrédulo miró suplicante al hombre que lo sujetaba y entre gorgoteos de sangre le suplicó ayuda. Éste se arrodilló junto a él y el odio en sus ojos le quitó toda esperanza de ver un nuevo amanecer.

—No sé qué problemas tienes —le dijo con voz cavernosa—, vas a reunirte con tu familia. ¿No era esa tu meta en la vida?

Se enderezó y giró hacia los z-men que le acompañaban, les hizo nuevamente una señal y mirándole de nuevo llevó la pierna derecha hacia atrás tanto como pudo para lanzarle una patada en su entrepierna que lo levantó en peso.

Cristian Noguera, oficinista que junto a su mujer y a sus dos hijos perdió la cordura y acabó reconvertido en asesino, pudo sentir cómo sus testículos explotaban por la fuerza del impacto. El mayor dolor que había sentido en su vida trajo consigo una piadosa inconsciencia.

Tras una emotiva presentación a cargo de Carmela, en la que dedicó unas palabras a cada uno de los miembros de la banda, dio comienzo la actuación de los Legacy of Denim, que uno a uno fueron desgranando los temas que les dieron fama al grupo en la otra vida. En una pausa entre canciones, mientras el cantante saludaba a los asistentes, Gonzalo miró su reloj y vio que eran ya las once y media. Nervioso, tragó saliva y le tocó el hombro a Alejandro.

—Álex, amigo, tenemos que hablar.

—Claro —le dijo—. ¿Ocurre algo?

—Sí, hay algo que no te he contado y es importante que sepas.

—Dime, me tienes en ascuas.

—Los Thanos. Hemos localizado su base.

Nacho apagó la radio, la guardó en la misma bolsa que había contenido las cargas y se la entregó a uno de los z-men que esperaba junto a él. Se colocó nuevamente las gafas de visión nocturna y volvió a revisar el recibidor del edificio. Ya habían eliminado a los guardias de la puerta y a cuatro más de los que solían custodiar arriba a su presa. Esperó diez minutos en completo silencio y ordenó a sus hombres que esperaran abajo mientras él subía. Oculto en las sombras ascendió por las escaleras hacia el único punto de luz que se veía en toda la escalera, el piso de «el príncipe». Una vez en el rellano, dio una patada a un azulejo que se partió anunciando así su llegada.

—Seas quien seas has cometido un gran error —dijo «el príncipe» desde el interior—. Como se te ocurra dar un paso más os vamos a desintegrar a tiros, subnormales.

Quizá debía haber cumplido con el plan acordado inicialmente con Gonzalo y no haber subido solo, pero eso era algo personal y quería disfrutar de un momento íntimo con «el príncipe».

Sacó un pequeño mando a distancia que llevaba en su bolsillo y cuando hubo pasado el tiempo necesario para ponerlos nerviosos, pulsó uno de los dos botones. Se escucharon dos pequeñas explosiones en el edificio y todo quedó a oscuras. Nacho sacó el cuchillo de Liston de Gonzalo, amartilló su pistola y sonrió.

Alejandro notó cómo la embriaguez causada por el whisky se desvaneció al escuchar la noticia.

—¿Cómo has dicho? ¿Que habéis localizado la base?

—Así es, sabemos dónde están.

—Pero eso es una gran noticia, ¿no? —preguntó confuso—. ¿Y cuándo lo habéis averiguado?

—El martes seis de agosto, Nacho vino a casa y me lo comunicó.

—Espera un momento… esa es la misma semana que autorizaste el concierto, ¿no? ¿Lo sabes desde hace un mes y no me lo habías contado?

—Tengo mis motivos para no habértelo contado hasta ahora y te los voy a explicar, pero primero debo asegurarme de que confías en mí. ¿Lo haces?

—¿Cómo los encontrasteis? —inquirió ignorando su pregunta.

—Con una mezcla de genialidad y suerte.

—Déjate de acertijos y explícate.

—Nacho cayó en la cuenta de que nuestras PDA llevaban todas bluetooth, ¿correcto? Pues decidió lanzar un tiro a ciegas y equipó a un grupo de z-men con móviles rescatados de antiguos comercios para que peinaran la ciudad edificio por edificio haciendo una búsqueda de dispositivos a ver si encontraban uno con mi identificador.

—Y funcionó.

—No inmediatamente. Se hizo una primera ronda que duró casi un mes sin resultados y se descartó la idea. No obstante tras los incidentes de Semana Santa, volvió a intentarlo y ¡Bingo! Dieron con el dispositivo.

—¿Y dónde estaban?

—¿Recuerdas el viejo cine Alfonso XIII? ¿Uno de los refugios comunales del paseo?

—Claro que me acuerdo, fue declarado en ruinas y desalojado hace un par de años.

—Efectivamente, fue condenado por un aparejador que murió unas tres semanas después.

—La época en la que teóricamente regresaron los Thanos.

—Sí.

—Bien —le preguntó mirándole fijamente a los ojos—. ¿Y vas a contarme qué demonios está pasando exactamente?

Charly colgó su radio del cinturón y con un gesto de la cabeza les indicó a sus compañeros que podían avanzar. Atravesaron el vestíbulo del viejo cine sin hacer ruido y miraron por las ventanas de las dos salas descubriendo lo que contenían ambas. Tras aplicarse una generosa cantidad de elixir rompieron las cadenas que cerraban la sala 2 y encadenaron entre ellos a los zombis que allí se encontraban. Como si de una ristra de esclavos se tratara, los condujeron a la sala uno donde se encontraban durmiendo los Thanos.

Una vez todos sus hombres hubieron tomado posiciones, Charly emitió un potente y agudo silbido que sirvió de señal para que uno de los agentes encendiera las luces de la sala. Todos los que estaban durmiendo abrieron los ojos desorientados y confusos para encontrarse rodeados por unos zombis que a su vez estaban siendo sujetados por una docena de z-men.

—¿Qué sería para ti un castigo ejemplar, Álex? —le preguntó Gonzalo—. Has dicho muchas veces que el castigo que merecerían debería ser ejemplar y definitivo. ¿A qué te referías?

—A algo que le hiciera pasar el resto de la vida pagando. Encerrarlo y perder la llave, la expulsión definitiva de la ciudad… ¿Qué es lo que entiendes tú por castigo ejemplar?

—Nosotros habíamos pensado en algo más definitivo que ejemplar…

—¿Nosotros? ¿Te refieres a Nacho y a ti? Por favor, déjate de rodeos y dime claramente vuestro plan.

—Alejandro —dijo despacio Gonzalo—, sabes que todo lo que hago es por el bien de la ciudad, ¿verdad?

—Gonzalo, me estás asustando. ¿Qué ocurre?

—Siempre has dicho que me ibas a apoyar —continuó—. Pues necesito tu apoyo. Tiempos desesperados precisan medidas desesperadas, y hay que estar dispuestos a hacer lo necesario para preservar la seguridad de la ciudad. ¿Lo entiendes?

—¿Estás hablando de ejecutarlos…? —preguntó Alejandro con un hilo de voz.

Justo en ese momento, Carmela volvió a salir al escenario para despedir a los «Legacy of Denim» y anunciar la última actuación que correría a cargo del grupo llamado «el balcón de la viuda». La gente volvió a aplaudir mientras los dos amigos se sostenían la mirada. Gonzalo abrió la boca para intentar hacerle comprender lo que estaba pasando cuando su prima lo mencionó para agradecerle en nombre de la ciudad todo lo que había hecho por ellos.

—Necesito que me digas —le dijo Alejandro haciendo caso omiso a lo que pasaba en el escenario— desde cuándo somos verdugos y por qué no se me ha informado.

—Alejandro, si se lanzaran a por ti para matarte, ¿los matarías?

—Eso sería defensa propia.

—¿Y lo que yo propongo no lo es?

—No, eso es una ejecución en toda regla.

—Sabes tan bien como yo que esa gente no va a caer sin llevarse a todo el que pueda por delante. Son una pistola cargada que nos apunta a la cabeza y debemos defendernos. ¿O ves más lógico esperar a que maten a alguien más?

—No me creo lo que estoy oyendo. No te reconozco. ¿Y cuál es vuestro plan entonces?

—Introducirnos en el cine y acabar con todos ellos para luego realizar un derrumbe controlado que justifique las muertes.

—Sí, muy bien. ¿Y el brazo ejecutor quién sería? ¿Tu fiel sheriff King? Seguro que tu psicópata de cabecera estará encantado de cumplir tus órdenes.

—No —le respondió mirando la hora—. Nacho se ocuparía de otro objetivo.

—¿Objetivo? Así que definitivamente ya no se trata de personas sino de objetivos. ¿Cuál es el suyo?

—Va a acabar con «el príncipe» y su droga.

Alejandro, ya totalmente sobrio bizqueó repetidas veces como si no pudiera creerse lo que estaba oyendo.

—Ya, y va a acabar con toda la droga él solo, ¿verdad? Y cuando aparezca un nuevo listo dispuesto a manejar el cotarro, ¿qué harás? ¿Matarlo también?

—No exactamente. Va a acabar personalmente con ese auto nombrado «príncipe», y después un grupo de z-men se ocupará junto a él de destruir toda la droga que haya en la zona.

—Ah, claro, debí habérmelo imaginado —le dijo con sarcasmo—. Y, ¿cómo lo va a hacer? ¿Con una bomba nuclear?

—No —le respondió con el estómago revuelto, consciente de cuál iba a ser su reacción—. Hay otro método, pero no creo que estés preparado para oírlo.

—Es una broma —le dijo—. No tiene ninguna gracia.

Alejandro miró a su amigo a los ojos y vio algo que le hizo comprender que hablaba completamente en serio. Notó cómo se le erizaba el vello de la nuca y las piernas le fallaban.

Nacho terminó de quitar la sangre del cuchillo empleando la funda del sofá donde reposaban los restos de su «cita». Miró su trabajo y pensó que debía de haber resultado bastante clarificador para él quién había estado al mando hasta el final. Las rodillas reventadas a tiros no habían terminado de hacer que se rindiera, pero cuando le abrió el estómago y desparramó sus tripas, su expresión cambió por completo.

—Ahí ya se te pasó la chulería, amigo —le dijo a la cabeza de «el príncipe», que ya reanimada lanzaba dentelladas al aire—. Quizás debería haberte anulado, pero quería que disfrutaras del proceso.

Sonriendo, cogió su comunicador y habló con los z-men que le habían acompañado a Las Campanas para confirmarles que estaba bien y asegurarse de que ya lo tenían todo preparado para el último paso. Tras recibir la confirmación de que todo estaba en su sitio, cambió de frecuencia y comunicó con Charly que también le confirmó que todo estaba ok. Acordaron una hora y salió corriendo para preparar el broche final a la intervención.

—No puedo dejar que hagas eso. Lo sabes, ¿verdad? —le dijo con voz temblorosa mientras se alejaba de él—. Te voy a detener antes de que puedas hacer nada de eso.

—Temía que esta fuera tu reacción —dijo Gonzalo con voz triste—, y por esto es que no te conté los planes que habíamos trazado, ni que ya habíamos localizado a esos asesinos: porque sabía que aún no estabas listo para tomar ciertas decisiones necesarias.

—Pero ¿cómo que necesarias? Una ejecución a sangre fría está mal, ¿es que no lo ves? Es lo mismo que ellos han hecho con los nuestros… ¿y tú pretendes que nos portemos como ellos? ¿Esto es un ellos o nosotros?

—Álex…

—Ni Álex ni mierdas, te voy a detener, no estás en tus cabales. No sé si es que te ha podido la presión o qué coño tienes en la cabeza, pero esta vez te has pasado de la raya. Cuando la gente se entere de esto…

—¡Álex, basta ya de una vez! —le gritó Gonzalo—. Haz el favor de centrarte: esto no es la otra vida, esto es Ciudad Humana, ¿te acuerdas? Vivimos en un mundo donde sus habitantes ya tienen bastante yéndose a dormir cada noche con el miedo de que la persona con la que comparten cama sufra una embolia y los devore, convirtiéndose a su vez en nuevos monstruos. Crece de una vez y acepta tus responsabilidades. ¿Piensas que estoy a gusto con algo de lo que te he dicho? No, nadie podría estarlo, pero es necesario.

—Cuando se enteren del monstruo que puedes llegar a ser te crucificarán.

—¿Tú crees de verdad que tan siquiera me van a censurar por haber eliminado la que hasta ahora ha sido su mayor amenaza viva? No, Álex, me aceptan porque saben que voy a hacer lo que tenga que hacer, tal y como se esperará de ti cuando ocupes mi puesto. Así que hazte a la idea.

—¿Tu puesto? Ni muerto quiero tu puesto Si para ocupar tu sitio hay que hacer cosas como las que planeas hacer, renuncio a seguir trabajando contigo. Y ahora me voy —dijo poniéndose en pie—. Tengo que evitar que cometáis una locura.

—Álex —le dijo Gonzalo con voz cansada—, esos planes que quieres detener… Es demasiado tarde.

Alejandro volvió a mirarlo incrédulo, intentando asimilar que eso fuera cierto, cuando una explosión a sus espaldas hizo que gran parte del público se pusiera en pie gritando y señalando. Del centro de la ciudad empezó a elevarse una nube de humo que se distinguía sin problemas con la luz de la luna. Alertado por nuevos gritos, giró la vista y descubrió que la zona de Las Campanas también parecía brillar en la oscuridad de la noche. Volvió a clavar sus ojos en Gonzalo, quien asintió en silencio.

—Al fin y al cabo, Alejandro, tú fuiste quien sugirió que debíamos quemar toda esa basura.

Furioso, le lanzó un puñetazo que lo dejó sentado en el suelo y echó a correr tras pedirles a los desconcertados abuelos que cuidaran a Irene.

—En fin… —dijo Gonzalo al aire mientras que la gente pasaba corriendo por su lado—, podría haber sido peor.

Se levantó y consultó su reloj: ya habían pasado las doce. Había quedado a la una, así que debía empezar a ponerse en marcha si quería llegar a tiempo. Se frotó la mandíbula en la zona que Alejandro le había golpeado e hizo una mueca de dolor.

Justo antes del acceso a la torre de vigilancia del castillo de la Concepción, hay una placa con una inscripción muy antigua que mira a la ciudad. Leyendo dicha placa, e ignorando las llamas que en ella se reflejaban, se encontraba Gonzalo cuando escuchó unos pasos que se dirigían hacia él.

—Jefe —dijo la voz de Nacho—, ya estoy aquí.

—Bien —le respondió Gonzalo—, pero antes de hablar vamos a esperar a que llegue el último actor de este drama.

Nacho asintió con la cabeza aunque Gonzalo de espaldas no podía verlo. Se colocó a su lado y leyó la inscripción:

«Asdrúbal, general carthaginés de la familia Barcida, fundó esta ciudad Nova Carthago en el año CCXXIII A.J.C. en MCMLXV Cartagena honra su memoria siendo XXXXX XXXXXXXX de España».

—¿Quién sería la persona cuyo nombre tacharon? —le preguntó Nacho.

—No lo sé —le respondió—, pero evidentemente alguien bastante menos querido que Asdrúbal.

—Tú eres un poco como Asdrúbal, ¿no?

—En eso estaba pensando ahora mismo.

—Vaya, que te lo diga yo vale, pero que tú mismo te compares es ya un poco de megalómano, ¿no crees?

—No era eso lo que tenía en mente. Al menos, no del todo. Pensaba en que todos nosotros somos un poco como él. Entre todos hemos refundado esta ciudad, y eso que nos hemos tenido que enfrentar a unos enemigos bastante más numerosos y peligrosos que los de Asdrúbal… Sólo espero hacerlo mejor de lo que él lo hizo.

—Señores —dijo la voz de Charly—, ya estoy aquí.

—Ya está hecho —le dijo Gonzalo encarándole.

—Sí, asunto concluido —respondió—. Ahora todas sus víctimas podrán descansar en paz.

—Muchas gracias por todo, Charly —le dijo mientras le apretaba el hombro—. ¿Algún problema con Alfy?

—No tengo muy claro si lo ha aprobado o no, la verdad. Ya sabes cómo es él. Su mente no es como las nuestras, parece funcionar en marchas más altas y siempre suele saber qué hacer, pero… Creo que en este caso no sabe muy bien cómo van a suceder los acontecimientos y eso lo tiene muy preocupado.

—Han muerto todos, ¿verdad? —le preguntó Nacho—. Todo ha ido según el plan.

—Sí, por supuesto —respondió tajante Charly—. Nadie ha sobrevivido, aunque hubo una pequeña variación sobre el plan.

—¿Qué ocurrió?

—Sé que no está bien, pero qué coño: soy humano.

—¿Y…?

—Pues que el tal Juan Miguel se puso un poco chulo e hizo un comentario sobre los zombis que habían «liberado» en Semana Santa, y la verdad es que perdí un poco el control.

—Explícate —le pidió Nacho.

—No pude dejar de pensar en el dolor que habían provocado, en todo el daño que habían hecho, y que Dios me perdone, decidí darles un poquito a ellos también. Me acerqué a Eimer y le volé las pelotas. Mientras se retorcía de dolor en el suelo, les hice lo mismo al resto de bastardos que estaban allí… bueno, a las dos chicas no… Y allí me ceñí de nuevo al plan. Soltamos a los zombis y les dejamos retozar con sus «liberadores». En cuanto todos estuvieron en proceso, prendimos fuego a la sala y dejamos que ardieran.

—¿Algún problema con el fuego?

—En absoluto, en cuanto tiramos el techo se sofocó por completo. Tuvimos cuidado de instalar las cargas para que pareciera un derrumbe fortuito.

—Al fin y al cabo, era un edificio en ruinas, ¿no? —dijo Nacho.

—Y con eso, se eliminan problemas y pruebas —comentó Gonzalo complacido—. Has hecho un buen trabajo, Charly, te lo agradezco.

—No quiero que me des las gracias por haber asesinado a sangre fría a esos hijos de puta. Entiendo que lo merecían y que era algo necesario, pero no me lo agradezcas porque no.

—Ahora vete a casa a descansar si quieres y dale recuerdos a Alfy. Y pídele que sea todo lo objetivo que pueda, ¿ok?

Charly asintió con la cabeza y dio media vuelta, pero antes de marcharse les habló sin girarse.

—Soy un buen hombre —les dijo—. Soy una buena persona, eso lo tengo claro… ¿Cómo puede ser que haya disfrutando torturando a esos desgraciados?

—Porque como muy bien has dicho, eres humano, y hasta la persona más paciente tiene sus límites —dijo Gonzalo.

—Tendrá que valer —le respondió.

El Freak Bros les dedicó un gesto con los dedos y lo vieron marcharse cabizbajo.

—Y a ti, ¿cómo te ha ido? —le preguntó cuando Charly se hubo perdido de vista.

—¿A mí? De cojones. He sido creativo y todo ha sido profundamente satisfactorio. Por lo menos para mí.

—Bueno —dijo mirando a la montaña de fuego que se movía frente a ellos—, ¿y «el príncipe»?, ¿te costó mucho trabajo quitarlo de en medio?

—Digamos sólo que si le hubieras oído gritar le habrías cambiado el apodo a «la princesita», no sé si me entiendes. Esos cuchillos son una maravilla.

—Comprendo. ¿Y el fuego?

—Perfectamente controlado. Nos ha costado una buena cantidad de combustible, pero ha merecido la pena. En cuanto a si alguien intenta salir, todos los z-men tienen orden de matar al que lo intente. Ya alegaremos que al no tener medios para atender de quemaduras, era la mejor opción para evitar sufrimiento a las víctimas. Perdón, daños colaterales.

—Eso es un posible cabo suelto. ¿Funcionará esa excusa?

—Haremos que funcione. Hablarán y terminarán por comprenderlo. Al fin y al cabo al eliminarlos no padecen y evitamos que regresen.

Siguieron contemplando el incendio sin hablar durante unos minutos, Gonzalo completamente inmóvil, Nacho visiblemente inquieto.

—No sabía si preguntarte pero en visto del morado que luces en la cara y que no está aquí con nosotros, deduzco que la charla con Alejandro no ha sido agradable.

—Tal y como esperábamos. Juró detenerme, me advirtió que iba a hundirme ante la ciudad, me acusó de rebajarme a la altura de los Thanos…

—Hay que hacer lo que haga falta por la ciudad, tú mismo lo dijiste…

—Y lo mantengo, Nacho. No me arrepiento de nada. Y sé que él también lo comprenderá tarde o temprano. Sólo espero que haga el menor daño posible hasta que ese momento llegue.

Gonzalo recorrió la ciudad con la mirada desde el cine derrumbado hasta la barriada en llamas para terminar en las carreteras cercanas que aparecían rebosantes de gente que corría hacia el incendio.

—Deberíamos ir a hacer cuanto podamos —dijo Gonzalo—. Dejarnos ver, que se note que estamos con ellos, como siempre.

—Por mí bien, siempre hay que dar ejemplo, y así además podremos presumir de la eficacia de la división anti incendios de los z-men. Lo bueno de ser ellos quienes han provocado el fuego, es que saben cómo mantenerlo controlado hasta ya no sea necesario y queramos apagarlo.

—Pues vamos a ello —le dijo empezando a andar—. A esta noche todavía le queda mucho por delante, y a nuestra ciudad todavía más. A partir de mañana, empieza otra nueva era.

—Sí jefe, pero seguro que otros hijoputas aparecerán para jodernos la vida.

—No me cabe duda, pero ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él.

Empezaron a andar en silencio y Gonzalo se percató de una cosa muy importante. Por primera vez en meses, su cabeza estaba completamente despejada, el dolor había desaparecido por completo. Ni un rumor, ni un murmullo, nada. Se permitió sonreír. Eso sí que era una buena noticia.