CAPÍTULO XVI

10/08/2041

Carmela no supo muy bien cómo encajar la noticia. Aunque de primeras confirmó su disposición para organizar lo que hiciera falta, insistió con vehemencia en averiguar ese cambió de postura, Gonzalo les explicó que Nacho le había presentado un plan de seguridad que le proporcionaba la tranquilidad suficiente para permitir nuevos actos masivos, en este caso para el aniversario de Ciudad Humana. Se negó a decirles ningún detalle del plan pues una de las claves para su eficacia era que absolutamente nadie, salvo los que participaran en él, lo conocieran. A Carmela, que iba recuperando el ánimo por momentos, le bastó con saber que Gonzalo confiaba en el plan, así que ratificó su implicación.

Durante toda la mañana, los tres estudiaron opciones diferentes para convertir ese día en algo memorable, habiendo decidido para la hora de comer que el plato fuerte sería un concierto, como Gonzalo había dicho desde un principio. Pero no un concierto cualquiera. Se iba a permitir cantar a cualquier habitante que quisiera hacerlo.

—Sois conscientes de que si se apuntan tres mil ciudadanos a cantar —dijo Alejandro—, ese concierto va a durar días, ¿no?

—¿Y qué? —le respondió Gonzalo—, como si dura semanas. Woodstock a su lado será recordado como un simple ensayo.

—¿Wood… qué? —preguntó Carmela con cara de extrañeza—. ¿Qué narices es eso?

—Cariño —le dijo Alejandro—, tu primo es un enamorado de la historia antigua. Gonzalo, la gente no lo va a comparar porque nadie lo recuerda.

—Pues muy mal —le contestó enfurruñado Gonzalo—, eso fue un acontecimiento histórico y no debe olvidarse nunca.

—Te recuerdo que a grandes rasgos fue una orgía de sexo y drogas que duró tres días consecutivos.

Gonzalo hizo una mueca como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.

—Esto… —dijo con fingida afectación—, como iba diciendo, debemos borrar completamente el posible recuerdo de esa bacanal pecaminosa, y dirigir nuestro festejo a un camino más basado en la rectitud y el puritanismo.

—Pues no es por nada —sentenció Carmela muy seria—, pero exceptuando lo de las drogas, lo de los tres días de fornicio desatado no está tan mal pensado, seguro que si más de uno fuera bien jodido, luego jodería un poco menos.

Alejandro y Gonzalo prorrumpieron en carcajadas ante la contestación de Carmela, la cual también les rio hasta que se le saltaron las lágrimas. Alejandro preparó algo de comer mientras Carmela le daba su puré a Irene y pasaron la comida bromeando y disfrutando de un poco de conversación vacía pero tonificante. Durante el café decidieron que la fecha más acertada era la noche del catorce al quince, coincidiendo directamente con el primer aniversario, y a tan sólo tres días del cumpleaños de Gonzalo. Carmela calculó mentalmente el tiempo que restaba: treinta y cinco días para prepararlo todo. Súbitamente acelerada, empezó a correr de lado a lado de la casa cogiendo papeles y bolígrafos mientras hablaba consigo misma en voz alta. Viendo que ya estaba todo más o menos atado, Gonzalo se levantó discretamente y se dirigió a la puerta con mucho cuidado de no tropezar con ella. Alejandro lo acompañó hasta la salida y Gonzalo pudo notar que algo le rondaba la cabeza.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Gonzalo.

—Te acompaño abajo.

Tras gritarle a su mujer que iba a hablar con Gonzalo, empezó a bajar en silencio los escalones seguido por él.

—Hay una cosa que te quiero preguntar —le dijo en cuanto llegaron al recibidor del edificio.

—Dime.

—El plan para la seguridad del concierto. Quiero conocerlo.

—Ya te he dicho que no puedo contarte nada, además, yo mismo no lo conozco por completo. Nacho me ha pedido que no le pregunte porque quiere llevarlo en estricto secreto.

—Como si lo quiere llevar en estricto escroto. Quiero saberlo para poder estar tranquilo respecto a la seguridad de mi mujer, y no sólo eso, quiero tener la certeza de que nadie más va a morir provocando que se vuelva a sentir culpable de otra vida perdida.

—Explícame eso.

—¿No te sorprendió que Carmela aceptara tan alegremente tu decisión de cortar sus funciones?

—Hombre, algo sí, pero pensé que estaba de acuerdo con mi razonamiento.

—Lo estaba, pero porque se consideraba responsable de la muerte del penitente asesinado.

—Pero eso es absurdo, si alguien es responsable de lo que pasó soy yo, que fui quien lo autorizó todo.

—Qué curioso, se ve que las ganas de culparse por todo son un rasgo genético, porque los dos sois iguales. En mi currículo voy a escribir: «especialista en escuchar tonterías de los Gutiérrez».

—Vale, lo pillo. Pero imagino que le has quitado ya esa idea de la cabeza, ¿no? Si no, no hubiera aceptado.

—Pues claro que se lo he quitado. De algo me tenían que servir las prácticas que llevo años realizando contigo.

—El caso es que vas a tener que confiar en él. Lo poco que sé de su plan me ha parecido insuperable. De hecho es el único plan que podía haberme convencido para volver a autorizar esto.

—Yo solo sé que no quiero que mi mujer vuelva a sufrir. No sabes lo mal que lo ha pasado.

—Álex, sabes cuánto quiero a Carmela, y si tuviera dudas de que algo iba a herirla, lo volvería a cortar todo en seco. Tienes que confiar en Nacho, igual que él confía en ti y yo confío en los dos. Es el mejor, y a los hechos me remito. Ocúpate de todo lo demás y ayuda a tu mujer, que va a tener mucho trabajo por delante y quítate ese otro asunto de la cabeza, ¿vale?

Le miró a los ojos durante un minuto sin responder. Poco a poco, surgió una sonrisa.

—Vale, tienes razón —le dijo animado—. Además, esto promete ser todo un espectáculo y estoy deseando que llegue. Va a ser genial. Gracias por venir a decírnoslo.

—Créeme, ha sido un placer, así he desayunado y comido bien por un día, que me hacía falta. Un beso para Irene y dile que su tito la quiere mucho.

—Lo haré.

Dejó cerrarse la puerta y Gonzalo le miró mientras subía por las escaleras. Pensó en los treinta y cinco días que quedaban y un leve mareo le recorrió el cuerpo. Demasiadas cosas para tan poco tiempo. Respiró hondo tres veces y el mareo dio paso a una cierta excitación. Desde luego, si todo iba como debía, esa iba a ser una noche inolvidable.

El miércoles siguiente, Carmela se presentó en el palacete con un esbozo del cartel para mostrarle a Gonzalo. Era algo muy básico, y sólo se indicaba la fecha, la localización del concierto y el aviso de que cualquiera podía actuar.

—Sólo me falta un sitio para coordinarlo todo —le dijo—. Puedo recuperar mi mesa, ¿verdad?

—Lo que no sé es cómo no la estás usando desde el primer día —le respondió.

Entusiasmada, se dirigió a su ordenador, sacó una vieja libreta y empezó a pasar a limpio todo lo que llevaba escrita en ella. Media hora después, Gonzalo se asomó a echar un vistazo y se la encontró con la vista fija en la pantalla, como hipnotizada. Sonrió mientras se preguntaba qué estaría atravesando su cabeza, cuántas ideas estarían bullendo. Volvió a su despacho, pero no pudo concentrarse en nada de lo que tenía entre manos. Localizó a Nacho por la radio y quedó con él en la explanada del Cartagonova. Al salir, Carmela le interceptó radiante.

—Gonzalo, ¿habrá mucho problema con lo de los carteles? Es que había pensado en usar medios folios. Total, son los primeros carteles que se van a colgar en años y seguro que aunque sean pequeños, la gente se va a fijar en ellos.

—Usa todo lo que necesites —le respondió sonriente—, no escatimes en nada, que si algo es muy exagerado, ya se ocupará José Luis de poner el grito en el cielo para que todos lo oigamos, ¿de acuerdo?

—Vale, perfecto. ¡Y muchas gracias!

—No tienes que dármelas, en todo caso yo tendría que dártelas a ti por lo que has hecho y lo que vas a hacer, y te dejo, que me están esperando para inspeccionar el terreno para tu concierto.

—Ay, qué envidia, me encantaría ir con vosotros pero tengo mucho lío. Bueno, da recuerdos a Nacho.

—De tu parte, preciosa.

Salió por la puerta del edificio y se abrochó la vieja chaqueta de cuero que llevaba sobre el jersey. La noche anterior había vuelto a nevar un poco, y aunque ya se había derretido la mayor parte, aún quedaba algo de blancor por las aceras. Se encaminó al Cartagonova subiendo por la cuesta de San Diego, siguió por Carlos III y dobló por la Alameda de San Antón hasta llegar al puente que daba al estadio, a cuyos pies le estaba esperando Nacho. Se saludaron y cruzaron hasta la enorme explanada donde tantas veces se habían ofrecido conciertos en la otra vida.

—Bueno, jefe —dijo Nacho—, por terreno no será… ¿Cómo está tu prima?

—Emocionada, deseando que llegue el día.

—Apenas un mes… ¿Crees que bastará?

—Tiene que bastar. Ya es demasiado tiempo de margen el que estamos dando.

Pasaron las dos horas siguientes recorriendo la zona y comprobando la muralla de coches. Ciertos aspectos como el emplazamiento del escenario tendrían que verlo con Carmela, pero lo principal, que era la planificación de la seguridad, dio un gran avance. A las dos menos cuarto, Gonzalo se marchó a casa, comió y pasó gran parte de la tarde en el despacho. Cuando dieron las ocho, salió a dar una vuelta para despejarse. Llevaba más de veinte minutos disfrutando del paseo cuando reparó en que los carteles de Carmela ya estaban puestos.

—Bueno —dijo en voz baja—, la cosa se mueve.

Los días fueron pasando y la ciudad continuó con su ritmo de forma aparentemente normal, aunque, al igual que cuando la Semana Santa, el concierto de aniversario copaba todas las conversaciones.

—Es increíble —dijo una mañana Alejandro—, que da igual que sea religiosa o pagana, hay que ver cómo le gusta al ser humano una celebración.

Carmela, liada a más no poder, apenas aparecía por la oficina más que para hacer algo en el ordenador o recoger cosas e irse. Alejandro, que durante los preparativos de junio despotricó como quiso por lo poco que veía a su mujer, estaba tan contento de ver que había recuperado la alegría, que se deshacía en animarla y ofrecerle su apoyo, mientras por otro lado, los nuevos abuelitos de Irene estaban encantados porque podían disfrutar de la niña a todas horas.

El viernes treinta de agosto Gonzalo se despertó pasadas las once tras haberse acostado tarde hablando con Alejandro acerca de los estudios, tema que aunque era prioritario, pues apenas tenían docentes y los que habían ya eran muy mayores, siempre tropezaba con el mismo escollo: los estudiantes de medicina se habían apuntado todos voluntariamente y había muchos chicos e incluso personas mayores que se mostraban interesadas en recibir una educación… pero ¿qué hacer con los que no quisieran? Para los niños que habían nacido en Ciudad Humana como Irene, no iba a ser un problema, porque iba a ser obligatorio como sucedía en la otra vida, pero ¿se debía obligar también a los niños mayores a que empezaran? Como siempre, Gonzalo se posicionó en la obligatoriedad y Alejandro en dejarlo como voluntario. A las tres de la mañana se habían despedido relegando la discusión por enésima vez.

—Verás como no viene hoy a trabajar —le dijo entre bostezos al techo.

Se levantó con esfuerzo y se dio una buena ducha para despejarse. Bajo el agua helada repasó todo el ajetreo de los últimos días y volvió a sentir un pequeño dolor de cabeza atravesándole las sienes. Se frotó los ojos con fuerza hasta que desapareció y salió de la ducha.

—Necesito dormir más —le dijo a sus pies mientras apoyaba su cabeza en sus manos—. No descanso, no me dejáis descansar.

Se vistió y bajó a las oficinas, donde se quedó gratamente sorprendido al ver a Carmela en su mesa y rodeada por sus compañeros.

—Hola, Carmela —le dijo en voz alta mientras se dirigía a servirse un café—. Gracias por honrarnos con tu presencia. Si llego a saber que ibas a pasarte hubiera bajado antes.

—Muy buenos días, primo —le dijo de un excelente humor al verle—, y gracias a ti por dignarte a bajar tan temprano. Por cierto que mi marido no va a venir esta mañana, aunque por tu cara veo que no te sorprende, ¿verdad?

—Le entiendo, yo también estoy ya al límite —le respondió—. ¿Cómo va la cosa? Hace un montón que no me cuentas nada, desde que decidimos el emplazamiento del escenario.

—Es que creo que ha estado ocupada, jefe —intervino José Luis—, muy ocupada.

—Vaya, ¿qué sabéis vosotros que no sepa yo?

—Bastante, me temo —le respondió Carmela coreada por las risas de sus compañeros—. Quería enseñártelo el primero, pero no bajabas y esto es muy grande para esconderlo, así que lo he tenido que mostrar. Aquí tienes.

Señaló con la mano su mesa, en torno a la cual estaban todos, y Gonzalo se acercó por el camino que le abrieron los representantes. Ocupando casi la mitad de la superficie disponible, un enorme cartel en blanco y negro, rezaba:

Gonzalo se tomó su tiempo, leyendo el cartel una y otra vez. Un cosquilleo le recorrió la espalda mientras intentaba recordar cuál había sido el último concierto al que había asistido.

—Legacy of Denim —dijo mirando a Carmela—. ¿Me puedes explicar eso?

—No sé si estará mal, no lo creo —dijo Carmela emocionada—, pero la gran pasión de mi padre, después de su familia, siempre fue la música y quiero homenajearle. No hay nada malo en ello, ¿verdad?

He buscado a unos muchachos que tocaban muy bien y han ensayado muy duro bajo mi supervisión. Estoy deseando que los oigas, dan el nivel.

—¿Cantas tú? —le preguntó Gonzalo muy serio.

—No, por Dios, soy malísima. He encontrado a un chico que les hace justicia. ¿No te parece mal, verdad? —le preguntó con cierta preocupación.

Durante un minuto Gonzalo no pudo apartar la mirada de sus ojos que expresaban a partes iguales emoción y preocupación. Siempre había sido hermosa, y ese brillo no hacía sino acentuarlo. Hubo un momento extraño en el que todo quedó en silencio mientras ambos se sostenían la mirada, pero antes de poder hacer o decir nada se vieron interrumpidos por una visita inesperada.

—¿Pensabais que no iba a venir? —dijo la voz de Alejandro desde la puerta de las oficinas.

Sonriendo aunque con unas enormes bolsas grises bajo los ojos, abrazó por la espalda a su mujer mientras la besaba en la cabeza. Gonzalo se centró en pensar cuánto la quería Alejandro y como siempre le daba lo que necesitaba. Sonrió y por fin respondió a su prima.

—No sé que podría tener de malo —le dijo—. Los Denim eran muy buenos y nunca pude oírles en directo, así que esta es mi oportunidad. Sólo espero que los que has elegido para homenajearles cumplan.

Aliviada por la respuesta se giró para abrazar a Alejandro que la besó con suavidad en la frente.

—Seguro que te van a gustar, te lo prometo.

—Confío en tu opinión —le dijo—. Por cierto, ¿se ha apuntado ya mucha gente?

—No mucha, la verdad —respondió Carmela a la vez que le tendía un listado—. Tengo apenas media docena de personas que van a cantar canciones de la otra vida, dos chicas y un chico que quieren cantar temas propios, los Legacy y por último el grupo ése que se va moviendo por la ciudad, «el balcón de la viuda», de todas formas, he ampliado el plazo hasta el día diez.

—Bueno, algo es algo —dijo mientras ojeaba la lista—. Antonio Madrid, Fran Castellón… Parece un partido de fútbol… José Luis Villón, Fernando Cerrato… Aún quedan diez días, o sea que seguro que alguien más se anima.

—Eso espero. Bueno, os voy a dejar, que me voy a la fotocopiadora a pasar el nuevo cartel a tamaño folio y a pegarlo por toda la ciudad. Hasta luego.

Se giró para darle un beso a su marido y salió por la puerta a paso ligero, con una sonrisa radiante y su póster enrollado bajo el brazo. Al pasar junto a Gonzalo le guiñó el ojo y con los labios formó la palabra «gracias». Gonzalo le correspondió con un «de nada» y cada uno volvió a su puesto de trabajo y a sus quehaceres. Gonzalo entró a su despacho seguido por Alejandro.

—¿Vas a ver a Nacho hoy?

—Sí, esta tarde nos vamos a ver cómo va el montaje del escenario.

—Gonzalo, todo va a ir bien, ¿verdad?

—Claro que sí, descuida.

—¿No notas algo raro en el ambiente?

—Se avecinan cambios, y la ciudad lo nota y se agita.

—¿Tú crees que la gente nota esas cosas?

—No he dicho la gente, Álex. La ciudad.

La noche del viernes trece de septiembre, Gonzalo se hallaba sentado en su sillón frente a la chimenea encendida. Las reuniones con Nacho y todos los preparativos de la celebración le habían traído de cabeza y no terminaba de creerse que todo estuviera a punto de terminar. Había vuelto a sufrir dolores de cabeza casi a diario, provocados según Nicolás por la tensión que estaba sufriendo, y aunque había momentos en que le costaba hasta permanecer consciente, no quiso dejar nada sin su supervisión. Al día siguiente iba a ser el concierto y sólo podía pensar en que todo fuera según lo planeado. Lo repasó mentalmente todo por enésima vez y aprovechando una pequeña tregua en su cabeza, subió a su habitación y se durmió en segundos.

Estaba en el salón de su casa viendo dibujos cuando entró su padre vestido con el uniforme del trabajo y aspecto cansado. Con toda la energía de sus nueve años, Gonzalo se lanzó a sus brazos para que le levantara y poderle dar un beso. Le encantaba ese momento en el que Javier le llevaba en volandas al sofá mientras le preguntaba sobre cómo le había ido el día… Sin embargo, hoy había algo diferente. Javier lo dejó en su sitio y se sentó a su lado. Gonzalo le miró a los ojos.

—¿Qué te ocurre, hijo? —le preguntó—. ¿Por qué me has llamado?

Gonzalo inclinó la cabeza y miró al suelo un tanto avergonzado.

—No sé si lo estoy haciendo bien, papá.

—Nadie lo sabe, hijo mío. Nadie sabe nunca si su camino es el correcto, o si sus decisiones son las acertadas, pero lo importante es recorrer la dirección que hemos escogido sin desviarse de las creencias de cada uno.

—Papá, eso no me sirve de nada. Tengo mucho miedo de estar haciendo más mal que bien.

—Paseemos —le dijo levantándose a la vez que le extendía la mano.

Salieron del salón y entraron al depósito de cadáveres del Rosell donde les recibieron un centenar de mesas con cuerpos tapados. Javier se acercó a una y con la mano medio descompuesta descorrió la sábana revelando a su madre con el torso abierto en canal y sonriéndole.

—Hola cariño, cuánto tiempo —le dijo incorporándose sobre la camilla—, ¿cómo estás?

—Bien, mamá —respondió aturdido con la vista fija en sus tripas que se estaban desparramando—. Pero quizá deberías volver a tumbarte.

—Sí, Ruth —le dijo Javier con ternura—, túmbate y descansa, que ahora vengo a darte las buenas noches.

—Muy bien, cariño —le dijo a su marido—. Gonzalo, mi amor, cuídate mucho.

—Lo haré mamá —le respondió con un hilo de voz—. Te quiero…

Gonzalo se le quedó mirando mientras se tumbaba hasta quedar nuevamente inerte. Estaba tal y como la recordaba, con el agujero de bala en el centro de la frente y los signos de la zombificación apenas perceptibles gracias a la rápida anulación de Javier. La encontró hermosa. Le acarició la mejilla.

—Vamos, hijo mío —le susurró Javier apoyando la mano en su hombro—. Sigamos.

Le guio en silencio por la maraña de camillas metálicas hasta llegar a una situada justo en el centro de la sala. Gonzalo pudo notar cómo toda su carne se ponía de gallina.

—Sabes quién es, ¿verdad, hijo?

—Sí, papá, pero no quiero estar aquí. Vamos a otra camilla.

—Tú no decides, hijo. Lo siento.

—¿Podemos por lo menos volver luego?

Javier lo pensó durante un momento y finalmente asintió.

—Bueno, si es lo que quieres…

Gonzalo se giró agradecido para darle un beso pero se detuvo espantado: su ojo izquierdo, desprendido, reposaba sobre una pasta amarilla que salía de la cuenca ocular, sujeto tan sólo por el nervio óptico.

—Papá, tu ojo…

Javier lo cogió distraídamente y de un tirón lo arrancó de los filamentos que lo unían a su cerebro. A continuación, como si de una aceituna se tratase, se lo lanzó a la boca y lo masticó ruidosamente.

—Sigamos, Gonzalo, hay algo que necesitas ver.

Se giraron y abrieron la puerta que había a sus espaldas, donde el salón de sus tíos les esperaba. Era el cumpleaños de su prima Diana, y estaban todos allí. Sus padrinos con la homenajeada y su hermano Alberto, sus padres, los amigos del colegio… Hacía tanto que no veía a su prima que fue corriendo a abrazarla sin importarle que le faltara media cara, la cual estaba mordisqueando su hermanito. Saludó a sus tíos y les agradeció la invitación a la fiesta para después acercarse a los padres de Javier, Antonio José y María Dolores, los abuelos de los que tan poco había podido disfrutar. Los abrazó y besó con cariño evitando en todo momento las zonas con sangre y heridas expuestas mientras agradecía el hecho de que nada tuviera olor. Mientras, su padre, sentado junto a su madre, le miraba lleno de orgullo sin decir palabra. Durante lo que parecieron horas jugó alegremente con sus primos y los niños. Tenían catorce años y eran felices. Llamaron a la puerta a golpes. Antonio José se dirigió a abrir y Gonzalo recordó. Nada era correcto, él no tenía catorce cuando ocurrió, tenía veintipocos, creía. La vecina de enfrente, infectada, había atinado a salir de la casa y cuando su abuelo abrió, lo mató en segundos al seccionarle la carótida de un bocado. Nadie oyó nada por el escándalo que había. Cuando los dos zombis entraron al salón se encontraron con un montón de personas desprevenidas cuya única vía de escape estaba bloqueada por los monstruos. Sólo sobrevivieron a la matanza Gonzalo, Ruth, Javier…

—Y alguien más, hijo mío —le dijo al oído su padre—, pero hablaremos cuando estés dispuesto. Ahora, vamos a seguir.

Se levantaron de las butacas del cine donde se seguía proyectando la masacre en casa de su prima. Antes de salir se giró una última vez justo en el momento en que su primo Alberto mordía el rostro de Diana desgarrándolo y acabando con ella. Le lanzó un beso con dos dedos y salió cruzando las pesadas cortinas de tela hasta entrar a su habitación de niño. Atravesó con cuidado la jungla de juguetes desparramados y se sentó en su cama.

—Papá —le dijo mientras éste se sentaba sobre la cajonera que quedaba justo enfrente—, ¿por qué huimos del cumpleaños de la prima? ¿Por qué no nos quedamos a luchar?

—Lo sabes tan bien como yo, cariño. Casi todos estaban ya condenados antes de poder reaccionar, y para cuando retomamos el control de la situación, prácticamente sólo quedábamos nosotros y mi hermano.

—¿Y por qué no luchamos con el tito?

—Ya estaba herido y me rogó que os pusiera a salvo ya que no habíamos podido salvar a sus hijos.

—Los echo de menos. ¿Te acuerdas de cómo la llamaba? Era mi princesa. Y lo siguió siendo, hasta cuando llegó…

—¿Quieres que destape ya la sábana? —le preguntó agarrando una punta del cuadrado de tela que cubría el cuerpo sobre la camilla.

—No, no quiero que destapes nada, sé de sobra lo que hay, y no quiero verlo.

—A lo mejor te vendría bien verlo.

—¡No! Me niego a verlo, y lo único que quiero es tu consejo, no que me tortures. No voy a verlo y no hay más que hablar.

Se volvió a la puerta junto a la camilla y salió dando un portazo. Dejó que la brisa de la mañana le acariciara el pelo e intentó centrarse en las dudas que le perseguían. El portal del palacio se abrió a su espalda. Se giró y vio a su padre como directamente sacado de una pesadilla: la ropa destrozada y cubierta de sangre reseca. El hogar de los ojos que le miraban con tanto amor, convertido en madriguera de gusanos. La boca que tantos nombres había empleado para llamarle repleta de babosas que se metían entre los pocos dientes que se veían… No quedaba mucho del hombre que había sido, y no dejaba de repetirse que aquello no era justo.

—¿Otra vez lamentándote por mí? —le dijo con reproche—. Te dije que no lo hicieras. Yo me fui y quedaste tú, y no debes lamentarte del pasado, lo que debes hacer es evitar que se repita.

—Eso intento, papá —le respondió con la voz infantil y chillona de un niño enrabietado—. Eso intento, pero todo sale mal, todo son problemas. Y no sé si puedo. Es que es demasiado para cualquiera, papá… es demasiado.

Se le cortó la voz entre hipidos y Javier lo atrajo hacia sí para consolarlo. Cuando se calmó alzó la vista hasta su padre que señaló con la cabeza al parque que había junto a su antigua casa. Gonzalo asintió secándose los ojos y le agarró de la mano. Al llegar se montó en un columpio, y Javier le rodeó para empujarle. Ya desde la primera sacudida, un sentimiento de alegría le recorrió la espalda a Gonzalo.

—Papá, ¿tú a qué estabas dispuesto a llegar?

—No te entiendo, ratón, ¿a qué te refieres?

—¿Tú a qué estabas dispuesto a llegar por nosotros?

—¿Por protegeros?… A cualquier cosa.

—¿Hubieras… matado?

Una risa gutural surgió de la corrupta garganta de su padre. Ante lo desagradable del sonido, carraspeó un poco.

—Hijo mío, ya maté por protegeros.

—Papá, ¿el fin justifica los medios?

—Eso, hijo mío, no tiene una respuesta válida.

—No sé qué hacer, de verdad, tengo mucho miedo.

—Sí, eso ya lo sé —le dijo mientras empezaba a acelerar el ritmo de los empujones en el columpio—. Con todo lo que he hecho por convertirte en un hombre y eres un cobarde.

—Eso no es justo —le respondió ofendido—, tengo miedo porque quiero hacer las cosas bien.

—Pues toma tus propias decisiones y responsabilízate por tus actos.

—Papá, ya lo hago —dijo nervioso—. ¿Podrías empujar un poco menos, por favor?

—¿También te da miedo esto, cobarde?

—¡Papá, sólo tengo seis años y esto está subiendo muy alto! —empezó a chillar Gonzalo—. ¡Páralo, por favor!

—No lo voy a parar, y ahora me vas a escuchar. Un padre hace lo que haga falta por sus hijos, ¿entiendes? Lo que haga falta. Y sin dudas. Si lo que quieres es saber lo que tienes que hacer, pregúntate primero si tienes hijos y, segundo, qué es lo que harías por protegerlos.

El columpio iba a una velocidad cada vez más vertiginosa que le impedía llegar a discernir cuando estaba arriba y cuando abajo.

—¡Sé lo que tengo que hacer, papá! —gritó agobiado Gonzalo—. Para ya, por favor, ya lo he comprendido, de verdad.

—No puedo parar, hijo mío, porque aún eres un cobarde.

—No lo soy, papá, ya tengo el valor para seguir.

—No del todo. Aún hay algo a lo que temes enfrentarte.

Javier agarró el columpio cuando estaba en la parte más alta y lo detuvo en seco haciendo que Gonzalo saliera despedido mientras le decía unas últimas palabras. Notándose el corazón en la boca y sin poder hablar de puro miedo, fue cogiendo velocidad mientras se aproximaba hacia la camilla que le esperaba en mitad del parque. Su estómago se revolvió y su respiración se fue extinguiendo mientras la distancia se iba acortando. Quería llorar. Quería morir. La sábana se removió y una mano empezó a levantarla mostrando lo que temía. Se estrelló contra ella.

Despertó en el suelo, envuelto en sudor y con el pulso completamente disparado. Intentó enderezarse pero cayó de rodillas y vomitó sobre el suelo. Cuando su estómago se asentó se apoyó contra la pared intentando tranquilizarse. Así permaneció durante un minuto hasta que escuchó golpes y una voz que parecía venir del rellano. Incapaz de ir a comprobar nada, subió a la cama y cogió su walkie.

—Aquí Gonzalo —dijo con un hilo de voz—. ¿Quién está en mi puerta?

—¿Se encuentra bien, señor? —respondió una voz desde la puerta y desde el walkie—. Hemos oído un grito muy fuerte, ¿va todo bien?

—Sí, tranquilos —tragó saliva—, es sólo que he tenido la madre de todas las pesadillas.

—¿Seguro, señor?

—Completamente. Puedes bajar a tu puesto.

Gonzalo se quedó mirando el comunicador a la espera de respuesta. Cuando habían pasado cinco minutos, volvió a pulsar el botón de hablar.

—Sigues ahí, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Por qué no bajas de nuevo a la puerta?

—Si no le importa prefiero quedarme un poco más aquí.

—¿Puedo saber por qué?

—Me quedaría más tranquilo.

—¿Eras militar en la otra vida?

—Casi, señor. Era policía. ¿Cómo lo sabe?

—Demasiado formal para no serlo. ¿Cómo te llamas?

—Cien mil, señor.

—¿Cien mil? Vaya, te recuerdo. Hace poco que cumpliste tu primer aniversario en la ciudad, ¿no?

—Efectivamente, señ…

—Gonzalo, por favor. Señor no, Gonzalo. Y tendrás que disculparme, pero ¿cuál era tu verdadero nombre?

—Carlos, señor… perdón, Gonzalo.

—Muy bien, Carlos, pues hazme caso. Vete a tu puesto, si puedes túrnate con tu compañero para echar una cabezada porque todo está bien y prepárate para mañana, que va a ser un día irrepetible.

—¿Está seguro?

—Lo estoy. Baja.

—De acuerdo. Para cualquier cosa sólo tiene que usar el walkie y subiremos en segundos.

—Muy bien. Y, Carlos…

—¿Sí?

—Muchas gracias.

Aguzó el oído y escuchó los pasos que se alejaban y un poco de conversación proveniente de la entrada al palacio cuando el z-men se reunió con su compañero.

Algo más entero pero con el cuerpo dolorido, se dirigió a la cocina a beber agua y coger una fregona. Se sirvió un vaso y se sentó en la mesa donde empezó a beberla a sorbos.

Rompió a llorar.

Cuando se sintió capaz, volvió a su habitación e intentó limpiar el desastre que había formado, aunque no pudo hacer nada con el olor rancio que había quedado en el ambiente. Ante lo insoportable que resultaba, optó por coger su almohada y bajar a su despacho. Tumbado frente a la chimenea, en la que aún quedaba alguna brasa brillando, tuvo que asimilar que la suerte estaba echada.

El día siguiente iba a ser crucial en la historia de la ciudad, y él sólo podía sentarse y esperar que los acontecimientos de desarrollaran como debían. A pesar de lo desagradable del sueño, cuyos detalles ya empezaban a desvanecerse, lo cierto es que creía que había obtenido las respuestas que buscaba y necesitaba. Vencido por el agotamiento cerró sus ojos mientras en su cabeza aún resonaba lo último que su padre le había dicho en el sueño. Las mismas palabras que dijo antes de morir:

«Nunca olvides».