22/06/2041
A las diez de la mañana del sábado tocaron a la puerta de Alejandro, el cual abrió muerto de sueño. La visión de dos z-men le espabiló en el acto.
—Señor Martínez —dijo uno de ellos—. El señor Gutiérrez le espera con urgencia.
—Eras militar, ¿verdad? —le preguntó entre bostezos—. Lo digo por lo formal y lo educado…
—¿Perdón?
—No importa. Dile que voy enseguida.
Cerró la puerta, se vistió e intentó tomar algo de pan para desayunar pero sin mucho éxito. Que tras los sucesos de la noche anterior Gonzalo hubiera mandado a buscarle de urgencia no presagiaba nada bueno. Besó a Carmela que murmuró algo ininteligible.
—Voy a empezar la jornada, cariño —le dijo en voz baja al oído—, te quiero.
Esperó un momento por si había réplica pero no hubo suerte. Cuando la noche anterior llegaron a casa su mujer se había echado a llorar en sus brazos y tardó más de una hora en dormirse. El cansancio y la tensión la habían dejado totalmente fuera de juego. Lanzó otro beso a Irene y salió a la calle.
Quince minutos más tarde estaba entrando por la puerta del despacho de Gonzalo, donde se encontró a su amigo y a Nacho profundamente dormidos, uno en el sofá y el otro en su mesa.
—Gonzalo, Nacho —les dijo en voz alta—. Ya estoy aquí.
Los dos se despertaron al unísono sin decir nada, aunque las bolsas bajo los ojos enrojecidos eran suficientemente explicativas.
—Un momento —les dijo Alejandro—. ¿Cuándo os habéis acostado vosotros?
—Pues no sé. ¿Qué hora es? —le preguntó Gonzalo mirando su reloj—. Las once menos veinte. No está mal, hemos dormido casi cuatro horas.
—¿Os habéis pasado la noche en vela?
—Pues sí —dijo señalando un termo de café—. Hemos estado un tanto liados identificando a los T.
Nacho se dirigió a la mesa y cogió el termo. Vacío. Gruñó y se dejó caer pesadamente en su sillón. Alejandro se sentó en el otro, completando los tres vértices del triángulo.
—Y bueno —preguntó al ver que lo único que hacían Gonzalo y Nacho era mirarse con cara de cordero degollado—, ¿ha habido suerte?
—Sí y no… —respondió Gonzalo—, les hemos identificado pero no ha sido un resultado que podamos calificar como afortunado.
—Explícate —le pidió Alejandro—. Entonces les tenemos localizados y todo, ¿verdad? Podemos ir a por ellos, detenerlos y expulsarlos.
—No va a ser tan fácil —explicó Nacho—. Estuvimos la mayor parte de la noche repasando las fichas de la población, y tras dar dos pasadas cada uno, una con filtros por descripción y otra de todos los habitantes masculinos, no apareció ninguna coincidencia.
—Entonces a Nacho se le ocurrió la idea de rebuscar entre las fichas de los muertos —añadió Gonzalo—. Y tampoco hubo suerte.
—No lo entiendo. ¿Los habéis identificado o no? —preguntó Alejandro.
—Desde que Isidoro colabora con Agustín, se ha añadido otra carpeta de fichas de nombre SN —explicó Nacho.
—Que creemos que significa Sin Noticias o Sin Novedades, o algo así; no hemos podido confirmarlo porque no hemos hablado con él, pero da igual, allí encontramos a nuestro hombre.
Gonzalo giró la pantalla del portátil encarándolo hacia Alejandro. En ella, a tamaño reducido para que cupieran bien, tres fichas con sus respectivas fotos. Dos de las caras las reconoció porque las había visto antes de que los z-men retirasen los cuerpos, la tercera, que no había visto nunca, imaginó que era la del que había escapado de Gonzalo.
—Bueno —dijo tras estudiar detenidamente los rostros—, no me suenan de nada en absoluto. ¿Quiénes se supone que son?
Gonzalo miró nuevamente a Nacho, que asintió. Tragó saliva y dijo una sola palabra.
—Thanos.
—¿Qué coño es Thanos? —preguntó Alejandro.
—Yo no conocía la historia completa hasta esta misma noche, en que Gonzalo me la ha relatado —le explicó Nacho.
—Cuando derribé al que estaba persiguiendo vi que tenía una cicatriz que me era familiar. Una vez encontrada la ficha, recordé toda la historia. Juan Miguel Eimer, responsable de unificar a los Thanos.
—Deja de repetir ese nombre y explícame qué significa —le insistió Alejandro, impaciente—. ¿Quiénes son?
—Eso intento —continuó Gonzalo—. El nombre «Thanos» proviene de un personaje de cómic cuyo leitmotiv era que estaba enamorado de la muerte. Fueron los Freak Bros los que empezaron a llamar así a los que mantenían a sus familiares zombificados en sus casas para evitar que se les anulara. Los Thanos, los amantes de la muerte.
—¿Eso pasaba de verdad? —preguntó sorprendido Alejandro—. ¿No es un poco enfermizo?
—Hace años era muy común —le respondió Gonzalo—, y en el cien por cien de los casos el asunto terminaba con un brote de zombis.
—En la actualidad también hemos tenido algunos casos —le recordó Nacho—, lo que pasa es que son muy pocos, aislados, y además procuramos que pasen lo más desapercibidos posible.
—Sí, ahora que lo decís sí que me acuerdo. Como ese pobre desgraciado que tenía a su mujer y a su hijo muertos encadenados a dos sillones y por las noches se tiraba horas hablando con ellos.
—Muchos nunca asumieron que no había una cura para la plaga, ni forma humana de revertir el proceso —continuó Gonzalo—, pero no querían rendirse a la evidencia. Hace diez años, nuestro hombre, Juan Miguel Eimer, fue más allá, exigiendo que se reabrieran las investigaciones para intentar encontrar una solución. Todas sus peticiones y sugerencias cayeron en saco roto pero su insistencia tuvo dos consecuencias: por un lado, que todos los Thanos se fijaron en él y acudieron en su busca para hacer un frente común, y por el otro, colocó a Eimer en el punto de mira de mi padre, quien tenía muy claro que alguien tan entregado a ese objetivo no lo hacía por prevenir, sino que ya tenía algo en descomposición.
—¿Y qué hizo tu padre? —preguntó Alejandro—, ¿los detuvo?
—No era tan fácil. Estuvo vigilándolo durante semanas hasta que observó aumentar el número de amistades de Eimer de una forma exagerada. Preocupado por una posible concentración de zombis en plena ciudad, una mañana salieron a buscarle para asegurarse de que no estaba ocurriendo nada malo. Entraron en la casa y encontraron en una habitación un juego de grilletes anclado en la pared. Además, todo el piso apestaba a zombi. Esperaron durante horas pero no regresó.
—¿Qué pasó? ¿Se fue y ha vuelto ahora?
—Has hecho la misma pregunta que Nacho, pero hay algo más. Un par de semanas después de la desaparición, un z-men que libraba le localizó en el Paseo Alfonso XIII y le siguió hasta un antiguo colegio al que accedió por un hueco practicado en la verja. Siguió un rato vigilando por si salía, y vio entrar a un matrimonio de mediana edad y a un hombre joven con aspecto desaliñado. Volvió a la antigua central y dio el aviso. En cuanto mi padre fue informado, salió con un grupo de z-men y entraron a saco a zanjar el asunto. La mayor parte de los Thanos se rindieron fácilmente, pero unos pocos, con Juan Miguel a la cabeza, decidieron presentar batalla. Intentaron dialogar; sé que mi padre habló con él para intentar hacerle ver que lo que estaban haciendo era una locura, pero todo acabó en el gimnasio del colegio, donde guardaban a los reanimados. Juan Miguel, lejos de escuchar, le embistió como un toro, navaja en ristre, con la intención de matarlo. Mi padre le derribó sin problemas, y al caer se rajó gran parte de la cara con su propio cuchillo. Aturdido por la herida y el golpe sólo pudo suplicar que no los matara… Pese a todo, mi padre no pudo evitar sentir lástima por él. Tras pedirle disculpas, sé que de corazón, hizo lo que tenía que hacer y fueron anulando uno a uno a los zombis que se encontraban encadenados a las paredes del edificio. Acabaron con más de dos docenas de zombis.
—¿Y que pasó con esos Thanos?
—Hubo mucha controversia con lo que se debía hacer con ellos. Lo que habían hecho ponía claramente en peligro a la población, pero cuando pasó todo esto, el tema de los castigos estaba todavía sin definir. Además, había un fuerte sentimiento de compasión por los involucrados en el asunto, después de todo, no eran auténticos criminales, sólo gente que había perdido a sus familias y no sabían aceptarlo.
—Pues si antes no eran criminales, ahora podemos certificar que sí que lo son. ¿Cómo acabó la cosa?
—Pues les quitaron la decisión. Al día siguiente de la refriega, mi padre estaba en casa cuando fueron a buscarle para comunicarle que un grupo de gente deseaba dejar la ciudad. Irene y yo le acompañamos y ahí fue la primera vez que vi esa cicatriz, aunque claro, entonces era una herida fresca. Mi padre les pidió que reflexionaran, que se quedaran en la ciudad porque fuera de seguro iban a morir, pero fue en vano. Por más que quisiéramos hacerles ver que lo que habían estado haciendo era una locura, su decisión estaba tomada, no podían vivir en una ciudad donde se asesinaba indiscriminadamente.
—«Ciudad Asesina» —dijo Nacho.
—Efectivamente —le dijo Gonzalo—, pero era algo demasiado vago para haberlo relacionado. El caso es que se marcharon por decisión propia. Y ahí creímos que había terminado todo.
—Pues es evidente que no, que aún les quedaba mucho por decir. ¿Y cómo pudieron volver a la ciudad sin que nadie diera la voz de alarma y vagar a sus anchas?
—Muy simple —le dijo Nacho—. Sabes que cada vez que una persona es expulsada se le saca una foto con la fecha de expulsión y la duración del exilio, de tal forma que no puedan acceder hasta que no hayan cumplido el castigo impuesto.
—Exacto, entonces, ¿cómo pudieron acceder antes?
—Porque no fueron expulsados, se marcharon voluntariamente, luego no quedó foto ni nada que advirtiera de lo que habían hecho.
—Como ya he dicho —volvió a intervenir Gonzalo—, antes éramos algo más compasivos y aún no teníamos muy claro cómo reaccionar ante estos casos.
—O sea, que han podido entrar cuando hayan querido por la puerta principal.
—Efectivamente, y no tienen más que haberse escaqueado al llegar y no haber pasado por el censo para que no nos hayamos enterado de que están aquí.
—¿Cuánta gente abandonó la ciudad aquel día?
—Unos veinte adultos y cinco o seis niños. Muchos de ellos tienen su ficha en la carpeta SN —dijo Gonzalo—, incluyendo a esta chica.
Alejandro fijó de nuevo su atención en el monitor, y miró la foto que Gonzalo le señalaba. Junto a la imagen de Eimer, una chica morena y de agradable sonrisa miraba a la cámara. A la altura del pecho se distinguía la cabeza pelada de un bebe.
—¿Es ella? —le preguntó mirándole a los ojos.
—Sí —le respondió—. Cuando miré la foto me vino todo a la memoria. Me dijo que su nombre era Mireia.
—¿Y esa chica tan joven se unió a los Thanos?
—Según su ficha, ese bebé que sostiene es su hijo Miguel. Tenía dos meses cuando entraron a la ciudad. Murió con sólo cuatro.
—Dios, qué horror —dijo estremeciéndose—. ¿Y no me estarás diciendo que…?
—Según lo que contaron, por el escote pudieron observar que llevaba los pechos llenos de tiritas y marcas como de pinchazos.
—No me jodas…
—Lo que parece ser —explicó Nacho—, es que cuando creía que su retoño tenía hambre, como no bebía leche, se cortaba y le daba su sangre.
—Dios mío —dijo Alejandro incrédulo—. Eso es horrible, ¿cómo pudo condenar a su hijo a una existencia de mierda como zombi? Es algo enfermizo.
—No hables tan alto —le dijo Gonzalo—, que a Dios gracias tú no sabes cómo reaccionarías si a Irene o a Carmela les pasara algo. Lo que está claro es que ha existido una descoordinación respecto a los datos intolerable. Y es un tema que hay que tratar a fondo con Agustín e Isidoro.
—Lo que tampoco se puede tolerar es esa facilidad para entrar a la ciudad, ¿no? —preguntó Alejandro.
—Eso se solucionó hace ya casi dos años —dijo Nacho—. Al poco de ponerme al cargo de la seguridad, ya establecí que todo aquel que entrara a Ciudad Humana pasara con un protocolo en el que estuviera controlado en todo momento hasta que quedaran inscritos en el censo.
—De lo que hemos deducido que llevan aquí como mínimo más de dos años, pues de otra forma, se les hubiera vuelto a censar y durante las comprobaciones mensuales, yo les hubiera identificado casi seguro.
—Entonces, respecto a Verficha y Vera…
—No tienen ficha duplicada —le explicó Nacho—. Creemos que se unieron al grupo de Eimer más tarde.
—Así que ya sabemos quiénes son los T.
—Sí —dijo Gonzalo—, ya les hemos puesto cara y nombres.
—Ahora —dijo Nacho— voy a repartir fotos de todos los que Gonzalo ha identificado en la carpeta y voy a hacer que todos los z-men las memoricen como si fueran las fotos de sus madres. Después de eso, sólo nos quedará averiguar dónde se esconden ahora.
—Eso sí, no hay que olvidar una cosa primordial —remarcó Gonzalo—. No hay persona más peligrosa que aquella que no tiene nada que perder, como muy bien dijo sir Conroy, y aunque ya os han dejado claro de lo que son capaces, estoy seguro de que podrían llegar a límites que ni imaginamos.
—Han conservado a nuestros amigos durante meses para lanzárnoslos zombificados —dijo con desgana Alejandro—, así que creo que me empiezo a hacer una idea de hasta dónde están dispuestos a llegar… la leche, parece sacado de Stephen King…
—No —le respondió Gonzalo—, para que fuera una novela de King tendría que morir un perro, y desgraciadamente hace mucho que se extinguieron.
—Sea como sea, hay que localizarlos y aplastarles como a insectos —sentenció Nacho.
—Por descontado —corroboró Alejandro—. Hay que atraparlos y que respondan por lo que han hecho.
—Y hay otra cosa importante que deberíamos tratar —dijo Gonzalo.
—¿El qué? —le preguntó Alejandro.
—Quería montar algo por el aniversario de la ciudad y no sé qué hacer.
El ruido de la taza de Nacho al caer al suelo les hizo desviar su mirada hacia él. Se le veía pálido y con los ojos abiertos de par en par.
—¿Ocurre algo, Nacho? —preguntó Alejandro—. ¿Estás bien?
—No, nada —le respondió—. Es sólo que… no hemos dormido mucho y…
—Como os iba diciendo… —les interrumpió Gonzalo— que tras los sucesos de la procesión no sé si hacer algo o suspender todo aquello que pueda reunir a mucha gente hasta que no acabemos con ellos.
—No lo entiendo —dijo Alejandro confuso—. Me parece que hemos llegado a mitad de la película, pero si lo estoy entendiendo como creo, te vas a dejar influir por el miedo a esos asesinos. Eso es lo que intentaban los terroristas en la otra vida, y no podemos consentir que se vuelva a repetir esa situación.
—Eso mismo creo yo —dijo Nacho efusivamente—, atiende a razones. Hay que mostrar que no tenemos miedo. Eso es lo más básico a la hora de negociar con terroristas.
—Puede ser, pero la gente confía en mí y cuenta conmigo para que les proteja.
—¿Por qué no le preguntas su opinión a la gente? —sugirió Alejandro—. Pregunta a los ciudadanos si están dispuestos a correr el riesgo.
—Lo último que voy a hacer es convocar otras elecciones para la tontería del aniversario —dijo Gonzalo—. Mi prioridad es la seguridad de la gente y nada más. Aún no tengo nada decidido, de hecho ni siquiera había hablado con Carmela todavía.
—Gonzalo, tu prima tenía ya pensadas varias cosas para el aniversario y estaba esperando a que pasara la procesión para decírtelas. Va a hacerle mucho daño que le quites esto. Tú no tienes la culpa de lo que pasó ayer. Ni mucho menos mi mujer. Los únicos culpables son los Thanos.
—Pero son mi responsabilidad. No tengo nada decidido, repito. Pero ahora mismo eso es lo que pienso.
—Gonzalo —le dijo—, si es tu decisión, la acataré y defenderé hasta el final, pero insisto en que deberías replantearte lo que estás diciendo, ¿de acuerdo? Ahora me voy marchar porque quiero ver cómo se encuentra Carmela que ha dormido fatal. Si cambias de idea dímelo cuanto antes, ¿vale?
—Otra vez: no tengo una idea decidida —le respondió impaciente—, pero si lo hiciera iría en persona a decírtelo, descuida.
Alejandro se despidió de Nacho y cerró la puerta tras de sí. Tan pronto dejaron de escucharse sus pasos, Nacho se levantó con el rostro encendido y golpeó la mesa de Gonzalo.
—¡¿Pero qué cojones estabas haciendo?! —le gritó—. ¿De verdad crees que hubieras podido hablar del tema tan tranquilamente con él? Eso lo hubiera estropeado todo, ¡mierda puta!
—Necesitaba conocer su opinión sobre qué hacer —le respondió ignorando su arranque—. Y mira tú por dónde, por una vez parece que podéis hacer frente unido contra mí. Un hecho totalmente inesperado, francamente.
—¿Es que te vas a rajar? Parece que no quieres seguir con lo que hablamos, y te juro por mi puta madre que no lo entiendo. ¿Es que ahora tienes miedo?
—Sí, tengo miedo. Tengo miedo a que no salga como esperamos, a las variables, a que no podamos cumplir con los plazos.
—¿Y si te dijera que a lo mejor tengo la solución para que podamos actuar con seguridad?
—¿Hay algo que tú sepas y que yo no? —preguntó a Nacho con suspicacia—. ¿Hay algo que no me hayas contado?
—Puede ser, pero lo que tengo claro es que no te voy a contar nada de momento. Tendrás que confiar en mí y hacerme un favor: centrarte en el bien de la mayoría y entender que si yo estoy dispuesto a darlo todo por la ciudad es en gran parte por ti. Así que no me jodas y te eches para atrás. No podemos olvidar todo lo que está destruyendo esta ciudad.
Sin mediar más palabras recogió su sombrero del suelo junto al sillón donde se había quedado dormido y se marchó dando un portazo.
Gonzalo se levantó diez minutos más tarde y salió del despacho. Usando la llave de su cuello accedió a la escalera de caracol y pasó de largo por la puerta de su piso hasta llegar al torreón.
—Menos mal que yo no me permito olvidar —le dijo a la puerta cerrada.
Abrió y se deslizó al interior. Una hora después entraba en su cama con los ojos llorosos y mortalmente cansado.
Durante las semanas siguientes el tema favorito de conversación fue la procesión. Por un lado todos alababan el maravilloso trabajo que Carmela y los suyos habían realizado. Por el otro pasaban de puntillas por el atentado derivando todas las conversaciones en lo mismo: Ciudad Humana quería las cabezas de esos asesinos en una pica.
Si la intención de los Thanos había sido reafirmar el miedo, habían fallado miserablemente. Lo que habían conseguido era convertirlo en un odio tan intenso que era difícil creer que cualquiera de ellos pisara la calle en una temporada y más sabiendo que Gonzalo había visto la cara de Eimer y podía haber atado cabos.
Fueron pasando los días y el invierno trajo consigo una inestabilidad importante en el clima, alternando lluvias muy intensas que duraban días con nevadas intermitentes, lo que saturó el sobreexplotado alcantarillado de la ciudad. Arturo y sus hombres tuvieron que afrontar jornadas de doce y catorce horas. Coincidiendo con eso y debido a que muchos z-men tuvieron que ser asignados para ayudar en las reparaciones, varios almacenes fueron asaltados aprovechando la disminución de la vigilancia.
—Han desaparecido conservas para meses, ropa, útiles de aseo, de todo… —les explicó José Luis muy abatido—. Y no han sido nada cuidadosos, han entrado arrasando y han cargado con todo lo que han podido.
Ese saqueo a las reservas de la ciudad ensombreció más todavía el ánimo de Gonzalo, que aunque quería pensar que habían sido los Thanos preparándose para esconderse, no podía descartar cualquier otra explicación.
A instancias de Gonzalo, Agustín e Isidoro activaron oficialmente la carpeta SN como tercera base de datos, integrándose en ella los ciudadanos de los cuales no se tuviera noticias tras dos semanas sin responder al 1-5 ni aparecer zombificados. Nacho mientras tanto se ocupó de modificar una de las plantillas del censo para crear un archivo informatizado de los criminales de Ciudad Humana, así como de las expulsiones que se realizaban.
El veintiséis de junio se dio por aprobada oficialmente la primera promoción de médicos y cirujanos de Ciudad Humana en un emotivo acto dedicado a la memoria de José Montellano y Rose Marble, que culminó cuando Gonzalo y Nicolás repartieron los títulos a los graduados. Le tocó a Gonzalo entregárselo a Paco Sacristán que había ido acompañado de Guillermo y «Jack Skellington». Aunque se le vio bastante nervioso al descubrir de manos de quién lo iba a recibir, Gonzalo le felicitó sinceramente y al final el recién graduado también sonrió más relajado.
Julio pasó sin pena ni gloria, aunque en la última semana el tiempo empezó a nivelarse un poco, y cuando entró agosto, y con él la primavera, el sol volvió a lucir, y las zonas verdes volvieron a cubrirse de colores brillantes que alegraron el rostro de la ciudad.
La noche del martes seis de agosto, Nacho llamó al timbre de Gonzalo a las nueve para hablar con él urgentemente.
El sábado diez de agosto, a las diez de la mañana, Gonzalo se presentó en la casa de Alejandro y Carmela para que le invitaran a desayunar. Una vez hubieron terminado, Alejandro le preguntó a qué debían su visita. Gonzalo le recordó su promesa de que si cambiaba de idea respecto al aniversario de la ciudad iría a su casa en persona para decírselo. Y así lo hizo.