CAPÍTULO XIV

26/04/2041

La idea de reinstaurar la Semana Santa fue acogida con alegría e ilusión por todos los representantes y Carmela por su parte se sintió muy orgullosa de la elección, comprometiéndose a hacer cuanto estuviera en su mano porque todo saliera perfecto. Sin perder el tiempo, escarbó junto a José Luis y Pilar en todos los almacenes que encontraron para averiguar la ubicación de cuantos tronos y figuras pudieran hallar. Desgraciadamente, semanas de trabajo sólo les permitieron localizar un total de tres tallas que ya eran viejas antes de que los muertos se alzaran.

La nueva representante no pudo evitar sentirse un poco hundida por encontrar ese primer escollo nada más comenzar, pero por una vez la fortuna se puso de parte de la ciudad y la solución vino sola. La mañana del veintiséis de abril, estaba leyendo unos libros que Isidoro le había dejado acerca del tema cuando un grupo de ancianos subieron a la primera planta y preguntaron por ella. Reconoció a Alberto, del refugio del paseo, el cual le presentó a sus amigos Santiago y Gregorio. Sin mediar apenas unas palabras, Alberto depositó con cuidado una vieja bolsa de cuero sobre la mesa de Carmela y le pidió que la abriera. Intrigada lo hizo y descubrió en su interior un enorme montón de llaves de todas las formas y tamaños. Sin saber qué pensar, interrogó con la mirada a Alberto.

—Son las llaves de los almacenes donde se conserva todo lo relacionado con la Semana Santa de Cartagena.

Con los ojos como platos, Carmela le pidió que le explicara eso con más detalle. El anciano asintió y le contó cómo cuando veinte años atrás se canceló la Semana Santa, los presidentes de los tercios y cofradías le entregaron todas las llaves de los almacenes al por entonces hermano mayor, que no era otro que él mismo. Éste, junto a los mismos amigos que ahora le rodeaban, se había ocupado todos estos años de preservar el patrimonio de esta celebración antaño reconocida a nivel internacional. Cuando unos días atrás oyeron rumores sobre el trabajo de Carmela para recuperarla, decidieron ayudarla ofreciéndole todo lo que necesitara.

Carmela tardó unos minutos en asimilar lo importante de la noticia, y, emocionada, abrazó y besó en la mejilla a sus tres salvadores. Les agradeció de corazón lo que estaban haciendo y les pidió por favor que se unieran a ella y volcaran sus conocimientos en la tarea de crear una Semana Santa para la ciudad.

Aunque al principio rechazaron con timidez involucrarse alegando que ya estaban muy mayores, sólo hizo falta insistirles un poco para que se subieran al carro. La primera decisión que tomaron como comité fue hacerlo público, porque si sólo con los rumores ya se había conseguido dar ese gran paso, si el proyecto estuviera en boca de todos, qué no podrían conseguir.

Al día siguiente y usando el periódico como plataforma, se comunicó la noticia a la ciudad entera pidiendo la colaboración de todo aquel que estuviera interesado, pudiendo apuntarse en unas listas disponibles en el palacio de Aguirre. Cuando Carmela llegó al trabajo el lunes siguiente, había casi quinientos voluntarios apuntados, que para el jueves eran más de mil, ante lo que decidieron cortar las listas. Así, el sábado cuatro de mayo el periódico avisó del final del plazo de inscripción, y comunicó que el lunes día tres se colgarían en la fachada de la antigua Iglesia de Santa María las listas de voluntarios, indicándoles los destinos y horarios que se les habían asignado.

El martes día siete, almacenes, acuartelamientos militares e iglesias de la ciudad fueron objeto de una actividad que no habían visto en décadas. Hachotes, palabras, túnicas y trajes de capirote, todo cuanto era susceptible de ser transportado con facilidad fue almacenado en la Iglesia de Santa María, designada tanto por infraestructuras como por la tradición para ser el centro neurálgico de todo el proyecto.

Dos semanas después de empezar el voluntariado, el botín se sometió a un riguroso proceso de revisión en el cual una gran parte de lo encontrado fue desechado por estar en un estado demasiado ruinoso. En un par de días, todo aquel objeto con posibilidades de ser utilizado ya estaba guardado y catalogado, tras lo que Carmela decidió pasar al que seguramente iba a ser el punto más importante: la elección de los pasos que saldrían.

La mañana del miércoles veintidós, Carmela y su comité de expertos se reunieron en la iglesia a puerta cerrada y uno por uno fueron repasando las obras y su estado de conservación. Todo el tiempo que pasaba con ellos le resultaba sumamente agradable y mucho más aleccionador que cualquiera de los libros que pudiera haber leído ya que la mayoría de las historias y datos que le transmitían, ellos los conocían de primera mano. Además estaba el hecho de que cada vez que hablaban, Irene se quedaba profundamente dormida.

—Quizá debería agenciarme una grabadora de esas a pilas —bromeó una noche con Alejandro—, así cuando le cueste dormir, le pongo un ratito de anécdotas de Santiago y a dormir como un angelito.

El día veinticuatro de mayo, ya tenían la relación de tronos que iban a estar en disposición de recorrer la ciudad. Eran sólo una docena, y aunque se estuvo sopesando si realizar varias procesiones, al final se decidió que era una selección muy apropiada para salir unida, quedando el orden de la siguiente manera: La Anunciación, La Última Cena, La Oración del Huerto, El Prendimiento, La Agonía, La Lanzada, El Santo Sepulcro, La Resurrección, Santiago, San Pedro, San Juan, y como colofón, se repetiría un acto que cincuenta años atrás emocionó a toda una ciudad: la Virgen de la Caridad, antigua patrona de Cartagena, volvería a recorrer sus calles portada a hombros por todo aquel ciudadano que quisiera ayudar.

Durante la selección de los llamados penitentes se decidió darle prioridad a todos aquellos que habían sido voluntarios durante los preparativos, y así, el día veintisiete, y tras una agotadora jornada de trece horas, los trajes estaban repartidos, los tercios formados y se había elegido a un encargado por cada paso para que los representara.

La mañana del veintinueve, y tras haberse tomado un día de descanso, Carmela y el comité de expertos se reunieron con los encargados para zanjar dos asuntos que estaban pendientes: la formación de la cofradía y la programación de eventos. En la otra vida habían coexistido varias cofradías que rivalizaban en su intención de encumbrar la Semana Santa cartagenera hasta el lugar que se merecía, pero ahí estaba el único punto que a ella no le gustaba. Carmela no quería que ese sentimiento apareciera a ninguno de los niveles. No quería nada de rivalidad, sólo unidad, por lo que propuso que sólo existiera una. Los doce tercios votaron a favor.

Para el siguiente punto a tratar se barajaron varias fechas, decidiéndose finalmente el viernes veintiuno de junio, a las siete de la tarde, como día y hora para celebrar la procesión, estimándose la duración del recorrido entre cinco y seis horas.

Por último, justo antes de despedirse, Carmela reclamó nuevamente la atención de cuantos allí se encontraban y sacó un tercer punto que no estaba en la orden del día: volver a traer la figura del hermano mayor, para lo que propuso a Alberto. Nuevamente la aprobación fue unánime y en este caso apoyada por aplausos. Alberto aceptó el puesto embargado por la emoción.

Se despidieron y Carmela llegó pronto a casa por primera vez en días. Pasó el resto de la jornada descansando y se acostó en cuanto Irene se durmió. Quería estar lo más descansada posible para el siguiente paso.

El viernes treinta y uno de mayo, una sonriente Carmela acompañada de Alberto, que sostenía a Irene en brazos, le entregó a Gonzalo toda la documentación referente a su proyecto. Éste les invitó a sentarse y empezó a hojear el dossier. Estuvo veinte minutos enfrascado en la lectura, deteniéndose para leer más cuidadosamente algunas partes y rozando por encima otras. Sus interlocutores guardaban un silencio absoluto sólo roto por Irene que no dejaba de emitir gorgoritos mientras intentaba comerse su vestido. Gonzalo cerró la carpeta y se quedó mirándoles con rostro serio.

—Alberto, si no me equivoco tú conociste a nuestros abuelos, ¿no es cierto?

—Efectivamente. Dos grandes personas que por desgracia no tuve ocasión de tratar con mayor profundidad.

—Y ambos eran procesionistas, ¿verdad?

—Desde críos, sí señor. Cuando el abuelo de Carmela se fué a Madrid, estuvo muchos años regresando para salir con su tercio de toda la vida, hasta que sus obligaciones allí no le dejaron otra opción que retirarse por no poder cumplir. Sin embargo, sé que nunca le perdió la pista a nuestra más querida festividad.

—Y una última pregunta —le dijo mirando finalmente a Carmela—, si mi abuelo y su abuelo estuvieran aquí ahora y les preguntáramos acerca del trabajo que habéis estado haciendo, ¿qué dirían?

—Pues mira —respondió sonriendo al darse cuenta de a dónde quería llegar—, estoy seguro de que a mí me felicitarían y se alegrarían en el alma por lo que estamos haciendo…

—¿Y qué crees que dirían de Carmela? —preguntó mientras observaba cómo los ojos de su prima empezaban a humedecerse.

—De Carmela sé que le dirían lo orgullosos que están de que su nieta y sobrina nieta haya hecho un trabajo tan increíble para lograr su objetivo.

—Como habrás imaginado, Carmela —le dijo con dulzura—, he estado al tanto de todos los pasos que has dado, de cómo lo has llevado todo, y me has sorprendido muy gratamente. Yo, por ejemplo, no hubiera liberado tan pronto la noticia, pero visto como te han ido las cosas, no haberlo hecho hubiera sido un gran error, porque seguro que lo hubiera retrasado todo y hubiera supuesto más trabajo para nosotros. Al pedir voluntarios, lo has convertido realmente en un evento de los ciudadanos, por y para ellos. Les has sabido entregar la fiesta y hacerla suya. Felicidades y gracias. A los dos.

Se levantó sonriendo y rodeó la mesa para abrazar a Carmela, que le respondió con efusividad secándose las lágrimas en su hombro. Cuando se serenó un poco, se separaron y repitió el abrazo con Alberto, que sujetaba a Irene.

—¿La fecha elegida es…? —preguntó Gonzalo.

—El veintiuno de junio —respondieron los dos a la vez.

—Me parece perfecto, el otoño termina y con él las lluvias, lo único que nos puede pasar es que nieve… En fin, ¿hay alguna cosa que necesitéis?, ¿más vehículos?, ¿gente?

—No, gracias —respondió Carmela—. De verdad. Ya tan sólo falta ver el tema de los adornos, los ensayos y listo.

—Casi nada —dejó caer Alberto mientras le hacía carantoñas a Irene.

—Bueno, sea como sea, estoy seguro de que lo haréis perfecto, como hasta ahora. Si necesitáis lo más mínimo, sólo tenéis que decirlo. Hoy por hoy, vuestra labor es prioritaria. Una cosa, Carmela, si ves a tu honorable esposo, dile por favor que se pase por aquí cuanto antes.

—¿No ha venido esta mañana?

—No, está muy liado con una excursión que se va a hacer al centro comercial del polígono.

—¿Y eso? —preguntó extrañada—. Bueno, vosotros sabréis. Yo se lo digo.

Se despidieron y Gonzalo quedó solo en el despacho con la documentación. Tras llevar un rato inspeccionándola con más detenimiento, decidió hacer una fotocopia de todo para trabajar sobre ella y guardar los originales. Una vez más, José Luis le hubiera regañado por el papel, pero lo consideraba necesario para lo hablado con Nacho.

Gonzalo levantó la vista sobresaltado de los mapas del recorrido de la procesión cuando Alejandro llamó a la puerta para avisarle de su llegada.

—Toc, toc —saludó—. ¿Llego en mal momento, Gonzalo? Es que Carmela me ha dicho que querías verme, y como tenía que pasar cerca…

—Sí, claro, pasa —Gonzalo miró su reloj y quedó sorprendido al ver que ya hacía más de dos horas que su prima y Alberto se habían marchado—. Siéntate, anda.

—¿Qué querías?

—Preguntarte sobre lo de Carmela, ver qué opinas…

—Es feliz, eso es lo que opino.

—Me alegro, de verdad…

—Era feliz con Irene, y con la vida que hemos forjado en común, muy feliz. Pero tu idea de la Semana Santa y el hecho de que se lo hayas confiado a ella hace que se sienta más útil que nunca en su vida… además, le has dado en la fibra sensible, ¿sabías que su abuelo era procesionista de pro de la Semana Santa cartagenera?

—Sí, mi abuelo salía con el suyo en el mismo tercio.

—Ay, amigo, que lo sabías. Y supongo que algo le habrás dicho del tema… por eso ha venido tan emocionada. La verdad es que tengo que agradecerte lo que has hecho por ella, y más después de lo que pasó entre vosotros.

—¿Lo que pasó entre nosotros? —preguntó alarmado Gonzalo—. ¿A qué te refieres?

—No me chupo el dedo, amigo mío. Aquel día que viniste a casa y te fuiste luego de caza con Nacho, ¿recuerdas? Los dos me suavizasteis la historia, pero sé que tuvisteis una bronca y gorda por mí, y la verdad, me alegra comprobar que lo habéis dejado atrás.

—Ah, sí. Eso —respondió muy aliviado Gonzalo—. Vaya, creía que no te habías fijado… Bueno, sabes que no le puedo guardar rencor a Carmela. Irene y ella son mis únicas parientes vivas, y la ratoncita es muy pequeña para enfadarse con ella.

—Y tanto. Además, si te metes con ella, corres el riesgo de sufrir la ira de sus nuevos abuelitos.

—¿Sus nuevos abuelitos? —preguntó sonriente—. Imagino que uno de ellos será Alberto, que ya he visto cómo la quiere, pero ¿quiénes son los demás?

—Te explico: resulta que tanto él como Lupe, su mujer, y el otro matrimonio del refugio del paseo…

—Antonio y Trinidad…

—Eso, Antonio y Trini. Pues resulta que las dos parejas son unos enamorados acérrimos de los niños, y como han pasado tanto tiempo con ella mientras su madre trabajaba en todo esto, resulta que ahora Irene tiene cuatro abuelitos nuevos.

—Pues eso es un lujo muy importante hoy día.

—Sí, y debo confesarte que al principio no me hacía gracia. No me gustaba que un anciano desconocido se pasara el día con ella… pero después de verlos juntos… la adoran. La otra tarde vinieron para sacarla de paseo un rato, pero como estaba durmiendo, y les dio pena despertarla, se pasaron más de dos horas en casa viéndola dormir, y te aseguro que estaban realmente felices sólo de sentarse a observarla. La quieren con locura.

—Antiguamente se decía que los niños eran el mayor tesoro del mundo, el mayor recurso de la humanidad… y ahora eso es más cierto que nunca. La natalidad todavía es ridícula en la ciudad, y hay que encontrar formas de incentivarla… pero bueno, cambiando de tema, yo te quería preguntar por la excursión.

—Ah, perdona. Ya sabes que como buen padre orgulloso, me mencionan a la niña y no puedo parar de hablar de ella. La excursión, pues qué quieres que te diga… sabes que todo lo relacionado con ese sitio, me da mal rollo. Es como el hospital nuevo, una ratonera. Y claro, estoy evaluando si lo que tenemos que traer es tan urgente e importante como para enviar a un grupo o si por el contrario podemos esperar hasta tener más efectivos en los z-men y así correr menos riesgos.

—Suena razonable. ¿Y cómo va la cosa?

—Creo que voy a cancelarla. No quiero manchar de tragedia la Semana Santa. Por cierto, ¿qué va a hacer Nacho con la seguridad? Vosotros sabéis que esto es una oportunidad de oro para esos locos de mierda, ¿no?

—Lo hemos pensado, sí, y Nacho está preparando lo que él llama: «el mayor despliegue de seguridad que nunca se ha visto en Ciudad Humana». Suena un poco fantasioso, pero confío en él. Estate tranquilo que nadie va a salir dañado.

—Comprendido. Volviendo a lo de la excursión, ¿habría algún problema si la suspendo?

—Haz lo que consideres oportuno. Si de verdad crees que hay riesgo, se puede aplazar sin problemas.

—Muy bien, pues si no hay nada más, te dejo, que tengo ganas de ir a casa a ver si sus abuelos me dejan coger a mi hija.

Se despidieron entre sonrisas y Gonzalo volvió a los mapas y fotos de las zonas por donde transcurriría el recorrido. Cuando Nacho fue a verle, ya cerca de las diez de la noche, empezaron a planificar su actuación. Gonzalo agradeció comprobar, gracias a ciertos datos aportados por Nacho, que el sheriff también había hecho sus deberes.

La primera Semana Santa de Ciudad Humana estuvo dominada por un ambiente de alegría contagiosa. La expectación levantada era tal que nadie hablaba de otra cosa. Se comprobó si era viable y se decidió que, exceptuando los puestos de trabajo más indispensables, el viernes sería festivo. La noche del jueves, Alejandro se pasó a última hora para charlar con Gonzalo acerca de la pintoresca preocupación que estaba en boca de todos en lo referente al evento.

—¿Qué te vas a poner mañana?

—Calla y calla —dijo Alejandro resoplando—. Dos décadas sin preocuparme de qué ropa iba a ponerme, y llega Carmela y venga, a preparar un fondo de armario.

—A mí me lo vas a contar… pero bueno, ¿tienes ya algo o no?

—Sí, lo tengo, y no te pienso decir más, mañana me lo verás puesto y punto.

—Tampoco creo que sea algo tan misterioso, ¿no?

—Mañana lo sabrás —le dijo antes de despedirse—. ¡Vaya si lo sabrás!

Finalmente llegó la mañana y un agradable frescor otoñal recubría Ciudad Humana, lo que sin duda iba a ayudar a combatir el calor que producía llevar los trajes de penitente. La mañana transcurrió tranquila, con la ciudad inusualmente silenciosa. Los atuendos improvisados y la ropa de trabajo cómoda, casi siempre vaqueros, camisetas y botas, se habían visto sustituidos por trajes, vestidos y zapatos relucientes.

Acorde con la tónica general, Gonzalo se puso un viejo traje de su padre y mientras paseaba hasta Santa María no pudo por menos que sorprenderse con el aspecto de sus vecinos en general. Cuando llegó a la iglesia y accedió a su interior, quedó deslumbrando al constatar el trabajo que habían realizado. Cada uno de los tronos estaba adornado por cientos de velas y ramilletes de flores silvestres que aunque distaban mucho de los elaborados trabajos florales de la otra vida, conseguían embellecer el conjunto con mucha dignidad. Recorrió el vasto espacio de la iglesia, deteniéndose para admirar hasta el más mínimo detalle de cada uno de los pasajes representados. Tras el trono de La Agonía, se encontró a La Virgen de la Caridad, que le miraba desde un hermoso lecho de flores blancas. Carmela, Alberto, Isidoro y Santiago, que iban a recorrer la procesión frente a ella, les habían pedido a Gonzalo y a los representantes que les acompañaran tal y como se solía hacer en la otra vida, y todos habían aceptado, asegurando que sería un honor. Hasta Nacho, por lo general enemigo de los actos públicos, se mostró conforme a la primera. Para ser sinceros, él no le había dado demasiada importancia a todos esos detalles, pero en ese momento se sintió pequeño ante la belleza que transmitía la escultura.

—Algo bueno tiene estar metido en todos los fregados, ¿verdad?

Se giró hacia la voz que le hablaba. Carmela, guapísima con un sobrio vestido marrón y el pelo recogido en una trenza, le sonreía radiante.

—¿Perdona? ¿Nos conocemos de algo?… —bromeó Gonzalo—. Yo creo que no, recordaría a una mujer tan bella.

—Calla, tonto —le dijo mientras le daba un suave golpe en el brazo—. Decía que algo bueno tiene estar en el ajo de estos follones. Muy pocos podemos disfrutar de ver todo este espectáculo antes que los demás y en todo su esplendor. Y aún no has visto lo mejor.

Le cogió de la mano y le guio hasta el punto más alejado de la iglesia, donde antiguamente había estado el altar de la liturgia, y le hizo seguirle hasta unas escaleras que daban acceso a la galería superior, desde donde contempló la figura desde un nuevo ángulo. El manto bordado en oro y plata brillaba con el reflejo de las luces mientras su propietaria reposaba a la espera de salir a recorrer su ciudad tras tantísimos años sin verla. Carmela le cogió la mano y se la apretó con fuerza.

—Deja sin palabras, ¿verdad?

—No sé qué decir —balbuceó—. Sabes que nunca he creído en estas cosas… pero hay algo en estas figuras, algo que no puedo definir. Ahora mismo puedo entender que la gente venerara lo que todo esto simbolizaba. Y esta virgen… no sé qué decir.

—La antigua patrona de Cartagena. Es bonita, ¿verdad?

—Hombre, aquí estáis —dijo la voz de Alejandro bajo ellos—. Qué elegante, Gonzalo, ¿y ese traje?

—Era de mi padre, Álex. Lo compró para el bautizo de Irene, y desgraciadamente, no lo usó mucho más. Espera un momento.

Gonzalo y Carmela bajaron de nuevo y se reunieron con Alejandro al pie del altar.

—Te hubiera gustado que estuviera aquí, ¿me equivoco? —le preguntó Álex mientras le pasaba el brazo por el hombro.

—Me gustaría que aquí estuviera mucha gente. Mi familia, tu familia, la de Carmela… me gustaría vivir en otra vida donde los zombis no existieran. Por desgracia todas las cosas que me gustarían son quimeras, así que mejor centrémonos en lo que sí que tenemos… Por cierto, ¿y mi sobrinita? Creo que es la primera vez que os veo en pareja sin ella desde que nació.

—Pues está con sus abuelitos Trini, Antonio y Lupe —le explicó Carmela—, que se la han quedado para vernos en la procesión. Juraría que esa niña les ha dado vida, no sabes cómo se ponen cuando están con ella.

—Y lo bien que nos está viniendo —intervino Alejandro—, porque encima ha empezado con los dientes y no veas qué buenos ratos nos da la enana.

Una voz anunció por un megáfono que los penitentes deberían empezar a prepararse porque la procesión iba a dar comienzo en breve. Gonzalo miró su reloj: las siete menos veinte. Un hombre vestido con un elegante traje de tres piezas y sombrero a juego se acercó a ellos, el rostro les resultaba tremendamente familiar, pero no pudieron ubicarlo hasta que no abrió la boca.

—¿Quién cojones es el del megáfono? —dijo el extraño trajeado—. Muchacho, parece que lleve una escoba en el culo, y una de las gordas, además.

—¡¿Nacho?! —preguntó Carmela la primera—, ¿eres tú? Pero si estás hasta guapo.

—Vaya, gracias —dijo a Carmela mientras miraba a Gonzalo y Alejandro que se estaban riendo por la frase de bienvenida—. Ya sé que creías que era más feo que el culo cagao de un mandril, pero me encanta sacar a las nenitas de su error. Y vosotros, payasos, ¿de qué os reís?

—De nada —dijo Alejandro aguantándose la risa—. Vas muy guapo, es cierto, ¿pero no había algo un poco menos anticuado? Mi abuelo tenía uno de esos.

—Sí, ya lo sé —le respondió Nacho muy serio—, me lo regaló tu abuela por tirármela cada vez que tu abuelo se iba con su novio.

Lejos de ofenderse, Alejandro redobló las risas mientras Gonzalo se tapaba la boca. Carmela fue más discreta y supo contenerse.

—Bueno, hermanos Marx —les dijo una vez pararon—. Entiendo que envidiéis mi estilo, pero es lo que hay. ¿Dónde vamos nosotros?

—Ahora os lo indica Álex —dijo Carmela mirando el reloj de Gonzalo—. Yo os dejo para echar un último vistazo, que nos quedan diez minutos para salir. Hasta luego.

Besó a Alejandro y se dirigió hacia el primer grupo de penitentes que estaban invadiendo la iglesia para tomar posiciones.

—Está haciendo un buen trabajo —dijo Gonzalo—. Esto va a salir perfecto.

—Eso espero, se ha esforzado mucho y se lo merece.

—Hablando de salir bien las cosas —dijo Nacho a la vez que les tendía unos walkies con auriculares—, poneos esto. Son para estar en contacto permanente entre nosotros durante el desfile.

—No le llames desfile, Nacho —le corrigió Gonzalo—, lo de carnaval y lo de los Reyes eran desfiles, esto es una procesión.

—Usted perdone, delicado. Procesión entonces. Pues lo que iba diciendo, cada uno llevará un aparato de estos, lo que nos permitirá, en caso de incidente, comunicarnos entre nosotros para coordinarnos.

—¿Coordinarnos entre nosotros? —preguntó Alejandro—, ¿o coordinar también a los z-men?

—Sólo entre nosotros. Para dirigir a los z-men ya llevo yo mi pinganillo de siempre, que si nos ponemos tres a dar órdenes los íbamos a volver locos.

Un nuevo mensaje indicaba a los penitentes del tercio de La Anunciación que empezaran a salir, a los de La Última Cena que fueran entrando a la iglesia, y a los de El Prendimiento que se prepararan para su turno.

—Joder con la voz en off —gruñó Nacho—. Parece que va a empezar el circo, ¿nos asomamos?

—No me lo perdería por nada del mundo —dijo Alejandro—. Vamos, Carmela me ha dicho un sitio donde podremos verlo todo.

Se acercaron al lado derecho de la puerta junto a una de las grandes columnas, de tal modo que podían ver al gentío que se había acumulado para la ocasión. La gran puerta se abrió y las luces que alumbraban el recorrido entero se fueron atenuando para que la iluminación de los tronos resaltara aún más. Se empezó a escuchar un tambor marcando el ritmo.

Una gran cruz de madera con acabados en plata salió a la calle portada por tres penitentes que lucían los famosos «capirotes». La gente empezó a aplaudir y a gritar de emoción al ver que todo era una realidad. Los once primeros pasos tardaron casi dos horas en salir, y todos fueron recibidos con idénticas muestras de cariño, que se iban extendiendo a lo largo de todo el recorrido que discurría en dirección a la calle del Cañón.

Finalmente, sólo quedó un paso por salir, y ante su inminente aparición, el público volvió a guardar silencio. En primer lugar salió la pequeña banda de música que iba a marcar el ritmo. A continuación, Carmela y Alberto acompañados por Isidoro y Santiago y finalizando la marcha, los siete representantes con Gonzalo. Detrás de ellos, majestuosa, deslumbrante, la Virgen de la Caridad salió a saludar a su ciudad y esta, emocionada, la recibió con un tronar de aplausos que devoraba el sonido de los besos lanzados, así como de los llantos emocionados que provocó su aparición. Durante un rato, la gente olvidó que vivía en un mundo donde los muertos devoraban a los vivos y donde vivir no se sabía si era una bendición o una maldición. En su lugar, emplearon su memoria en grabar ese momento glorioso para no olvidarlo nunca.

Todos los que iban precediendo al trono se sintieron cohibidos por la reacción de la gente. Gonzalo se quedó bloqueado ante la intensidad de los sentimientos que allí se concentraban. Miró a su alrededor para observar a los suyos y vio que casi todos parecían sentirse igual, siendo la excepción Nacho, cuyo rostro demostraba tensión mientras se comunicaba con disimulo con los z-men.

Durante horas, la procesión fue avanzando por las calles de la ciudad, siguiendo un recorrido diseñado con el fin de que esta pasara por todas las zonas simbólicas de la ciudad. Durante el trayecto, el modo de actuar de la gente fue casi idéntico, mostrando su alegría en cada paso hasta llegar al paroxismo con la aparición de La Virgen, cuyos porta pasos, como ya se había anunciado, iban siendo sustituidos cada vez que se paraba para intentar que todos los ciudadanos que quisieran, colaboraran en su traslado. Todo estaba saliendo a pedir de boca. Carmela, Alberto y los demás que habían hecho posible todo esto presentaban una sonrisa en los labios que no desapareció en ningún momento. Alejandro no dejaba de mirar a todos lados, fijándose en cada detalle, en la gente y en sus reacciones. Nacho hablaba por el pinganillo cada pocos minutos, comprobando que todo salía según lo acordado. Gonzalo esperaba.

En la otra vida, cuando un trono se recogía en la iglesia, se lanzaba un cohete al cielo para avisar. En este caso se decidió que, como ya se iba a generar bastante ruido y se iba a alterar a los zombis de los alrededores, esas enormes fuentes de luz con explosión incorporada eran tentar demasiado a la suerte, así que cuando un trono finalizaba su recorrido, se mandaba un aviso a la central que subía durante unos segundos la intensidad a la luz de las calles. Cuando estaban a un par de manzanas de la entrada a la iglesia, se energizaron las farolas por undécima vez, lo que indicaba que esto estaba acabando. Coincidiendo con el aviso, Alejandro miró a Nacho que no paraba de hablar por el comunicador y a Carmela, a la que le lanzó un beso que ella agradeció con un guiño. Salieron de la calle Mayor y realizaron la que debía ser la última parada justo antes de entrar a la calle del Aire, junto al monumento al procesionista. El trono se detuvo y la campana sonó cinco veces en vez de las tres que se escuchaban en cada parada. Alberto y Carmela cogieron un puñado de flores de la zona frontal del trono y se acercaron de la mano a la antigua estatua. Se persignaron y una a una fueron besando y lanzando las flores a los pies de la representación de un padre y su hijo vestidos de nazarenos. Cuando hubieron acabado, guardaron un minuto de silencio.

—¿Sabes? —le susurró Alberto a Carmela—. Antiguamente se tomó como costumbre cada poco tiempo robar la mano del procesionista. Era una práctica estúpida y que sólo servía para hacer daño… pero hasta eso lo echo de menos.

Carmela acarició el hombro del anciano y le besó en la mejilla. Volvieron a su posición escoltados por una breve salva de aplausos y el hermano mayor dio la señal para realizar el último cambio de porta pasos del trono. Doscientas personas salieron de sus posiciones para cruzarse con otras doscientas que intentaban entrar. Este cambio se había realizado docenas de veces durante el recorrido, pero esta vez algo en una pareja de voluntarios le llamó la atención a Alejandro. Uno de ellos iba de calle, normal y corriente, pero la persona que le acompañaba iba con un verdugo tapándole la cara. El primero ayudaba al segundo a avanzar pues iba tambaleándose como si estuviera borracho, lo que debido a la escasez de alcohol en la ciudad, era muy improbable. No era la primera persona que salía a llevar a La Virgen con el rostro tapado, pero había algo en esa pareja que no le gustaba. Cogió el pinganillo.

—Nacho, Gonzalo, hay dos personas acercándose que no me dan buena espina. Uno va con un verdugo y tambaleándose y el otro ayudándole a avanzar.

—Sí, les veo —respondió Nacho a la vez que pulsaba el botón del otro pinganillo—. Lado derecho, coged a la pareja formada por un promesa que va tambaleándose y un hombre con camisa a cuadros verdes y rojos que le ayuda. Retiradlos con disimulo. Están a unos diez metros a la derecha del trono.

—No, Nacho —le corrigió con urgencia Alejandro—, están a la izquierda, a unos veinte metros, y lleva camisa blanca.

—Pero ¿qué coño…? —dijo girando la cabeza a donde le había indicado Alejandro—. Atención todos. Rodead al trono. Múltiples blancos, dos localizados, posiblemente más, retirad a todo el que veáis de promesa, repito…

Un grito de mujer interrumpió a Nacho, que miró al lugar de donde provenía. Una zona del público a la derecha se abrió a toda velocidad en círculo, dejando en el centro a un hombre vestido de penitente tirado en el suelo, sangrando mientras una zombi con un verdugo colgando del cuello le arrancaba trozos de la cara. Simultáneamente, un nuevo aviso le llegó a Nacho, que ordenó un despliegue y neutralización inmediata de cualquier zombi que se localizara. Gonzalo y Alejandro se lanzaron hacia la mujer embozada que se acercaba por su izquierda. Como Alejandro llegó primero y la placó, Gonzalo siguió corriendo para intentar atrapar al que le había estado ayudando a avanzar antes de que se escabullera entre la multitud. Consciente de que si lograba entrar en la calle Mayor lo podía dar por perdido, prescindió de ningún miramiento y avanzó empujando y apartando a la gente. Justo cuando su presa estaba a punto de desaparecer, tropezó con algo y cayó de bruces al suelo, momento que Gonzalo aprovechó para saltar sobre él. El impacto dejó sin aliento al fugitivo, permitiéndole a Gonzalo reincorporarse. Sacó su pistola y cogiéndole del cuello, le dio la vuelta. Miró al hombre tendido en el suelo: barba, unos cincuenta años, piel muy arrugada… rebuscó en el archivo de su memoria y no encontró nada referente a él, hasta que su vista tropezó con una cicatriz justo bajo su ojo derecho, que se deslizaba desde el lacrimal hasta detrás de la oreja. El rostro había cambiado con los años pero conocía perfectamente esa cicatriz. Un grito de Alejandro por el pinganillo pidiéndole ayuda le distrajo un segundo y su prisionero le propinó un taconazo en la entrepierna que le lanzó al suelo hecho un ovillo. Indefenso, vio cómo su agresor se levantaba, le escupía y se perdía entre la gente. Segundos después unos brazos le izaron apartándolo de la gente que no dejaba de correr. Alejandro le sujetaba mientras vociferaba por el transmisor, pero no oía nada entre el gentío. Se colocó el suyo que se le había caído durante la carrera y asistió a una discusión entre éste y Nacho. Alejandro le gritaba que no lo hiciera, y Nacho daba lo que en medio del escándalo parecía ser la orden de abrir fuego. Antes de que terminara de ordenarlo, se empezaron a oír disparos provenientes de todos lados. Alejandro gritó a pleno pulmón y se lanzó a la carrera dejando a Gonzalo a medio recuperar el equilibrio. Como pudo, se arrastró a una farola que había cerca y se apoyó. Cuando cesaron los disparos escuchó a Alejandro gritar el nombre de Carmela y el mundo se volvió gris. Se olvidó del dolor y el malestar y se lanzó a toda velocidad en dirección al origen del grito. Esquivó a la gente, saltó sobre el cadáver del zombi que llevaba el hombre de la cicatriz y rodeó el trono corriendo hasta que, con alivio, se encontró a Alejandro abrazando a Carmela rodeados por los demás representantes que se abrazaban entre ellos. Repartidos por el suelo, había seis cadáveres a la vista, el penitente que había sido devorado, los tres embozados restantes y dos de sus misteriosas parejas, sin contar con el cuarto zombi que había al otro lado del trono. Nacho estaba inclinado sobre uno de los cuerpos que portaban verdugo, el cual estaba en el suelo junto a sus pies. A menos de dos metros, los restos del hombre que lo guiaba. Gonzalo les preguntó a todos cómo estaban y se acercó a ver si Nacho le podía informar de algo. Cuando estuvo a su altura y miró por encima de su hombro, se quedó helado.

—Dios mío —dijo con un hilo de voz—. ¿Es… es Calíope?

—Sí —le dijo Nacho sin girarse—, me temo que sí.

—¿Y los otros tres zombis…?

—Estaba reuniendo el ánimo para acercarme a mirarlos, pero…

—¡Bastardo! —gritó Alejandro, que se acercaba corriendo a por Nacho con Carmela persiguiéndole—. Maldito hijo de puta, has podido matarla.

En cuanto llegó a su lado, le lanzó un puñetazo a la cara que Nacho consiguió esquivar a duras penas echándose a un lado. Cuando volvió a encararse con él, preparado para responderle, se detuvo al sentir la pistola de Alejandro en su frente. Todo el mundo contuvo la respiración.

—Has podido matarla —le escupió Alejandro fuera de sí—. ¡Has podido matarla, hijo de puta!

—Alejandro —le dijo Gonzalo mientras lo sujetaba—, ¿por qué no nos tranquilizamos un poco?

—¡¿Que me tranquilice?! —le gritó Alejandro—. Ha ordenado que abrieran fuego mientras Carmela y los demás seguían en la zona de peligro. Está loco.

—Escúchame bien, porque sólo te lo voy a decir una vez —le dijo con toda seriedad Nacho—. Yo no he dado la orden de disparar, y deberías saberlo, porque tú también llevabas auricular. De hecho, estaba dando órdenes de disparar a las rodillas para minimizar riesgos y de paso intentar capturar vivos a los locos estos que habían sacado el zombi a pasear, pero se me adelantaron los disparos.

—¿Ah, sí? Claro, y entonces ¿quién dio la orden?

—¡No hubo ninguna orden, imbécil! —le gritó Nacho a la vez que lo empujaba hacia atrás—. Nosotros no somos los que hemos disparado, han sido ellos.

Nacho señaló a su alrededor y Alejandro comprobó que más de la mitad de las personas que permanecían en primera fila, contemplando la disputa, llevaban un arma de fuego en la mano. Confuso, retiró el percutor de la pistola y la bajó.

—Los ciudadanos… ¿ellos dispararon?

—Sí, idiota, ellos dispararon, e hicieron lo correcto. ¿Tú te das cuenta de lo que podría haber sucedido si esos zombis se hubieran liado a infectar aquí?

—Sí, pero Carmela…

—Carmela hubiera estado a salvo, amigo —le dijo Gonzalo—. Sabes que todos los z-men son excelentes tiradores.

Alejandro se giró hacia Carmela, que le miraba llorando y la abrazó con fuerza.

—Lo siento —dijo cuando hubo recuperado la compostura—. He perdido la cabeza. Lo siento, Nacho.

—La próxima vez procura no levantarme la mano —le dijo éste—. O será lo último que hagas…

Cuando todo se calmó, Gonzalo se acercó con Nacho y comprobó que efectivamente, los otros tres encapuchados eran Rose, Andrés y Miguel Ángel. Por orden del sheriff, los z-men retiraron los cadáveres de sus amigos y los de los dos acompañantes y los enviaron al Rosell.

—Bien —dijo Gonzalo—, ¿y ahora qué?

—Ahora dejadme —les dijo Carmela—. Esto tengo que zanjarlo yo.

Se colocó tras La Virgen y habló tan alto como pudo.

—Amigos míos —dijo a la multitud—, creedme que lamento esto tanto o más que vosotros, pero la procesión queda suspendida por los incidentes ocurridos, os rogamos que por favor despejéis la zona para…

—¡No! —gritó una voz desde el público.

—¡No!, no se suspende —dijeron cada vez más personas.

—Pero es que… —empezó Carmela.

—Esos monstruos han sido eliminados, podéis seguir —dijeron cerca del trono.

—Además, coño, un chico ha muerto mientras salía, lo mínimo es que se cumpla.

El clamor popular se hizo tan grande que Carmela desistió de abrir más la boca. Se giró a mirar a los demás con expresión desconcertada y se encogió de hombros buscando consejo. Gonzalo la miró igual de sorprendido y le hizo un gesto con la mano para que procediera. Alberto repitió el aviso del cambio de porta pasos y la gente empezó a fluir nuevamente en dirección al trono. Una vez estuvieron todos los espacios cubiertos, cinco nuevos tañidos de la campana fueron la señal para que la Virgen volviera a levantarse majestuosamente mientras su séquito le precedía. Los aplausos del público se reactivaron y les fueron acompañando hasta la puerta de la iglesia, donde a la hora de enfilar el trono se hizo el más profundo de los silencios. Los penitentes, los organizadores, Gonzalo y los representantes entraron en seguida, pero no así el trono, el cual estuvo entrando y saliendo por la puerta al son de miles de personas que contaban a viva voz el número de veces que completaba el movimiento. Finalmente, la Virgen dejó de avanzar y retroceder y se quedó en el centro de la rampa, meciéndose por los porta pasos de un lado a otro con suavidad.

—Están bailándola —dijo Gregorio—. Creí que iba a morir sin volver a ver bailar a mi Virgen.

Al minuto de estar «bailando» a la figura, los gritos y palmas se fueron apagando rápidamente por todo el área, pasándose del escándalo más apabullante al más absoluto de los silencios. Un rumor fue extendiéndose hasta ser compartido por todos los presentes, hasta convertirse en el canto que tantos cientos de veces había cerrado las procesiones de Cartagena. Y nunca la Salve se escuchó tan hermosa en la otra vida. Al terminar, una nueva salva de aplausos ensordecedores y con un último esfuerzo de los porta pasos, la Virgen entró a descansar.

Aún quedaban un par de actos como el homenaje a los caídos que se iba a celebrar en el puerto y un reconocimiento a Carmela y los organizadores por el trabajo realizado, pero el acto principal, lo que la gente más ansiaba, había terminado ya con un resultado agridulce. Habían completado la procesión, y aunque durante un rato todo el mundo se hubiera comportado como si nada hubiera pasado, el ataque había sido muy real, y había bastantes cuerpos para corroborarlo.

—No sé qué pensar —dijo Carmela una vez se hubieron cerrado las puertas—. No ha salido bien, eso lo sé, pero sin embargo, ha sido maravilloso.

—Sí que lo ha sido —le dijo Alejandro mientras la abrazaba por detrás—, y más si descartamos el ataque zombi y mi arranque psicopático. Nacho, de verdad, te vuelvo a pedir disculpas.

—Bueno —interrumpió Gonzalo—. Vamos a dejar que termine el día, ¿de acuerdo? Mañana nos preocuparemos, investigaremos y continuaremos dando caza a esos hijos de puta, pero esta noche creo que todos hemos llegado al tope.

Todos los presentes asintieron y se fueron mientras los voluntarios recogían los tronos y limpiaban la entrada de la iglesia. Los últimos representantes que quedaron eran Gonzalo y Nacho.

El primero miró el reloj que marcaba las tres de la mañana. En el exterior aún quedaban un par de cientos de personas que hablaban entre ellos. Gregorio y Santiago, que también se habían quedado a ayudar se acercaron a decirles que iban a cerrar ya. Le agradecieron el aviso y salieron por la puerta principal. Bordearon la iglesia y ascendieron por la calle San Miguel en dirección a la Plaza del Lago.

—Ha sido muy bonito tu discurso de ir a dormir, jefe —le dijo Nacho—, pero me gustaría que me dijeras qué es lo que realmente piensas.

—Pues pienso que no sé si todo esto es buena idea —dijo—. No sé si todo esto es buen plan.

—Esto lo ha organizado tu prima, y sabiendo lo que podía pasar, demasiado bien ha salido todo. Si te reconcome lo del muchacho, lo siento, pero en la guerra siempre hay bajas.

—Los famosos daños colaterales, lo sé. Una parte de mí me dice que tendría que haberlo suspendido todo en el momento en el que vi los riesgos que entrañaba todo esto.

—Sí, claro, y habrían atacado en otro momento y lugar en el que no habríamos estado preparados para responder como lo hemos estado hoy. Era el mejor lugar para tenderles una trampa y han caído en ella de pleno. ¿Qué más quieres? ¿Que no hemos capturado a ninguno vivo? Bueno, tenemos dos muertos a los que vamos a tratar de identificar.

—Han usado a nuestros amigos como armas.

—Eso nos demuestra lo retorcidos que pueden llegar a ser a la vez y que no podemos tener piedad con ellos, sean quienes sean.

—Necesito aplastarlos. Necesito saber que hemos acabado con ellos.

—Y lo haremos, pero ya sabes que necesitaremos hacer más sacrificios.

—No, Nacho, no uses esa palabra. Suena obsceno.

—Como quieras. Si te parece mejor, hablaremos de pérdidas, que es más impersonal, pero necesito saber seguro si vamos a seguir adelante con todo lo hablado.

—Necesito pensarlo. Y además tengo la cabeza en lo que acaba de pasar.

—¿Tienes mucho sueño, jefe?

—La verdad es que no. Y estoy deseando llegar a casa. Quiero repasar los archivos, porque sé que he visto antes al hombre que me derribó.

—Vale, pues prepararemos café, porque creo que esta va a ser una noche muy larga.