CAPÍTULO XIII

12/04/2041

La mañana siguiente también despertó nublada y amenazando lluvia, acorde a como Gonzalo se sentía. Había dormido mal y se había levantado en dos ocasiones presa de un terrible dolor de cabeza, tal y como Nicolás le había advertido que le podía pasar a raíz del golpe. Pasó un par de horas en su despacho repasando papeles mientras iba despachando a todos los que entraban a pasarle informes y preguntarle por cómo se encontraba. A las once y media Alejandro fue a buscarle para acompañarle a la puerta del Paseo Alfonso XIII, donde iban a despedir a Harry. Cuando llegaron, el ambiente estaba altamente enrarecido. Se había corrido la voz y un par de docenas de curiosos pululaban por ahí para comprobar que se cumplía la condena. Junto a la puerta, una pareja de mediana edad discutía con un z-men que resultó ser Vladimir. Cuando se acercaron, éste les explicó que eran los padres del chico que Harry había matado y que se negaban a respetar la distancia de seguridad. Gonzalo autorizó que permanecieran junto a la puerta para comprobar que todo se hacía debidamente y les dio el pésame por su hijo a la vez que se disculpaba en nombre de todos por el terrible suceso que había tenido lugar. La madre le miró con los ojos anegados en lágrimas pero no le respondió, mientras que el padre se limitó a lanzar un comentario sobre que eso no les iba a devolver a su niño y se giraron para darle la espalda.

A los poco minutos, vieron llegar el coche de Nacho que aparcó pegado a donde estaba. Bajó y abrió las puertas traseras de donde salieron Harry y dos z-men flanqueándolo.

Se saludaron y murmuraron unas palabras, tras las cuales Harry miró a los padres del chico y se dirigió hacia ellos. Nacho hizo ademán de detenerlo pero Gonzalo le indicó que lo dejara.

Se intentó explicar como pudo, y les suplicó su perdón, pero sólo obtuvo un bofetón por parte de la madre que acto seguido se abrazó al padre y se echó a llorar. Con la cabeza gacha, volvió a situarse frente a la puerta. Empezó a llover con fuerza.

Sonaron media docena de disparos mientras se despejaba la entrada de unos cuantos zombis y todos los z-men bajaron para ayudar a abrir la puerta. Cuando hubieron quitado los siete cierres, sus antiguos compañeros le hicieron un pasillo para escoltarlo hasta el exterior. Harry volvió a levantar la cabeza y atravesó el pasillo intentando demostrar que aún le quedaba algo de dignidad. Cuando estuvo al otro lado, las puertas se cerraron. Miró a Gonzalo.

—¡Recuerda lo que me has prometido! —le gritó—, ¡encuentra a los que me robaron a mi vida y hazles pagar!

—Te lo prometo —le respondió Gonzalo—. No pararé hasta acabar con los que han provocado todo esto.

Harry asintió y un silbido llamó su atención. Levantó la vista y vio cómo caían a sus pies un fusil y una mochila. Algo desconcertado se agachó a recoger ambas cosas mientras intentaba discernir quién se lo había arrojado. Al no poder por la lluvia, volvió a mirar a las puertas. Varios de sus compañeros lo apuntaban con sus armas. Harry negó con la cabeza, se colgó el arma al hombro y se alejó de la ciudad con paso firme. Todos esperaron a que desapareciera de la vista.

—Otra víctima de la T —dijo Nacho desde detrás de Gonzalo—. Tengo demasiadas ganas de pillarlos.

—¿Y los padres del chico? —preguntó Gonzalo sin volverse—. ¿Se han ido ya?

—Sí, no han aguantado hasta el cierre.

—¿Han visto tu jugada de darle un arma?

—Sería inútil negarte que ha sido cosa mía así que no, no lo han visto, puedes estar tranquilo.

—Sabes que ha estado mal y ha sido una gilipollez, ¿no?

—Sí, ¿y?

—Nada, sólo que gracias.

A las nueve de la noche Gonzalo estaba ya en la cama dándole vueltas a los acontecimientos del día. La despedida de Harry había sido necesaria, pero en absoluto agradable. Además, al día siguiente se iba a celebrar la patochada de elecciones que Guillermo había insistido en llevar hasta el final. Se recordó que debía de darle las gracias a Alejandro por ocuparse él de ese problema. El dolor de cabeza que le había aguijoneado la base del cráneo durante toda la jornada parecía haberse rendido y notaba cómo el sueño empezaba a invadirle. Se levantó a apagar la luz y antes de poder darle al interruptor, esta se cortó, dejándole completamente a oscuras. Se dirigió a la ventana, visible gracias a la luz de la luna y vio que toda su zona estaba a oscuras. Debido a las restricciones en el uso de electricidad, Ciudad Humana no era de las que se podían ver desde el espacio, pero le intranquilizó volver a ver la ciudad otra vez en oscuridad total. Luces de linternas empezaron a verse a través de las ventanas y Gonzalo fue a coger una que guardaba en su habitación. La encendió y conectó la radio que tenía en su habitación al juego de baterías que guardaba para emergencias. Sólo estática. Se dirigió de nuevo a la ventana y justo en ese momento volvió la luz. Sin embargo, en el edificio de enfrente seguían desfilando las linternas. Volvió a asomarse y vio que el corte de luz parecía ser algo aleatorio. Hasta donde alcanzaba la vista, distinguía cuadrantes con luz salteados por otros a oscuras. Mientras observaba, la manzana que tenía enfrente se iluminó de nuevo pero varias que había detrás a su izquierda se oscurecieron. Se dirigió a la radio y subió el volumen a la vez que la luz del palacio volvía a cortarse. A través de la ventana contempló cómo las luces iban apagándose y encendiéndose por todas partes como si fueran luces de Navidad aunque sin ningún tipo de patrón establecido.

La voz de Arturo gritando por la emisora lo asustó y pegó el oído al altavoz. El responsable de infraestructuras decía que estaba intentando comunicarse con la central desde que habían empezado los problemas, pero que nadie respondía. Le escuchó preguntar a los z-men de guardia por qué no entraban, y estos le respondieron que no les abrían y no podían acceder al interior. Gonzalo sabía que se había extremado la seguridad en todas las zonas importantes y nadie podía entrar en la central sin las llaves y los códigos, ni siquiera los z-men. Agarró el micrófono y quedó con él para que viniera a recogerle a la vez que confirmó a los z-men que obedecieran las indicaciones que Arturo les había dado. Agradecido por no haber tenido que discutir con él, bajó a la puerta y cinco minutos después, un viejo jeep derrapó en la curva de entrada al palacete, estando a punto de tirar a los z-men de escolta que iban en la parte de atrás agarrados a lo que podían. Gonzalo subió de un salto y antes de que su culo tocara el asiento ya estaban camino a la central con una luz de gálibo encendida para avisar de su presencia.

—¿Tienes idea de qué está pasando? —le preguntó Gonzalo.

—Ni la más remota. No consigo ponerme en contacto con el chico que está de noche en la central ni responde a los hombres que están en la puerta. Toma —le tendió la radio—. A ver si tienes más suerte que yo. La frecuencia está ya marcada y todo.

Durante los minutos siguientes Gonzalo intentó contactar sin éxito hasta que en una curva cerrada que Arturo tomó bruscamente, el aparato se le escapó de las manos y salió por la ventana estrellándose contra el suelo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó el conductor sin quitar la vista de la carretera—. ¿Por qué no sigues llamando?

—Tu radio ha salido volando.

—Joder… Bueno, en la central hay comunicadores de sobra. ¿Sabes algo de Nacho?

—No. Cuando he salido aún no había reportado nada. Pero descuida, que aparecerá. En cuanto pasa cualquier cosa rara, va corriendo. No le gusta perderse lo más mínimo.

Siguieron en silencio hasta que llegaron a la imponente planta de energía que alimentaba a la ciudad. Parte de un proyecto pionero para combinar viento, sol y agua para producir energía eléctrica, la implantación de estas centrales se vio truncada por la plaga, y apenas se habían instalado unas pocas en toda España, siendo la de Cartagena una de ellas.

Arturo frenó en seco justo en la misma puerta de acceso al edificio principal, donde cuatro z-men les esperaban. Sacó su tarjeta de identificación y su llave digital y abrió las puertas. En la recepción todo parecía normal. Pasó tras el mostrador y rebuscó entre un montón de fichas.

—Mierda —dijo en voz baja—. Esta noche le tocaba a Isidro.

—¿Qué pasa? ¿Quién es Isidro? —le preguntó Gonzalo.

—Isidro Caro. Llegó a la ciudad hace cosa de un mes. Es informático y electricista autodidacta.

—Curiosa mezcla.

—Pues sí, y muy jugosa. Hubo palos por incorporarlo, pero al final me lo quedé yo. Es una joya y aprende a una velocidad pasmosa. Espero que no haya pasado nada…

—¿Dónde debería estar?

—En la segunda planta. Allí es donde está la sala de control de los cuadrantes de la ciudad.

—¿En cristiano?

—En esa sala están los interruptores que encienden y apagan las luces de cada sector de la ciudad en general y de cada manzana en particular.

Gonzalo se asomó a la puerta y miró al horizonte, observó que el juego de luces había terminado, dejando unas zonas iluminadas y otras en completa oscuridad. Volvió a entrar al recibidor y cerró la puerta. Arturo repartía linternas y radios de corto alcance.

—Parece que ha cesado —les informó Gonzalo—. Éste es tu territorio, ¿cuál es el plan?

—¿Plan? ¿Qué plan? —dijo Arturo nervioso—. Yo que sé, vamos a subir a buscarlo. En algún lugar tendrá que estar, ¿no?, yo que sé de planes, eso te lo dejo a ti, yo arreglo cosas, no planifico. Venga, hombre, pues yo qué sé.

—Vale, comprendido. ¿Cuantos accesos hay a la zona de control?

—Sólo uno, por la escalera de emergencia.

—¿Sólo uno? ¿Y eso?

—Hombre, hay dos accesos más, pero son por ascensor, y no tienen corriente, con lo cual, acceso válido solo hay uno.

—Vaya… Bueno para impedir una huida, malo para pillar por sorpresa. Radios encendidas y armas preparadas. Las linternas llevan pilas, ¿no?

—Son recargables, y el piloto estaba en verde cuando las he desenganchado.

—Ok, ¿y tu pistola?

—No me gusta llevar armas de fuego, me dispararía en un pie, y eso podría ser bastante desagradable, ¿no crees?

—No me parece bien, pero bueno. Yo iré delante, tus escoltas a continuación, luego tú y finalmente, los cuatro que estabais de guardia. ¡Vamos!

Gonzalo los guio directamente a la escalera de emergencia que se veía indicada en una puerta anti incendios al otro lado del mostrador. En cuanto abrió, un torrente de música heavy a todo volumen le sorprendió.

—Arturo —le preguntó—, ¿este es el hilo musical habitual de las instalaciones?

—No, de hecho es más bien música de Mozart y esa gente. No recuerdo que AC/DC estuviera entre los discos.

Empezaron a subir por las escaleras con las armas apuntando hacia el frente.

—¿Ése no es el disco…? —preguntó Arturo.

—Creo que sí, es el que estaban presentando en Madrid cuando murieron.

—Eso sí que fue un concierto inolvidable.

—Qué lástima —recordó Gonzalo—. Tantos intentos para conseguir las olimpiadas, y cuando lo consiguen… Más de diez mil muertos en el estadio olímpico más todos los que murieron en el exterior.

—Madrid 2020. ¿Cómo era el lema?

—«Levántate y lucha».

—Qué oportuna fue la frasecita, ¿verdad? Y si no el chistecito: «Levántate y almuerza».

—Nunca he acabado de entender cómo es posible que lleguemos a banalizar con algo tan terrible como esa masacre que acabó con la ciudad.

—Yo sé que está mal, pero cuando tengo miedo me pongo nervioso, y cuando me pongo nervioso, me da por el humor negro —dijo un tanto avergonzado—. ¿Sabes que le dice un desconocido zombi a otro desconocido zombi cuando se encuentran por primera vez?

—No —le dijo con desgana Gonzalo—. ¿Qué se dicen?

—«Cerebro» conocerte.

Uno de los z-men que iban con ellos no pudo contener una breve carcajada, que Arturo secundó por lo bajo. Gonzalo sacudió la cabeza y siguió subiendo sin mirar atrás mientras el volumen de la música iba pasando de exagerado a insoportable.

Llegaron al rellano de la segunda planta cuya puerta, como ya habían supuesto, estaba completamente abierta. Un pasillo forrado con moqueta color vómito conducía a tres puertas, una marcada como sala de control, otra como almacén y la última como servicios. La única puerta entreabierta era la de la sala, y a ella se dirigieron.

Entraron a una pequeña antesala donde estaban los controles ambientales del aire acondicionado y de la música. Arturo se dirigió al del volumen pero Gonzalo le apartó la mano. Se acercó despacio hasta la siguiente puerta, también entreabierta, y se asomó a mirar. La sala estaba tal y como la recordaba de la última vez que había estado salvo por casi una docena de botes de cerveza esparcidos por la estancia. No se veía a nadie.

—¡¿Pero qué coño es esto?! —gritó Arturo para que se le oyera por encima de la música—. ¿Quién demonios ha hecho esto?, ¿y de dónde han sacado tanta cerveza?

—Es evidente lo que es —le respondió Gonzalo estudiando la zona—. ¿Qué edad tiene el tal Isidro?

—No me lo puedo creer. Pero si parecía un tío responsable.

Gonzalo centró su atención en la maqueta de la ciudad que dominaba el centro de la sala. En el diorama de seis metros cuadrados estaban representados la mayor parte de los edificios con pequeños leds adheridos que indicaban las zonas que disponían o no de electricidad. Algo llamó su atención, como un patrón en la disposición de las zonas iluminadas. Se alejó gradualmente para cambiar su perspectiva y entonces lo vio.

—Venid aquí —dijo sin apartar la vista.

—¿Qué ocurre? —preguntó Arturo mientras se acercaba—. No veo nada raro.

—Ponte justo a mi altura —le dijo—. Fíjate en el conjunto de la iluminación de la maqueta.

Arturo y los z-men miraron fijamente, tal y como Gonzalo les indicaba, algunos moviendo la cabeza, o variando la altura de la visión sin tener éxito hasta que uno de los guardaespaldas de Arturo chasqueó los dedos.

—Sí, lo veo. Es un nombre. Pone «Alicia».

Tras decirlo, todos los demás fueron capaces de ver el nombre formado por los indicadores encendidos.

—¿Me estás diciendo que lo que estaba pasando con la electricidad era una loca que quería formar su nombre con las luces de Ciudad Humana? —dijo furioso Arturo—. Porque cualquier cosa que pueda decir al respecto es poca.

—O eso o alguno con ganas de mojar que no sabía cómo impresionar a su nena —dijo el z-men que había visto el nombre en primer lugar.

—Sea como fuere, el responsable de esto lo va a pagar muy caro —sentenció Gonzalo señalando a un cuadrante concreto—, el hospital está sin luz.

Tras un rápido vistazo y comprobar que efectivamente estaba a oscuras, Arturo se dirigió directo al panel de control y empezó a levantar los interruptores uno tras otro hasta que toda la representación de la ciudad estuvo nuevamente iluminada. Gonzalo bajó el volumen de la música y abrió la puerta del todo.

—A ver, vosotros cuatro —dijo refiriéndose a los z-men que habían llegado por su cuenta a la central—. Quiero a dos en la entrada del edificio y otros dos en la escalera para controlar que no baje nadie. Arturo y tus escoltas, vamos a subir a la planta más alta y vamos a ir bajando hasta que encontremos a alguien que nos pueda explicar…

El ruido de la puerta de emergencia al abrirse interrumpió a Gonzalo que les indicó silencio absoluto mientras agarraban sus armas y se apartaban del ángulo de visión que permitía la puerta.

—Sidro, colega —dijo una voz claramente alterada—. ¿Por qué leches has quitado la música? A Alicia no le gusta retozar sin banda sonora. Joder, tío, Laura decía que eras legal pero no sé yo. Esto no mola nada.

Un muchacho de no más de veinte años vestido sólo con unos calzoncillos y un bote de cerveza en la mano entró en la sala haciendo eses. Cuando empezó a abrir la puerta que separaba la antesala de la sala de control, levantó la cabeza y se giró sorprendido al darse cuenta de que había pasado por entre ocho personas. Los miró a todos uno a uno intentando enfocar los ojos en ellos.

—¿Pero qué coño…? —empezó a decir tambaleándose—. ¿Quiénes sois? N’ostais invitaos y aquí no puede haber nadie. Esta es zona resgintrida, que me lo ha dicho mi colega Sidro, así que haced el favor…

Gonzalo dio un paso hacia él y le lanzó un puñetazo que le tiró de espaldas dejándole inconsciente en el acto. Arturo se asomó para mirarle a la cara que sangraba abundantemente por la nariz.

—Vaya mantecado. Espero que a la tal Alicia le gusten las narices rotas.

—Vamos a subir y le preguntamos —contestó Gonzalo.

Ascendieron por las escaleras hasta el último tramo dos pisos más arriba y salieron a la azotea de la central. Frente a ellos una selva de placas solares que impedía ver nada. Gonzalo aguzó el oído y distinguió varias sonidos. Uno era claramente de pies moviendo la grava que cubría toda la superficie. El otro de jadeos. Dividió a su grupo en dos, enviando a Arturo con sus escoltas y otro z-men y dirigiéndose cada uno a un lateral de la azotea, para revisar los pasillos entre placas desde ambos extremos sin perder el contacto visual.

En el tercer pasillo dieron con una adolescente vestida sólo con unas bragas y bailando al ritmo de una música que únicamente sonaba en su cabeza. Antes de que Gonzalo pudiera decidir qué hacer, la chica les vio, les saludó con la mano y se acercó a paso ligero hacia él sin parar de sonreír.

—Hola —les saludó eufórica empezando nuevamente a bailar—. Soy Alicia, ¿venís a la fiesta? ¿Por qué vais vestidos así?

Gonzalo la agarró con fuerza del brazo y la atrajo hacia sí mismo ignorando el hecho de que estaba prácticamente desnuda.

—Ay, me haces daño —gruñó la chica—, ¿por qué me coges así?

—¿Dónde está Isidro? —preguntó pegando su cara a la de ella—. ¿Quiénes sois y que estáis haciendo aquí?

—Me haces daño —lloriqueó—. ¿Dónde está Lucas? Es mi novio, ¿dónde está? Había bajado a buscar a Isidro, que había quitado la música, y me encanta la música. No hay nada de malo en eso, ¿no?

—Sí lo hay —intervino Arturo cuyo grupo había regresado junto a Gonzalo—. ¿No os dais cuenta, desgraciada, de que con vuestras imbecilidades habéis dejado a media ciudad a oscuras, incluyendo al hospital? ¿Pero dónde tenéis la cabeza?

—Sólo nos estábamos divirtiendo —respondió a la defensiva—. Cuando Lucas vuelva os va a dar a todos una paliza.

Gonzalo sonrió sin pizca de humor y soltó con fuerza a la chica que cayó de culo.

—Ponte algo de ropa —le dijo—, que te vas a venir a buscar a Lucas y nos vais a ayudar a encontrar a Isidro y a la otra chica.

Se acercaron al montón de ropa que había casi al final del pasillo y Alicia comenzó a vestirse. Gonzalo echó un vistazo a ambos lados y vio a varias hileras de distancia, algo enganchado a una de las placas que ondeaba al viento. Hizo señas a Arturo, que se acercó con dos de los de z-men y se dirigieron a comprobar lo que era. Conforme avanzaban, pudieron oír con toda claridad jadeos y gemidos que venían de esa dirección. Avanzaron hasta distinguir que el objeto colgante era un sujetador mientras los gemidos empezaban a convertirse en gritos. Gonzalo silenció las risitas de los dos z-men y se asomaron por la hilera adornada con el sostén. Sobre una manta, un muchacho muy delgado se encontraba con los miembros extendidos mientras una chica desnuda daba botes sobre él a un ritmo frenético. Ante lo incómoda de la situación, Gonzalo dudó sobre cómo actuar. Arturo le puso una mano en el hombro y le ayudó a decidirse.

—Amigo mío —le susurró al oído—, ya que mañana van a ser expulsados y puede que no sobrevivan, vamos a dejarles que terminen, y que se lleven eso puesto, ¿no te parece?

—De acuerdo —dijo tras meditarlo—. Que aprovechen mientras puedan, pero en cuanto terminen, para abajo.

Regresó sobre sus pasos para ver cómo iba la tal Alicia cuando un brillo bajo un panel llamó su atención. Sacó su linterna y enfocó a un pequeño objeto cilíndrico como de cristal. Se arrodilló para cogerlo justo cuando la chica saltarina empezaba a gritar «sí» como si estuviera poseída.

—Bueno, parece que alguien está a punto —dijo mirando por encima del hombro—. Ahora vendrá el disgusto.

Volvió la vista al objeto, lo cogió y al iluminarlo distinguió restos de un polvillo blanco en el fondo. El miedo estuvo a punto de paralizarle pero haciendo un esfuerzo se levantó de un salto y echó a correr hacia la hilera en la que se encontraban los amantes. La voz preocupada de la chica le erizó los pelos de la nuca.

—¿Isi? —la escuchó decir—, ¿te encuentras bien?, ¡Isidro!

Supo lo que iba a ocurrir. También supo que no era casualidad. Desenfundó su arma al trote y esperó que los z-men recordaran el protocolo para estos casos.

—¡Zombi yonki —gritó Gonzalo—, riesgo de zombi yonki!

Alertados por los gritos, los z-men empuñaron sus armas y corrieron hacia la pareja preparados para abrir fuego, provocando que la chica lanzara un chillido histérico al verlos aparecer. Nerviosa intentó levantarse cuando Isidro, que no sabía que la combinación de cocaína pura y sexo salvaje era más de lo que su corazón podía soportar, regresó. Se enderezó como si tuviera un resorte en la espalda y lanzó una dentellada al pecho izquierdo de ella, cuyo grito pasó del miedo al dolor más desgarrador. Gonzalo llegó a la hilera justo a tiempo de ver cómo el ser que hasta hacía unos minutos era Isidro, le arrancaba más de la mitad del seno de un violento tirón de cuello, emitiendo un sonido como de tela al rasgarse. La pobre muchacha intentó tapar la hemorragia apretando la herida y cayó de espaldas sin dejar de gritar. Su atacante se puso en pie de un salto masticando la pálida carne y tras olfatear un poco el aire, encaró a Gonzalo y los z-men. Apenas había empezado a correr cuando los fusiles abrieron fuego. La lluvia de balas hizo al cuerpo reanimado danzar de forma espasmódica hasta que terminó completamente destrozado.

Gonzalo pasó corriendo por encima de los restos del zombi y se dirigió hacia la chica que había retrocedido hasta el borde del edificio. Temblaba presa del shock mientras mantenía las manos ensangrentadas contra los restos de su pecho. Sin poder evitar un ramalazo de compasión a pesar de lo que había hecho, la llamó suavemente por su nombre. Levantó la cara, empapada en su propia sangre.

—¿Qué ha pasado? —preguntó con voz de estar colocada y sin ser del todo consciente de lo que estaba pasando—. ¿Por qué me ha atacado Isi? Es mi novio, y es muy bueno, ¿por qué me ha hecho daño?

—Laura —le dijo Gonzalo con amabilidad—, ven aquí, nosotros te vamos a ayudar.

—No, no me queréis ayudar. Creéis que me voy a morir y me queréis matar vosotros y eso no puede ser, yo estoy bien, es sólo un rasguño.

—Laura, no es un rasguño. La transformación ya ha comenzado, y va a ser un proceso muy doloroso e imposible de parar. Sólo quiero darte una alternativa mejor, prometo que no sufrirás nada.

Se apartó una mano de la terrible herida y se la examinó. La sangre había comenzado convertirse en un asqueroso engrudo negro. Alzó los ojos arrasados en lágrimas y miró a los de Gonzalo, que asintió despacio a la vez que le indicaba con la mano que se acercara. Negó con la cabeza, murmuró algo que no lograron escuchar y se asomó al vacío.

—¡No! —gritó Gonzalo echando a correr hacia ella—. ¡Detente, no lo hagas!

Le miró de nuevo y se dejó caer por el borde como si tal cosa. Gonzalo estuvo a punto de agarrarla de las piernas, pero perdió el equilibrio al pisar un trozo de Isidro y sólo pudo rozarle un tobillo antes de contemplar cómo caía hacia el aparcamiento.

—Bueno, pues ya está, ¿no? —le dijo Arturo a Gonzalo tras llegar a su lado.

—No lo sé —le respondió éste mientras observaba el cadáver—. Depende de cómo haya terminado el cerebro tras la caída. No creo que pueda ni moverse, pero…

Como respuesta a la cuestión no formulada, el cuerpo empezó a agitarse y a intentar desplazarse. Se veía claramente que ambos brazos y piernas estaban rotos, pero aun así, se agitaba como una serpiente, intentando moverse.

—Bajemos a terminar esto —le dijo Gonzalo.

Se dirigieron a la puerta de acceso al interior del edificio, bajaron los dos pisos que les separaba de la sala de control y recogieron al otro chico y a los z-men que guardaban la escalera. Salieron al aparcamiento y se dirigieron a donde había caído el cuerpo sólo para encontrar un enorme charco de sangre y un rastro que se dirigía hacia la carretera. Gonzalo desenfundó la pistola y recorrió el camino que había tomado el zombi hasta que, al tomar una curva, la vio. Iba arrastrándose con los codos bajo una farola, con el tronco abierto en canal y los huesos de la cadera sobresaliendo de la carne desgarrada. Apuntó a la cabeza de la chica cuando el rugido de un motor le hizo levantar la vista. El viejo todo terreno de Nacho tomó una curva a toda velocidad y pasó por encima de ella aplastándole el cráneo. Al verle, Nacho frenó bruscamente produciendo un horrible chirrido.

—¿Con qué coño he tropezado? —le preguntó Nacho mientras se bajaba del viejo coche.

—Con un cabo suelto, Nacho. Con un cabo suelto.

Al día siguiente, el tema de los cortes de corriente no pudo robar protagonismo al de las primeras elecciones democráticas de Ciudad Humana. A las nueve de la mañana se abrieron las puertas del antiguo colegio de Las Carmelitas, en cuyo enorme patio se habían instalado veintisiete urnas, una por letra del abecedario, para votar. Gonzalo acudió a las ocho de la mañana, donde se encontró con un apesadumbrado Guillermo que apenas le devolvió el saludo. Tras comprobar con él que todas las urnas tenían un representante de ambos bandos, se dirigió a la que le correspondía y depositó su papeleta. Saludó a los que llegaban, estuvo cumpliendo un poco para dejarse ver y a las diez de la mañana se marchó a su casa donde le esperaba una mochila que había preparado la noche anterior. Subió a la torre y cuando apenas habían pasado veinte minutos de su regreso, salió del palacete con aire decidido. Caminó a paso ligero y comprobando que no le seguían hasta llegar a la plaza Bastarreche. El día había amanecido soleado y se detuvo un minuto a disfrutar del calor que le ofrecía la mañana. Bordeó la plaza hasta llegar a la centenaria construcción que en tiempos había sido la oficina de turismo de la ciudad, justo al lado del tristemente célebre hotel «Los Habaneros». Pasó de largo la oficina y se dirigió a un pequeño cuarto que en tiempos había servido de almacén a la oficina, guardando propaganda, panfletos y demás. Entró y cerró la puerta, encendió la bombilla que colgaba del techo y vació el contenido de su mochila: unas gafas de sol, una camiseta vieja, unos vaqueros rotos y desgastados, una gorra y un par de paquetes. Se cambió de ropa y guardó la que llevaba en la mochila, para a continuación abrir el primero de los paquetes que contenía una pistola. Comprobó que estaba preparada y se la guardó en el bolsillo trasero junto a cuatro cargadores que se repartió por el pantalón. El segundo paquete reveló una funda de cuero alargada en cuyo interior se encontraba un cuchillo de Liston perfectamente afilado, hermano del que poseía Alejandro. Comprobó que la caja del cuchillo estaba preparada para abrirse en un instante y tras admirar su filo, volvió a guardarlo en ella y se la colocó bajo el brazo. Se observó en un pequeño espejo que colgaba en el almacén y se manchó un poco la ropa y la cara con polvo de los estantes hasta darse un aspecto más descuidado. Salió del almacén y echó a andar en dirección a Las Campanas, dispuesto a hacer lo que tenía que haber hecho hacía tiempo.

Su cabeza no dejaba de preguntarse si era buena idea lo que estaba haciendo. Su plan consistía en intentar llegar a la casa con la excusa de coger material a cambio de comida. Alegaría que había estado en ganadería toda la mañana para conseguir la mejor carne y unas salchichas y que se las llevaba, y cuando le dieran acceso, limpiaría el piso con la pistola y convencería a «el príncipe» de que le informara del paradero de las drogas con ayuda de la cuchilla, destruyendo el alijo en cuanto lo localizara. Todas las dudas lógicas le asaltaban: ¿Cómo iba solo a meterse en la boca del lobo? ¿Cómo no se lo había dicho a nadie? ¿Cómo pretendía acabar él solo con una pistola y un cuchillo contra a saber cuántos matones que pudieran estar ahí?… Era sólo un hombre. Podía ser muy bueno anulando a muertos vivientes, pero contra un grupo de matones… Pero daba igual. Cualquiera de los comentarios que su razón le hiciera ver era atajado por la misma rabia irracional que le acompañaba desde el momento en que vio cómo destrozaban a disparos el cuerpo de ese muchacho en el techo de la central. Debía hacerlo ya.

Dejó atrás los últimos edificios y divisó la grúa de hierro que antaño había servido para la carga y descarga de los barcos que llegaban a la ciudad. Apoyado en ella estaba Nacho silbando. Aunque le costó trabajo creer lo que veían sus ojos, reaccionó deprisa y sin llegar a detenerse empezó a cojear de forma exagerada, manteniendo la mirada fija en el suelo. Poco a poco fue desviándose al lado contrario a donde éste se encontraba hasta dejarlo atrás. Aliviado, dejó escapar el aliento que había estado conteniendo sin darse cuenta.

—Déjate de rollos, jefe, y ven para acá —le dijo Nacho sobresaltándolo—. El disfraz es una puta mierda. No engañarías a nadie.

Haciendo caso omiso siguió avanzando sin alterar el paso. Escuchó un ruido como un silbido y una cuchilla metálica se clavó cerca de sus pies. Miró y la reconoció como una de las cuchillas de sir Conroy.

—He estado entrenando con las mariconadas estas del gótico. Son cojonudas, ¿sabes? Me parece increíble que las haga él mismo, son la hostia de precisas. Y ahora ven aquí y quítate las ideas idiotas de la cabeza antes de que te lance una al talón y te deje inútil.

—Déjame en paz, Nacho —le dijo sin girarse—. Tengo que hacer esto. Alejandro tenía razón, le he dejado campar a sus anchas demasiado tiempo, teníamos que haber cortado esto desde un principio.

—Sí, tienes mucha razón —le dijo en tono neutro—, pero las cosas son como son, y lamentarse es de imbéciles, ahora lo que cabe es remediar los errores.

—Y eso me dispongo a hacer. Voy a solucionar el problema de raíz.

—Ah, claro, el en pocas horas electo presidente de la ciudad va a subir él solo a enfrentarse a un micro ejército de matones drogodependientes solo y armado ¿con qué? ¿Con una pistola?

—Y con el cuchillo —respondió a la defensiva a la vez que se giraba para mirarle a los ojos—. No le tengo ningún miedo.

—Jefe, a veces me pregunto cómo puedo ser capaz de respetar a un gilipollas de tu calibre. Voy a creer que no te has quedado bien después del golpe en la cabeza. ¿Tienes idea de a qué te enfrentarías allí arriba?

—Pues sí, a media docena de matones desprevenidos.

—Pues no. ¿No te diste cuenta de que el payaso de «el príncipe» era algo más que una pose? Ese tío tiene muy poco por no decir nada de tonto, y a raíz de nuestra visita, triplicó la seguridad en torno a su residencia. Hoy por hoy para acceder a pillar algo de droga tienes que soportar más medidas de seguridad que en un aeropuerto de la otra vida, pero es que llegar directamente al figura es prácticamente imposible. En el plan que vas, sería un puto suicidio.

—Pues sí que estás informado. ¿Cómo sabes tanto?

—Ese bastardo ha reinstaurado la droga y me ha humillado. ¿De verdad creías que le iba a dejar irse de rositas?

—Entonces no hiciste ningún caso de mi decisión…

—Para ser exactos, me la pasé por el forro de los cojones.

—¿Hay muchas más órdenes mías que hayas decidido no acatar?

—¿De verdad quieres saberlo?

—No, creo que no. ¿Y qué es lo que has hecho este tiempo?

—Pues lo típico, ya sabes, recabar información, espiarle, esas cosas.

—Bien, pues reúne todo lo que tengas que vamos a realizar cuanto antes una incursión para zanjar el asunto. Quiero acabar con esto cuanto antes.

—Jefe, si me permites, la idea de ir disfrazado puede no ser tan descabellada, pero habría que hacerlo bien, eligiendo el momento, las personas, y la posibilidad de atajar cualquier respuesta. Hay maneras de hacerlo y además podríamos matar dos pájaros de un tiro.

—Explícate.

—Digamos que tengo un par de ideas que quería comentarte y que creo que te van a gustar… ¿No estás cansado ya de estar a la defensiva en este juego…?

Estuvieron cerca de tres horas paseando y hablando sin parar. Cuando llegó la hora de comer volvieron juntos hacia el centro. Gonzalo se marchó al palacete y Nacho a echar un vistazo por el colegio electoral.

A las siete de la tarde, Gonzalo volvió a Las Carmelitas para comprobar el cierre de las urnas con unos sesenta mil votos. A las ocho el primer recuento dio un resultado de más de cincuenta mil a favor de Gonzalo, con lo que no se consideró necesario un nuevo recuento. Guillermo felicitó a Gonzalo delante de todos los asistentes al recuento y se retiró seguido de Jack y de Paco. Una vez se hubieron marchado, Gonzalo se limitó a agradecer a los presentes la renovación de su confianza y les prometió que seguirían luchando por todos ellos.

A las nueve de la noche estaban todos en el despacho de Gonzalo celebrando el resultado. Sin embargo en su cabeza no dejaba de dar vueltas la conversación que había mantenido con Nacho y la estrecha relación que sus planes guardaban con lo que iba a anunciar esa noche. Desde que habían llegado al palacete los representantes y familias, el ambiente había sido de alivio y alegría, ya que el que Guillermo no pudiera poner más trabas a Gonzalo era el primer problema que lograban solucionar. Aunque desde luego no el más importante.

Gonzalo, consciente de que todos esperaban que dijera algo, se puso en pie y llamó su atención.

—Amigos míos —dijo cuando se hizo el silencio—: Quiero agradeceros que estéis aquí conmigo, como siempre. Gracias, de verdad, por todo. Y a los que os habéis sentido aliviados por el resultado, ¿veis como había que confiar en nuestra gente?

Un murmullo de risas acompañó a un par de toses que salieron de la garganta de Alejandro, que miraba con expresión cómica a José Luis y a Pilar que se habían sonrojado.

—Quiero que seáis los primeros en saber algo —continuó Gonzalo—. Ya estuve comentando ayer mi intención de hacer algo que sirviera para mejorar el sentir general de la población. Pues bien, le he seguido dando vueltas y he tenido una idea. La reacción cuando preparamos la Navidad me hizo darme cuenta de una cosa muy importante, y es que nos hemos estado preocupando de la seguridad, la alimentación, la vivienda… de las cosas realmente importantes, sí, pero hemos estado ignorando otras en las que nos hemos quedado estancados.

—Estancados tampoco, Gonzalo —intervino Alejandro—, seguimos evolucionando sin parar para que todo vaya mejor, y tú lo sabes mejor que nadie.

—Sí, lo sé —le respondió—. Pero hay algo que aún no hemos hecho. No le hemos agradecido a la gente todo su esfuerzo como lo merecen. Lo hicimos con la Navidad, sí, pero sin ser conscientes de la importancia de lo que representaba. Y fue una experiencia maravillosa que alegró hasta al más laico de Ciudad Humana.

Gonzalo rodeó la mesa y se sentó sobre ella.

—Carmela —le dijo a su prima—, tú estuviste muchos años de animadora en hoteles, ¿verdad?

—Pues sí —respondió esta—, trabajé varios veranos en animación hotelera.

—Si nadie tiene nada que objetar, quisiera nombrarte representante de festejos y celebraciones.

—¿Y eso? —preguntó Alejandro—. ¿Y esa idea de dónde ha salido?

—Ya te lo he dicho —le explicó Gonzalo—, de la buena experiencia de cuando montamos la Navidad. Si sólo por poner unos adornos, un viejo Belén, luces y villancicos, fíjate cómo se implicó la gente, imagínate si hiciéramos algo en lo que además se pudieran implicar más. Y lo de elegir a Carmela es porque ya ayudó lo suyo en su momento y tiene una cierta experiencia.

—Vaya. Parece que lo tienes todo pensado —dijo Alejandro—. ¿Tú sabías algo, cariño?

—Primera noticia que tengo al respecto —dijo Carmela—. Bueno, ¿y qué se supone que debería hacer? Porque como muy bien dice Álex, parece que sí que lo tienes todo atado y bien atado.

—En principio es solo coordinar las cosas, como ya te he dicho y moverse para que los proyectos salgan adelante.

—¿Y hay algún proyecto ya elegido? —preguntó Agustín.

—Sí, hay varios, pero vamos a centrarnos de momento en uno —le dijo Gonzalo sonriendo—: Vamos a devolver la Semana Santa a Cartagena.