30/03/2041
No tuvo ninguna duda de que estaba vivo. Abrió los ojos y un fogonazo de dolor le atravesó la cabeza obligándole a cerrarlos de nuevo mientras se echaba las manos a las sienes.
—No intentes moverte ni abrir los ojos —le dijo la voz de Nicolás—. Tienes una severa contusión en la cabeza y un pequeño hematoma en la base del cráneo. Necesitas descansar.
—¿Qué ha pasado? —dijo con voz pastosa—. ¿Cómo llegué?
—Antonio te consiguió llevar hasta Nacho que ya estaba entrando en el patio del taller.
—¿Nacho? —preguntó—. ¿Dónde está?
—Aquí mismo, jefe —dijo éste—. Tienes una pinta de mierda.
—Y Antonio Santiago, ¿cómo está?
—Tuve que anularlo —dijo Nacho en tono neutro—. Lo habían mordido y me pidió que no le dejara convertirse en una de esas cosas. Y como su religión le impedía suicidarse…
Poco a poco Gonzalo empezó a abrir los ojos permitiendo que se fueran acostumbrando al brillo de las luces. Con esfuerzo se enderezó mientras acallaba de un manotazo el comienzo de protesta que Nicolás empezaba a decir.
—Pedro, Emilio, José María, Juan José, Israel, Fulgencio, Bernabé, Paco, Juan, Ginés, José David, Miguel Ángel, Joaquín, Bartolo…
—Ningún superviviente —le confirmó Nacho—. Se lanzaron todos para ayudarte. Un par de ellos consiguieron salir pero les habían mordido. Lo siento.
La puerta de la habitación se abrió de golpe y Alejandro entró dirigiéndose como una flecha hacia Gonzalo.
—Dios mío, estás bien —dijo mientras le abrazaba—. Estás bien de verdad, ¿no?
—Estoy vivo —le respondió alejándolo con cuidado—. No estoy bien.
—Lógico, perdona. Ha sido una pregunta estúpida. Estás herido, es cierto. Pero lo importante es que te vas a recuperar.
—¿Qué hora es? —les preguntó Gonzalo.
—¿La hora? Pues son las… —Alejandro consultó su reloj—. Pues son las doce menos cuarto, ¿por qué?
—Voy a llegar tarde —dijo mientras se levantaba y se dirigía a un armario en la esquina de la habitación—. ¿Esta ahí mi ropa?
Nacho, Nicolás y Alejandro miraron desconcertados cómo Gonzalo abría el mueble y sacaba la bolsa de plástico con los restos de su ropa, desplegándolos sobre la cama.
—Gonzalo —le dijo Nicolás—, debes guardar reposo. Es una orden.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó confuso Alejandro—. No puedes estar de pie.
—¿No estaba bien hace un momento? —ironizó Gonzalo mientras empezaba a vestirse—. Tengo cosas que hacer.
—No te vas a ir a ningún lado —sentenció Nicolás.
Con gesto decidido, el médico se lanzó a quitarle la bolsa con la ropa, pero antes siquiera de poder rozarla, Gonzalo le agarró por los dedos y le retorció el brazo empujándole hacia Alejandro, que evitó que se cayera de bruces. Ambos lo miraron sorprendidos mientras Gonzalo les mostraba una expresión aturdida.
—Lo siento —les dijo—. No quería empujarte así, de verdad, pero tengo que irme, debéis entenderlo.
—Sí, claro, no pasa nada —balbuceó Nicolás—. Está muy tenso por lo que ha pasado, la culpa ha sido mía por lanzarme así a por ti.
Terminó de vestirse en silencio y cuando se hubo colocado los restos de su uniforme se dirigió a la puerta donde Nacho le bloqueaba el paso.
—¿Vas a intentar detenerme? —le preguntó.
—No quiero, pero debo hacerlo. Sé a dónde quieres ir, pero creo que no deberías. Ayer pasaron más cosas, y deberíamos hablar antes… Además, las elecciones se han retrasado.
—Apártate, por favor.
—Por supuesto, jefe —respondió Nacho—, me apartaré cuando sea el momento, pero hay cosas que deberías saber.
—Sal de mi camino si no quieres que pase por encima de ti —le susurró mientras apretaba los puños.
—Jefe, sabes que te costaría si estuvieras en perfecto estado, y estás hecho una puta mierda. Piensa un poco, hombre.
Gonzalo levantó la cabeza y le miró fijamente a los ojos, los cuales ni parpadearon. Miró hacia atrás y vio que Alejandro se le había acercado con cautela por la espalda. Nicolás seguía junto a la cama agarrando sus dedos doloridos.
—Vale —dijo relajando los puños y volviendo a agachar la cabeza—. ¿Qué es eso tan importante que ha pasado?
—Vuelve primero a tumbarte, Gonzalo —le dijo Alejandro—. Es largo de explicar.
—Como queráis —dijo girándose hacia la cama—. Y ¿cuándo van a ser las elecciones al final?
—Para el trece de abril. Pero hay otro tema más urgente: se trata del marido de…
Gonzalo giró sobre mismo y se lanzó a la puerta de la habitación apartando a Nacho de un empujón y atravesándola antes de que nadie pudiera reaccionar. Cuando Alejandro salió al pasillo apenas unos segundos después, no había ni rastro de él. Al momento apareció Nacho.
—¿Cómo coño ha hecho eso? —le preguntó Alejandro—. ¿Cómo lo has dejado ir?
—Me ha pillado desprevenido.
—Se supone que nadie te puede pillar desprevenido, ¿no?
—¿Qué quieres que te diga? No me podía esperar eso del cabrón de tu jefe. Tu tampoco has reaccionado muy rápido, ¿verdad?
—Bueno, dejemos eso. Tenemos que encontrarlo.
—Creo que los dos sabemos dónde va, ¿verdad?
—Eso me temo.
—Pues vamos corriendo, aunque no creo que logremos adelantarle.
Tras salir de la habitación, Gonzalo corrió a la salida de incendios más próxima que para su suerte se encontraba a pocos metros de su habitación. Bajó los peldaños de la misma de tres en tres sin mirar atrás mientras notaba un martilleo en las sienes que a cada paso parecía intensificarse. Cuando por fin llegó al suelo, tuvo que detenerse un momento y apoyarse contra la pared mientras pequeñas manchas negras empezaban a flotar en su campo de visión. Aunque tenía la necesidad imperiosa de echar a correr, se obligó a esperar hasta que el dolor de cabeza remitió un poco y la vista se le aclaró.
—Conmoción —se repitió a si mismo—. Tienes una conmoción. Controla.
Decidió dar un rodeo para llegar que aunque le iba a retrasar, también le permitiría esquivar cualquier intento de sus amigos por interceptarlo. Miró sus manos y vio que le temblaban. Respiró hondo y se puso en camino.
Quince minutos después llegó a la calle Mayor, donde ya se apreciaba un revuelo de gente considerable que llevaba su misma dirección. Intentó abrirse paso para tardar lo menos posible, pero enseguida se encontró bloqueado por una masa de gente que no se movía ni un milímetro con tal de escuchar las frases que les llegaban por los altavoces montados en la plaza del ayuntamiento. Lo que escuchaba le iba poniendo furioso por momentos y notaba cómo el golpeteo en la cabeza se iba haciendo cada vez mayor, habiendo pasado de un martilleo al ruido de una perforadora.
Alusiones a él y los caídos el día anterior.
Un líder no puede ir a la batalla. Debe preservarse por el bien de los suyos.
Vidas perdidas por fallos de seguridad.
Irresponsabilidad, dicho desde el respeto.
—Cobarde —dijo en voz alta.
Las personas que tenía alrededor empezaron a chistarle y a pedirle que se callara, pero él hizo caso omiso.
—Cobarde —repitió aún más alto.
Una señora mayor se giró hacia él con intención de recriminarle, pero antes de abrir la boca le reconoció y se quedó con la boca abierta de la sorpresa. Poco a poco todos los que tenía más próximos le identificaron y empezaron a cuchichear entre ellos.
—¡Cobarde! —gritó ya a pleno pulmón mientras la gente se iba apartando para abrirle camino—. ¡Eres un maldito cobarde!
Avanzó ya sin dificultad mientras la voz de Guillermo seguía saliendo por los altavoces, desconocedor de que Gonzalo estaba llegando. Por un momento le pareció distinguir entre el gentío la cara preocupada de Alejandro buscándole. No le iba a detener. A pocos metros de entrar en la plaza, escuchó cómo el discurso se interrumpía, sin duda al aparecer el camino que le iban abriendo. Cuando estuvo a la vista, Guillermo lo miró a los ojos y se giró hacia su esquelético abogado que se limitó a encogerse de hombros. A su lado, con cara de no querer estar ahí, Sacristán miraba al suelo.
—¡Cobarde! —gritó de nuevo, siendo escuchado claramente esta vez por los presentes que guardaban silencio.
Alcanzó sin problemas el mismo escenario donde hacía pocos meses habían anunciado la llegada de la luz a la ciudad. Sin molestarse en buscar la escalera, apoyó las manos en la superficie para subir cuando una mano cayó sobre su hombro.
—No es una buena idea —le dijo Alejandro al oído—. Vámonos, aún estás a tiempo.
—Tanto interés que tenías hace unas semanas, y ahora me pides que me vaya… No te entiendo, pero el caso es que ya estoy aquí y voy a decir lo que tengo que decir.
—Pero…
—No hay peros. Y ahora, por favor, échame una mano para subir.
Con el ceño fruncido Alejandro le ayudó a izarse y subió a continuación detrás de él. Guillermo asintió repetidas veces mirando a Jack y se dirigió a Gonzalo con la mano extendida dispuesto a estrechársela mientras le dirigía una mirada compungida. Con cara de desprecio, este le apartó la mano de un golpe y se dirigió a uno de los dos atriles que había montados.
Un leve mareo le desorientó durante un momento y tuvo que agarrarse a Alejandro para no caerse. Cerró los ojos unos segundos hasta que notó que se le pasaba y los abrió para recorrer con la vista toda la gente que había. Sabía que lo que había sucedido el día anterior había servido para atraer a muchas más personas de las que inicialmente habrían calculado. Personas más interesadas por saber qué había pasado exactamente que por quién iba a dirigir la ciudad. Otra de las consecuencias de la libertad, se dijo. Triste pero cierto. Aspiró profundamente.
—Bartolo, Pedro, Emilio, Joaquín, José María, Juan José, Miguel Ángel, Israel, José David, Fulgencio, Bernabé, Paco, Ginés, Juan… Antonio Santiago… Sé que no os suenan los nombres, y sé que así no los recordaréis, pero yo no los voy a olvidar en la vida. Eran ciudadanos como vosotros, pero que ayer dieron la vida por todos nosotros. De eso deberíamos estar hablando hoy, no de rencillas personales que parece que a este cobarde le gusta montar.
—Perdóname, Gonzalo —le interrumpió Guillermo desde el otro micrófono—, pero aquí estamos intentando mantener una conversación de adultos con educación y…
—¿De adultos dices? No me hagas reír. No eres más que un niñato que no sabe nada de la vida y que pretende implantar una utopía que lo único que lograría sería hundir lo que hemos creado. Eso y un cobarde que no tiene más que hacer que aprovechar para tirar mierda sobre una persona que no podía venir a responderte, ¿verdad?
—Sólo estaba… yo también estaba homenajeando a las víctimas del accidente de ayer…
—¿Accidente? —le gritó Gonzalo con los ojos desencajados—. ¿Un accidente? ¿Cientos de zombis guardados en contenedores justo donde iba a hacer la revisión es un accidente? ¿Y la aparición de un centenar más intramuros también?
Se abalanzó hacia Guillermo y le agarró por el cuello de la camisa que llevaba.
—Alguien ha tratado de matarme, y se ha llevado por delante a unos hombres que decidieron dar su vida por mí —dijo bien claro mientras dedicaba una mirada también al clon de Jack Skellington—. Quiero que quede bien claro que voy a pillar al que ha hecho eso y voy a hacer que lo lamente por el resto de sus días.
—¿Me estás acusando de algo…? —preguntó con voz temblorosa.
Lo miró de arriba abajo, temblando como un niño, y le soltó para volver a su micrófono. Notaba cómo en su cabeza apenas se escuchaba un taconeo. Pensó que sin duda liberar la tensión le había hecho bien.
—Yo no voy a dar mensajes políticos —dijo a los presentes—. Eso no es lo mío. Yo soy médico. Y mi pasión es salvar la vida de la gente. Fuera desde un laboratorio, como lo hacía en el hospital, o peleando contra una marea de cadáveres andantes, me da igual. Esa ha sido siempre mi motivación, el salvar vidas. Sólo eso. Aplico leyes que son duras, lo sé, y sé que son las que más critica este hombre. Pero intento ser justo, y en este mundo las leyes deben ser severas e iguales para todos…
—¿Para todos? —le interrumpió Guillermo en lo que parecía ser un nuevo arranque de valentía.
—¿Puedo saber a qué viene esa pregunta? —le respondió bruscamente Gonzalo mientras Alejandro le apretaba con disimulo el brazo—. Aquí todo el mundo es igual y debe atenerse a las mismas reglas…
—Entonces, ¿qué vas a hacer con vuestro «Harry el Sucio»?
Gonzalo miró rápidamente a Alejandro que se estaba tapando la frente con la mano mientras hacía muecas. Enfrente del escenario también vio a Nacho que le saludó con cara de póker. Volvió a mirar a Guillermo e intentó hablar, pero los puntos negros venían cabalgando la perforadora que empezaba a destrozar su cabeza.
—Dinos —insistió Guillermo envalentonado por la falta de respuesta de Gonzalo—. ¿Qué vais a hacer con el z-men asesino?
—No sé… —balbuceó Gonzalo—. No sé de qué…
—No me digas que no te han informado.
Volvió a mirar a Alejandro que asintió.
—Es lo que te quería contar antes. Harry, el marido de Rose. Ayer atacó a tres muchachos y mató a uno de ellos, un crío de quince años. Lo tenemos en custodia.
Gonzalo notó como si algo soltara en su cabeza y su vista empezó a nublarse. Se escuchó decir algo sobre que efectivamente la ley iba a ser igual para todos. Su ángulo de visión giró bruscamente y quedó mirando al sol hasta que un montón de cabezas se lo taparon. Pensó en el día anterior. Había sido algo parecido. Oscuridad.
Abrió los ojos. Veía borroso y se sentía como atontado. Intentó incorporarse pero no pudo. Levantó su brazo izquierdo y vio la vía en su vena. La habitación estaba a oscuras salvo por una pequeña luz en la esquina. Miró hacia ella y se encontró a Jack «el abogado» sentado bajo la pequeña lámpara. Le miraba sonriendo, pero era una sonrisa estremecedora. Su esquelético rostro mantenía una expresión verdaderamente alegre, pero sus ojos eran fríos. Ojos como los de un cadáver.
Intentó preguntarle qué hacía allí, pero sonó como «gace gui». Ante la pregunta, se sonrió más todavía y se acercó a la cama. Gonzalo pensó que quizá debía tener miedo, pero se percató de que no le importaba. Llegó a su lado y se inclinó juntó a su cara.
—Felicidades por tu victoria —le susurró al oído.
Notó cómo el siniestro personaje le besaba en la frente y lo vio acercarse a la puerta donde, una vez la hubo abierto, se convirtió en el auténtico Jack Skellington, el cual giró la cabeza y le guiñó un ojo vacío en señal de despedida. Oscuridad.
Abrió los ojos. El sol le molestaba y al no tener ni fuerzas para taparse la cara con las manos, optó por volver a cerrarlos. Nacho y Alejandro discutían como siempre. Esta vez era sobre él: Alejandro decía que podía haberle detenido cuando salía del hospital y Nacho que no, que no podía haber hecho nada.
—Me dejaste… —susurró Gonzalo.
Los dos hombres callaron y se dirigieron a la cama a preguntarle cómo estaba. Consiguió esbozarles una media sonrisa pero no entendió ninguna de las cosas que le dijeron. Oscuridad.
Se despertó sintiéndose despejado. Miró por la ventana y pudo divisar la luna. El cielo estaba limpio y se podían ver cientos de estrellas. Se miró el brazo y sintió cierto alivio al ver sólo una gasa donde había llevado la aguja. Se sentó en la cama y recorrió con la vista la habitación a oscuras. Cuando se hubo acostumbrado a la falta de luz, distinguió una figura en el mismo sillón donde creía haber visto a Jack. Se levantó y se sentó en el suelo junto a su acompañante. Era Carmela.
—¿Recuerdas cómo era el cielo hace treinta años? —le preguntó.
Carmela parpadeó un par de veces y miró hacia la cama, al verla vacía apartó la manta que la cubría y se levantó de un salto. Gonzalo cogió su mano para tranquilizarla pero sólo consiguió que su prima pegara un grito.
—Calma, Carmela —le dijo intentando tranquilizarla—, que soy yo.
—¿Cómo que eres tú? —respondió nerviosa—. ¿Qué haces en el suelo? ¿Cuándo te has despertado? ¿Y por qué me has dado ese susto?
—Siéntate a mi lado, anda —le pidió haciendo caso omiso a sus preguntas—. ¿Has visto cómo está el cielo esta noche?
—No me he fijado, la verdad —le dijo mientras se ponía junto a él en el suelo—. ¿Estás bien?
—Sí, claro —respondió tras pensarlo unos instantes—. Tan bien como se puede estar hoy en día. ¿Recuerdas las noches de hace treinta años, como era el cielo?
—Pues igual, ¿no? —le respondió mirando por la cristalera—. Si acaso lo recuerdo con menos estrellas.
—En una noche despejada podíamos ver tres o cuatro con suerte. Ahora las podemos ver todas.
—Gonzalo —le dijo mirándole a los ojos—, ¿te encuentras bien de verdad?
—Creía que me iba a encontrar aquí a Alejandro, no a ti. No es que me queje, te lo aseguro, pero me ha chocado un poco.
—Prácticamente no se ha despegado de tu lado. Esta noche se ha quedado en casa por orden mía. El pobre estaba hecho un guiñapo.
—Me hubiera gustado ponerme al día con todo lo que haya pasado. Quisiera enterarme cuanto antes de lo que pasó con el marido de Rose y de todo lo relevante sobre los días que he estado inconsciente.
—Yo te lo puedo contar por encima aunque para los detalles tendrás que esperarte a mi marido. Pero lo primero es decirte que no has estado unos días inconsciente, Gonzalo. Has estado más de dos semanas.
Tras levantarse y desayunar, se asomó al balcón para relajarse viendo la lluvia caer. Hacía dos días que había vuelto a casa y finalmente se sentía con fuerzas para retomar todo lo que tenía pendiente. La imagen del agua cayendo siempre le recordaba a su madre, que cuando se despertaba asustado por la tormenta le llevaba en brazos a la cama de los «papis», donde dormía tranquilo protegido por ellos. Recordó lo cobijado y seguro que se sentía y la primera vez que Irene se unió a ellos dejando ya muy escaso el espacio de la cama. Irene, la invasora que con el tiempo se convirtió en aliada fiel, y finalmente en el ser que más había querido en su vida. Recuerdos agridulces, sí, pero sus recuerdos.
—¿Cuándo empezarán a crearse buenos recuerdos…?
Un relámpago cruzó el cielo y el agua arreció con más fuerza. Se preguntó qué hubiera dicho Ruth si hubiera visto en el lío en el que su hijo se había metido. Seguramente le habría abrazado y le hubiera dado ánimos. Sus padres los habían educado a su hermana y a él para que no temieran demostrar sus sentimientos, lección que nunca había llegado a cuajar del todo en él. Pasó el resto de la mañana pensando en cómo iba a abordar el tema hasta el mismo momento en que entró al cuartel de los z-men, donde Nacho lo saludó con un movimiento de cabeza y lo acompañó hasta los antiguos calabozos que había en el sótano. En la única celda ocupada se encontraba Harry, el marido de Rose, sentado en un catre, encorvado y mirando al suelo.
—¿Harry? —le llamó.
Al oír su nombre, levantó la cabeza y una leve sonrisa apareció al verle. La estampa que Gonzalo vio poco tenía que ver con la imagen que guardaba de él. Tenía los ojos enrojecidos y unas ojeras de impresión. Su cara, muy pálida, presentaba muchas más arrugas de las que le pertenecían y una descuidada barba pelirroja no hacía sino afear aún más el conjunto.
—Gonzalo… —dijo.
—Abre, Nacho, quiero hablar con él.
Éste asintió y un z-men abrió la puerta. Gonzalo entró a la celda y Harry se levantó y le abrazó hundiendo la cara en su hombro mientras rompía a llorar.
—Gonzalo, maté a un niño —sollozó.
—Nacho, dejadnos solos —le dijo al sheriff.
Nacho asintió nuevamente y se marchó llevándose al z-men de guardia. Gonzalo esperó pacientemente a que Harry recobrara la compostura y le ayudó a sentarse.
—Harry, ¿qué pasó?
—Todo esto es por Rose, lo sabes, ¿verdad?
—Sí, lo sé, pero necesito que me digas qué pasó exactamente para ver si te puedo ayudar.
—Nadie me puede ayudar, he perdido a Rose, y ahora esto… he matado a un niño, Gonzalo, he perdido a mi vida y he matado a un niño.
—¿Qué pasó? ¿Cómo has llegado a esto?
—Sólo quería encontrar al que se había llevado a mi vida, porque sé que ya no está, sé que no puede estar viva. Tú lo sabes también, ¿verdad?
—No podemos estar seguros de que no siga con vida…
—¡No me mientas! —le gritó con el rostro deforme por la ira—. Sabes que no está viva, y quien se la ha llevado sigue con vida. Mi rosa, mi vida…
—No te miento —le dijo tras considerar la respuesta—. Yo también creo que la han matado, pero no podemos afirmarlo sin pruebas. Y lo que ahora nos importa es qué pasó aquella noche. Tengo a los padres de un chico de quince años clamando justicia porque un z-men lo ha matado sin motivo alguno, un z-men el cual todo el mundo sabía que iba sin control por la ciudad ejerciendo su vendetta particular y con el que las autoridades estaban haciendo la vista gorda. ¿Qué puedes decirme que pueda usar para ayudarte?
—Nada.
—Dime qué pasó, por favor.
—Estaba haciendo una ronda por la zona del puerto… —tragó saliva—, y vi unas figuras sospechosas haciendo algo junto a una pared. Me acerqué con disimulo y vi que estaban haciendo un grafiti… Una T gigantesca, y pensé que podían ser de los que se habían llevado a mi vida. Me abalancé sobre ellos y dos lograron escapar, pero al otro lo agarré y le grité que hablara, que confesara… que me dijera dónde estaba mi Rose… No podía ver bien su cara, lo zarandeé con fuerza y sin querer golpeé su cabeza contra la pared demasiado fuerte. Aún seguía agitándole cuando sus amigos llegaron con los compañeros que me detuvieron.
—Joder, Harry…
—Quince años, Gonzalo. Se llamaba Tomás, estaba escribiendo su nombre… —volvió a enterrar su cara entre sus manos—. Maté a un niño de quince años. Ni puedes hacerlo ni quiero que me ayudes.
—Sabes lo que tengo que hacer contigo, ¿verdad?
—Sí, pero necesito más tiempo —le miró suplicante—. Necesito encontrar a los que han apagado mi vida.
—No va a ser posible, pero te doy mi palabra de que yo los encontraré por ti.
—Pero, Gonzalo…
—No podemos hacer otra cosa, sabes lo que tengo que hacer contigo, pero no quiero que te rindas, siempre habrá algo que podrás hacer por vengar a Rose.
—No te entiendo. ¿El qué?
—Ahora quiero que me escuches con mucha atención.
Nacho miró su reloj. Las dos y cuarto de la tarde. Gonzalo llevaba ya casi una hora abajo con Harry. Él también se sentía muy incómodo por la situación que se había provocado, pero entendía que había riesgos en la ciudad, y ya no tanto para los z-men, para cualquiera. Además, ¿qué hacían esos críos de noche pintando paredes? Nada bueno, seguro. Sabía que ese comentario no era apropiado para compartirlo con nadie salvo los más allegados a su manera de pensar, pero sinceramente, algo de culpa habían tenido los chavales. No obstante, a Gonzalo jamás le diría eso, pues sabía que no le parecería bien en absoluto.
Como si le hubiera llamado, la puerta que conducía al sótano se abrió y apareció Gonzalo mortalmente serio.
—¿Y bien? —le preguntó.
—Destierro. Definitivo. Lo haremos mañana, hoy no tengo el ánimo para hacer nada más. ¿Preparas tú las fotos para las puertas?
—Sí, yo lo haré si quieres pero no es necesario. Es uno de los nuestros y todos lo conocemos.
—Sí. Es necesario, Nacho, las normas son necesarias. Y ya no es uno de los nuestros. Desgraciadamente, ya no lo es.