29/03/2041
La mañana del veintinueve de marzo Gonzalo se quedó más tiempo del normal en su cama intentado asimilar todo lo ocurrido en las últimas semanas.
El jueves treinta y uno de enero, Guillermo Palas montó un escenario en medio de la plaza del antiguo ayuntamiento desde el que comenzó a dar un mitin político que se prolongó desde las diez de la mañana a las dos de la tarde, momento en el que se retiró tras haber conseguido una audiencia de una docena de personas. Día tras día se repitió la escena de Guillermo explicando a quienes quisieran oírle sus virtudes y los defectos de Gonzalo. Para el quince de febrero, después de dieciséis días ininterrumpidos, ya eran más de doscientos los seguidores que acudían a escucharle. En un principio Gonzalo no quiso prestarle atención al asunto pensando que no era más que una niñería sin sentido. El día dos de marzo por la tarde Guillermo, acompañado de Jack, presentó en el palacio de Aguirre una lista con cinco mil trescientas cuarenta y dos firmas solicitando unas votaciones democráticas. Al no encontrarse Gonzalo en ese momento, el acompañante de Guillermo sacó un trozo de papel de su bolsillo y garabateó unas palabras para él. Cuando volvió de revisar la sección de Canteras del muro de coches, fue Agustín el que le puso al corriente y le entregó la nota que leyó en voz alta.
«¿Va usted a desoír la voz de su pueblo, señor Gutiérrez? J. S.»
Entre el censor e Isidoro le explicaron que el número de firmas correspondía a menos del cinco por ciento de la población, lo cual en la otra vida no hubiera servido ni para ser tenida en consideración. Gonzalo escuchó uno a uno todos los comentarios y sugerencias que le fueron dando los representantes, coincidiendo la mayoría en que dejara correr el asunto y una vez terminaron cogió el mismo trozo de papel de Guillermo y escribió su respuesta.
—Le he escrito que le dejo escoger la fecha —les dijo a sus asombrados compañeros que enseguida empezaron a despotricar—, y no es un tema que entre a discusión. Os he escuchado pero pienso que lo mejor es seguirle la corriente.
Sin esperar respuesta le entregó el papel a Alejandro para que se lo hiciera llegar a Guillermo y entró a su despacho. Cinco minutos después llamaron a la puerta y Alejandro entró con el papel aún en la mano.
—¿Qué ocurre? —le preguntó.
—¿Podemos hablar? —dijo mientras se sentaba en el sillón frente a su mesa—. Creo que no deberías de aceptar tan fácilmente las provocaciones de Guillermo, no es más que un don nadie que no sabe…
—Alejandro —le interrumpió con un gesto de la mano—… Dale ese papel a un z-men y que se lo lleven cuanto antes a Guillermo, hazme el favor.
—Pero…
—Sé lo que me hago, Álex. Te pido por favor que confíes en mí.
Alejandro salió mordiéndose los labios y de mala gana hizo lo que le había pedido, esforzándose por no sacar el tema hasta el siete de marzo, día en el que ante la total pasividad de Gonzalo con el tema intentó hacerle ver que había convocado unas elecciones y que mientras Guillermo envalentonado con su respuesta no paraba de hacer campaña, él se comportaba como si nada del asunto fuera con ellos. Tras mucho insistir logró convencerlo de que había que hacer algo y concertaron una reunión con Guillermo para el día diez. Tras la experiencia de la última vez, Nacho y Alejandro acompañaron a Gonzalo que recibió a un receloso Guillermo nuevamente acompañado por Jack y por Paco. Tras un infructuoso intento por parte principalmente de Alejandro de hacerles desistir se acordó que las elecciones serían el treinta y uno de marzo. Los siguientes días Gonzalo los pasó esquivando a Alejandro que lo asfixiaba con peticiones para que se involucrara un poco en todo lo que estaba pasando, pidiéndole que él también diera alguna charla o que hiciera algo.
El veinte de marzo, cuando bajó de su casa a las nueve en punto, se encontró a todos los representantes esperándole en silencio. Los miró detenidamente uno a uno y suspiró sabiendo lo que vendría a continuación. Se dirigió a su despacho y con un gesto de la cabeza les invitó a pasar.
—Amigos míos —comenzó Gonzalo una vez todos estuvieron dentro—, sé que estáis preocupados y lo entiendo. Quizá tendríamos que habernos reunido antes, teniendo en cuenta la situación, pero la verdad, creo que ni ha sido ni es necesario. Decidme qué es lo que os preocupa exactamente a ver si puedo calmar los ánimos.
—Pues, por ejemplo —dijo Agustín gesticulando con la pinza que llevaba encajada en el muñón—, nos preocupa que ese irresponsable gane y hunda la ciudad. ¿No has pensado en esa opción?
—No va a ganar, viejo amigo. No puede ganar.
—¿Por qué no das la cara? —preguntó Pilar—. Está haciendo correr la voz de que quiere un cara a cara contigo el día antes de las elecciones y se está extendiendo el rumor de que le tienes miedo a Guillermo y no vas a acudir.
—Ten por seguro que no le tengo ningún miedo y apuesto lo que quieras a que esos rumores los está difundiendo él mismo.
—Entonces —dijo Nicolás—, ¿vas a ir a dar la cara?
—No creo que sea necesario hacer nada con la rabieta de ese impresentable. Prioritario para mí es continuar con el despliegue de seguridad que de momento mantiene a los de la «T» fuera de juego.
—Pues yo mismo debo reconocer que estoy intranquilo —dijo Nacho que hasta el momento se había mantenido al margen—. Creo que digas lo que digas estás dando imagen de debilidad. Tú crees que estás dando la imagen correcta al seguir ocupándote de lo que de verdad importa pero la gente no ve eso, jefe. La gente ve que Guillermo te pone a la altura de la mierda y tú te dejas dar por culo sin vaselina.
—A ver si dejamos las cosas claras de una vez —dijo bastante irritado—. Agradecería que te guardaras tus descripciones tan detalladas, Nacho. Y a todos os recuerdo que somos parte de una ciudad compuesta por luchadores que han sobrevivido a una existencia plagada de muertos vivientes. ¿De verdad creéis que la gente va a votar a un cobarde para que les guíe en este mundo de pesadilla?
—No, Gonzalo —dijo Alejandro—. No creemos que vayan a votar al cobarde. Otra cosa muy distinta es quién perciba la gente que es el cobarde.
Gonzalo abrió la boca para contestarle pero se contuvo. Antes de dejar que la rabia le hiciera decir algo que más tarde pudiera lamentar les pidió a todos que salieran para poder meditar sobre el asunto. Cuando Nacho estaba saliendo, Gonzalo le llamó.
—Tú no, Nacho, quédate un momento que tenemos que hablar de un tema.
El sheriff asintió y esperó a que salieran los demás para cerrar las puertas y acercarse a la mesa de Gonzalo.
—Jefe, si te ha jodido lo que he dicho antes, es lo que hay. Es mi opinión y si no te gusta…
—¿Qué pasa con Harry? —le cortó.
—¿Con Harry? ¿A qué te refieres?
—Sabes de sobra a que me refiero. A Harry, el marido de Rose, o como le llaman por la ciudad, «Harry el Sucio». Quiero que me digas qué vas a hacer con él.
—¿Han sido los Freak? —preguntó dejándose caer pesadamente en uno de los sillones—. ¿Te lo han contado ellos?
—Ellos sólo le han puesto el mote. Todo el mundo habla del z-men que va por la ciudad interrogando a la gente.
—Está mal por lo de su mujer —le explicó—. No controla muy bien, pero es inofensivo.
—¿Inofensivo? Hace dos días le partió el brazo a un hombre porque se negó a identificarse. ¡Si no lo sorprenden, a saber qué hubiera hecho!
—No es para tanto, fue solo una confusión.
—Lo que tú quieras, pero procura atraparlo antes de que esto se nos vaya de las manos. Y no quiero excusas, sé que hay gente que sabe cómo localizarlo pero lo están encubriendo.
—Parece que olvidas que es uno de los nuestros —dijo Nacho en tono desafiante.
—No olvido nada. Por eso mismo quiero encontrarlo antes de que haga algo irreparable, porque de ser así, no habrá nada que podamos hacer con él. ¿Lo entiendes?
—Perfectamente, «señor».
—Pues ya tienes tus órdenes, vete y cúmplelas.
Nacho salió dando un portazo y Gonzalo pasó el resto del día cavilando sobre la velocidad a la que parecían estar sucediendo los acontecimientos. A la mañana siguiente en cuanto bajó les comunicó que iba a presentarse al cara a cara del día treinta.
El día antes del debate se levantó y se dirigió a la cocina a desayunar un trozo de pan duro con un poco de tocino sin dejar de pensar en lo que le esperaba para la jornada. Faltaba muy poco para completar la revisión del muro de coches, pero como al día siguiente tenía la pantomima con Guillermo y el siguiente las elecciones, pretendía completar dos secciones para atrasar lo menos posible el trabajo.
—Hoy toca liquidarme la zona de los concesionarios enteros —dijo revisando el mapa—. Qué bien, y sin Nacho ni Alejandro.
A las diez bajó a la puerta donde le esperaba en un viejo coche el z-men que Nacho le había enviado para suplirle. En cuanto se sentó, éste se presentó como Antonio Santiago y aunque intentó darle conversación, pronto comprendió que Gonzalo no tenía ganas de hablar y realizaron el trayecto de 15 minutos en silencio.
En la otra vida, cuando tenías que comprarte un coche, te acercabas a la zona de los concesionarios, nombre por el que se conocía a la avenida de Juan Carlos I. Esta avenida, antiguamente un erial, era lo que enlazaba la ciudad de Cartagena con la zona de Los Dolores, una de las zonas más importantes de la ciudad. Cuando los esfuerzos por limpiar Cartagena estaban dando sus frutos y el muro de coches estaba finalizándose, se descubrió gracias a unas comunicaciones de radio interceptadas que en el barrio, el cual habían dado por perdido, también había un núcleo de población que sobrevivía como podía al acoso de los zombis. Durante los siguientes seis meses se mantuvo comunicación constante entre ambos núcleos buscando la manera de anexionar Los Dolores. Hacía ya tiempo que los coches para hacer la muralla se habían agotado y tuvieron que hacer uso nuevamente de los contenedores de barco que aún quedaban en el puerto con los problemas de transporte que eso acarreó. Así, entre el traslado de los mismos y la tremenda infestación de zombis que había en el espacio que los separaba se tardó todo ese tiempo en conseguirlo.
—Sin embargo, esa zona del muro nunca ha terminado de convencerme —susurró Gonzalo entre dientes—. Se hizo con demasiada prisa.
—¿Ha dicho algo? —le preguntó su conductor.
—No, nada —le respondió incómodo por que le hubiera oído—. Sólo recordaba algo que solía decir mi padre.
Antonio Santiago aparcó en la puerta de la antigua fábrica de Licor 43 y ahí se encontraron con catorce z-men que les esperaban.
—¿Catorce para la inspección de hoy? —preguntó incrédulo—. Pero si generalmente lo hacemos entre media docena. ¿En qué tiene la cabeza este hombre?
—Si me permite, Gonzalo —le dijo Antonio Santiago—, el sheriff ya comentó que diría algo así, y me pidió que le dijera que así acabaríamos antes y podría irse a descansar para «el circo de mañana».
Sin tener muy claro si estar enfadado o agradecido Gonzalo saludó a los z-men que les esperaban presentándose a los que no conocía e intercambiando unas palabras con los demás. Les explicó que tenían que comprobar que ningún coche ni contenedor estuviera en equilibrio precario, que no hubiera zonas con separaciones lo bastante grandes para que entrara un zombi y sobre todo que no hubiera coches con ventanillas rotas. Tras eso se separaron en dos grupos y fue cada uno por un lado comprobando su zona hasta que dos horas después se volvieron a juntar en el estrechamiento de la propia avenida Juan Carlos I, cordón de unión de las dos zonas y el tramo más estrecho de toda la muralla de coches. Los apenas dos kilómetros de distancia estaban ocupados únicamente por la carretera y los contenedores que junto a los muros de los viejos concesionarios aislaban el camino. Por seguridad nadie vivía ahí y salvo un par de ciudadanos que se cruzaron no vieron ni un alma.
—Esta zona es muy siniestra —le dijo Antonio Santiago a Gonzalo mientras se tomaban un descanso—. Da mal karma, ¿verdad?
—Es una zona como cualquier otra —le respondió—. Lo que ocurre es que no nos gusta el silencio, nos pone nerviosos.
—Me ha parecido oír algo —les dijo un z-men de los más jóvenes que había visto, un tal Juanjo—. Como gemidos. Un ruido desagradable.
Gonzalo observó al muchacho mientras los compañeros le gastaban bromas sobre el posible origen sexual de los gemidos y supuso que pertenecía al grupo de los que habían sido repescados por Nacho a instancias suyas. Físicamente no parecía tener problemas pero se notaba su juventud y falta de experiencia. Bebió un largo trago de agua de una cantimplora y no pudo evitar sonreír cuando el chico, harto de las bromas, se levantó y se dirigió hacia los contenedores mientras les gritaba que lo dejaran en paz. Gonzalo se giró cuando le tocaron al hombro.
—¿Cuánto crees que nos falta? —preguntó Emilio, un veterano que ya conocía de tiempos de su padre.
—Vamos a buen ritmo. Si seguimos así como mucho a media tarde habremos terminado. Es que quisiera llegar hasta Los Dolores.
—¿Vas a ir mañana a callar al «hijoputa» ése que dice que estás «cagao»?
Gonzalo lo miró entre sorprendido y divertido por la naturalidad con la que había sacado el tema, pero antes de que pudiera responderle un grito aterrador rompió el silencio.
Juanjo sabía que ese tipo de bromas era normal, pero cuando el blanco de las risas era él, lo llevaba bastante mal. Mientras se dirigía a orinar no dejaba de sacarles el dedo corazón y de mandarles a paseo sabiendo que cuanto más se cabreara más se meterían con él pero sin poder evitarlo. Cuando estuvo a una distancia suficiente para no oírlos, se relajó y empezó a desaguar.
—¿Por qué he elegido la palabra gemidos? —le preguntó a su pene—. Vamos que no había palabras que hubieran evitado que se rieran de mi el hatajo…
Un ruido de lamentos proveniente del otro lado del contenedor sobre el que estaba orinando le cortó la micción en seco. Notó cómo la carne se le ponía de gallina y su miembro se retraía hasta una fracción de su tamaño. Nervioso miró alrededor y sólo vio a sus compañeros que seguían disfrutando del descanso. Se movió un poco en dirección a Los Dolores y miró por la primera rendija que encontró. El primer minuto no pasó nada, pero cuando iba a retirarse vio aparecer a una mujer con una larga melena negra que caminaba encorvada hacia delante. Al verla Juanjo no pudo reprimir un suspiro por la impresión. La chica que le oyó se giró hacia él a la vez que levantaba la mirada. La cara era lo mejor conservado, mostrando aún todos sus rasgos casi intactos a excepción de los ojos que habían desaparecido. Su pecho, visible a través de los restos de una vieja camiseta negra mostraba un hueco del tamaño de una cabeza por el cual colgaban un par de costillas y lo que parecía ser medio seno desgarrado y ensangrentado. Tras permanecer quieta unos segundos olfateó en su dirección y lanzó al aire el ruido que Juanjo había identificado como un gemido.
—Perdona —dijo una voz de mujer sobresaltándole—. ¿Podrías ayudarme?
Juanjo se giró asustado a la voz que le había llamado y se encontró con una mujer de unos treinta años, morena y bastante atractiva que le sonreía con cara de circunstancia.
—Perdona si te he asustado —le dijo— pero es que he perdido a mi hijo y creo que está en uno de estos contenedores.
—¿Cómo? —le preguntó sin entender bien la situación—. ¿Ha perdido a su hijo y se ha metido donde?
—En alguno de estos tres —le dijo señalando a un trío de contenedores que estaban colocados juntos y que tenían una puerta lateral de acceso—. Le gusta esconderse en ellos y temo que se le haya caído el cerrojo y ahora no pueda abrir desde dentro. Yo he intentado levantarlos y correrlos, pero están muy atascados por el óxido y no puedo, y tú pareces tan fuerte…
—Por supuesto que sí, señora —dijo haciéndose el duro—. Será coser y cantar.
Uno a uno descorrió los cerrojos de los tres contenedores y con un gesto de la mano se los indicó a la mujer.
—Todos suyos.
—No sé cómo agradecértelo, de verdad.
—Ha sido un placer, no tiene usted nada que agradecerme.
—Lo que pasa es que estas cajas son tan grandes y oscuras… ¿no llevarás una linterna, verdad? ¿Podría abusar de ti un poco más y pedirte que me ayudes a abrirlos y a mirar?
—No es ninguna molestia. Aquí va el primero.
Sintiéndose todo un héroe abrió la puerta del contenedor más a la derecha de los tres mientras sacaba su linterna. Una vaharada de olor a podrido le golpeó de forma casi física y levantó el pequeño haz de luz justo a tiempo de distinguir la dentadura del zombi que se abalanzaba hacia su cuello. Miró hacia su izquierda en dirección a la señora pero ya no había nadie. El grito que profirió en el momento en el que le arrancaban medio hombro de un mordisco atravesó la mañana y heló la sangre de Gonzalo y los demás, que al instante echaron a correr hacia él con las armas preparadas. Las puertas de los tres contenedores se abrieron del todo y un torrente de zombis se dirigió hacia ellos. Cuando llegó a unos quince metros de la escena, Gonzalo apuntó con su fusil a la cabeza de Juanjo y disparó acertándole entre ceja y ceja mientras mascullaba una disculpa. El resto de los z-men se detuvieron junto a él y empezaron a abrir fuego a su vez derribando a los zombis conforme entraban en su ángulo de visión. Gonzalo seguía disparando con bastante acierto pero su cabeza no dejaba de darle vueltas a cómo la situación había pasado de rutinaria a de máximo riesgo en apenas unos segundos. Giró un momento la cabeza en dirección a la barriada de Los Dolores y notó cómo la sangre se le helaba en las venas.
—Replegaos —dijo a los z-men—. Deprisa, tenemos que retroceder.
Varios de los hombres dejaron de disparar sorprendidos y le miraron con cara de extrañeza, pero antes de que nadie pudiera formular pregunta alguna, Gonzalo señaló en la dirección por donde deberían haber continuado y todos se giraron a mirar. Bajando por la carretera general, un grupo de más de un centenar de zombis se les acercaba inexorablemente. Los disparos cesaron y todas las miradas se giraron hacia Gonzalo.
—Está claro que esto no es una casualidad: tres container llenos de zombis y una concentración tan grande de esos desgraciados acercándose a nosotros no es una coincidencia —les dijo mientras empezaban a retroceder a paso ligero y trasteaba con la radio que llevaba en el bolsillo—. Antonio, ¿tienes una radio mejor que esta en el coche?
—Por supuesto —le respondió—. Y un bidón de elixir.
—Pues vamos a retroceder a la fábrica para pedir refuerzos.
—Yo creo que podríamos ocuparnos nosotros solos —dijo un muchacho algo mayor que Juanjo—. Mi nombre es Israel, señor, y de verdad creo que podríamos.
—No dudo de que lo creas, Israel, pero ¿cuántas balas tenemos? Somos quince. Catorce, descontando al pobre Juanjo cuyas armas no hemos recuperado. Tras el tiroteo calculo que a cada uno nos quedará medio cargador, unos diecisiete proyectiles por cabeza, lo que hace unas doscientas sesenta balas siendo optimistas, más las pistolas. Unos trescientos disparos en total. En teoría si no falláramos ningún disparo deberíamos salir con bien, pero prefiero ir sobre seguro, pedir ayuda para limpiar la zona y si podemos evitar poner a prueba las matemáticas mejor. Ahora, corramos.
Los z-men partieron a la carrera cuando uno de ellos señaló en dirección a la ciudad y lanzó un grito. Gonzalo se hizo visera con la mano sobre los ojos y miró incrédulo.
—Señores —les dijo—. Las probabilidades acaban de cambiar.
Desaceleraron el paso y al atravesar la rotonda se detuvieron para contemplar cómo por ese lado de la ciudad también se les acercaba otro grupo de zombis, algo más nutrido incluso que el anterior. Concentrándose en lo que le rodeaba realizó una inspección rápida del terreno. Estaban entre cuatro de los antiguos talleres de la ciudad, y tras una rápida inspección de los accesos, Gonzalo señaló en dirección a uno que quedaba a su izquierda y con el que estaba familiarizado de la otra vida.
—Vamos a entrar al viejo taller de Vergara —les explicó en voz alta—. Hay dos verjas de hierro que separan el acceso del patio interior. Atravesaremos ese patio hasta entrar en el taller y saldremos por la puerta principal del mismo dejando a los zombis encerrados dentro.
Si alguno tuvo dudas, no lo dijo en voz alta. Asintieron y siguieron a Gonzalo que pasó su arma entre los barrotes y saltó por encima de la reja seguido por los demás z-men. Una vez estuvieron dentro, corrieron a la otra verja situada a cien metros, dejando a su derecha la enorme puerta principal del taller. Mientras, la marabunta de zombis empezaba a zarandear la primera. Antes de saltar Gonzalo observó el patio y no le gustó nada lo que vio: un enorme terreno cubierto de espesa vegetación entre la que apenas se distinguían los restos de algunos coches.
—Andad con mil ojos. Los matorrales están tan altos que no se ve nada a más de un metro y por lo que sabemos hace muchos años que no entra nadie aquí, así que las armas preparadas.
Dicho esto, se encaramó al segundo obstáculo al mismo tiempo que los zombis reventaban el viejo candado de la primera reja. Salvo una bota arrancada por uno de los monstruos a Antonio Santiago, no hubo más víctimas aparte de la calma, ya que ante la proximidad de los muertos, todos olvidaron las precauciones y se dirigieron corriendo al fondo del patio por donde se accedía al taller.
Volaron la cerradura a tiros pero no conseguían moverla hasta que tirando fuertemente entre todos notaron cómo algo cedía, abriéndose un espacio suficiente para que tres personas entraran a la vez. El candado de la segunda valla había resultado ser más resistente y no se quebró, pero en su lugar el peso de todos los zombis pudo con las sujeciones a la pared y la enorme verja cayó al interior del patio haciendo retumbar las paredes. Gonzalo miró durante unos instantes intentando hacerse una idea de a cuántos se estaban enfrentando y esos pocos segundos le bastaron para comprender que a más de los que podrían anular. Echó a correr y a punto estuvo de tropezar con un montón de maderos y barras desperdigadas tiradas junto a la puerta.
El taller tenía forma de L invertida y en cuanto doblaron a la derecha pudieron ver al fondo la puerta que conectaba al pasillo y su única vía posible de escape siempre y cuando el grueso de los zombis hubiera entrado ya. Echaron a correr por el taller que, estando completamente vacío de coches, parecía mucho más largo de lo que recordaba.
El primero en llegar fue el z-men joven que había sugerido pelear, Israel, y se encontró con que la puerta estaba cerrada con cadenas y soldada al marco de acero. Uno a uno todos se pararon sin saber qué hacer, pero Israel se quitó el casco y empezó a golpear con su hacha de mano las zonas soldadas en un intento de romperlas. Con la mayoría pendiente de la llegada de los zombis y los demás ayudando a Israel, nadie prestó atención al acceso a la antigua zona de exposición ni a los seis despojos que salieron de ella por el lado pegado a la puerta. Un hombre vestido con lo que parecía los restos de un traje le arrancó una oreja de un mordisco a Israel sin hacer ningún ruido. Éste reaccionó apartándose y clavándole el hacha en la cabeza hasta la mandíbula mientras otro se le abalanzaba a la garganta. Pedro y Emilio, que estaban junto a él intentaron apartarlo, pero cuando lo consiguieron, el joven boqueaba y donde antes estaba su nuez sólo había un agujero sanguinolento. Emilio lo miró a los ojos y sacó la pistola, ante lo que Israel asintió. Mientras los demás despachaban a los zombis, éste le voló la cabeza a su compañero.
Gonzalo miró a la puerta y a los nuevos cadáveres y comprendió que por ahí no había forma de salir. Su mente trabajaba a toda velocidad cuando empezaron a aparecer los zombis por la esquina del fondo.
—¡Rápido, a la exposición —gritó un hombre algo entrado en años llamado Bartolo—, tengo una idea!
Todos los siguieron movidos por la desesperación mientras Gonzalo y unos pocos se preparaban para retener a los zombis tanto como pudieran. Bartolo y el resto llegaron corriendo a las puertas de acceso al exterior y se encontraron con que estas también estaban soldadas. Se pudo escuchar el grito de frustración del hombre al ver que no podían acceder a la calle que en ese momento estaba completamente libre de zombis, pero antes de poder hacer o decir nada, el z-men que había tenido la idea y otro muchacho llamado Pedro empuñaron sus fusiles y dispararon sendas ráfagas al escaparate.
Los cristales eran blindados y las balas rebotaron matando a los dos tiradores en el acto y dejando heridos a tres z-men. Gonzalo se giró al oír los disparos y lanzó un grito de rabia que retumbó por toda la nave.
—Coged a los heridos y al taller inmediatamente —ladró más que dio las órdenes—. Todos a lo alto de los elevadores que están levantados.
Arrastrando como pudieron a los que habían recibido los balazos, todos volvieron a la zona de taller ya inundada por los sonidos de los zombis. Gonzalo señaló a los dos elevadores que estaban más cerca de la puerta de salida y se repartieron para subirse mientras más de la mitad del taller ya estaba invadido. Un z-men que ayudaba a otro al que una bala prácticamente le había arrancado el pie, tropezó y antes de poder levantarse ya tenían encima docenas de brazos podridos que los despedazaron completamente en segundos.
—¿Quiénes eran? —preguntó Gonzalo.
—El que ha intentado ayudar era Juan y el herido Joaquín —le respondió Antonio Santiago.
—Por favor, repetidme vuestros nombres —les dijo a los demás una vez estuvieron en lo alto de las planchas elevadoras. Necesito que no se me olviden.
Para cuando se los hubieron dicho, ya estaban completamente rodeados por los zombis que estiraban los brazos tanto como sus músculos corruptos se lo permitían. Intentando no rendirse a la desesperación hizo un recuento de los que quedaban con vida. En su elevador, situado junto a un panel metálico que dividía el taller de la recepción le acompañaban Antonio y José María. En la otra plancha, Fulgencio y Miguel Ángel. En el siguiente elevador en una plancha estaban Emilio y José David que ayudaban a sostenerse a Ginés, al que una de las balas perdidas le había atravesado el hombro y perdía mucha sangre, y en la otra a Paco, un muchacho demasiado joven para estar asistiendo a Bernabé, que hacía lo propio por un balazo en el estómago.
—¿Qué vamos a hacer, Gonzalo? —le susurró Antonio Santiago—. ¿Tienes algún plan?
—En principio sólo podemos esperar a que vengan a rescatarnos —le dijo—. Es un plan de mierda, lo sé, pero míranos. Hay dos personas a punto de morir, no hemos podido recoger las balas de los que han caído y estamos completamente rodeados de zombis. Nos han tendido una trampa y yo he puesto la guinda metiéndonos en una ratonera.
—No es tu culpa, Gonzalo, tú no podías saber…
—Tenía que haberlo sabido —le interrumpió—. O por lo menos haberlo imaginado. ¿Recuerdas los troncos y los hierros de la puerta del patio? Si los maderos no hubieran estado ya podridos por la humedad no hubiéramos podido entrar y no hubiéramos pasado de ahí con vida. Pero hasta ahí llego la suerte.
—Sigo sin ver dónde está tu culpa.
—Porque hace años que deberíamos haber inspeccionado los talleres, pero como apenas hay vehículos sólo hemos visitado los pocos donde necesitábamos coger algo, y en casi todos nos encontramos algún monstruo encerrado. No sé porque éste iba a ser diferente cuando…
Un aullido les hizo girar la cabeza hacia la plancha más lejana, donde contemplaron cómo Paco intentaba sujetar a Bernabé que era arrastrado por varias manos hacia el suelo. José David saltó de su plancha a la de enfrente para ayudar dejando a Emilio al cargo de Ginés, pero para cuando pudo agarrarlo las piernas de Bernabé ya habían desaparecido entre la maraña de brazos. A la desesperada tiraron por última vez con todas sus fuerzas y aunque por un instante pareció que iban a izarlo, nuevas manos en descomposición se alzaron agarrando a Bernabé por la cabeza con tanta brutalidad que se la arrancaron de cuajo. Completamente bloqueado por lo que acababa de ocurrir, José David se quedó sin fuerzas y dejó caer el cuerpo mientras Paco empezaba a vomitar sobre los zombis que en segundos redujeron a su compañero a trozos de carne por los que los muertos luchaban con ansiedad.
—Otro más —susurró Antonio Santiago—… ¿Cuánto aguantaremos?
—Lo que haga falta —le respondió Gonzalo.
Gonzalo llamó a la calma e hicieron un recuento de las balas que les quedaban. Menos de 50. Un número ridículo de proyectiles con los cuales aún acertando todos los tiros, no podrían llegar ni a la mitad del camino. El calor de medio día iba rebotando en el techo del viejo taller y la temperatura resultaba insoportable. Eso unido al cansancio y el bajón de adrenalina empezó a hacer mella en todos y poco a poco algunos se fueron sentando en las planchas cuidando de no dejar nada al aire susceptible de ser cogido por los zombis.
Pasada media hora desde que habían entrado al taller, Emilio pudo sentir cómo Ginés dejaba de respirar. Dejó pasar cinco minutos y cuando ya quedó claro que era el fin, rezó un poco en voz baja y le clavó su cuchillo en la frente antes de dejar caer su cuerpo. Todos vieron la anulación sin hablar. Gonzalo miró su reloj y vio que estaba parado. Emilio rompió a llorar.
—La prioridad es que tú salgas de aquí con vida —dijo Antonio Santiago rompiendo el silencio—. Lo demás no importa.
—Déjate de tonterías —le respondió éste—. Tenemos que salir todos de aquí. Lo único importante es averiguar cómo.
—Sabes que no vamos a poder salir todos de aquí. Es imposible.
—Si nos rendimos es imposible. Hay que buscar la manera. Siempre hay una manera.
—No la hay. Sólo tenemos medio centenar de balas y los cuchillos y ellos son más de cien. Y eso sólo contando a los que tenemos a la vista.
—Pues pensemos. Seguro que se nos ocurre…
—Antonio dice la verdad —le interrumpió José David que parecía haber envejecido diez años—. No tenemos forma de salir de aquí. No todos, al menos.
—Pero…
—Pero nada —dijo Antonio Santiago—. Lo que hay que decidir es cómo lo hacemos para sacarte de aquí con vida.
—Y tienes que salir con vida. No me gustaría que la ciudad acabara en manos del Guillermo ése —apostilló Paco.
Gonzalo les miró a todos uno por uno intentando leer sus rostros y lo que vio le dejó conmocionado. Todos habían aceptado la muerte. Iba a decir algo cuando Miguel Ángel sacó el cargador de su pistola y empezó a vaciarlo.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Toma —le dijo Miguel Ángel a Antonio haciendo caso omiso de Gonzalo—, llevaos las pistolas cargadas y abriros paso.
Gonzalo observó atónito cómo Antonio asentía y las cogía. Metió tres en su cargador hasta llenarlo y le ofreció el resto a Gonzalo.
—Aquí tienes. Rellena el cargador.
—No pienso hacerlo —dijo tajante—. No pienso dejar a nadie.
Antonio y Gonzalo sostuvieron la mirada sin pestañear mientras los demás z-men combinaban sus balas para dejar las pistolas preparadas. Cuando hubieron terminado, José David le lanzó a Fulgencio su pistola y la de Emilio. Sin decir nada las estiró en dirección a Antonio.
—No cojas esas pistolas —susurró Gonzalo—. No quiero más mártires en mi conciencia.
—No son mártires —le respondió mientras se giraba a cogerlas—. Van a morir, lo saben y quieren hacer esto. ¿Le negarías su última voluntad a un moribundo?
Gonzalo notó una sensación de vértigo que le obligó a agarrarse la columna del elevador para no caer. Miró a los zombis que les rodeaban y notó cómo se le formaba un nudo en el estómago.
—De acuerdo —dijo con un hilo de voz—. Antonio y yo intentaremos salir de aquí, pero no me voy a ir llevándome las pistolas.
—Gonzalo…
—¡Gonzalo nada! —gritó a Antonio—. De cerca una pistola es igual o menos efectiva que un cuchillo. Más útiles serían en vuestras manos cubriéndonos desde aquí arriba. No pienso dejaros aislados y sin pistolas, ¿lo entendéis?
Gonzalo los miró uno a uno desafiante hasta terminar sosteniendo la mirada de Antonio que también terminó por bajarla. Ayudándose los unos a los otros, todos pasaron al elevador más cercano al camino que habían empleado para entrar. Siguiendo las indicaciones de Gonzalo y Antonio, cada uno de los supervivientes se colocó en posición apuntando a una zona determinada del camino que iban a seguir mientras estos se ponían todas las capas de ropa que pudieron colocarse sin que les estorbaran para desplazarse.
—Pareces el de ese anuncio, jefe —le dijo Antonio a Gonzalo mientras señalaba un viejo letrero donde el muñeco de Michelin publicitaba sus neumáticos—. Es una señal de que todo va a ir sobre ruedas.
—Cuando queráis —dijo Gonzalo a los z-men mientras se ajustaba el casco y se colocaba en cuclillas—. Dad la señal.
Antonio Santiago se colocó a su lado y le dio un rápido apretón de manos para desearle suerte. Gonzalo podía notar cómo todo su ser chillaba ante la idea de abandonar a esos hombres por salvar su vida, pero había decidido aceptarlo y no iba a deshonrarles fracasando. Se concentró como nunca antes lo había hecho, sólo pendiente del momento en que empezaran los disparos.
Más tarde de lo que esperaba, pero igualmente demasiado pronto, escuchó el primer disparo amortiguado por su casco y un zombi situado a unos dos metros frente a él comenzó a derrumbarse con la mitad superior del cráneo totalmente destruida. Antes de que terminara de caer, Gonzalo ya estaba aterrizando sobre su torso mientras observaba cómo los demás monstruos que le rodeaban también iban cayendo.
Agarró con fuerza un cuchillo con cada mano y, como si le hubieran puesto en automático, iba lanzando brutales puñaladas a todos aquellos zombis que no caían. Trazaba un arco con el cuchillo, lo clavaba por la sien, y de un tirón lo sacaba rápidamente. Una y otra vez.
Podía sentir la sangre latirle en la cabeza. El exceso de temperatura que le provocaba la ropa extra le estaba empezando a hacer mella. Miró a su izquierda, Antonio Santiago estaba enredado con un zombi que le estaba cogiendo por detrás y al que no conseguía asestarle una puñalada. Sin pensarlo se giró hacia él y atravesó la frente del muerto que le retrasaba. No entendía por qué no le habían disparado desde el elevador y miró hacia arriba. Ya nadie disparaba. Se habían quedado sin balas. La cabeza empezó a dolerle y apretó los dientes con fuerza hasta que notó que le chirriaban. Apenas habían avanzado veinte metros. No lo iban a conseguir. Antonio Santiago le empujó con fuerza. Le estaba gritando algo, y aunque lo escuchaba no era capaz de traducir los sonidos en palabras. Se giró de nuevo en dirección a la salida. Siguió clavando el cuchillo a todos los que se le acercaban. Notó cómo le faltaba el aire cada vez más. Algo le agarró las piernas. Cayó. Vio el casco de Antonio abriéndose paso. Vio a los z-men saltando del elevador. Intentó gritar y tropezó cayendo al suelo. La cara de su madre le sonrió.