CAPÍTULO X

26/01/2041

Cuando Gonzalo se levantó la mañana del veintiséis y se dirigió al baño a asearse, volvió a encontrase en el espejo con el desconocido que llevaba varios días viendo. A pesar de los esfuerzos por obtener alguna pista sobre los sustitutos, las últimas semanas habían resultado estériles y la presión y el estrés hacían mella en él, costándole cada vez más conciliar el sueño. Para rematar el asunto, el jueves anterior se había producido el regreso del grupo de z-men en el que se encontraba Harry, el marido de Rose, el cual al recibir la noticia desapareció sin decir nada y desde entonces estaba en paradero desconocido.

El reloj marcaba las diez y había quedado a las once. Bajó a su despacho y vació sobre la mesa todos los papeles, fotos y demás que guardaba sobre el grupo de la «T». La idea de localizar a la chica que había dormido con él resultó un fracaso al no poder identificarla primero entre las casi treinta y cinco mil morenas de la ciudad y después entre las otras veinticinco mil mujeres restantes. Por lo menos a Isidoro se le ocurrió la idea de incluir un apartado de rasgos distintivos en el censo incluyéndose fotografías de piercings, tatuajes, etc.… que en un momento dado podrían ayudar a identificar a la gente. Agustín, que se había reincorporado el día veintiuno alabó la idea y se decidió que Isidoro se quedaría con él de modo permanente.

Tras diez minutos removiendo papeles se rindió. No era capaz de concentrarse. Las pesadillas, la frustración de Nacho que pagaban los z-men, el clima de miedo que reinaba en las calles… todo se le acumulaba y hacía que sintiera vértigo… Y encima en menos de una hora estaría con Guillermo, lo cual en ese momento era lo último que le apetecía en el mundo.

Gonzalo siempre intentaba escuchar a los demás y evitaba tomar decisiones sin consultar porque lo contrario hubiera sido más propio de una dictadura que de la ciudad con que soñaba su padre… pero en el caso de Guillermo no podía evitar pensar que el único sitio donde éste podría llegar a ser de utilidad era en el exterior del muro distrayendo a los zombis.

Su cabeza siguió saltando de un tema a otro y volvió a pensar en Harry y en su expresión cuando salió dando un portazo del cuartel. Lo que vio en sus ojos le había erizado la espalda y aunque Nacho le había asegurado que todo estaba bajo control, había visto esa mirada cientos de veces antes y sabía que para él, Rose ya estaba muerta. La única duda era qué parte de él había muerto con ella.

—Y los hombres más peligrosos son los que no tienen nada que perder —le dijo a la habitación.

Sonó el timbre y miró el reloj: las once menos cinco. Recogió todos los papeles y a desgana pulsó el mando de apertura de la puerta exterior para después dirigirse a abrir la puerta del primer piso.

—Qué diferentes las presidencias de la otra vida —susurró—. Antes se preocupaban de que hubiera trabajo, pensiones, estudios… ahora me tengo que preocupar de que los muertos que se levantan no coman a los vivos, de que un loco no inunde de drogas la ciudad, de atrapar a un grupo de asesinos…

Abrió y se encontró con Guillermo, que le miraba muy sonriente vestido con unos vaqueros rajados y una camiseta amarillo limón. Le saludó con un gesto y le invitó a pasar cuando se percató de que detrás suyo venían dos personas: su viejo conocido Paco Sacristán y un hombre muy mayor, alto y de una delgadez enfermiza, con una mata de pelo blanco largo y despeinado enmarcando un rostro cuyos rasgos distaban mucho de ser agradables, siendo estos presididos por unos ojos oscuros que se veían grotescamente aumentados por las enormes gafas que portaba.

Una vez en el distribuidor, Gonzalo saludó a Paco, que le dio la mano con reticencia, y Guillermo le presentó al desconocido como Jack.

—Igual que Jack Skellington —dijo éste con voz suave y un marcado acento americano—. Ya sabe, la calavera que robaba la Navidad. Y además dicen que nos parecemos.

—Encantado —le respondió secamente—. Si no os importa, pasemos a mi despacho.

Gonzalo les precedió hasta el despacho y les ofreció asiento.

—Tendréis que disculparme —les dijo—, pero alguien tendrá que sentarse en uno de los sillones de la chimenea porque falta un asiento. Es que como había quedado sólo con Guillermo…

—Nunca dije que fuera a venir solo, ¿verdad?

—No, efectivamente… pero bueno, no le demos a las cosas más importancia de la que tienen. Además, así solvento una cosa que tengo pendiente desde hace tiempo. Paco —dijo dirigiéndose a él directamente—, te debo una disculpa.

—¡¿Cómo?! —dijo Paco desconcertado mientras buscaba la mirada de Guillermo—, ¿y eso?

—¿No te lo dijo Guillermo? —preguntó fingiendo sorpresa—. Qué curioso, le dije que te transmitiera mis disculpas y mi intención de dártelas en cuanto te viera.

—Bueno, sí —dijo Guillermo restándole importancia al tema—. Sí, algo me dijo, pero es que se me pasó…

—Seguro que estabas muy liado —dijo con ironía—. Lo dicho, Paco, que te pido disculpas, no debí comportarme así en el hospital contigo. De verdad que lo lamento.

—Eh, bueno —le respondió éste—. Sí, supongo que está bien, este… te perdono, sí.

—Estupendo, no sabes cuánto me alegro. Por cierto, no hace falta que te lo diga, pero por supuesto, si necesitas algo en lo que te pueda ayudar, referente a tus estudios de medicina, no tienes más que…

Jack empezó a aplaudir de forma teatral interrumpiendo la conversación a la vez que se levantaba del sillón y se acercaba a la mesa de Gonzalo.

—Bravo, bravísimo —dijo sonriendo—. Es usted un excelente manipulador de masas, señor Gutiérrez, se nota que está acostumbrado a salirse con la suya. Señor Palas, o espabila o este hombre le ganará de calle. Tiene un don natural para llevarse a la gente a su territorio.

Gonzalo le miró francamente molesto por lo que le acababan de decir, pero consiguió mantener la compostura.

—Vaya, no nos conocemos de nada y qué pobre impresión tiene usted de mí —dijo Gonzalo haciéndose el ofendido—. Y a todo esto ¿usted quién es exactamente?

—Estás deseando saberlo, ¿verdad? —dijo sonriendo Guillermo—. Es mi abogado.

—Tu abogado… —dijo Gonzalo.

—Sí, mi abogado.

—Vaya, yo le veía más aspecto de pastor evangélico, como el de esa película de miedo, la de los espíritus que salen de la tele.

—¿Como el malo de Poltergeist? —inquirió Jack—. Cuando me ponía el alzacuellos y el sombrero decían que también me parecía a él.

—¿Alzacuellos? ¿Es usted un abogado cura? Y ¿para qué quieres un abogado cura? Y más importante, ¿de dónde has sacado un abogado cura?

—Él vino a mí —dijo pavoneándose—. Escuchó las ideas que tengo para la ciudad y se dio cuenta de que yo soy el futuro, así que le pedí que viniera hoy para que me ayudara a hacerte ver lo importante que es establecer un sistema legal efectivo para nuestra hermosa ciudad.

—Déjate de eslóganes y dime a qué viene todo esto, porque te juro que me estás sorprendiendo más de lo que nunca te hubiera creído capaz.

—Es muy fácil. No creerás que la gente no está al corriente de todo lo que está ocurriendo: asesinos en serie, robos en los almacenes, caos por todas partes… aquí hay que hacer algo y pronto.

—Ya tenemos un sistema judicial sumamente efectivo. De hecho nadie que haya cumplido un castigo ha vuelto a reincidir.

—Lógico si tenemos en cuenta que el castigo consiste en tirar a los criminales desarmados fuera de la ciudad a que se las apañen solos contra los zombis. ¿Puede haber un castigo más cruel? Venga hombre, eso no es humano.

—Mucha gente opina que los crímenes de los que me hablas tampoco son de seres humanos.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué en el momento en que un hombre comete un crimen ya es menos que humano? —le dijo Guillermo con indignación a la vez que elevaba el volumen—. ¿Cómo cree una persona como tú que es capaz de gobernar si no sabe ni apreciar el valor de la vida?

—Precisamente porque sé el valor de la vida, es por lo que gobierno —le respondió intentando mantener la calma—. Cuando un animal rabioso ataca a un humano, se le sacrifica, a pesar de no ser dueño de sus actos. ¿Hay mucha diferencia con un asesino de niños?

—No es lo mismo —respondió Guillermo a la defensiva.

—No, claro que no es lo mismo, el ser humano se supone que es racional, y si alguien racional actúa así, para mí es mucho peor que un animal.

—Pero algunos de esos hombres están enfermos, no son responsables de sus actos.

—Y la rabia también es una enfermedad. ¿Se les debería sacrificar entonces? ¿Es eso lo que me estás queriendo decir? Porque creo que nuestro castigo de la expulsión es mejor que matarlos, ¿no?

Al fin y al cabo no es más que una terapia de aversión muy radical.

—Estás tratando de confundirme —intentó cortarle Guillermo—, yo nunca he dicho que haya que sacrificarles como animales…

—Lo que el señor Gutiérrez está intentando hacer, señor Palas —intervino nuevamente el abogado—, es llevárselo nuevamente a su terreno, cosa que no debería consentir.

Gonzalo le lanzó una mirada cargada de odio a Jack el cual la sostuvo sin inmutarse.

—Mi abogado tiene razón, Gonzalo —dijo ya recompuesto gracias a la intervención de Jack—, y no vas a impedirme decir lo que tengo que decir. ¿No te gusta el sistema judicial que imperaba en la otra vida? Pues te voy a decir una cosa: tú sistema, aparte de atentar contra la moral y la vida, es un fracaso. Mira qué resultado está dando ahora.

—¿Sabes? —dijo Gonzalo—. No. No confío, ni creo ni me gusta el sistema judicial que existía en la otra vida. Era un sistema lleno de fallas que permitía que los peores criminales del mundo andaran sueltos bien por un tecnicismo, bien porque los intereses políticos primaban sobre la justicia. Era un sistema en el que la ley estaba completamente desvinculada de la justicia y en el que era más importante contar con un abogado que estuviera dispuesto a todo con tal de ganar que el tratar de hacer lo correcto. No se ofenda, Jack, pero acabamos bastante hartos de ustedes en la otra vida y no quiero que ese tipo de justicia de talonario se vuelva a repetir.

—Créame —le respondió Jack—, no me ofendo.

—Me alegro.

—O sea —le dijo Guillermo—, que prefieres tu ley.

—Para el mundo en el que vivimos, sí.

—Claro, por eso consientes que todo el mundo vaya armado, en vez de dejarle ese privilegio a los defensores de la ley, tus preciosos z-men.

—Vamos a ver —dijo frotándose los ojos—. Has dicho muchas tonterías desde que has entrado pero esta es la máxima. ¿Me estás diciendo que en un mundo donde cualquier persona que muera va a volver convertida en monstruo caníbal, quieres que prohibamos las armas? ¿Por qué no, ya puestos, tiramos a una docena de personas diarias por el muro de coches para que se los coman?, así nos ahorramos la incertidumbre de cuándo nos van a devorar.

—No hace falta, ya sacas tú a bastante gente fuera del muro gracias a tu fantástico sistema penal.

—Pues mira, es lo que hay, y de momento, sirve para mantener el orden.

—Sí, sirve perfectamente —dijo con ironía—. No hay más que ver cómo mantiene a raya a los «T».

—¿Cómo has dicho? —preguntó Gonzalo.

—Me has oído perfectamente, he dicho que los del «T»…

—¿Qué sabes tú de los «T»? —le preguntó mientras bordeaba su mesa hasta ponerse junto a Guillermo—. ¿Sabes tú algo de esos malnacidos?

—Hombre, lo mismo que todos —dijo Guillermo un poco amilanado por la cercanía de Gonzalo—, que son un grupo de asesinos…

—Ya, tú solo sabes eso, claro —bruscamente Gonzalo pegó su cara a la de Guillermo dejándola a sólo un par de centímetros—. ¿Tú no tendrás nada que ver con esos bastardos, verdad?

—¿Cómo? ¿Qué insinúas? —le respondió mientras intentaba levantarse—. No te consiento…

—¡Tú no tienes nada que consentirme a mí —le gritó Gonzalo mientras lo obligaba a sentarse de nuevo—, agitador de pacotilla! Aquí y ahora las preguntas las hago yo, ¿comprendes?

—No tengo por qué aguantar esto —dijo Guillermo que parecía a punto de llorar—. Esta conversación ha terminado y…

—Aquí se termina la conversación cuando yo lo diga —dijo sacando su pistola y dejándola sobre la mesa—. ¿Qué tienes que ver con los miembros del «T»?

—N-nada —tartamudeó Guillermo—, te juro que nada, te lo juro por Dios.

Gonzalo miró a los ojos de Guillermo y vio que estaba realmente aterrado. Consciente de que había perdido el control, miró a Paco, que no había abierto la boca en todo el tiempo y estaba blanco como la leche y a Jack, cuyos ojos brillaban morbosos deseando ver hasta dónde era capaz de llegar. Antes de hacer algo irreparable, apretó los párpados fuertemente hasta que notó que la sangre dejaba de latirle en las sienes. Cuando sintió que la niebla desaparecía de su mente, los abrió y miró a los ojos de Guillermo. Podía ser un hombre estúpido que se negara a ver la verdad, o un simple ignorante que sólo quería vivir en un pasado que ni siquiera había conocido. Podía ser muchas cosas, pero no era un asesino y tendría que haberse dado cuenta desde un principio.

—Te creo —le dijo guardando la pistola—. Tú no has tenido nada que ver.

—Joder, pues es un alivio —dijo Guillermo con apenas un hilo de voz.

—Creo que es hora de acabar esta reunión —dijo Gonzalo señalando la puerta—, así que si no os importa…

—Aún hay otra cosa que hablar —dijo Jack.

—¿De qué?

—De elecciones —le dijo Jack—. Creemos que debería haber elecciones.

—Vaya, Guillermo —le dijo señalándole—. ¿Es que tu abogado es también tu mánager político?

—No, señor mío —le respondió el aludido—. Me he limitado a sacar un tema que Guillermo iba a plantearle.

—Mira, Guillermo —continuó Gonzalo como si no hubiera oído la respuesta—, te lo voy a decir por última vez. No pedí el puesto, me lo dieron, me cayó encima como una lacra, pero decidí aceptarlo, quedármelo y cumplir con él como mejor supiera. Así que créeme: cuando el pueblo quiera elecciones, las habrá, y todos acataremos la decisión de los ciudadanos.

—Entonces quieres decir…

—Quiero decir que de momento no, pero cuando de verdad se precise se hará. Y ahora, por favor, si sois tan amables, agradecería que me dejarais solo de una vez. Ya os llamaré yo para la siguiente reunión.

Guillermo se levantó de un salto, dio un palo en el hombro a Paco y salió por la puerta sin abrir la boca seguido de cerca por este último.

—Le quiero advertir, señor Gutiérrez —dijo Jack mientras se levantaba—, que un mundo sin leyes es un mundo de caos.

—Y yo le quiero recordar, Sr. Skellington, que ya vivimos en un mundo que se basa en el caos. Buenos días.

Una vez hubieron salido, Gonzalo cerró de un portazo con tanta fuerza que el techo retumbó. La conversación le había dejado mucho más agitado de lo que esperaba. Apoyó la espalda contra la pared y se examinó las manos que le temblaban con fuerza. Le alarmaba el ver que cada vez le costaba más mantener la calma. Respiró profundamente y se dirigió al balcón donde se colocó entre las sombras de las cortinas hasta que vio aparecer a sus tres visitantes. Guillermo iba en cabeza gesticulando dramáticamente y gritando a todo aquel que le interesara lo ultrajante que había sido el trato de Gonzalo y la poca talla que daba como presidente. Detrás de él, siguiéndole como un gran San Bernardo, iba Paco con la mirada clavada en el suelo. Por último iba Jack, personaje que le había resultado tremendamente desagradable. No porque le hubiera llamado manipulador, lo cual tenía algo de cierto. Lo que no le gustaba de Jack era otra cosa. Tenía algo que le ponía nervioso, algo que le intranquilizaba.

Como si hubiera estado leyendo su pensamiento, Jack se detuvo y se giró despacio hasta encarar el balcón. Porque Gonzalo lo había comprobado varias veces y sabía que era imposible verle tal y como estaba colocado, que si no habría jurado que le estaba mirando directamente a los ojos. Una sonrisa se formó en su huesuda cara y alzó la mano a modo de despedida. Gonzalo reculó involuntariamente y se sentó en uno de los sillones junto a la chimenea. Consultó su reloj: las doce menos diez. Por lo menos había acabado antes de lo previsto. Se sentó a la mesa y volvió a coger la carpeta. La miró durante un rato sin llegar a abrirla y volvió a levantarse.

—Ya está bien por hoy —murmuró mientras se frotaba los ojos—, necesito un poco de tiempo libre.

Se levantó y regresó a su habitación, cogió su uniforme de cuero y se lo colocó mientras se preguntaba para qué narices había ido Paco Sacristán.

—Maldito cambio climático —gruñó al empezar a sudar por efecto de la ropa—. Y decían que no era para tanto. Treinta grados en enero.

Cogió su fusil, su pistola y su hacha de mano, descendió hasta la planta baja, y se calzó el casco con la visera baja para que no lo reconocieran. Salió a la calle y una ligera brisa se le coló por la abertura del cuello, refrescándole. Pensó que aún podía ser un buen día y echó a andar en dirección a la casa de Alejandro.

—¡Qué demonios —dijo al aire—, aún puede ser un gran fin de semana!

A las doce y un minuto tocó al portal de su amigo y reculó un paso para mirar hacia el balcón. Enseguida apareció la melena de Carmela la cual puso cara de pocos amigos hasta que Gonzalo levantó el visor y le saludó con una sonrisa. Entornando los ojos, volvió a meter la cabeza y escuchó el ruido del pestillo al abrirse. Subió corriendo las escaleras y se encontró a su prima en la puerta esperando.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.

—Buenos días, prima —le dijo dándole un beso en la mejilla—. ¿Puede salir Álex a jugar un ratito?

—Pues ahora mismo está jugando con Irene en su habitación, pero en cuanto te oiga saldrá corriendo. Por cierto —comenzó mientras lo inspeccionaba con la vista—, ¿qué haces con esa pinta? ¿Tan mal ha ido la charla con Guillermo que te han rebajado a z-men?

—Ja, ja, ja, qué graciosa. De la conversación con Guillermo no me apetece hablar ahora —le respondió torciendo el gesto—. Dejémoslo en que ha sido peor de lo que esperábamos.

—Pues cambiando de tema: ¿por qué vas de Terminator?

—Porque así voy de incógnito y puedo disfrutar de un poco de tranquilidad en la calle.

—Ya, claro… y no había nada más caluroso para disfrazarte que de ángel del infierno, ¿no? Venga, en serio, dime qué quieres.

—Pensaba proponerle una excursión a Álex. No te voy a mentir, estamos todos bastante tensos por los últimos sucesos y llevo semanas esperando a que tu marido me llame para una salida a por suministros, pero entre que llega o no llega la oportunidad, necesito una escapada para liberar ansiedad.

—Tiro al plato, ¿no? —dijo con tristeza.

—Sí, ¿ocurre algo, Carmela? —le preguntó—. ¿He dicho algo malo?

—No, es sólo que es la primera vez en semanas que Álex se ha tomado el día libre, y claro… lo estábamos pasando tan bien… Entiendo que es tu mano derecha, y créeme que estoy muy orgullosa tanto de él como de ti, pero la verdad, hay ocasiones en que echo de menos a mi marido.

Gonzalo se sintió avergonzado. Era cierto que no se había parado a pensar en lo que estaría haciendo Alejandro y como buen ser humano había dado por sentado que todo lo prioritario para él, también debía serlo para los demás. Antes de responderle, Alejandro se asomó al recibidor y al verles a ambos cabizbajos les preguntó extrañado lo que ocurría. Carmela hizo ademán de empezar a hablar, pero Gonzalo le interrumpió.

—Nada, estábamos recordando a Pepe y a su familia y supongo que nos ha podido la pena.

—Normal —dijo Alejandro mientras cogía a Carmela por la cintura y le besaba en la frente—. Eran buenas personas y tuvieron un fin innecesariamente cruel.

—Sí que lo eran, pero dejemos por el momento el tema de la «T» que no he venido por eso.

—¿Entonces por qué? ¿Alguna novedad?

—Ninguna, te lo acabo de decir. He venido porque creo que va siendo hora de que te relajes un poco, así que quisiera que te tomaras toda la semana que viene libre.

—¿Cómo? —preguntó desconcertado—. ¿Me estás dando vacaciones?

—Sí, ¿por qué? ¿No las quieres?

—Claro que las quiero —dijo riendo—, y te las hubiera pedido, pero como estamos con ese problema…

—Sé perfectamente el problema con el que estamos pero también que nos llevan kilómetros de ventaja, y que cojas una semana de descanso no creo que vaya a influir mucho en el caso. ¡Además, quiero que mi ahijada disfrute de su padre o me odiará por acaparador!

—Pues muy bien jefe, si es una orden la acataré.

—Lo es, amigo. Y ahora, os dejo.

El ruido de Irene llorando llegó hasta el recibidor, y tras darle un rápido abrazo y darle nuevamente las gracias por los días libres, Alejandro entró a ver a la niña. En cuanto se perdió de vista, Carmela le agarró las manos y se las apretó.

—Muchas gracias. No sabes lo que necesitábamos pasar algo más de tiempo juntos. Gracias.

—No hay de qué, Carmela, y perdóname por haber sido tan egoísta como para no darme cuenta de lo que pasaba… ¿Va todo bien entre vosotros?

—Nunca ha ido mal —le respondió soltándole las manos y mirando hacia la pared—. Es sólo que pasa mucho tiempo fuera y yo estoy sola con la niña… y que parece que pase más tiempo contigo que con nadie. Joder, si creo que eres la única persona del mundo a la que no puede negarle nada, ¿qué le das?

—Si te lo contara tendría que matarte —bromeó tratando de quitar hierro al asunto.

—¿Si le contaras el qué? —preguntó desde el pasillo Alejandro que sostenía a Irene en brazos—. Da igual. Tito Gonzalo, mira quién quería verte.

En cuanto le vio, Irene le obsequió con una enorme sonrisa desdentada y descontrolados intentos de aplaudir. Alejandro se la ofreció y la cogió con delicadeza. Durante unos minutos Irene obró el milagro de conseguir que todos los problemas le abandonaran. El sentir su pecho agitar, el calor que emanaba de su cuerpecillo. El escuchar los ruiditos que hacía… esa inocencia de una nueva vida era el motivo definitivo para continuar.

—A todo esto —dijo Alejandro devolviéndolo a la realidad—, ¿qué haces vestido de z-men?

—Nada… que me dirigía a por Nacho, que vamos a comprobar un par de puestos de vigilancia desde fuera y eso.

—¿Hace falta que os acompañe?

—No, que va. Disfruta de tus niñas que te hace falta.

—Como quieras, si me necesitas aquí estoy.

—Descuida. Nos vemos dentro de una semana.

En cuanto se cerró la puerta, Alejandro besó a Carmela mientras la cogía por el talle con la mano que no sostenía a Irene.

—¿Y ahora qué hacemos con tanto tiempo libre, señora Martínez? —le dijo con voz melosa—. ¿Se le ocurre algún plan atractivo?

—De momento descartaría el turismo por lo de los zombis y eso —dijo devolviéndole el beso—, pero había pensado en que por lo menos un día entero lo podríamos dedicar a nosotros.

—De eso nada, vamos a dedicar todos los días a nosotros.

—No sé si me entiendes, me refiero a nosotros íntimamente, en la cama, sin ropa… ¿me sigues?

—Creo que ahora sí —le respondió mientras le besaba el cuello—, y debo decir que tiene usted una mente muy sucia, señora Martínez.

—Me ofende usted, señor vicepresidente, mi única intención es aplicarle unas técnicas de relajación milenarias que sólo yo domino.

—¿Y cuándo me vas a impartir esas lecciones magistrales?

—Cuando acuestes a la princesa, que se te ha quedado sobada en brazos, y vuelvas de averiguar qué es lo que realmente quería Gonzalo.

—¿Perdona? ¿Cómo que lo que verdaderamente quería Gonzalo? Me he perdido.

—Acuesta a Irene y te lo explico.

Alejandro se llevó a la niña a su dormitorio, la acostó en su cuna y tras besarla repetidas veces y susurrarle que la quería, volvió con su mujer que le esperaba sentada en el sofá. Se sentó a su lado y la besó en la frente.

—Cuéntame y no pongas esa cara, que tampoco habrá sido para tanto. ¿Qué ha pasado con tu primo?

—No venía para darte vacaciones.

—¿Entonces para qué venía?

—Para ver si te ibas de excursión con él. Me comentó que estabais muy tensos con lo de los «T» y eso… y quería que le acompañaras de cacería. A hacer un poco de tiro al plato, ya sabes.

—¿Y por qué no me ha dicho nada?

—Por mi culpa, supongo —le dijo avergonzada—. Lo siento, pero es que estas semanas prácticamente no te he visto, y la niña ha llegado a estar cuatro días sin ver a su padre, y como este era el primer día que pasabas con nosotras, pues se lo he comentado a Gonzalo, y él… pues te ha puesto una excusa y se ha ido. Lo siento, de verdad, generalmente jamás te digo nada, pero es que te echamos de menos.

—A ver que yo me aclare —le dijo muy serio Alejandro—. Gonzalo ha venido a verme en el primer día libre que he tenido en tres semanas, tú le has hecho ver que a ese ritmo no podía pasar tiempo con mi familia y él, dándose cuenta de que tienes toda la razón del mundo me da una semana de vacaciones… y me pides disculpas.

—Sí, algo así —le respondió Carmela aliviada—. Pero es que no pasamos tiempo juntos y te quiero mucho y…

Chist —le dijo poniendo dos dedos sobre sus labios—, no digas nada que me tienes muy disgustado, mucho. Me temo que voy a tener que aplicarte un correctivo.

—¿Qué clase de correctivo? Me estás asustando —le dijo sonriendo.

—Voy a ir a buscar a Gonzalo para ver lo que puedo hacer por él antes de tomarme esa semana de vacaciones que pienso cumplir a rajatabla. Pero primero, y ése va a ser tu castigo, me vas a dar una clase completa de introducción a esas artes que dices dominar, y vamos a empezar pero ya.

El reloj de la mesita marcaba la una y cuarto del mediodía cuando Alejandro salió de la ducha y se colocó su uniforme de z-men. Gracias a su centralita de radio, sabía que Gonzalo y Nacho habían salido por la puerta del paseo y había anotado la frecuencia que llevaban para que los comunicaran en caso de emergencia. Besó a Carmela que descansaba en la cama y tras recibir la localización exacta de Gonzalo del puesto de vigilancia del Parque Torres se marchó a su encuentro. Con la tranquilidad de saber que el camino estaría despejado, rechazó la escolta que le ofrecieron en la puerta y paseó a buen ritmo hasta distinguirlos sentados en una gran piedra, de cara al gigante de hormigón que antiguamente había servido como nuevo hospital de la ciudad. Para evitar accidentes sintonizó la frecuencia que había apuntado y les saludó indicándoles que estaba justo detrás. Se giraron y Gonzalo le saludó con el brazo. Cuando llegó a su altura, se pusieron de pie.

—Buenas tardes —les saludó—. ¿Hablando del hospital?

—Sí —le respondió Gonzalo—, entre otras cosas. ¿Y eso que has venido?

—Pues mi mujer, que ha tenido una crisis de conciencia y me ha contado lo de vuestra charla.

—No sé lo que te ha contado pero no me ha dicho nada fuera de lugar ni mucho menos, así que no quiero que tengas ningún problema con ella.

—No te preocupes que no, es sólo que ya que voy a tener esa semana libre, me apetecía pasar este rato contigo, que ya tendré tiempo para que Carmela se harte de mí.

—Es lo malo de tener familia —dijo Nacho—. No te puedes dedicar plenamente a tus deberes.

—Eso no es justo, Nacho —le dijo Gonzalo antes de que Alejandro pudiera replicarle—. Alejandro cumple perfectamente con sus deberes hacia la ciudad, así como con otros deberes que tú y yo no tenemos, como tener una familia y un bebé, que te recuerdo que son el recurso más valioso de toda Ciudad Humana.

Nacho resopló y levantó la vista hacia el cielo.

—Por los cuernos del profeta, no sé qué es peor —dijo señalando hacia el hospital—. Si aguantar tus discursos o que te ingresen en el hospital zombi. Un momento…

Nacho entrecerró los ojos y tras otear el horizonte agarró su fusil. Tres cabezas aparecieron y tres disparos certeros las reventaron.

—Tienes razón, jefe —dijo sin levantar la vista del punto de mira—, aunque me joda reconocerlo. La verdad es que si yo tuviera una familia como la tuya también querría tiempo para cuidarla. Eres muy afortunado.

Alejandro y Gonzalo se miraron sorprendidos ante la respuesta de Nacho.

—Te lo agradezco, colega —le dijo Alejandro.

—Lo que no entiendo —le dijo Gonzalo— es cómo a estas alturas no tienes tu propia familia, porque con lo precioso que eres se te tienen que amontonar en la puerta.

—Porque tú no te animas a dar el primer paso, maricón —le respondió Nacho.

Se miraron entre los tres durante unos segundos y empezaron a reír con ganas.

—Bueno —dijo finalmente Nacho—. Ahora que te dejo con niñera, me voy a marchar, que es mi día libre y pienso acostarme en cuanto coma para levantarme mañana por la mañana. Nos vemos, señoritas.

Gonzalo y Alejandro se despidieron de él y le observaron hasta que lo perdieron de vista.

—¿Llegará bien? —preguntó Alejandro.

—¿Él? ¿Llegar bien? Por supuesto, es el sheriff King, no lo olvides.

—Descuida que no lo olvido —le dijo resoplando—. ¿Qué habéis estado haciendo?

—Nada: pasear, matar unos cuantos zombis, ya sabes… Lo normal de un paseo por el campo.

—¿Estabais mirando al hospital nuevo?

—Sí.

—No te obsesiones. Aún necesitaremos años para anexionarlo. Está demasiado lejos de la ciudad y para llegar hasta él hay que cruzar el valle de los muertos. No me explico cómo nadie tuvo en cuenta una posible invasión de muertos vivientes a la hora de ubicarlo —bromeó Alejandro.

—Yo tenía el sueño de trabajar en él, ¿sabes? —le respondió—. Pero claro, hace veinte años muchos miles de millones de sueños se truncaron. Qué rabia me da cada vez que lo veo. Tantos medicamentos y equipo casi nuevo… tan cerca pero tan lejos.

—Sí, pero acordamos no mandar a nadie más hasta que no tuviéramos un pequeño ejército que pudiéramos arriesgarnos a enviar. No conocemos cómo está por dentro, pero por lo que sabemos está plagado de esas criaturas y no sabemos si hay luz. De sesenta personas que hemos enviado, no ha vuelto ninguna.

—Y no pienso mandar más ratones a la ratonera. Bueno… algún día. Mira —dijo señalando a su izquierda—, cuatro zombis a las nueve en punto, ensaya que te estás acartonando.

Rápidamente Alejandro se descolgó su fusil del hombro, lo puso en manual y disparó cuatro tiros. Los cuatro cayeron pero dos de ellos se levantaron y siguieron avanzando. Hizo una mueca y volvió a apoyar el arma en el hombro. Esta vez se tomo unos segundos más para apuntar y los dos tiros atravesaron sus cráneos.

—Estás perdiendo puntería. Has fallado dos disparos y eso antes en ti era impensable.

—Sí, bueno, es la edad, que me está echando a perder. ¿Nos sentamos? —dijo indicando a la misma roca donde Nacho y él estaban cuando los encontró.

—Claro, ¿por qué no?

Durante un cuarto de hora se limitaron a mirar en derredor y a anular a cuanto objetivo se les ponía a tiro. La cuenta de los dos había superado la docena y media cuando Alejandro rompió el silencio.

—Gonzalo, tengo una pregunta que hacerte.

—Dispara. ¿Qué quieres saber?

—No es que me importe, pero se supone que soy tu segundo al mando y Nacho el encargado de seguridad de la ciudad. Supongo que él ya te habrá comentado algo, pero yo también tengo curiosidad: ¿cómo fue lo de elegir a sir Conroy como sustituto del sheriff King tras haber rechazado el puesto y por qué no nos lo contaste?

—Pues no, Nacho no me ha preguntado nada.

—Vaya, qué raro, pensé que habría tenido curiosidad. Bueno, ¿y me puedes responder?

—No hay mucho misterio en el porqué de mi elección. Es posiblemente el mejor luchador cuerpo a cuerpo de Ciudad Humana, la gente le respeta y ha demostrado sobradísima experiencia en la lucha contra los zombis.

—Sí, pero ¿tú crees que los z-men le aceptarían así como así?

—Álex, los dos sabemos que al final el orden de jerarquía de los z-men se basa en el respeto y en la habilidad para luchar. Sir Conroy es muy respetado e insisto en que a pesar de su edad yo no me pelearía con él.

—De acuerdo, las motivaciones para la elección las puedo entender, pero lo que me deja un poco descolocado es el hecho de que no me dijeras nada. ¿No debería de haberlo sabido?

—Sí, supongo que sí —dijo mientras levantaba el fusil y anulaba a dos zombis que se acercaban atravesando la antigua carretera—, pero era más una idea que un hecho consumado. Fui posponiendo la decisión y supongo que se me pasó comentártelo, eso es todo.

—Te entiendo, pero claro, creía que por ser tu sustituto debería saberlo todo.

—Todo lo importante, amigo mío, todo lo importante. Pero no le des más vueltas de lo necesario a las cosas. Nadie se lo cuenta absolutamente todo a nadie.

—¿Cómo que no? Yo sí te lo cuento todo a ti.

—Todo no. No me has dicho por qué has venido con las piernas temblando, pero descuida, que ya me lo he imaginado yo.

Alejandro se sonrojó y Gonzalo le dio palmadas en el hombro hasta que rompieron a reír. Nuevamente en sintonía, siguieron un rato más hablando de problemas administrativos mientras despejaban la zona de zombis. Cuando pareció que no quedaban más temas pendientes por tratar, Alejandro recordó la entrevista con Guillermo y le pidió que se la relatara. Cuando éste hubo terminado, expresó su interés por conocer al tal Jack cuya descripción le había resultado interesante.

—Tenía que haber estado contigo —dijo a la vez que se golpeaba la rodilla—. ¡Maldita sea!

Gonzalo le restó importancia a su ausencia puesto que reunirse a solas había sido una idea suya creyendo que Guillermo iba a hacer lo mismo. Hablaron sobre la importancia de tenerlo controlado para poder contrarrestar cualquier movimiento que Guillermo fuera a realizar mientras mataban a todos los zombis que se ponían a tiro. Cuando miraron el reloj azuzados por el hambre vieron que ya casi eran las cinco de la tarde. Estaban lo bastante lejos como para no molestarse en quemar los cuerpos pero cuando se levantaron, en vez de dirigirse a la ciudad Gonzalo se encaminó hacia la carretera elevada que antiguamente llevaba al hospital.

—¿A dónde vas? —le preguntó Alejandro.

—A la hondonada.

—¿Estás loco? ¿Para qué vas a asomarte?

—Será solo un momento, puedes esperarme aquí si quieres.

—Lo que tienes que hacer es dar media vuelta y marcharnos a casa.

Gonzalo siguió caminando sin hacerle caso. Alejandro negó con la cabeza y tras susurrar un par de maldiciones avanzó a paso ligero hasta ponerse a su altura y le acompañó los quinientos metros que los separaban de la zona conocida como el valle de los muertos. Cuando llegaron al punto donde la carretera se había derrumbado, miraron hacia la pequeña sima que separaba el único camino actual hacia el hospital y lo encontraron plagado por cientos de zombis, la inmensa mayoría de los cuales no tenía la capacidad física para subir por las paredes del valle sin caer.

—Hay más que nunca —dijo Gonzalo.

—Como mínimo un millar.

—¿Ya estás contento? ¿Nos podemos ir ya?

—Me va a costar mucho volver a estar contento en mi vida, pero por lo menos me doy por satisfecho, vayámonos.

—Andar por una carretera elevada medio derruida es bastante peligroso —le dijo Alejandro una vez pisaron tierra firme—. ¿Qué esperabas encontrar?

—No sé, quizá un milagro —le dijo un tanto desanimado.

—Amigo mío —le dijo pasándole una mano por encima del hombro—. Ya no quedan milagros, se gastaron al crear nuestra ciudad.

Gonzalo le sonrió y el resto del trayecto a la ciudad lo pasaron hablando sobre cosas más agradables centrándose sobre todo en la pequeña Irene. No se cruzaron con ningún zombi más.