13/09/2040
Cartagena: ciudad milenaria. Así se anunciaba la ciudad a finales del siglo XX; una denominación de una exactitud indiscutible, pues su riquísima historia había sido alimentada durante más de dos milenios. Este privilegiado enclave, cuya ubicación y puerto propiciaron su conversión en un crisol de culturas, fue habitado por docenas de pueblos diferentes, los cuales aportaron su granito de arena en el enriquecimiento cultural, urbanístico y paisajístico de la ciudad. En el punto más alto de Cartagena se haya el Cerro de la Concepción donde, a principios del siglo XX, se edificó el centro de ocio del parque Torres, así llamado en honor a su constructor y alcalde de Cartagena en aquel entonces, Don Alfonso Torres López. Este parque, conocido popularmente como «el castillo de los patos», se erigió alrededor del castillo de la Concepción, obra que data del siglo XIII. A finales del siglo XX y por petición popular, se reformó toda la zona, restaurándose también el castillo, apenas cuidado hasta ese momento.
Han pasado más de cuarenta años de todo aquello y en la actualidad el castillo ha recuperado su utilidad defensiva, siendo un punto de control visual privilegiado que permite comprobar el perímetro total de la ciudad. En la superficie de la torre, ofreciendo un claro contraste entre lo moderno y lo antiguo, se observan una hilera de telescopios de todas las formas y tamaños separados por apenas unos palmos, que recorren todo el contorno. Cuatro personas vigilan constantemente a través de ellos todos los accesos a la ciudad.
Esa mañana sólo había una persona mirando por los telescopios: Gonzalo Gutiérrez. Es un hombre alto y fornido aunque no exageradamente musculoso, de ojos y cabello castaño. Lo curtido de su piel y la práctica inexistencia de marcas distintivas impedían adivinar los casi cuarenta y tres años que arrastraba. Aunque el conjunto evidenciaba que de joven no había carecido de atractivo y la vida no le había tratado demasiado bien, aún conservaba una sonrisa que, aunque aparecía en pocas ocasiones, era capaz de cautivar a cualquiera. Minuciosamente, comprobaba y apuntaba en la libreta de guardia que todo estaba en orden, revisando cada sección del muro de automóviles. Se entretuvo observando cómo anulaban a un grupo de unos cincuenta zombis en el acceso de la zona de canteras hasta que los z-men empezaron a acarrear los cuerpos para prenderles fuego, momento en que pasó al siguiente sector. Treinta minutos después, y tras firmar el registro, dio por concluida la inspección. Satisfecho con lo visto, se permitió un momento de relajación disfrutando de la vista del Mar Mediterráneo, puro y brillante bajo la luz del mediodía.
Bajó al cuartel ubicado en el interior de la torre donde esperaban los agentes de guardia y Nacho King, el imponente jefe de seguridad de la ciudad que, entre su metro noventa y su cabeza completamente rapada, parecía dominar la sala entera. Al verle aparecer, los vigilantes se pusieron de pie casi al unísono a la vez que dejaban los cafés sobre la mesa. Gonzalo no se percató del acto, pues en ese momento tenía la cabeza un poco en las nubes, pero sí Nacho, que soltó una risa burlona.
—Gonzalo, o les dices que descansen o esa postura les va a crear secuelas, que parece que lleven un palo de escoba metido por el culo.
Gonzalo parpadeó un par de veces y asintió. Siempre le había llamado la atención la increíble facilidad para decir palabrotas de ese hombre. No conocía a nadie capaz de encadenar insultos con expresiones soeces y auténticas ofensas con menos esfuerzo que Nacho.
—Tu madre nunca te lavó la boca con jabón, ¿verdad? —le preguntó mientras le tendía la libreta con los apuntes sobre la guardia del día—. Hoy se están portando bien. Salvo un incidente ya controlado por la entrada de canteras y un par de escaramuzas en el paseo, no están molestando demasiado.
—Se ve que quieren que todo vaya bien pasado mañana —respondió Nacho mientras cogía los apuntes y los repasaba minuciosamente—. La verdad es que, para ser unas bolsas de mierda putrefacta y hedionda que sólo sirven para ser aplastados y abonar los campos, no son malos tipos, ¿verdad?
Gonzalo asintió y se dirigió a la cafetera que había sobre la mesa de los mapas. Se sirvió una buena taza de café caliente y añadió cinco cucharadas de azúcar, probó un sorbo y mientras Nacho terminaba su repaso, comentó con los cuatro centinelas lo que había leído en el informe, les felicitó por su labor y les recordó lo importante que era su papel para la seguridad de la ciudad. Cuando subieron de nuevo a sus puestos, se podía ver en sus caras que lo hacían con renovado orgullo y ganas de seguir siendo útiles. Cuando terminó de leer todas las anotaciones, Nacho arrojó la libreta a la mesa, recogió su taza de café y se sentó frente a Gonzalo.
—Te los has camelado pero bien, ¿eh?
—Explícate.
—Tres palabritas agradables y los tienes comiendo en tu mano.
—Nacho, hacen un buen trabajo y me limito a decírselo.
—Creo que los mimas demasiado. No eres su abuelita.
—Mira, demasiadas veces me veo obligado a gritar y ordenar con malas maneras para que las cosas se hagan del modo correcto, así que cuando tengo la oportunidad de felicitar por algo bien hecho, lo hago. No me parece que eso sea mimar, me parece que es ser justo.
—No sé, yo prefiero mi sistema.
—Y verás que yo no te lo critico.
—No tienes cojones, funciona de puta madre, luego no hay crítica posible.
—Me parece increíble. ¿Qué edad tienes, treinta y cinco?
—Treinta y seis el mes que viene, ¿por qué?
—Por nada, es que hay veces que te oigo hablar y pareces un viejo gruñón de sesenta años.
Nacho soltó una sonora carcajada y los dos quedaron en silencio. Ambos apuraron el café que les quedaba en las tazas mientras uno de los centinelas bajaba a recoger la libreta.
—¿Cómo te sientes a dos jornadas de tu gran día? —le preguntó Nacho.
Gonzalo meditó durante unos instantes:
—No creo que sea «mi gran día» —dijo al fin—, más bien creo que es el gran día de todos los habitantes de esta ciudad.
—Sin ti no existiría esta ciudad, y lo sabes.
—Eso dices tú, pero si no hubiera tomado yo las riendas, otro lo hubiera hecho. Ten en cuenta que fue mi padre quien plantó la semilla. Yo sólo la he ayudado a germinar.
—Gonzalo, amigo… —Nacho inclinó la silla y apoyó sus desgastadas botas de montar en la mesa—. Eso de las semillitas ya me daba la risa cuando lo usaban para explicar lo que era el enchufar a las nenas y demás juegos de mayores, pero no estamos hablando de convencer a una descerebrada para pegarle cuatro polvos, estamos hablando de «fundar» una ciudad en el infierno. Totalmente de acuerdo en la importancia del honorable Javier Gutiérrez, pero él ya no está. Hacen falta muchos cojones para haber culminado su trabajo y, hermano, eres tú quien lo ha hecho.
—Todo se lo debo a mi equipo, que me ha apoyado en todo momento —respondió Gonzalo.
—Vaya, no sabía que había llegado el momento de la ternura gay. Te hemos apoyado porque era necesario, pero sin ti, nunca habríamos llegado a donde estamos hoy. Pero bueno, ¿qué mierda te tiene tan preocupado?
—A mí no me preocupa nada, ¿no dices que soy el Gran Kahuna?, ¿el superjefe? ¿Qué me podría preocupar?…
—No le des más vueltas y cuéntamelo, porque lo vas a tener que soltar y no veo a tu amiguito Alejandro por aquí, con lo cual tendrás que conformarte con el bueno del sheriff King.
—Dios, Nacho, nunca sabré qué demonios tienes contra Alejandro. No sé por qué te molesta tanto que sea mi amigo.
—No me molesta que sea tu amigo, sencillamente, no me acabo de fiar de él. Es débil. No sé hasta qué punto es útil para la ciudad ni si podemos contar con él al cien por cien.
—Bueno, mira, esta discusión la hemos tenido ya más de mil veces, y el resultado siempre es el mismo: es mi amigo y es un valioso elemento para la ciudad, más de lo que te piensas.
—Es un valioso elemento porque tú lo has decidido así, pero verdaderamente, ¿qué coño hace él que sea de utilidad para la ciudad?
—Pues mira, ahora mismo está preparándolo todo para la salida de mañana a por material eléctrico al polígono industrial… Si te parece lo suficientemente importante…
—Vale, vale, vale —Nacho levantó las manos en señal de derrota y soltó un sonoro resoplido—… sí, es tu superamigo de la muerte y es el más valiente del mundo. Si fuera mujer me lo follaría vivo, pero como soy un hombre sólo puedo aspirar a que me desatranque si me estriño… Pero bueno, a lo que íbamos, ¿qué cojones te pasa? ¿Me lo vas a contar o no?
Gonzalo desvió la mirada en dirección a la escalera que subía al puesto de vigilancia antes de responder.
—La responsabilidad, Nacho. La responsabilidad.
—¿Qué le pasa a la responsabilidad? ¿Es que te da miedo?, ¿desde cuándo? Eso no me lo has dicho en ninguno de los tontorandum que me mandas. ¿Qué responsabilidad es esa que tan inquieto te tiene?
—En primer lugar, Nacho, son memorándums, déjate los jueguecitos de palabras. Y, en segundo lugar, no es que me asuste la responsabilidad, es todo lo que el acto del sábado conlleva. No te voy a decir que no me siento halagado, eso sería mentira. A nadie le desagradan los reconocimientos, pero es que el que me van a otorgar a mí, es muy gordo.
—Gonzalo, todo esto no es más que un reconocimiento oficial de algo que ya eres desde hace años y este circo que se está montando es porque la gente necesita algo a lo que aferrarse. A los mayores, les va a recordar las investiduras de los antiguos gobiernos y va a ser como si recuperaran algo de su otra vida, y en lo que respecta a los jóvenes, servirá de ejemplo de un nuevo modelo de sociedad. Simbolismo, tío, el simbolismo es importante y lo sabes bien.
—Vaya, has soltado más de quince palabras y ningún taco —le dijo Gonzalo con tono de sorpresa—. ¿Te han infectado y te estás transformando?
—No me has dejado terminar, nenaza. Pijo, mierda, tortilla de pus, zombis asquerosos me cago en vuestros putos cráneos. ¿Mejor?
—Mejor, mucho mejor… pero no terminas de entenderme. Sé perfectamente lo que significa el acto para los habitantes de Carta… de Ciudad Humana. Sé el significado de esperanza que le otorgan, pero el problema es… ¿qué pasará cuando reinstauremos oficialmente la civilización? Se supone que voy… mejor dicho, vamos, porque esto también te incluye a ti, vamos a ser sus custodios. Y si tomo formalmente esta responsabilidad, será para luchar por ella con todas sus consecuencias.
—Y yo y todos los gilipollas que te apoyamos vamos a estar a tu lado.
—Lo sé y te lo agradezco de corazón. Pero no puedo evitar temer por todos nosotros.
Nacho se acercó a él y apoyó la mano en su hombro, apretándole fuertemente.
—Pero, Gonzalo, ¿cómo de malo puede ser lo que nos espera? Hemos sobrevivido a los zombis, ¿qué hay peor?
—¿Ves? A eso me refiero. Había un dicho muy sabio que rezaba «otros vendrán que bueno me harán». Extrañamos la civilización, y no sin razón, pues cuando esta existía, no temíamos que el vecino nos arrancara la carne de los huesos, es cierto. No obstante, hemos olvidado todo lo demás que conllevaba. Los zombis son el mal, sí, pero a su manera son una especie de mal inocente. Son como animales rabiosos, no piensan. El ser humano sí.
—Sí, desde luego los zombis son lo más inocente del mundo, manda cojones. ¿A dónde quieres ir a parar?
—A que temo a la raza de asesinos implacables en la que nos hemos convertido. Temo lo que podríamos llegar a hacer si nuestra seguridad se viera amenazada y, sobre todo, temo por nuestras almas, por lo que tengamos que llegar a hacer para proteger a los nuestros…
—Vaya, nunca te había oído hablar así. Qué poca confianza en nosotros.
—Lo sé, generalmente soy más optimista.
Gonzalo se puso de pie con gesto serio y cogió el desgastado sombrero de Nacho. Lo giró un par de veces entre sus manos y se lo lanzó.
—Mira, olvidemos el tema y vamos a hacer la última comprobación en la central, que todo tiene que estar bien para el show.
Sin esperar respuesta, dio media vuelta y se dirigió a la salida. Nacho se levantó y se quedó mirando a la puerta. Conocía bastante bien a Gonzalo y sabía que cuando zanjaba un tema sobre sí mismo, era mejor dejarlo ahí. Otro día quizás hubiera metido más baza, pero ese no era el más apropiado.
—Qué cabronazo… —le dijo a la habitación vacía.
Se calzó el sombrero y salió sonriendo. Tenía el presentimiento de que se avecinaban tiempos interesantes.
A la mañana siguiente, Alejandro Martínez, amigo de la niñez y mano derecha de Gonzalo, partió a lo que era una misión rutinaria de abastecimiento en la zona del antiguo polígono industrial Cabezo-Beaza. La expedición había salido a buscar cobre para guardar un buen remanente que poder emplear en caso de avería en el sistema eléctrico y él iba de pie justo al lado del conductor del autobús que usaban para cargar. El viejo vehículo, en la otra vida una guagua turística de dos plantas, había sido vaciado de asientos y las ventanas habían sido protegidas con planchas de acero con aberturas para vigilar y disparar a través de ellas.
A pesar de tener la misma edad que Gonzalo, el rostro de Alejandro era mucho más juvenil, con unos enormes ojos grises siempre entrecerrados por el sol y coronado por una espesa mata de pelo rubio que le costaba horrores dominar. Lucía una expresión de preocupación mientras se alejaban de la puerta del paseo, tras haberse demorado dos horas para despejar una oleada de zombis que se había acumulado en la zona.
Aunque, gracias a la agricultura y ganadería que se desarrollaba en la ciudad, el tema de la alimentación lo tenían bajo control, el abastecimiento de materiales y suministros, era otra historia. Cartagena había sido una de las ciudades industriales más importantes del mundo, y eso, en la situación actual, se notaba y se agradecía. Se estuvo hablando de anexionar toda la zona del polígono y los centros comerciales ampliando la muralla de coches, pero teniendo en cuenta las enormes dificultades que tuvieron para terminarla por falta de vehículos, hubo que asumir que no era factible.
El almacén de la compañía eléctrica donde se dirigían quedaba en el extremo más alejado del polígono. El ruido generado por el vehículo atraía a los muertos como moscas a la miel, así que conforme avanzaban, más zombis se acercaban a ellos, ralentizando enormemente el avance. Tras casi cuarenta minutos, vieron aparecer los acumuladores frente a ellos y cuando quedaban unos treinta metros, Alejandro dio la orden y tres tiradores subieron a la parte panorámica del techo para despejar el camino. El chófer del autobús, un hombre de unos sesenta años, largo y desgarbado, rompió el silencio.
—Alejandro, nunca he entendido que dejemos que los zombis nos escolten hasta tan cerca de los objetivos.
—Como ya te he dicho mil veces —respondió con un toque de exasperación—, nos vemos obligados a esperar hasta el último momento para despejar el autobús porque los disparos atraen a los zombis de muchos kilómetros a la redonda y, cuanto más tardemos en atraerlos, menos posibilidades habrá de que nos rodeen por completo impidiéndonos el paso.
—Ya, pero… ¿y por qué no les…?
Alejandro lo atajó con un ademán de mano y completó la frase por él.
—¿Por qué no les pasamos por encima? Porque si se nos jode alguna de las transmisiones del vehículo y nos quedamos aquí tirados, la situación iba a ser bastante desagradable, ¿no te parece? Y ahora, si no te importa, Demetrio, voy a subir a controlar cómo va la cosa.
Los disparos cesaron a la vez que Alejandro salía al exterior y pudo contar diecinueve zombis abatidos de los cuales tres estaban cruzados enfrente.
—Antonio —dijo a uno de los tiradores—, baja conmigo y apartemos los cuerpos.
Tras echar a un lado los anulados que bloqueaban el camino, sacó una radial conectada a un generador instalado en el vehículo y se adelantó a cortar el candado de la verja de acceso. Abrió para permitir que el autobús pasara al recinto y siguiendo el protocolo, volvió a cerrar con un nuevo juego de candados debidamente etiquetados, tras lo cual echó a andar tras el autobús mientras intentaba ignorar los aullidos que se acercaban por la carretera. Nervioso, comprobó con una mano que llevaba la pistola automática agarrada al cinto, descolgó el fusil del hombro para comprobar que el selector de disparo estaba en posición de tiro y apretó un poco el paso hasta alcanzar el punto donde se había parado el vehículo. La zona asfaltada donde se hallaban era un antiguo aparcamiento flanqueado en tres de sus lados por edificios de una sola planta y por el acceso a la carretera en el otro. El resto de la finca estaba ocupada por generadores, acumuladores y demás parafernalia eléctrica.
Uno a uno los pasajeros fueron bajando mientras Alejandro los observaba detenidamente. Estaba Demetrio, el chófer; seis z-men experimentados y un antiguo trabajador de la fábrica en la que se hallaban que les había acompañado para indicarles dónde estaba el material. Este operario, Juan, apodado «Furia», era un hombre de más de setenta años que había perdido media cara durante una escaramuza con los zombis al principio de la guerra. Hombre terco como una mula, no dejó que sus heridas le arredraran y a pesar de estar medio ciego, destacó en combate hasta formar parte de la brigada personal de Javier Gutiérrez, retirándose del combate activo el mismo día que éste cayó frente a los zombis.
—Bien —empezó Alejandro una vez estuvieron todos atentos—, ya sabéis como funciona esto: Demetrio se queda en el autobús con un z-men de refuerzo para vigilar. Los demás iremos con cuidado hasta que entremos en los edificios, donde adoptaremos formación de círculo. Recordad que este almacén no está controlado, con lo cual, no sabemos lo que nos podemos encontrar dentro. Quiero las linternas preparadas, los fusiles en posición de tiro simple y os quiero alertas. La ventaja, como siempre, creeréis que es nuestra: somos más listos, creo, vamos protegidos y llevamos armas, sin embargo, no olvidéis que ellos nos siguen ganando por un millón a uno. ¿Alguna pregunta?
Nadie dijo nada, lo que le agradó mucho. Eran buenos hombres, de confianza. Ni «Furia», que hacía años que no salía de misión parecía descolocado, se permitió una sonrisa.
—Bueno, pues vamos a entrar. «Furia», ¿por dónde?
El aludido recorrió la zona con la mirada.
—El edificio de la izquierda —dijo secamente.
—De acuerdo. Antonio, prepara el taladro. José Andrés, cúbrelo, los demás, alrededor de él.
El z-men se arrodilló frente a la puerta y comprobó el cierre. Era una cerradura digital de última generación que al no tener electricidad se había convertido en un adorno ultra caro. Apoyó la broca y en apenas treinta segundos, se hundió hasta el fondo. Repitió la operación hasta realizar cinco agujeros formando un pentágono, tras lo que guardó el taladro y sacó un útil de fabricación propia con otros tantos enganches que ajustó a los agujeros, una vez bien sujetos, tiró de la empuñadura de la herramienta y arrancó, casi por completo, el frontal de la cerradura. Una vez tuvo el acceso abierto, sacó la radial y empezó a cortar los cierres que quedaban.
Alejandro se asomó a ver cómo estaban los ánimos entre los visitantes de fuera y el vello de la nuca se le erizó al instante. Llevaban allí poco más de diez minutos y ya se habían reunido en la verja más de una docena de zombis, sin contar los que se aproximaban por la carretera. Volvió con el resto del grupo a tiempo de ver cómo terminaban con la puerta.
El improvisado cerrajero empezó a incorporarse para guardar el equipo cuando la puerta se abrió de golpe mandándolo al suelo mientras una figura alta y retorcida se arrojaba sobre él. Antes de que pudiera reaccionar, unas manos se lanzaron hacia el zombi y le retorcieron la cabeza ciento ochenta grados mientras varias manos tiraban de Antonio. «Furia», el propietario de las manos, dejó caer al engendro que quedó completamente inmóvil a excepción de la cabeza. Todos los presentes le observaron con asombro.
—¿Qué? —preguntó incómodo—. Vivo o muerto, con la columna quebrá no te pués mover.
Consciente de que no le gustaba ser el centro de atención, Alejandro dio la orden de seguir como si no pasara nada. Mientras los hombres encendían las linternas y preparaban las armas, se acercó discretamente a él.
—Eso ha sido impresionante —le dijo—. Muchas gracias por salvar la vida de Antonio.
Por toda respuesta, «Furia» soltó un gruñido y se dirigió a la puerta, donde encendió su linterna y unió su haz de luz al resto para iluminar a varias de esas criaturas que se acercaban a la puerta. Alejandro se encogió de hombros y con la mano les hizo una señal para que avanzaran.
Entraron en silencio y se apartaron del campo visual de los zombis pasando entre dos pasillos llenos de contadores y candados. Esperaron un par de minutos hasta que pareció que les habían olvidado por completo.
—Quisiera saber por qué no se pudren los malditos —susurró Alejandro—, ¿y ahora por dónde, «Furia»?
—Vamos hasta el fondo de la nave por este pasillo y de ahí a la derecha.
Llegaron sin problemas a una zona cuyas estanterías estaban repletas de bobinas de cobre y cableado compatible en gran cantidad, todo ello en piezas tan grandes que era imposible para una persona sola cargarlas sin ayuda.
—Joder. ¿Cómo nos llevamos todo esto? —preguntó Alejandro.
—Tié que haber una transpaleta industrial en un cuarto de servicio que hay justo aquí al lao —dijo «Furia».
Sin esperar respuesta, echó a andar en dirección a unas puertas que había a diez metros de donde se encontraban. Las abrió de par en par y con su linterna iluminó dos transpaletas industriales y una grúa manual con la que cargar las piezas. Siguiendo las indicaciones del anciano, los z-men fueron cargando las máquinas mientras Alejandro y Antonio vigilaban que los compañeros de almacén no se acercaran demasiado. Estaban terminando cuando se escuchó el crepitar del walkie-talkie.
—¿Os queda mucho? —preguntó Demetrio.
—Minutos. ¿Qué ocurre? —susurró Alejandro.
Antonio le tocó en el hombro y señaló al fondo del pasillo a un grupo de cuatro zombis que se habían percatado de que hablaban.
—Mierda —dijo Alejandro—, ya nos han descubierto. Dime qué está pasando fuera.
—Álex, hay cada vez más zombis agolpándose contra la puerta, cinco o seis docenas, y no sé si la verja va a aguantar, así que por lo que más quieras, daos prisa.
Desvió la mirada hacia los z-men que continuaban cargando: una de las transpaletas estaba llena, aunque las bobinas mostraban un equilibrio precario y en la otra aún había sitio para otra más.
—Daos prisa —dijo intentando mantener la calma—. Antonio, despejemos esto de incordios, que se nos acaba el tiempo.
Se volvió a colocar el fusil al hombro y se abrió la chaqueta revelando una funda de cuero que iba desde la altura del pecho hasta la cintura. Abrió un cierre que llevaba y deslizó fuera un cuchillo de unos cuarenta centímetros con la hoja levemente curvada y muy afilada.
—¿Seguimos con la discreción, jefe? —le preguntó Antonio mientras preparaba su taladro.
—Con la que se está montando fuera, más nos vale.
Echó a caminar en dirección al zombi más próximo y cuando lo tuvo a un metro, echó el brazo para atrás y lo descargó con toda su fuerza sobre la cabeza del reanimado cortándola en dos a la altura de la frente. Como si de una coreografía se tratase, giró sobre sí mismo y aprovechó el impulso para anular de igual manera al que venía detrás mientras Antonio anulaba a los otros dos atravesándoles la cabeza con una broca para metal. Una vez despejado el camino, Alejandro les indicó a los demás que les siguieran hasta la salida mientras empezaban a sonar disparos del exterior. Abrieron las puertas de carga que había junto a la que habían usado para entrar y cegados por el sol, tardaron un momento en percibir la totalidad de la escena: Demetrio y el z-men que le acompañaba se hallaban en el techo del autobús disparando al ejército de zombis que se agolpaban contra la verja; delante del autobús, dos anulados, y a su espalda, asomando por la esquina del edificio que hacía de fábrica, se acercaban tres más. Alejandro apuntó a esos últimos con el fusil y los anuló con tres disparos. Al oírlos, el chófer giró la cabeza y les gritó:
—¡Venga, hombre, uníos a la fiesta, y de paso explicadme cómo mierda vamos a salir de aquí!
—¡Saldremos, tranquilo! —le gritó Alejandro—. Tomad posiciones y empezad a anular zombis.
Demetrio y el z-men de la terraza continuaron con el tiroteo barriendo a los más alejados mientras Alejandro y Antonio hincaban la rodilla en tierra y se centraban en las primeras filas. Los cuatro z-men restantes aprovecharon la cobertura para cargar el autobús con los materiales, mientras «Furia» vigilaba que no viniera ninguno más por detrás.
Los zombis iban cayendo como moscas pero no dejaban de llegar más atraídos por los disparos y los recién llegados no tenían ningún reparo en pasar por encima de sus camaradas caídos, que se estaban convirtiendo en una escalera de acceso.
La mente de Alejandro iba a mil por hora. Quedaba descartado el intentar abrirse paso a través de ellos porque eran un auténtico muro y el autobús no iba a poder coger la velocidad necesaria para abrir camino.
Los segundos seguían pasando y estaba claro que en poco tiempo, los zombis entrarían libremente, bien pasando por encima de los anulados, bien porque las verjas no resistirían mucho más. Entonces lo vio.
—¡«Furia»! —gritó para hacerse oír por encima del estruendo—. Ven aquí inmediatamente.
—¿Qué? —dijo éste al llegar a su lado.
—No entiendo mucho de todo esto, pero quiero saber una cosa. ¿Tú podrías activar un generador de los que hay aquí?
—Hombre, si alguno funciona sí. ¿Por qué?
—Si pudiéramos poner en marcha un generador y conectarlo a la verja exterior, ¿qué obtendríamos?
—No sé por dónde vas.
—Si no me equivoco, la carne, por corrupta que esté, es conductora, ¿verdad?
—Exacto —dijo empezando a mostrar una sonrisa—. Me gusta cómo piensas, chaval.
—Antonio —dijo girándose a los z-men—, conmigo. Los demás, en cuanto terminéis de cargar, subid arriba con el resto. Quiero que disparéis a los que estén más alejados y sólo cuando el disparo sea un blanco seguro, hay que preservar tanto como podamos la integridad de la verja y las municiones son limitadas. Antonio, «Furia», vamos.
Se dirigieron corriendo al edificio que albergaba la fábrica y volaron la cerradura con tres disparos. En el interior, media docena de zombis alterados por los disparos les recibieron haciéndoles perder unos valiosos minutos mientras los anulaban. Cuando todo estuvo despejado, «Furia» se sentó frente a un tablero cubierto de polvo y empezó a tocar botones hasta que las pantallas se encendieron.
—Sabes lo que estás haciendo, ¿verdad? —le preguntó Alejandro.
«Furia» le miró de reojo sin decir palabra y empezó a girar un dial parándolo en diferentes posiciones mientras en una pantalla iban cambiando unos números.
—¿Podrías darte prisa? —le preguntó Antonio mientras ojeaba a través de un ventanal—. La cosa se está poniendo demasiado mal ahí fuera.
—¡Cállate, pijo! —le gritó «Furia» sin mirarle.
Antes de que Antonio dijera nada, Alejandro le hizo un gesto para que lo dejara estar. Casi al mismo tiempo, «Furia» se giró y les miró.
—Hay dos generadores que pueden enchufarse. El tres y el siete —les dijo.
—Pues eso es genial, ¿no? —dijo Antonio.
—Sí, lo malo es que ninguno está pegado a la verja, vamos a necesitar una buena cantidad de cable para enlazarlos con ella.
—Con conectar uno bastará, ¿verdad? —preguntó Alejandro—. Dime cuál es el más cercano.
—El tres. Queda a la derecha del autobús, el segundo en dirección a la verja. Lo reconocerás porque será el único que haga ruido.
—OK. Ten el walkie para que nos coordinemos. Y Antonio, quédate con él por si acaso.
Sin esperar respuesta, Alejandro salió enflechado hacia el autobús, entró de un salto y subió a la terraza panorámica.
—Demetrio, rápido, dame tu walkie.
El chófer se lo tendió y siguió disparando a los zombis. Alejandro eligió a un par de z-men y les ordenó que le siguieran abajo donde cogieron una bobina de cable de las que habían cargado y la llevaron al generador activado.
—¡¿Ahora qué hago, «Furia»?! —gritó al micrófono del aparato—. ¿Cómo conecto el cable al generador?
—Tienes que esperar un momento que lo apague… ahora. Coged la punta del cable y pelad sobre un metro, ¿de acuerdo? Una vez lo hayáis hecho, enrollad el trozo de cable pelado a cualquiera de las ocho puntas que salen del generador.
Con ayuda de un machete, uno de los z-men hizo lo que el viejo había dicho mientras Alejandro escalaba la pequeña valla de seguridad que aislaba el generador. Una vez tuvieron un metro al descubierto, lo pasaron por encima para que éste lo cogiera y lo atara a una de las antenas que salían de la torre.
—Está enrollado y estoy saliendo del recinto del generador, ¿ahora qué?
—Ahora tenéis que repetir lo del cable y conectarlo a la valla principal, cuanto más cerca de los zombis mejor.
—Y pensaba que lo que acababa de hacer era lo difícil… —murmuró dirigiendo la vista a la puerta de entrada—. Vamos, muchachos, a la valla.
Entre los tres hicieron rodar la bobina hasta llegar a unos diez metros de su objetivo, donde cortaron el cable dejando un sobrante apropiado para que conectara sin problemas. Alejandro se devanaba los sesos pensando en cómo enganchar el cable sin que los zombis les alcanzaran cuando escuchó maldecir a uno de los z-men que le acompañaban. El que estaba pelando la punta del cable se había hecho un buen corte con el machete y estaba intentando parar la hemorragia con un pañuelo.
—Esperad —les dijo—. ¿Está ya listo el otro extremo?
—Sí. Sólo falta quitarle un poco más de aislante —respondió el hombre que se había herido.
Alejandro cogió el extremo y con la mano arrancó el trozo de plástico que quedaba sujeto. A continuación se lo alargó dejándolo a la altura de su mano herida.
—Coloca el pañuelo en el cable.
—¿Cómo? —preguntó extrañado el z-men—. No entiendo.
—El pañuelo está empapado en sangre. Átalo al cable, rápido. No tenemos tiempo.
Sin entender demasiado hizo lo que le había pedido.
—Volved al autobús —les ordenó Alejandro.
Se acercó despacio a la verja, sosteniendo el cable tan lejos de sí mismo como pudo, evitando que se doblase. Los zombis, muy alterados por su cercanía parecieron volverse locos ante el olor de la sangre que goteaba del trozo de tela. Alejandro notaba cómo el sudor le recorría la espalda mientras la distancia se reducía y los brazos de esas criaturas parecían multiplicarse. Finalmente, una mano a la que le faltaban dos dedos se desmarcó de las demás y agarró el cable con fuerza. Giró sobre sí mismo y echó a correr alejándose de la verja mientras agarraba el comunicador.
—¡«Furia»! —gritó al micrófono—, dale ya. ¡Dale!
Alejandro pudo sentir cómo todo el aire vibraba y un olor a ozono inundaba su nariz. Miró hacia atrás y vio cómo un centenar de zombis interpretaban una danza macabra espoleados por los miles de voltios que atravesaban sus cuerpos. Por más que lo intentó no pudo apartar la mirada del escenario que estaba dejando atrás: ojos que se derretían en sus cuencas para dejar salir pequeñas llamaradas de un color azulado, cabezas que reventaban con un ruido sordo… Pero lo más horrible, sin duda, era el hedor. La nube de humo que provenía de los zombis provocó que más de un casco se retirara para abrir paso a un torrente de vómito. Haciendo acopio de todo su autocontrol, Alejandro se mantuvo impasible, respirando por la boca para evitar lo peor del olor a la vez que tomaba nota de lo horrorosamente efectiva que era la trampa que habían improvisado. Llegó al autobús casi sin aliento y siguió mirando a los zombis hasta que el movimiento cesó. Se humedeció los labios y levantó el walkie.
—Corta la corriente y venid corriendo.
«Furia» y Antonio llegaron en segundos y contemplaron el resultado: cuerpos de zombis quemados y mutilados en un área de unos doscientos metros.
—Joder —dijo Demetrio desde lo alto del autobús—. Vaya barbacoa, ¿no?
Alejandro le miró de reojo y suspiró.
—No perdamos el tiempo —dijo en tono autoritario—. Tres tiradores a cubrirnos, los demás vamos a despejar el camino de cadáveres aprovechando las transpaletas. Demetrio, ve calentando motores.
Abrió las puertas de reja y fueron cargando los cuerpos para luego arrojarlos a una zanja junto a la carretera. A pesar de que los zombis seguían llegando, los tres centinelas fueron suficientes para mantener la situación bajo control hasta que se hubo despejado el camino. Finalmente, mientras todos subían a bordo, Alejandro cerró el candado nuevo y emprendieron el regreso a Cartagena. Con la adrenalina todavía a flor de piel, miró su reloj. Solo habían pasado cuatro horas desde que habían llegado al acceso Norte para salir.
Cuando llegó a su casa, situada en la calle del Carmen, ya empezaba a oscurecer. Subió hasta su piso y dejó su casco y su cazadora en el perchero de la entrada, desde donde pudo observar la tenue luz de unas velas saliendo del comedor, al que accedió en silencio sabiendo lo que se iba a encontrar. Tumbada en el sofá estaba su mujer, Carmela, profundamente dormida. En su pecho, protegida por las manos de su madre, la pequeña Irene dormía con placidez. Se dejó caer en el sofá enfrente de ellas, y se relajó contemplándolas. Poco a poco la paz que le proporcionaba esa imagen debilitó sus defensas y notó como una oleada de angustia le invadía mientras iba asimilando los acontecimientos del día. En ese momento, en la intimidad de su casa, todo el malestar y el horror de la mañana le golpearon como un mazo. Lloró en silencio durante largo rato procurando no despertarlas. Lloró por el mundo en que vivían, por lo que se veían obligados a hacer… pero sobre todo porque por mucho que amara a su hija, no dejaba de preguntarse si tenía derecho a haberla traído a este mundo, si de verdad había actuado correctamente trayendo algo tan inocente a este infierno en la Tierra.
Cuando se hubo serenado se inclinó sobre ellas, las besó con suavidad en la cabeza y se dirigió a la cocina. Encendió un par de velas y echó un vistazo.
—Sólo un biberón. Parece que ha sido un buen día.
Llenó el fregadero con el agua que quedaba en la garrafa y se puso a fregarlo junto a un par de platos cuando escuchó ruido en el salón. Poco después, Carmela entró frotándose los ojos.
—¿Qué tal todo? —preguntó mientras le besaba en la comisura de los labios—, ¿alguna novedad?
—Todo ha ido como la seda —respondió mientras se secaba las manos—: Entrar, recoger material y salir. Un paseo rutinario.
—Ya, rutinario. ¿Entonces por qué has estado llorando?
—No he estado llorando —dijo Alejandro volviéndose de nuevo hacia el fregador—. Es sólo que me he puesto un poco sensible al ver a mis princesas durmiendo como ángeles.
Carmela se planteó discutirle la respuesta, pero Alejandro la agarró por la cintura y la besó apasionadamente. Como quedó claro que no le iba a sacar nada más del tema, decidió disfrutar de ese beso. Si quería hablar, ya lo haría cuando estuviera preparado.
—¿La peque te ha dado mucha guerra?
—Se acaba de dormir hará una media hora y yo con ella. Es la cosa más adorable y bonita del mundo, pero Dios mío, cómo me gustaría que fuera más dormilona… Ah, antes de que se me olvide, mi primo pasó hace un par de horas para invitarnos a cenar, se ve que no quiere estar solo antes de su gran día.
—Vaya, hombre, ¿y tú que le has dicho?
—Le he dicho que en principio sí, pero no contaba con la tarde que me iba a dar tu niña y estoy agotada. ¿Te importaría ir tú solo?
—Joder, malditas las ganas que tengo de irme ahora a casa de Gonzalo. Sólo me apetece quedarme contigo y con la niña jugando…
—Ya —le interrumpió poniéndole un dedo en los labios—, pero sabes perfectamente que le va a venir bien verte esta noche, y sinceramente, no creo que vaya a lamentarse mucho si yo no voy. Además, vida mía, no puedo ni con mi alma y quisiera dormir un ratito más antes de que se despierte de nuevo. Te juro que llevar los suministros de la ciudad era menos agotador que educar a tu pequeña dictadora.
—Es imposible discutir contigo.
—Lo sé, pero es porque siempre tengo razón.
—Bueno, pues voy a hacer tiempo que tienen que estar a punto de dar el agua y en cuanto llene las garrafas me marcho. Además quiero darle una cosa a tu primo.
—¿Van a dar ya el agua?, ¿qué hora es?
—Son ya casi las diez, mi amor.
—Vaya, pues entonces hace bastante más de media hora que se durmió.
—Razón de más para que te acuestes. No te preocupes, que le daré recuerdos tuyos a nuestro intrépido líder.
—¡Qué borde eres! —dijo sin poder reprimir una sonrisa—. El líder del mundo libre.
—Sí, del mundo libre de zombis.
Alejandro la abrazó y la besó en los ojos, la nariz y los labios.
—Bueno, princesa, acuéstate ya que no sabemos cuánto va a tardar en requerirte, ¿vale? Te quiero.
Carmela bostezó sonoramente, le besó en la mejilla y entró al salón. Cuando se disponía a salir, dormía plácidamente en el sofá mientras Irene lo hacía en su silleta. Las contempló en silencio y les lanzó un beso. Ya había oscurecido totalmente, y el aire fresco de la noche le reconfortó. Tras la conversación con Carmela, su humor había mejorado notablemente, y para cuando llegó al palacio de Aguirre, se sentía completamente animado. Silbando, saludó a los z-men de guardia y entró en el edificio.