Domingo, 1 de abril del 2040.
Sé que el papel es un bien escaso, pero necesito empezar este diario porque no quiero que se me olvide nada de lo que está ocurriendo. Se me agolpan en la cabeza cientos de cosas, así que intentaré empezar por el principio.
De los diez que éramos cuando salimos de Barcelona, sólo Joanna, Eric, Benito y yo hemos llegado a nuestro destino tras dos meses de viaje.
Cuando hemos visto aparecer la línea de edificios de la ciudad me ha dado un vuelco el corazón, y al subir por la carretera y divisar el cartel que indicaba «Cartagena» a 2 kilómetros hemos apretado el paso. Benito no podía parar de hablar por la emoción de volver a su ciudad. Joanna, a pesar de la fiebre, estaba sonriendo por primera vez en días. Al llegar a la cima de la colina hemos visto a la derecha un enorme polígono industrial donde se apreciaban docenas de zombis pululando, a la izquierda una gran construcción que Benito nos ha dicho que era un hospital y al fondo, tras una gran zanja que rodeaba todo el perímetro, una mole de vehículos y contenedores apilados formando una gigantesca muralla. Detrás la ciudad. Hemos desenfundado las pistolas y avanzado rebosantes de energía eliminando a cada tiro uno de los monstruos que nos separaban de nuestro destino.
Al final de la carretera, un grupo de verjas de hierro plantadas una frente a la otra conformaban el único acceso visible al interior. Cuando nos faltaban unos trescientos metros para llegar, hemos divisado a un numeroso grupo de personas moviéndose por encima de los coches, algunas de las cuales sacaron armas y comenzaron a disparar a los zombis mientras un par de hombres vestidos como motoristas, con casco y todo, han empezado a abrir las rejas que bloqueaban el paso.
Una vez despejado el camino hemos esperado impacientes a que terminaran sólo para darnos de bruces con media docena de hombres que, sin mediar palabra, nos han encañonado y ordenado que no nos moviéramos. Me he quedado frío como el hielo, pero antes de que pudiéramos decir nada, uno de ellos con acento extranjero se ha presentado como el responsable de la puerta por la que acabábamos de entrar y nos ha explicado que es imprescindible pasar una prueba para averiguar si estábamos infectados. Nos ha tomado unas gotas de sangre a cada uno y la han mezclado por separado con un poco de la suya. Al no haber reacción, nos han dado la bienvenida y sin más explicaciones nos han acompañado a un antiguo hipermercado junto a la entrada y que actualmente sirve de refugio para los recién llegados.
Toda la superficie está cubierta con camastros, la mayoría con objetos personales, mochilas o bolsas de ropa encima. Nos han presentado a una mujer bastante mayor que es una de las encargadas de ese refugio, la cual ha tomado nuestros nombres y lugar de origen y nos ha acompañado hasta una zona que parecía estar desocupada. Aturdidos, apenas hemos dicho cuatro palabras y nos hemos tumbado a descansar.
En cuanto ha empezado a oscurecer, ha comenzado a entrar gente al refugio hasta llenarlo casi por completo. A pesar del cansancio acumulado, el espectáculo de ver a tanta gente junta me ha desvelado y he acabado sentado viendo a la gente saludarse, hablar, hacer cosas normales…
Mis amigos tampoco podían dormir y Benito ha intentado contar a la gente, pero cuando ha superado el centenar se ha rendido. Más de cien personas juntas compartiendo un espacio común en paz. ¡Increíble!
Unos cuantos vecinos de los puestos más cercanos a nosotros se han acercado para saludarnos y felicitarnos con mucha efusividad. Entre pitos y flautas, se nos han hecho las dos de la madrugada hablando con estos vecinos que también habían llegado recientemente. Ahora son las dos y media y no puedo mantener los ojos abiertos por más tiempo. Voy a dormir que, por lo que me han adelantado, mañana va a ser un día intenso. Buenas noches.
Lunes, 2 de abril del 2040.
A eso de las ocho de la mañana Trini, la señora que nos asignó las camas ayer, nos ha despertado y nos ha pedido que la acompañáramos a la zona del desayuno, donde hemos disfrutado de pan y leche fresca (el pan estaba algo duro y la leche sabía a vaca, pero da igual, ha ayudado a que nos sintiéramos un poco mas humanos). Una vez terminamos, nos ha acompañado a un despacho donde nos ha presentado a Antonio, su marido, y a Lupe y Alberto, el otro matrimonio al cargo. Los cuatro han estado llevando el refugio del paseo desde hace casi diez años, y parte de su trabajo consiste en dar una pequeña explicación de cómo es la vida en la ciudad, para lo cual Alberto y Antonio nos han montado en una pequeña furgoneta y hemos salido a conocer nuestro nuevo hogar.
Desde que todo esto empezó, y más durante los últimos tres años, he visitado muchas ciudades abandonadas, y si algo he encontrado común a todas ellas es la sensación de tristeza que las domina. No es como lo que todos nos imaginábamos cuando hablamos de una ciudad que ha sobrevivido a una guerra: los edificios no están destruidos por bombardeos ni las calles plagadas de cráteres humeantes, pero las aceras están sucias, los edificios avejentados, el mobiliario urbano destruido… es como si las ciudades hubieran perdido la vida. Pero aquí hay algo diferente: todo parece descolorido y gris, sí, pero hay pequeños detalles como una zona de un parque con flores plantadas, un columpio de niños recién pintado con colores vivos y brillantes… como si la luz estuviera renaciendo.
Nos han llevado a ver la base de los z-men, apodo de los integrantes de las fuerzas de seguridad (los «motoristas» de ayer), donde hemos coincidido con varios de los hombres que nos recibieron y a los que hemos agradecido de corazón que nos cubrieran en el último tramo.
La siguiente parada ha sido la central de energía situada en el puerto. Me ha dado una punzada de nostalgia cuando al bajar del vehículo me he encontrado frente a una copia casi idéntica de la que teníamos en Ribadeo. Al comentárselo a nuestros guías se han puesto locos de contento al pensar que quizá yo podía saber cosas acerca de ella, pero les he explicado que sabía lo que todos, que eran experimentales, que funcionaban con energías renovables y que sólo había cinco en toda España. Bastante desilusionados, nos han explicado que llevan meses intentando ponerla a pleno rendimiento, pero hasta el momento sólo genera energía para mantener en marcha el hospital y poco más.
Hemos continuado la ruta visitando las puertas de acceso a la ciudad y las zonas de huerta, ganadería y procesado de alimentos (mataderos y almacenes de fruta y verdura, vaya), donde se dispone de mostradores para coger la comida. Está bien pensado, la verdad, y me gusta el detalle de que si quieres llevarte los mejores productos, no tienes más que ir ese día a trabajar allí y así eres de los primeros en elegir.
De vuelta al refugio, hemos coincidido con la gente que regresaba a sus hogares. Si ayer nos quedamos alucinados con la gente que dormía en el refugio, lo de hoy nos ha dado hasta miedo. Miles y miles de personas abarrotando calles y carreteras. Alberto nos ha explicado que sólo hay un par de docenas de vehículos funcionales en toda la ciudad, según él, por ahorrar combustible. Yo creo que es porque no caben más.
Finalmente, hemos regresado a nuestra nueva residencia donde hemos hablado y repasado nuestro segundo día en la civilización. Eric, que apenas habla, no puede dejar de comentar cosas, está irreconocible. Joanna, que ya no tiene ni rastro de fiebre, ha sacado el tema de los que no lo han logrado y un mazazo de dolor me ha sacudido. He pensado en lo felices que se hubieran sentido si hubieran visto este lugar, y he llorado. Eric, Benito y Joanna también. Nos hemos abrazado y hemos soltado todo lo que llevábamos guardado: el cansancio, el dolor, la tensión… Parece mentira, pero en el día y poco que llevamos aquí, ha sido todo tan intenso que no hemos tenido tiempo de asimilar lo que nos está ocurriendo. Cuando nos hemos tranquilizado, nuestros vecinos, que no se habían acercado por respetar nuestra intimidad, se han unido a nosotros y hemos charlado y reído hasta casi la una de la madrugada. Ya es la una y media pasada y estoy deseando averiguar sobre qué escribiré mañana. Buenas noches.
Martes, 3 de abril del 2040.
Hoy me he inscrito en un censo. Alberto y Antonio nos han acompañado a la oficina de Agustín Gutiérrez, un hombre mayor y muy agradable que está a cargo del registro de la población. La oficina está en la primera planta de un edificio así como muy señorial que se supone hace las veces de ayuntamiento. El inmueble en cuestión es un palacete que un ricachón de hace siglos construyó en la ciudad y lo han aprovechado para ubicar las oficinas para todo aquello que sea burocrático. Agustín es un tipo muy majete y hemos pasado un rato agradable con él mientras dábamos nuestros datos personales de la otra vida y contestábamos a una serie de preguntas más bien curiosas para el banco de datos de su «programa de reunión de familiares» (una brillante idea que consiste en cruzar las datos para comprobar si alguien tiene parientes o conocidos en la ciudad, con el fin de ponerles en contacto). Me ha llamado la atención el hecho de volver a ver lámparas encendidas (este es uno de los edificios con corriente) y un ordenador funcional. Cuando me ha tomado la foto para la ficha y la ha cerrado, me ha dicho que soy el registro número cien mil de la ciudad y me ha felicitado muy alegre. ¡Ya sé lo que se siente siendo un número redondo!
Tras eso, nos han llevado a una vieja pista de fútbol a espaldas del refugio donde hemos pasado la tarde mostrando nuestras aptitudes. Lo primero ha consistido en una batería de test físicos supervisados por un tal José Luis Sáez, que nos ha puesto al límite. Tras una ducha rápida, hemos vuelto al albergue a realizar unos test de inteligencia y un par de exámenes de cultura general con una señora a la que todos saludaban como doña Francisca. Mañana sabremos los resultados y, con base en ellos, nos dirán qué trabajo nos van a asignar. Mientras, tengo que lidiar con que se ha corrido la voz de que soy el habitante cien mil y parece que todo el mundo tiene algo que comentar al respecto.
Vaya, son las doce y cuarto. Me voy al sobre pero ya. Parece por el movimiento de su camastro, que Eric y Joanna han vuelto a reconciliarse. Benito me tiene más preocupado, aún no ha podido localizar a nadie de su familia y está bastante jodido. Mañana hablaré con él. Buenas noches.
Miércoles, 4 de abril del 2040.
Estoy agotado. Me han incluido en los z-men. Me informaron a las nueve en punto y he estado desde las diez de la mañana hasta las diez de la noche entrenando, aprendiendo las normas y rangos… Las fuerzas de seguridad de la ciudad están integradas por miembros de todos los cuerpos de seguridad que existían en la otra vida. Hay militares, bomberos, guardias civiles, policías como es mi caso… La organización es por escuadras, aunque todos respondemos ante un jefe principal, un tal Ignacio al que todos llaman sheriff King. No he tenido ocasión de verlo, pero dicen que es fácilmente reconocible por un enorme sombrero de cowboy de color negro brillante del que jamás se separa. Lo peor del trabajo es, sin duda, el uniforme. No hay ningún patrón. Aquí no prima ni el color ni la estética. Debe ser ropa gruesa: cuero, neopreno, prendas plásticas… lo único en común es la enorme Z roja en el brazo derecho y que el material sea capaz de soportar el mordisco de un zombi. Ah, sí, y que el que esté dentro se ase de calor.
El mío consta de un pantalón de neopreno hasta medio torso y una chupa de cuero con más cremalleras que una mercería. Será cojonudo para que los mordiscos no atraviesen, pero a mí me va a dar el sarampión. Lo otro que no hay por donde coger es la «colonia» que te dan junto al uniforme. Lo llaman «elixir» y es un extracto que obtienen tras procesar a los zombis y que nos proporciona una protección extra, ya que estos se mueven mayormente por el olfato y ayuda a despistarlos.
Las diez y cuarenta y cuatro de la noche y Benito aún no ha llegado. Joanna ha sido destinada a enfermería y Eric a mantenimiento de la ciudad. Necesito ver a Benito. Esta mañana estaba bastante peor que anoche, creo que lo que necesita es hablar, sólo hablar. No puedo más, me duermo. Buenas noches.
Jueves, 5 de abril del 2040.
Todo va como la seda, me siento feliz por primera vez en muchos años. Tengo un trabajo, amigos, un lugar para dormir. Me siento seguro. Y útil, muy útil. Hoy me han destinado a la puerta del paseo Alfonso XIII, la misma por la que entramos hace cuatro días. Es increíble todo lo que ha pasado en tan pocos días. El encargado de la puerta, Vladimir, un rumano que lleva viviendo treinta años en la ciudad, me ha reconocido al instante y tanto él como los compañeros me han felicitado por el trabajo y el destino.
Poco antes de mediodía, hemos anulado a casi tres docenas de zombis que han llegado en grupo hasta nuestra posición. Yo soy buen tirador, pero entre mis compañeros hay auténticos maestros. Hemos tardado un par de minutos escasos en despejar y como hay reservas de sobra de elixir, hemos salido y arrastrado los cadáveres a la zanja, donde se les ha prendido fuego. El resto del día ha trascurrido con aparente normalidad: diez o doce anulados sueltos y mucha charla entre compañeros. Acumulo ya tres invitaciones a cenar y me han prometido que me van a presentar a media docena de muchachas para ver si intimo. La parte mala ha sido que he asistido a la aplicación de un castigo. Aquí nada más que hay una pena aplicable a todos los delitos y faltas, variando sólo en su duración: la expulsión de la ciudad. En este caso, hemos desterrado a dos muchachos de veintipocos años por un período de dos semanas. Vladimir les ha tomado ocho fotos con una vieja polaroid para repartirlas por las puertas de la ciudad y les hemos sacado al exterior. Han estado veinte minutos aporreando las verjas, llorando y jurando que nunca más lo volverían a hacer, hasta que Vlad se ha cansado y ha disparado a sus pies para que se marcharan. Primero me he sentido un poco escandalizado por el castigo y su crueldad, hasta que me he enterado de que habían intentado violar a una muchacha que volvía sola a casa. Una vez he conocido los hechos, la pena se ha esfumado.
Por cierto, ya tengo mote, y creo que se lo debo al tal Agustín, que es majo pero cotilla. Bueno, podría ser peor, aunque es demasiado evidente. Me llaman «Cien mil». Mis compañeros se meaban de risa cuando se lo he contado, y Eric me ha dejado claro que ni cien mil ni leches, que para él siempre voy a ser «el gallego».
Son las doce menos cuarto y Benito sin venir. De mañana no pasa. Dulces sueños.
Sábado, 7 de abril de 2040.
Toma ya, he conocido a mi primer famoso. A media tarde recibimos una visita inesperada, el célebre Gonzalo Gutiérrez del que todo el mundo habla pasó con el sheriff King a revisar la puerta. El tío parecía conocer a todos y cada uno de los presentes. Cuando llegó a mí, me saludó por mi nombre y estuvimos charlando diez minutos en tono casual sobre cómo me encontraba, mis primeras impresiones, de cómo habíamos llegado… de mi apodo, claro… Ha sido raro. Todo el mundo lo miraba como si fuera lo más. Algunos hasta parecían querer acercarse a él para tocarlo. Es un tío que tiene algo, de eso te das cuenta en cuanto lo tienes delante. No sé si es carisma, empatía o alguna de esas cosas, pero cuando me despedí de él, la verdad es que sentí ganas de volver a verlo; es un tío que inspira lealtad.
No sé, me hizo sentir como si todo el mundo fuera importante. King, por otro lado, me han dicho que es un tío legal, pero que bromas pocas o ninguna. Por lo demás, un día normal y corriente…
Cuando he llegado al refugio iba deseando ver a los míos. Ayer se me hicieron las tantas con Benito y no pude ni escribir, pero teniendo en cuenta que hoy se le ve más animado, mereció la pena perder horas de sueño. Eric y Joanna por su parte también están felices con sus trabajos y entre ellos, con lo que podría decirse que todo va sobre ruedas. Vladimir me ha dicho que si me interesa, me pueden reubicar en los dormitorios comunes de los z-men. No lo descarto, pero quiero permanecer un tiempo más con mi familia. Después de la cena nos hemos metido en un corro a charlar, y nos hemos enterado de la más jugosa habladuría del momento. Se dice que se va a realizar un acto para nombrar, ya de forma oficial, un gobierno en la ciudad con los actuales miembros del provisional. Se rumorea que se está preparando una gran sorpresa para los habitantes e incluso que se podrían estar barajando nuevos nombres para rebautizar la ciudad. A ese último respecto, todos saben cuál sería el apropiado. Uno que se lleva usando durante años y que además, mola un huevo: Ciudad humana.
Buenas noches.