Posfacio

Egon Erwin Kisch estuvo allí, hacia ese lugar encaminó sus pasos George Grosz, Andre Gide viajó por el país —la nueva Rusia fue, en los años veinte y treinta, una verdadera Meca para pintores, escritores y periodistas—. Grande era la curiosidad por conocer de primera mano la sociedad comunista e informar en el propio país de las experiencias vividas allí, elaborando y reflejando artísticamente lo vivido. También Joseph Roth, a mediados de los años veinte, viajó a Rusia, por encargo del Frankfurter Zeitung, como lo hicieran, por ejemplo, Walter Benjamin, Lion Feuchtwanger, Manfred Georg, Ernst Glaeser, Alfons Goldschmidt, Oskar Maria Graf, Emil Gumbel, Arthur Holitscher, Panait Istrati, Alfons Paquet, John Reed, Ludwig Renn, Dorothy Thompson, Ernst Toller, Heinrich Vogeler, Armin T. Wegner, Herbert y Elsbeth Weichmann, Franz-Carl Weiskopf, Friedrich Wolf o Stefan Zweig.

Para Roth, el viaje a Rusia representó el punto culminante de su interés por los temas rusos. Nacido en Galitzia, al este del territorio de la monarquía danubiana, junto a la frontera con el imperio zarista, siempre le atrajo el país oriental. Por eso no es casualidad que el Neue Berliner Zeitung le enviara precisamente a él, en 1920, como cronista especial de la guerra ruso-polaca. En especial después de la Primera Guerra Mundial, en Alemania había mucha demanda de informaciones periodísticas sobre el desarrollo de la Rusia revolucionaria y la posible amenaza del comunismo. En este contexto han de ser considerados todos los pasajes tranquilizadores de sus reportajes de guerra que ven en el Ejército Rojo menos peligro que en el rearme de los de la cruz gamada. Roth había abordado en más de un artículo de posguerra el tema de los emigrantes rusos y escrito sobre acciones comunistas, así como sobre el arte y la literatura rusas.

El viaje a Rusia coincidió con una fase de crisis personal y profesional de Roth. Con sus reportajes de la Francia de 1925 había deparado al periodismo alemán horas estelares, que le sirvieron, asimismo, para tomar distancia de los sucesos políticos que tenían lugar entonces en Alemania. Ya desde el principio pudieron leerse, en el Neue Berliner Zeitung, en Vorwärts y en Das Drachen, sus advertencias sobre el fortalecimiento de la derecha. El mismo año del viaje a Francia, los alemanes habían elegido como presidente a Paul von Hindenburg. La consternación de Roth ante este desarrollo de los acontecimientos se vio incrementada por la crisis financiera del Frankfurter Zeitung. Esta señal visible de la crisis del liberalismo amenazaba con destruir los cimientos materiales de éste, y, al mismo tiempo, representaba el punto culminante de la crisis de un periodista que tuvo que experimentar de una forma constante y reiterada la ineficacia política de su propio trabajo.

Ya antes de su primera estancia en Francia en 1925, se habían producido algunas desavenencias entre Roth y el Zeitung. A su vuelta de la Provenza se quedó de nuevo, de momento, en París, donde pidió, en vano, una prórroga de su puesto de corresponsal en el extranjero. Finalmente, se acordó una especie de tregua, pues la editorial tenía no poco interés en conservar a Roth como colaborador. De modo que pudo permanecer en París. Pero esta concordia no duró mucho. En febrero de 1926, Roth se quejaba a su colega y amigo Bernard von Brentano con estas palabras: «[…] el Zeitung ahorra y ahorra, de una forma mezquina. Uno pierde las ganas». Finalmente, debió caerle como una bomba la noticia de que Friedrich Sieburg iría a París para ocupar, en mayo de ese año, además de la sección de política, su propio puesto de corresponsal de la de cultura.

La situación no tardó en exacerbarse aún más por el rechazo taxativo de Sieburg a trabajar en equipo con su colega. Así quedó excluida toda solución de compromiso. El asunto se convirtió para Roth en una cuestión de prestigio, en la que en ningún caso estaba dispuesto a ceder. En estas, la editorial del Frankfurter Zeitung se puso en contacto con él: estaban dispuestos a enviarlo a España, Italia o Moscú, con el perfil de reportero estrella. Al principio, Roth dudó, y solicitó al jefe de la sección de cultura del periódico, Benno Reifenberg, un tiempo de reflexión: «No se imagina usted hasta qué punto me molesta, en mi vida privada y en mi carrera literaria, el tener que abandonar París». Si bien en ningún caso quería renunciar a su carrera en el Zeitung, lo más importante para él era mantener su reputación de periodista. Por ello, acabó pensando de un modo enteramente pragmático, y dejó los aspectos políticos de la cuestión muy en segundo plano: «Unicamente informar de lo que pasa en Rusia puede salvar mi buena fama. Aparte de que, desde una perspectiva periodística, España es completamente irrelevante. Italia sí me interesa, pero el fascismo menos. Mi postura ante el fascismo es distinta a la del Zeitung. No siento ningún afecto por él, pero sé que un Hindenburg republicano es peor que diez Mussolinis».

La decisión de ir a Rusia estaba determinada por el objetivo de encontrar nuevos temas periodísticos y de hacer su propia aportación a ese gran tema de la época, plenamente consciente de que, así, entraba en competencia con colegas suyos conocidos: «Manfred Georg va a América encargado por el 8 Uhr Blatt. Kisch está en Rusia como enviado del Berliner Zeitung. No me queda ninguna otra opción, no voy a ser menos». Para tranquilizar al Frankfurter Zeitung, Roth aseguraba que él no era, en absoluto, proclive al «reconocimiento de los dudosos éxitos de la Revolución rusa»; por grande que fuera su escepticismo respecto a la perfección de la democracia burguesa, dudaba «todavía menos de la estrechez tendenciosa de la dictadura proletaria». En agosto de 1926 el reportero emprendía el viaje a Rusia, lleno de grandes expectativas.

En la época en que viajó Roth, tenían lugar en el país una serie de confrontaciones posrevolucionarias. En su política exterior, la Rusia soviética había apostado por el acercamiento a Alemania. Ambos estados habían regulado sus relaciones con el Tratado de Rapallo, de 1922. El tratado de Berlín, cuatro años más tarde, prosiguió por esa línea. Claro que por las fechas del viaje de Roth hacía ya mucho tiempo que se estaba desencadenando una lucha en torno al curso correcto que se debía seguir. Lenin, líder de los bolcheviques y motor de la Revolución rusa, llevaba muerto poco más de dos años. Stalin se aprestaba a imponer su dominio en solitario. En 1925 había destituido a Trotski como comisario de guerra.

La política económica de la Unión Soviética la marcaba, a mediados de los años veinte, la denominada Nueva Política Económica (NEP). Ya en 1921 Lenin había convencido al Politburó de la necesidad de hacer más flexible el sistema de suministro de víveres por parte del Estado. Se sustituyó por un sencillo «impuesto en especie». De este modo, los campesinos tenían que entregar al Estado una cantidad de víveres notablemente menor que antes. Los excedentes que obtuvieran podían venderlos por su cuenta y así sacar ganancias. Esta nueva línea fue seguida igualmente en la política comercial. Con el fin de apoyar a las pequeñas empresas artesanales e industriales, el Consejo de los Comisarios del Pueblo eliminó todas las reglamentaciones superfluas. Lo mismo que los campesinos, también los artesanos y los pequeños empresarios iban a poder disponer de nuevo de los productos de su trabajo, lo cual representaba un abandono radical de la anterior política de nacionalización. A causa de los grandes problemas con que se veía confrontada la gestión industrial, se llegó también muy pronto al arrendamiento de algunas empresas estatales. Los arrendatarios podían ser cooperativas, colectividades e incluso personas. Fuera de sus fronteras, el Gobierno soviético también hacía campaña para otorgar nuevas concesiones, a fin de atraer así capital extranjero hacia el país. Las administraciones de las empresas recibieron la orden de prestar una atención rigurosa al aspecto económico de las mismas. Las direcciones de las empresas obtuvieron más competencias y una mayor independencia respecto al Consejo Económico Supremo, el órgano de administración central. Los salarios debían fijarse exclusivamente según el rendimiento, y se tenía que acabar también con cualquier afán de equiparación de los trabajadores de distinta cualificación.

Con todo, este desarrollo fue llevado solamente hasta ciertos límites. Incluso en la época del establecimiento de la NEP, el Estado seguía controlando los puestos de mando del poder económico: bancos, control monetario, sistema de transportes, comercio exterior, así como la mediana y la gran industria. Claro que, fuera de estos ámbitos, el Estado buscaba un mayor rendimiento, una mayor efectividad, más mercado, más comercio, más iniciativas que procedieran de abajo; ideas, todas ellas, que cobrarían nueva vida en la Unión Soviética de los años ochenta, en la era de la perestroika de Gorbachov.

Cuando Roth llegó a Rusia el relativo éxito obtenido con la Nueva Política Económica era claramente visible. La producción bruta industrial crecía lentamente, pero de forma continua. En 1925-1926 se alcanzó el nivel de la preguerra. Hubo también claros progresos en la producción agrícola y en el sistema de transportes. Pero, justamente hacia mediados de los años veinte, arrancaba una violenta discusión sobre los límites de la NEP. Rusia seguía siendo un país agrícola. Por ello, se planteaba la cuestión de si para el desarrollo de un Estado moderno, para la creación de una base de industria pesada, no serían necesarios caminos nuevos. Los críticos de la NEP tenían miedo de que se restableciesen las estructuras prerevolucionarias, el fortalecimiento de los kulács terratenientes, en las aldeas, y de los pequeñoburgueses, en las ciudades. Si bien es verdad que esta crítica de la izquierda del Partido se vio, al principio, rechazada, la decisión por la industrialización y la colectivización forzosa de la agricultura ponía punto final a la NEP.

La Revolución y sus secuelas transformaron la sociedad rusa de una manera radical y duradera. La importancia sociopolítica de la familia cambió rápidamente. Ya en 1917 se habían promulgado una serie de decretos sobre el matrimonio, sobre los niños, sobre la tramitación de las actas del estado civil de las personas y el divorcio. Con ello, el Estado soviético quería romper el monopolio de la Iglesia ortodoxa en estas cuestiones y equiparar a la mujer con el hombre. El matrimonio debía basarse en la libre elección, y el divorcio era posible. En la época del viaje ruso de Roth se ponía en marcha una reforma de la legislación familiar encaminada a profundizar estos principios revolucionarios. El nuevo producto legislativo vio la luz el 1 de enero de 1927. Con la nueva ley se equiparaba a los matrimonios oficialmente registrados con los no registrados, se facilitaba el divorcio, se permitía la interrupción del embarazo.

El Partido Comunista intervenía en muchos aspectos de la cotidianidad social. Se afanaba por hacerse sistemáticamente con los niños y educarlos en la ideología comunista. Una función fundamental en todo ello la tenía Komsomol, la gran organización política de la juventud en el PCUS. «Komsomol» era el acrónimo habitual del Comité de la Juventud Soviética. Estaba articulado según los principios del Partido, con organizaciones básicas en los lugares de trabajo o de formación. Era frecuente reclutar, entre sus miembros, a jóvenes de entre catorce y veintiocho años, los futuros cuadros del PCUS. A su vez, el Komsomol tutelaba también a la organización juvenil Pioneros.

Sin embargo, en cuestiones de instrucción pública, el nuevo Estado encontró, al comienzo, grandes dificultades para superar el analfabetismo del imperio zarista. Tras la Revolución de Octubre no se logró introducir inmediatamente la escolarización universal. Lenin había subrayado, una y otra vez, que el analfabetismo solo podría ser superado echando mano de «especialistas burgueses». Con ello contradecía a los defensores de la llamada Proletkult, que, basándose en Alexandr Bogdánov, veían la cultura como una tarea con su propia idiosincrasia, junto a la de la revolución política y socioeconómica. Si los responsables de estos dos últimos ámbitos eran el Partido y los sindicatos, la cultura debería correr a cargo del movimiento de la Proletkult.

Su fin era alcanzar una cultura proletaria nueva y específica de clase en los propios clubes y estudios de los trabajadores. Manteniendo los límites bien definidos entre lo que son las masas campesinas y lo que es la inteligencia burguesa. Lenin, en cambio, veía la misión de la cultura de forma completamente diferente: la primera de las prioridades sería sacar a Rusia de su «carencia, semiasiática, de cultura» y que esta alcanzara el nivel cultural de los burgueses estados occidentales. La mejora de la instrucción elemental tendría que incluir a las masas campesinas. La cultura burguesa sería superada no mediante su rechazo, sino mediante una apropiación crítica y un desarrollo creador de la misma. Solo con una formación que llegara a todos podría quebrarse el dominio intelectual de la burguesía.

Tras la Revolución, la forma más rápida de acentuar lo nuevo fue la cinematografía. Ya en 1907, en una conversación con Alexandr Bogdánov, Lenin reconocía el potente significado de lo fílmico. La nacionalización de la industria del cine en 1919 señala, en opinión de Toeplitz, historiador del séptimo arte, la «hora de nacimiento del nuevo arte cinematográfico socialista». Lenin decidió que la producción de nuevos filmes, rebosantes de ideas comunistas y espejos de la realidad soviética, debía empezar con la crónica filmada. A propósito de tales noticieros semanales, el historiador de cine Yesnitov escribía: «El arte cinematográfico soviético no nació en estudios cerrados ni bajo la luz artificial de los potentes focos, sino en medio del humo y el polvo de las batallas, entre el traqueteo de las ametralladoras, acompañando al heroico ejército de Frunse, en el avance imparable de la caballería de Voroshílov y Budionny».

Directores y teóricos del cine como Lev Kuleshov, Dziga Vertov y, sobre todo, Vsévolod Pudovkin consideraban que lo propagandístico del filme no iba sino en el montaje y en el ajuste de los distintos enfoques. El punto culminante de ese brío propagandístico fue El acorazado Potemkin, de Sergei Eisenstein, estrenado a finales de 1925 en el teatro moscovita Bolshoi. La epopeya de la Revolución se convertía en el ejemplo paradigmático de la historia del cine. Un ejemplo clásico del arte del montaje es la famosa escena de la matanza en la escalinata de Odesa, donde civiles inocentes fueron abatidos en masa por soldados zaristas en un baño de sangre.

Fue en el teatro donde aprendió Eisenstein. En 1920 había sido escenógrafo en el primer teatro de trabajadores de la Proletkulty estudió durante los dos años siguientes con Vsévolod Meyerhold. Este director buscaba desde principios de siglo nuevos conceptos para el teatro. Su punto de partida era la confrontación con el teatro burgués de corte naturalista, que estaba representado, de una forma que hizo época, por Konstantin Stanislavski y su escenificación de dramaturgos rusos de los albores del siglo. Meyerhold introdujo el concepto de «realismo mágico» en las múltiples facetas del planteamiento de un nuevo «teatro revolucionario». Esto trascendía, ciertamente, el marco establecido por el maestro, en toda una serie de experimentos que persiguieron, o consiguieron, por ejemplo, una acción conjunta de todas las voces y papeles artísticos, el discurso de las masas y su inclusión en la escena o el desarrollo de nuevas formas estilísticas. Stanislavski no podía amigarse con un concepto de teatro de agitación política. No obstante, su concepción del teatro y de los actores, el «sistema Stanislavski», volvió a enlazar muy bien con el imperativo artístico del realismo socialista, obligatorio a partir de los años treinta.

Naturalmente, tanto la literatura como la prensa también fueron presa de la revolución cultural. Especialmente a la prensa le estaba reservado un papel activo en la construcción del socialismo, cooperando en la formación del hombre nuevo. Ya a los pocos días de la Revolución de Octubre, multitud de órganos de prensa burguesa fueron prohibidos por los bolcheviques, que confiscaron editoriales, talleres de impresión y existencias de papel. El restablecimiento de la anterior libertad de prensa fue rechazado por contrarrevolucionario. La primera constitución, la de 1918, proclamaba la expropiación de las imprentas burguesas y su entrega a los trabajadores y a las capas más pobres del campesinado, y todo ello como garantía material de una auténtica libertad de expresión, de la que la democracia burguesa había sido fiadora solo formalmente. El VIII Congreso del Partido fijó por escrito, en 1919, esta posición en su programa y determinó como tarea de la prensa educar en el uso de los derechos y las libertades. Karl Radek, originario de Lemberg, en Galitzia, desempeñó un papel esencial en todo ello. Su especialidad era el comentario de asuntos internacionales.

Sus editoriales aparecían en los dos grandes diarios: Pravda e Izvestia. En 1918 y 1919 había tomado parte en la construcción del KPD (Partido Comunista de Alemania) e intentado apoyar, durante la crisis del otoño de 1923 en Alemania, la disposición revolucionaria del Partido alemán.

Durante mucho tiempo, se consideró ejemplar la política soviética con las distintas nacionalidades. En el pensamiento marxista, la cuestión nacional había jugado siempre un papel secundario, ya que se consideraba un asunto del mundo burgués-capitalista. Con su sustitución por el socialismo —ésa era la tesis— se verían eliminadas las causas sociales de los antagonismos nacionales, y quedaría libre el camino hacia una sociedad supranacional y mundial. Pero, cuando se vieron confrontados con la tarea práctica de organizar un Estado de tantas nacionalidades, los bolcheviques dejaron de lado la ideología y proclamaron a Rusia como una República Federal Soviética. Las regiones vecinas conservaban, de momento, su condición de repúblicas formalmente independientes, unidas a Rusia mediante alianzas militares y convenios económicos. Solo a finales de 1922 fueron integrados los territorios que controlaban los bolcheviques en un Estado federal: una Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Al principio, la unión estaba constituida por cuatro repúblicas: la República Federal Soviética Rusa (con ocho repúblicas soberanas y trece regiones autónomas), la República de Ucrania, la de Bielorrusia y la República Federal Transcaucásica.

Las minorías étnicas de las distintas repúblicas obtuvieron, a escala regional y local, amplios derechos culturales. Mientras que en el imperio zarista multitud de minorías no rusas se veían discriminadas, después de la Revolución todos los pueblos debían gozar de igualdad política y cultural. Los judíos ya no estaban sujetos a ninguna limitación. Muchos de ellos se fueron a vivir a las ciudades de Rusia y estudiaron en sus centros de enseñanza. Tras muchos siglos de persecución esperaban una vida mejor; por ello, se mantuvieron leales al nuevo régimen soviético. La política de las nacionalidades de los años veinte continuó la tradición revolucionaria de tolerancia en relación con las lenguas y culturas no rusas. Hasta fomentó a propósito el desarrollo de las lenguas pequeñas. Por primera vez se crearon nuevas formas de escritura para cuarenta y ocho etnias; por ejemplo, para los turkmenos, los bashkires, los chechenos y las pequeñas etnias de Siberia. No es que esta política lingüística y cultural liberal fuera, para el Gobierno soviético, un fin en sí mismo. Lo que quería asegurar con ella era la estabilidad de este imperio multinacional y acabar con la discriminación de la población no rusa, de modo que se eliminaran así las tensiones nacionales y se pudiera demostrar, de paso, al extranjero, que Rusia tenía, realmente, una política progresista.

Así se había desarrollado Rusia tras la Revolución: ésta era, más o menos, su situación cuando Joseph Roth emprendió, en agosto de 1926, el camino hacia el Este. Algunos periódicos soviéticos celebraron su venida haciendo saber a sus lectores que el «revolucionario escritor se encuentra en Rusia», y publicando reseñas de sus libros. El visitante disfrutó de su condición de famoso. Envió a Brentano un extracto de periódico con una entrevista que le habían hecho. El amigo podría ver así que le trataban «como al rey de alguna crema para el calzado en América». En esa misma carta le comunicaba los planes que tenía sobre algunos nuevos libros y mostraba su alegría por esa nueva felicidad que para él significaba el viaje a Rusia. «Es una suerte que haya emprendido este viaje, de otra forma no me habría conocido jamás». Ya un poco antes había hecho saber a Reifenberg que casi se había recuperado de su enfermedad. Las primeras impresiones le llenaban de euforia: «No cabe duda de que en Rusia está surgiendo un mundo nuevo, dicho sea con todas las reservas que se quiera. Me siento feliz de poder ver las cosas de aquí. No se puede vivir sin haber estado aquí, es como si hubiera una guerra y usted se quedara en casa».

Roth se había preparado intensamente para el más largo de sus viajes como reportero. Trabó contacto con su colega Fritz Schotthöfer para que le diese algunos consejos prácticos, por ejemplo indicaciones de cómo se debía solicitar un visado para la URSS. Schotthöfer, redactor desde 1900 del Frankfurter Zeitung como sucesor de Alfons Paquet y que había precedido a Roth en Rusia, había escrito en 1923 un relato de viajes con el título Sowjet-Russland im Umbau (La Rusia soviética en reconstrucción). Roth había leído también las descripciones de Egon Erwin Kisch y los cuadros de viaje de Ernst Toller. Además, se procuró informaciones especializadas en la literatura correspondiente.

Entre las notas de viaje se encuentran extractos realmente detallados, como, por ejemplo, los que tomó del libro de Jonas Hanway, Jonas Hanway zuverlässige Beschreibungseiner Reisen von London durch Russland und Persien 1742-1750 (Fiel descripción de sus viajes desde Londres a través de Rusia y Persia en los años 1742-1750) (1754), Die Kommunistische Partei und die jüdischen Massen (El Partido Comunista y las masas judías), de Alexandr Chemeriski, o Durch die russische Revolution (A través de la Revolución rusa), de Albert Rhys Williams (1922). Una referencia a Paul Rohrbach en 1898, aparecida en el diario de Roth, tenga probablemente que ver con la obra de éste, In Turan und Armenien auf den Pfaden russischer Weltpolitik. Mit einer Übersichtskarte des Gebiets zwischen dem Schwarzen Meer und dem Pamir (En Turan y Armenia por la senda de la política internacional rusa. Con un plano panorámico de la zona comprendida entre el mar Negro y Pamir), de 1889[12].

Quien lea las notas de Roth se percatará de lo precisa que fue su preparación. Para ningún otro de sus viajes como reportero reunió tanto material ni se involucró con tanta intensidad en el proyecto. Entre los hechos que fueron objeto de búsqueda, hay que citar, por ejemplo, las informaciones sobre el desarrollo industrial del país: «Productos industriales en 1926 por valor de 7450 rublos», frente a los «6840 rublos de 1925», o bien los datos del «paro en 1925: 40 000 nuevos trabajadores aldeanos en la industria estatal, reducción del sector de empleados». Roth hizo una lista detallada de las cifras de la producción de materias primas así como de las operaciones comerciales realizadas en la región de los Urales —con pieles de ardilla, lino, cáñamo, mantequilla y carne—. Observación adicional: «Los compradores privados siguen desempeñando aún un gran papel en los Urales».

Otras investigaciones tenían que ver con la cuestión de la educación y las etnias. Así, por ejemplo, anota: «Cáucaso. 40-50 etnias». Son mencionados los tártaros, los gruzinos, los armenios, los kalmukos, los griegos, los turcos, los persas, los kurdos, los talishes, los taüs, los kumicos, los abjasios, los kakbardinos y los chechenos. Finalmente, se pueden encontrar, entre las notas de Roth, algunas palabras-guía sobre sus impresiones, de las que él mismo hace una lista bajo el epígrafe «Imágenes»,

«Kazaki: sombreros de fieltro redondos, sujetos con cintas

mujer joven con un alto cono en la cabeza, alhajas

pequeño apéndice bordado en blanco.

Abrigo ancho

casas planas, anchas ventanas

cubiertas de paja

muros de piedra

lunáticos

turbantes blancos

hombre con un pesado cinturón, trajes acolchados

habitación con ricas alfombras y cojines

armarios, vajilla

personas en el suelo

fuego en medio

cacharros de cocinar encima

anciana al lado».

Y bajo el epígrafe Chuvasios: «Mujer, vestido corto,

los pies dentro del fieltro, calceta

enfundada, sobre el pequeño delantal del talle

espalda, ornamentos coloreados».

Mosaicos para sus densos textos impresionistas.

Roth había apuntado también distintas direcciones para su estancia en Moscú; entre otras, la de la Embajada alemana, la del director de cine Sergei Eisenstein y la del escritor Isaak Bábel. Éste había participado, como Roth, en condición de reportero, en la guerra ruso-polaca de 1920. Mientras que Roth escribió artículos para el Neue Berliner Zeitung, Bábel, aparte de mandar sus relatos al periódico El Jinete Rojo, elaboró sus experiencias también en un diario y en una obra sobre la Caballería Roja del coronel Budionny. Por cierto, que el encuentro que ambos habían planeado en la capital rusa no llegó a producirse. El 25 de octubre escribía Bábel al «querido compañero Roth» que, de una forma totalmente inesperada, se había visto obligado a marcharse de Moscú, sintiendo mucho «que no haya ninguna posibilidad de encontrarnos el sábado». Sentía un gran respeto por sus artículos: los había «leído con placer. En ellos hay muchas cosas sabias y sutiles, y están escritos en un estilo brillante y preciso». No se malogró el encuentro con otro colega: Walter Benjamin, que había llegado a Moscú a comienzos de diciembre. Roth le leyó en voz alta, en su hotel, a mediados de diciembre, el artículo «La escuela y la juventud», y discutió con él sobre cuestiones políticas.

La ruta del viaje de Roth puede reconstruirse con ayuda de los reportajes, las cartas, las notas del diario y otros documentos. La primera estación, después de cruzar Polonia y atravesar la frontera, fue Minsk. De allí, Roth siguió viaje hacia Moscú, donde, no obstante, no permaneció mucho tiempo. En un vapor de correo emprendió un trayecto por el Volga, que lo llevó hasta Astracán, al comienzo del delta del río. Después de pasar varios días en este importante centro de pesca y elaboración de pescado, siguió hacia Yalta y Bakú, y después cruzó el Cáucaso hasta llegar a Sebastopol, Tiflis, Odesa, Kievyjárkov. El 18 de octubre el periodista volvió a la capital soviética, justo a tiempo para poder asistir a las celebraciones de la Revolución. En el viaje de regreso, probablemente en diciembre, visitó Leningrado.

El primer reportaje apareció el 14 de septiembre de 1926 y, como introducción de la serie, estaba dedicado a un tema ligado a los anteriores trabajos de Roth: ya antes de iniciar el viaje, había hecho un retrato, lleno de empatía, de los «emigrantes zaristas» en París. Los artículos restantes siguieron apareciendo, regularmente, a uno por semana. En uno de los apuntes tomados por Roth, de mediados de octubre, se puede encontrar una especie de balance provisional y un plan de trabajo. En ellos, sirviéndose de algunas palabras-guía, hacía una lista de los textos ya impresos: «Emigración», «Frontera», «Fantasmas», «Volga», «Astracán». Anotando, como otros temas a tratar: «Banalidad y civilización», «De profesión, contemporáneos», «Semiproletarios y lumpenproletariado», «Los niños sin techo», «Hoteles, policía, correos, estación de ferrocarril», «Los judíos», «Ciudades ucranianas», «Literatura», «Autoridad», «Juventud», «Religión», «La opinión pública (campaña)», «El día corriente», «Teatro, cine», «La aldea», «La gris superficie».

Éstos son los temas que Roth abordó, más o menos, en sus textos. Claro que, si los comparamos con lo anteriormente planeado, distintos aspectos de la cotidianidad, como el tema de los hoteles, la policía, el servicio de correos o el ferrocarril recibieron un tratamiento demasiado breve; ni siquiera a la literatura le dedicó Roth un texto autónomo, salvo una recensión del libro Octubre, de Larissa Reissner, que pudo leerse en un número de abril de 1927 en el Frankfurter Zeitung. Los trabajos sobre el teatro ruso aparecieron, finalmente, fuera de la serie El viaje a Rusia, en febrero de 1927, en el Frankfurter Zeitung, con el título: «Russisches Theater: Im Parkett». [Teatro ruso: en la platea], mientras que «Das Moskauer jüdische Theater». [El teatro judío de Moscú] era publicado por la editorial berlinesa Die Schmiede en el volumen de miscelánea titulado Das Moskauer jüdische akademische Theater [El teatro judío académico de Moscú].

En los reportajes de Roth sobre Rusia resaltan tres ámbitos temáticos: la situación de los judíos en la Unión Soviética, la experiencia apátrida y la crítica a la nueva burguesía. «Este pueblo de los judíos orientales viene peregrinando desde hace siglos […], dejando una patria, buscando una patria. De ellos emana una inmensa tristeza». Así había escrito Joseph Roth ya en 1923 en su artículo Das Schiffder Auswanderer [El barco de los emigrantes], marcando, con ello, el territorio de su gran tema, llamado a impregnar decisivamente su obra y que, en su viaje a Rusia, recibió impulsos fundamentales. A «la situación de los judíos en la Rusia soviética» le dedicó un artículo que luego, en 1927, incorporó, como uno de sus cinco capítulos, al ensayo titulado Judíos errantes, y que reprodujo, también en fragmentos, Das israelistische Familienblatt Hamburg y Die jüdische Rundschau.

Al principio de ese reportaje hay una retrospectiva, de trazo relativamente amplio y preparada con todo detalle, de la larga historia de persecución de los judíos. Roth contrastó la evolución que se daba en Rusia con la ocurrida en Europa occidental, y describió la escalada de aquellas escondidas acciones antisemitas hasta llegar a las muertes rituales de principios del siglo XX. Al final de esos pasajes, comentaba en términos muy positivos que, en el marco de la equiparación de derechos de todas las minorías nacionales, la situación de los judíos rusos había mejorado claramente: «La historia judía no conoce ningún otro ejemplo de una liberación tan repentina y completa». Bien es verdad que, mientras decía esto, también confiaba a su diario una valoración pesimista: la de que siempre seguiría habiendo antisemitismo. De manera que esa descripción positiva de la tolerancia estatal en relación con los judíos, apreciable en el reportaje sobre el tema, puede considerarse como el trasfondo de su crítica a Alemania y al antisemitismo allí dominante.

El apartado histórico del artículo lo completa una detallada descripción, basada en abundante material estadístico, de los oficios, las condiciones de vida y la cultura de los judíos soviéticos. Roth veía dificultades considerables en la realización del plan de hacer de los judíos una «verdadera» minoría nacional: habría que «transformar la poco natural estructura social de la masa judía, de un pueblo que es, entre todos los del mundo, el que más mendigos, pensionistas americanos, parásitos y desclasados tiene; habría que hacer de él un pueblo con una fisonomía típica de país». Algo así no podía producirse de un día para el otro, como Roth tuvo que comprobar en la situación de verdadera necesidad en que vivían muchos judíos con los que se encontró en el barrio judío de Odesa. Criticaba que la Revolución no se hubiera planteado una cuestión fundamental, a saber, si «los judíos son una nación como cualquier otra; si no son menos o más, si son una comunidad de religión, una comunidad de origen o únicamente una unidad espiritual»; si, en definitiva, es posible «transformar en campesinos a personas con unos determinados intereses espirituales heredados, dotar a individualidades tan marcadas con una psicología de masas».

La situación de las personas que viven como apátridas en un país o en una sociedad y cultura es otro de los temas fundamentales de Roth, que abordó, reiteradamente, en sus reportajes sobre Rusia. Joseph Roth hizo de su propio sentimiento de apátrida un mito, mito que, tras su muerte, siguieron construyendo sus amigos, los reseñadores de sus obras y los estudiosos de la literatura. «Dejando una patria, buscando una patria», así describía él a los pasajeros en su artículo «El barco de los emigrantes», y esta escueta fórmula concierne tanto al propio autor como a muchos de los personajes de sus novelas. Ése era el destino de los judíos orientales, descrito por Roth con tanta empatía en su obra Judíos errantes—. «Muchos emigran siguiendo un impulso y sin saber verdaderamente por qué. Van en pos de una incierta llamada de la lejanía o de la llamada concreta de un pariente que allí ha prosperado, o bien por puro placer de ver mundo y escapar de la estrechez —que se da por descontada— de la patria, o por el deseo de producir algo y hacer valer sus fuerzas. Muchos regresan. Todavía más se quedan en el camino. Los judíos orientales no tienen una patria en ningún sitio, pero sí tumbas en cada cementerio. Muchos se hacen ricos. Muchos se hacen gente importante. Muchos se convierten en creadores en una cultura ajena. Muchos se pierden a sí mismos y al mundo». Roth sentía la frontera como un símbolo de este largo camino del emigrante, sobre todo la frontera rusa, que para muchos judíos era un obstáculo difícil de franquear en el camino del Este hacia Occidente. La cantina de la frontera, llena de contrabandistas, fugitivos y desertores, constituye, por ello, uno de los motivos preferidos en la narrativa de Roth. Ese lugar simboliza muchas cosas: el vacío, como estación intermedia entre dos mundos distintos —para los judíos orientales, entre la ortodoxia y lo mundano; para los intelectuales viajeros de Occidente, entre el capitalismo y el comunismo—, la atmósfera ahogada en alcohol de la soledad humana, que transcurre en medio de una comunidad unida sin orden ni concierto por el destino o el azar, y, al fin, solo la espera.

No menos importante que la elaboración del tema del judío oriental fue para Roth la evidencia de que la Unión Soviética estaba muy lejos de alcanzar una nueva sociedad más humana. Así como Roth había maldecido, ya en Francia, a los socialdemócratas pequeñoburgueses y mezquinos, ahora, en Rusia, el objeto de su crítica era la nueva burguesía. Ya antes de partir para su viaje había barruntado la «horrible existencia de una especie de proletario-filisteo» en la Unión Soviética, una «especie que me deja aún menos libertad, según la entiendo yo, que su parentela burguesa». Este temor se vio más que colmado: Roth no esperaba ver todo lo que en cuestión de tendencias pequeñoburguesas encontró en Rusia. Tras su regreso a Alemania tenía la intención de demostrar, en una conferencia sobre su viaje —que nunca llegó a pronunciar—, «que la burguesía es inmortal». Ni siquiera la Revolución rusa la habría podido aniquilar, y todavía peor: «Ha creado sus propios burgueses».

Roth demostraba esta tesis, tanto en su conferencia como en sus reportajes, con multitud de ejemplos. Al hablar de la «nueva burguesía» se refería a los que sacaban provecho de la Nueva Política Económica, y cuyo ascenso consideraba como una de las peores secuelas de la Revolución. En el artículo «El bourgeois resucitado» los critica con vehemencia. Contrastando su vida de lujos con las más elementales necesidades del proletariado, que apenas podían ser satisfechas, Roth negó a esta nueva clase cualquier tipo de sentimiento de responsabilidad política: el nuevo burgués «no quiere mandar, no quiere gobernar, solo quiere comprar.

Y compra». Roth tuvo que trabar conocimiento con un nuevo antagonismo: el existente entre proletarios pobres y burgueses ricos; antagonismo frecuentemente disculpado como un fenómeno transitorio. En esto, para él, lo indicado sería el escepticismo: «Si es verdad que el proletariado constituye la clase dominante, también es seguro que la nueva burguesía es la clase beneficiada. El proletariado tiene todas las instituciones del Estado. Y la nueva burguesía tiene todas las instituciones de la confortabilidad. […] El teatro es propiedad del obrero. Pero en el palco se sienta el burgués».

Roth, cada vez más desorientado tras el hundimiento de la monarquía danubiana y el colapso incipiente de la República de Weimar, se sentía tanto más decepcionado por la realidad cuanto mayores habían sido sus esperanzas de que la nueva sociedad soviética aportara experiencias creadoras de sentido. Si bien Roth ya se había alejado anteriormente de su postura vagamente socialista, pudo asegurarle a Walter Benjamin que había llegado a Rusia casi como un bolchevique convencido, pero que dejaba el país como monárquico. Walter Benjamin comenta esta postura en su diario: «Como siempre, el país ha de cargar con las consecuencias del cambio de color producido en el pensamiento de aquellos que viajan aquí como políticos con irisaciones rojizo-rosadas (bajo el signo de una oposición de izquierdas y de un tonto optimismo).»

En los apuntes del diario de Roth, la decepción se hace patente en sus reflexiones sobre una posible nueva obra: «Si escribiera un libro sobre Rusia, este tendría que describir una Revolución ya apagada, una llama que se consume, restos de brasas y mucho fuego artificial». Por ahí iban sus reflexiones, e hizo una lista de los grados y aspectos de su desilusión: aquellos puntos críticos que él expusiera también en sus reportajes. El punto de partida del nuevo libro debería consistir en la reproducción de las distintas opiniones que Occidente tiene sobre Rusia, las opiniones de ese mundo burgués inmerso en una atmósfera de hundimiento, y luego compararlas con sus propias experiencias. En sus anotaciones queda claro, en definitiva, en torno a qué asuntos giraba la preocupación de Roth: «¿Qué es lo que vendrá? ¿Hacia dónde vamos nosotros mismos? ¿Es aún posible el marxismo? ¿Es América el futuro? ¿Es todavía necesaria y concebible una revolución?».

Lo que Roth pensaba al respecto lo había anotado ya dos semanas antes, procurándonos un documento conmovedor de despedida de todas sus esperanzas —por muy vagas y poco meditadas que éstas pudieran ser— respecto a la posibilidad de innovaciones revolucionarias: «Cuanto más tiempo llevo aquí, más improbable me parece una revolución en Occidente. Es más, creo que Marx se ha olvidado, sencillamente, de contar con ciertos factores, en particular con los más importantes. ¿Pensó que podría llegar una época en la que, gracias a la civilización, todas las personas tendrían la posibilidad de convertirse en capitalistas, o, al menos, en psicológicamente capitalistas, es decir, burguesas? […] El hombre medio se contenta con muy poco, pues es un ser de la naturaleza. Un paseo al sol expulsa de él todos los pensamientos de rebeldía. Se ama la vida y se odia al industrial, pero no se ama a la clase más que a la vida».

Ante tales opiniones, de las que había dejado constancia en sus reportajes, no resulta demasiado sorprendente que cuando Roth emprendió, en diciembre, el viaje de vuelta —reclamado por la casa editora de su periódico, a causa del gasto— fuera tildado en la prensa rusa de auténtico «enemigo» burgués «de la República soviética». Si bien su estupefacción de que en la Unión Soviética no se hubiera suprimido el dinero, manifestada en más de una oportunidad, nos hace sospechar que, pese a toda su buena preparación para el viaje lo había emprendido con la cabeza llena de ideas ingenuas y poco realistas. Así lo confirma el juicio de Benno Reifenberg sobre su colaborador: «Su vocabulario político había conservado una sencillez parecida a la de las cartillas de los niños, distinguiendo, como éstos, entre malos y buenos, y tampoco en esto andaba equivocado, pues cuando se trataba de juzgar moralmente no era entender lo que él se proponía».

Lo que nos ha dejado son trabajos periodísticos del mayor nivel literario, escritos con una gran potencia expresiva y en los cuales aparece el sello de esa simpatía característica de Roth por la «pequeña gente». Todavía sigue siendo válida, y especialmente en lo referente a los artículos sobre Rusia, la valoración que le merecieran al escritor Ludwig Marcuse los reportajes de viajes de Roth: «Si uno lee hoy en día sus textos no podrá decir que lo hace con demasiado retraso».

Klaus Westermann