Sobre el aburguesamiento de la Revolución rusa
Señores:
Me esforzaré en demostrarles esta tarde que la burguesía es inmortal. La más cruel de todas las revoluciones, la bolchevique, no ha podido aniquilarla. Pero aún hay más: esta cruel revolución bolchevique ha creado sus propios burgueses. Les confieso con toda franqueza que el título de esta conferencia no solo afirma la existencia de la burguesía bolchevique, también pretende despertar la curiosidad de los oyentes. No pretendo decir: «¿Es posible que haya algo así como un burgués bolchevique?». Mi intención es decir: «¿No es una broma que se pueda hablar de un burgués bolchevique?».
Dense ustedes cuenta de cómo sonaba, hace tan solo unos años, a los oídos burgueses alemanes, la palabra «bolchevique»; piensen en lo que esta significa, todavía en la actualidad, a los oídos franceses. «Bolchevismo» significaba destrucción de la cultura material burguesa; bolchevismo significaba el peligro que se cernía sobre la vida y las propiedades. Entretanto, han pasado un par de años, tan solo un par de años. Y el término bolchevismo ha ido perdiendo su peligrosidad a medida que el primer Gobierno revolucionario, el primer Gobierno proletario del mundo y de la historia, empezaba a establecer representaciones comerciales en los estados extranjeros burgueses. Me parece a mí, señores míos, que no se puede amenazar seriamente a aquél con quien uno hace negocios. En vano se ha esforzado el Gobierno soviético en mantener esa ficción. En vano se sigue esforzando aún por encontrar el equilibrio entre las necesidades de índole económica y las exigencias de principio. En vano se esfuerzan en la Rusia soviética por salvar la reputación revolucionaria sin perturbar con ello la llamada «construcción del Estado». Pero el asunto de la reputación revolucionaria ya no se sostiene, como tampoco se sostiene la cuestión de la construcción del Estado. Tras el terror de la Revolución activa —rojo, extático, sangriento— sobrevino, en Rusia, el terror de tinta de la burocracia, sordo, tranquilo, negro. Se podría decir: «A quien Dios le da un cargo en Rusia, le da también una psicología burguesa». Tratándose de un ser tan burgués, como dicen de Dios todos los marxistas empedernidos, no nos debe sorprender. Pero si un poder tan revolucionario como el soviético asume esa función divina de adjudicar cargos, uno no puede sino quedar estupefacto ante ese talante pequeñoburgués de despacho que tanto determina en la Rusia actual la vida pública, la política interior, la política cultural, la política de los periódicos, el arte, la literatura y una gran parte de la ciencia. Todo está burocratizado. Toda persona que circula por la calle lleva alguna insignia. Cada persona es una especie de factor público. Todo está movilizado. Es exactamente igual que en la guerra, donde el heroísmo y el romanticismo se ocupaban, en realidad, de manejar el papel secante, el tintero y la goma arábiga. También la revolución tiene movilizaciones generales y últimas milicias. El marxismo fue capaz de revolucionar a un pueblo tan burgués como el alemán, y lo era, aún más, en los años de surgimiento de la socialdemocracia alemana. El atrevimiento de un Manifiesto comunista probablemente pueda convertir en revolucionarios hasta a los veteranos que usan sombrero de copa en la onomástica del emperador. Pero de un auténtico pueblo de jinetes como ha sido siempre el ruso, en un sentido literario y estético, el marxismo hace burgueses. Quien no esté muy al corriente de la historia rusa de los últimos decenios tenderá fácilmente a confundir a los comunistas actuales con aquellos atrevidos y realmente heroicos activistas que comenzaron a hacer tambalear el zarismo ya en las últimas décadas del siglo XIX y de cuyos atentados cayeron víctimas zares y ministros. Pero aquellos dinamiteros no eran, en absoluto, marxistas, eran socialrevolucionarios, a quienes los socialistas odiaban más que a los conservadores burgueses. Al lado de los socialrevolucionarios, los comunistas más audaces, como Trotski, Radek o Lenin, parecen unas personas muy probas y burguesas. Pues siguen un principio que ve en la pasión algo nocivo, considera el temperamento algo secundario y el fervor una debilidad. Aplicar este principio significa violentar al pueblo ruso. Siempre ha habido ironías en la historia del mundo. Pero raras veces se vive la experiencia de que la historia del mundo se vuelva ella misma burlona. Y éste es uno de los casos en que resulta evidente que la historia se está mofando. Esta teoría que debe liberar al proletariado, que tiene como meta un Estado y una humanidad sin clases, convierte a todos los hombres, allí donde se aplica por primera vez, en pequeñoburgueses. ¡Ya es mala suerte haberla probado por primera vez precisamente en un país como Rusia, donde nunca ha habido pequeñoburgueses! El marxismo no aparece en Rusia más que como un componente de la civilización burguesa de Europa. Es más, casi parece como si la civilización burguesa europea hubiera encomendado al marxismo la tarea de ser su introductor en Rusia.
No sé si algunos de ustedes conocen la vieja Rusia. Quien haya estado alguna vez en Rusia habrá visto la diferencia abismal que existía entre la burguesía europea y la rusa. El comerciante ruso tiene a sus espaldas una tradición aristocrático-caballeresca. En Rusia había comerciantes que conquistaban y colonizaban Siberia, que seguían matando aún con sus propias manos a los osos con cuyas pieles traficaban, que salían a la caza de la bestia y del hombre, que fundaban los primeros asentamientos en Asia. Esta tradición se mantuvo viva hasta los últimos años. El hombre de negocios moscovita iba en su lijach, el carruaje más rápido del mundo, por las calles de la ciudad, y todo su orgullo estribaba en espolear tanto a su caballo hasta que este reventase; era un señor en un sentido completamente feudal. Es verdad que, conforme a la teoría marxista, en Rusia había burgueses, es decir, gente que vivía de un trabajo improductivo. Pero esos burgueses, por su forma de pensar y de vivir, por su visión del mundo y sus costumbres, eran más aristócratas que, por ejemplo, nuestros junkers prusianos. Se puede afirmar: en un sentido distinto del científico-marxista, en Rusia no existía la burguesía. ¡Y tuvo que ser precisamente el marxismo el encargado de crearla!
No existe un tipo peor que el revolucionario pequeñoburgués, el trepa, el burócrata arribista. La gente se aglomera ante las estrechas puertas del Partido Comunista; solo se cuentan tantos hijos protegidos en la muy burguesa Francia, tantos cazadores de empleo y gente envidiosa, sostenidos por los que dominan momentáneamente y a los cuales los caídos del poder arrastrarán consigo. Es verdad que en Rusia ya no se soborna como en la época de los zares. Los sobornos llevan a Siberia, y, además, tanto al sobornador como al sobornado. Podríamos decir que, una característica de la antigua Rusia era la mano tendida a la espera de propinas. Pero una característica de la Rusia actual es la espalda inclinada. Una teoría que urbaniza Rusia, una ideología que solo puede llevarse a término si el país más misterioso, más natural —el país más terroso, por así decirlo, de todos los países europeos— es americanizado por la vía rápida, si este crea, pese a toda su fraseología, un ser humano típicamente burgués. En Rusia se odia el baile; solo una vez por semana y únicamente en Leningrado está permitido bailar en público. Pero no ver que el jazz y el charlestón guardan una mayor relación con la máquina y con la mecanización de la vida que con la llamada «inmoralidad burguesa» indica una miopía sin parangón, nos da la medida del alejamiento del mundo real en que incurren auténticos ideólogos. Ahora se baila también en todos los clubes comunistas, pues las costumbres de una época no están determinadas únicamente, ni en primer lugar, por las relaciones de producción, los ingresos o las modalidades del lucro. Están determinadas por el modo de vida de las personas, por el modo de vida de la época. Uno no es inmoral porque sea patrón, así como tampoco lo es porque sea un asalariado. Uno no baila charlestón porque el mundo sea capitalista. Lo baila por ser una de las expresiones artísticas o sociales de la época presente. Uno no es superficial y banal solo porque gane dinero, así como tampoco es profundo e ingenioso únicamente porque esté junto a la máquina. Entre el patrón y el asalariado, tan hostilmente enfrentados, hay más semejanzas de lo que ambos sospechan. Más vinculante que una comunidad de pensamiento es una comunidad en la misma actualidad, y para mí es más cercano el contemporáneo vivo que el camarada de partido muerto. Por tanto, si el comunismo quiere empujar a Rusia, que llevaba cien años de retraso con respecto a Europa, hacia una actualidad plena, tendrá que hacer que se convierta en burguesa. Pues esta actualidad es burguesa. La Revolución rusa no es una revolución proletaria, como piensan sus representantes. Es una revolución burguesa. Rusia era un país feudal. Y ahora empieza a convertirse en un país urbano, con una cultura ciudadana, en un país burgués.
Pero dado que ha sido una determinada ideología la que ha dirigido esta revolución y son determinados ideólogos quienes la siguen administrando en la actualidad —a ella o lo que de ella haya quedado—, en Rusia se hace como si se gobernara en clave socialista, como si se preparara, realmente, el advenimiento del socialismo. Desde un punto de vista superficial, hoy en día, sigue pareciendo como si este país fuera realmente un mundo totalmente nuevo. Todavía hoy, sigue pareciendo que han dejado de existir las viejas clases de los países europeos. Pero uno se percata enseguida de que se trata de una falsa y encubridora nomenclatura utilizada para designar situaciones antiguas y bien conocidas. La cuestión de la posición social, del lugar que uno ocupe en la textura social del país, ha dejado de ser la más importante. ¿Qué es usted: aristócrata, industrial, comerciante, de clase media, proletario? Esta pregunta ya no vale. Sobre todo porque no hay muchas profesiones que constituyan los distintivos preferentes del correspondiente rango social. Por consiguiente, en la Rusia actual se divide a las personas en comunistas, proletarias, simpatizantes del programa comunista, gente leal sin partido (chestnie bespatinie), neutrales, opositores —que, naturalmente, no pueden protestar públicamente, pero que se supone que lo son—. Dado que casi todas las personas que antaño ejercieron profesiones liberales y eran comerciantes, abogados, directores de banca o fabricantes ocupan actualmente diversos cargos y cobran sus nóminas, es fácil incluirlos, en las estadísticas, entre el proletariado o el medio proletariado. También ellos desfilan aplicadamente, como los otros, en las fiestas revolucionarias, claro que por miedo, no porque sientan necesidad de hacerlo. Marchan en las manifestaciones y participan en las marchas de las estadísticas. Y así, desde un punto de vista superficial, parece que, de los 140 millones de rusos, al menos 130 marchan al lado de los comunistas. Yo ni siquiera creo que sea un engaño consciente. Lo que creo es que los comunistas se engañan a sí mismos sobre la auténtica postura de la población respecto a su ideología. Pues los comunistas que hoy mandan hace ya mucho que han dejado de ser aquellos refinados dialécticos de antaño. Son gente optimista y dogmática, buena, proba, mediocre. Su representación de cómo influye la ideología sobre el no proletario ruso es tan ingenua como su representación del burgués. Ustedes no tienen más que ir a ver alguna película rusa, pero no aquellas destinadas a Europa occidental, que, por lo general, son buenas, sino una de las muchas calculadas para la sordera de los aislados territorios del interior, en donde aparezca el malo burgués. Este aparece siempre tocado con un sombrero de copa y exhibiendo barriga. Acaricia el reloj más caro, y su negro corazón rebosa crueldad hacia el proletario. Por cierto, que esto no me extraña nada. Pues ni los líderes más razonables del Partido Comunista han visto jamás a un burgués de cerca. Han vivido, ciertamente, en ciudades de Europa occidental, pero en barrios proletarios; no han tenido, por desgracia, ninguna oportunidad de ver una casa burguesa, y tan pronto como se ponen a hablar de los burgueses echan mano de un cliché burdo y superficial, que acaso tenga algo que ver, en el mejor de los casos, con los burgueses suizos, los de la ciudad de Zúrich, que fue su lugar de destierro preferido.
Esto solo de pasada.
Yo les quería explicar que Rusia tendría un aspecto burgués, incluso para observadores no muy precisos, de no existir un determinado grupo con el que se puede demostrar que, pese a todo, allí se es comunista. Éste es el grupo de la gente NEP, la nueva burguesía. La propia Revolución los ha dado a luz. No temen a la Revolución. Si yo he llamado al tipo de revolucionario aburguesado «burgués bolchevique», acaso podría denominarse al nuevo bourgeois ruso «bolchevique burgués». Menciono aquí el término «bolchevismo» en aquel sentido primitivo usado por los campesinos rusos durante la guerra. Ellos decían, en aquel entonces: «Los bolcheviques son unos sujetos con los que se puede vivir; pero los comunistas son judíos con quienes se debería acabar sin más». O sea, que los campesinos entendían lo bolchevique en el sentido de «heroísmo», de «espíritu aventurero». Y una de las ironías ocurridas en el transcurso de esta Revolución es que, en la actualidad, los únicos bolcheviques en el sentido anteriormente mencionado son los comerciantes burgueses. Si ustedes quieren imaginarse a un nuevo burgués ruso, tendrán que representarse algo parecido a nuestros estraperlistas de la época de la inflación. Una especie de pirata terrestre, proscrito y sin derechos. Pero a él le importan un comino los derechos. Renuncia a tener derechos en este Estado, al que odia y con el que contiende. Hay una lucha constante entre él y el Estado. El nuevo burgués está internado en muchas prisiones y pasa rozando otras muchas.
Fráncfort del Meno, enero de 1927
Viernes, 17 de septiembre.
Sujumi, treinta marcos, experiencia vivida con J. Grusinier, conversación con un joven intelectual judío, barba rubia, un Cristo intelectual, pesimismo, métodos pequeñoburgueses en el comunismo, pedantería, marxismo, cronista Bábel[9], la nueva literatura rusa.
Encuentro con Leshniov, catedrático de urología, pequeñoburgués, el vapor malo, camarote de cuatro, mujer del hijo del capitán, Steward, aspecto de chulo de putas, la mujer del asmático coqueteando y la cabecita calva, la mujer tiene unos pechos demasiado voluminosos para sus largas piernas, y unos pendientes demasiado grandes.
Sobre el aburguesamiento de las organizaciones del Komsomol.
Sobre el nacionalismo.
Botes a Sujumi, gasto extra de setenta copecs.
Joven judío: enfermedad judía: patriotismo por una tierra ajena.
Sábado, 18, Sochi.
No busqué a Kagan, ligeros remordimientos, mal de mar de los rusos, pueblo continental.
Topsi, la pequeña ciudad del Cáucaso, tarde, lluvia, mar movido, pesadas nubes, la calle principal, médico con blanca testa de apóstol, habitación amueblada en vez de hotel.
Domingo, 19.
Novorossisk, nublado, húngara, baño.
Kerch. Medianoche, lancha, manzanas.
Lunes, 20.
Frío, claro. Feodosia, chata, pequeña, música de piano en el comedor.
Yalta: 9.30 de la tarde, ciudad de vino, música, fruta, calle Montecarlo, pero sirviente apático, pastelería, hombre con bastones.
Martes, 21.
Sebastopol, mañana clara, fresca, ciudad inteligente, muchos relojeros, monumento al general (!) de la guerra de Crimea.
Eupatoria, llana, tranquila, aburrida, sin puerto.
Miércoles, 22.
Odesa, seis de la mañana, lluvia, viejo judío, pastelería.
Papel de escribir Jedei[10], Correos, telegrama de Gejaia, Londres, mucho frío.
Viernes, 24.
Dinero. Muchacha con la enfermedad del sueño, delirio de los relojes, atracador de bancos que era periodista.
25 de septiembre, sábado, Odesa.
A través de una conversación con el joven amigo llego a esta imagen: el abismo entre el capitalista y el proletario cada vez se estrecha más en los países civilizados, pero sigue siendo igual de profundo. No obstante, aunque se hiciera más hondo, un abismo estrecho y profundo es más fácil de franquear que uno poco profundo y ancho.
Cuanto más tiempo llevo aquí, más improbable me parece una revolución en Occidente. Es más, creo que Marx se ha olvidado, sencillamente, de contar con ciertos factores, en particular con los más importantes. ¿Pensó que podría llegar una época en la que, gracias a la civilización, todas las personas tendrían la posibilidad de convertirse en capitalistas, o, al menos, en psicológicamente capitalistas, es decir, burguesas? ¿Cayó él en la cuenta de que un hombre deja de ser revolucionario con haber estado no más de dos horas junto a una máquina? Es más, creo que un trabajo de diez u ocho horas impide o dificulta el estallido de revoluciones en Occidente. El hombre medio se contenta con muy poco, pues es un ser de la naturaleza. Un paseo al sol expulsa de él todos los pensamientos de rebeldía. Se ama la vida y se odia al industrial, pero no se ama a la clase más que a la vida. ¿Cuánto tiempo seguirá aún viva la idea burguesa del «trabajo para nuestros hijos»? ¿Durante cuánto tiempo seguirá conteniendo todo ese complejo de pensamientos revolucionarios la tonta y devota frase burguesa de la bendición del trabajo? Por ella se ha hundido el mundo burgués; una mentira tan enorme y vulgar tampoco la podrá mantener el mundo socialista.
Creo que —si no hay una guerra— en Occidente no estallará una revolución mientras que el ejemplo ruso no haya tenido pleno éxito. Pero ni los comunistas más devotos esperan algo así antes de veinte años. ¿Y quién sabe si no llegará antes alguna otra cosa que haga superflua una revolución? Habrá una revolución, pero ¿y si no tiene nada que ver con los contenidos materiales del marxismo y del socialismo?
Me he imaginado que, de tener razón la teoría, el capital se podría condensar con el transcurrir del tiempo en cada vez menos manos y cada vez más fuertes, y que, al final, si no se interpone ninguna revolución, podría alzarse, por encima de todos los millones de esclavos del mundo, un único y colosal gigante capitalista. Y luego se convertiría en emperador de todos. Y entonces sería tan fácil derribarlo que para ello no sería necesaria ninguna revolución. O bien se habría hecho ya tan prudente y serían tantas las seguridades sociales y las invenciones técnicas conseguidas que ya no haría falta derribarlo.
Hasta las religiones tienen fecha de caducidad. ¿Por qué iba a tener la teoría marxista una duración eterna? El tiempo endurece mucho y debilita aún más. Sus procesos de descomposición son más destructores que conservadores.
Enviado hoy el artículo sobre el nuevo burgués. Friedl telegrafía, frío, despejado, desagradable, plazos.
El proletario ruso es un paciente; mejor contentado subjetiva que objetivamente.
La revolución, incluso la Revolución rusa, ha llegado demasiado tarde. Antes de que el marxismo hubiera conseguido aún suficientes adeptos, el planteamiento del problema era otro. La guerra mundial ha fomentado, ciertamente, las revoluciones, pero ha perjudicado al marxismo.
26 de septiembre, domingo, Odesa.
Asamblea del ozet judío convocada para las cinco. Comienza a las siete. Un público increíble. Ni una sola muchacha bonita. No hay proletariado judío. Solo una plebeya pequeña burguesía, raza incorrupta. Partiendo de la rudeza de su naturaleza saca la conclusión de que pertenece al proletariado. Con lo noble que puede ser un judío noble, ¡y qué rudo, basto y odioso puede ser uno vulgar! En las personas sencillas de viejas razas no se da ninguna nobleza natural. El proletariado ario puede ser noble. Entiendo el arquetipo del plebeyo de la Antigüedad clásica. Era un plebeyo, no un proletario. Las razas mediterráneas quizá generen esta clase de hombres. Los pañuelos de bolsillo parecen ser una característica oriental. (Los negros también los llevan). Y probablemente todos los pueblos que, por naturaleza, anden descalzos. La impertinencia es la característica principal del judío. Qué desagradable el restaurante judío Gobermann, en el que sirven las mesas el propio hostelero y su hija. Para que uno no crea que son camareros, se comportan con arrogancia. Allí donde vive junta una masa de judíos, esta sigue procreando, con la endogamia, sus malas características: las multiplican por diez y por cien. No es por eso que surge el antisemitismo. Pues los instintos que se dejan sentir en la masa judía son igual de rudos que los antisemitas. El antisemita debería encontrarse entre las masas judías como en casa. Pero el antisemitismo, me parece a mí, no es sino una variante del odio general que la persona ordinaria siente hacia la buena.
Esta tarde he sido invitado por el dentista Freund. Me aburre. Pienso todo el día en Friedl, en por qué no ha contestado a mi telegrama. Tal vez no esté en Viena. Todavía no ha llegado el correo recibido en Moscú.
Desde hace algunos días amo a Friedl con más fuerza que nunca. Sí, empiezo a amarla.
Era una muchachita cuando yo era un joven que estaba aún muy verde. ¿Ha crecido conmigo? A veces me parece que ha crecido más rápidamente que yo. Su foto me dice demasiado poco. He olvidado qué aspecto tiene. Pero hoy me parece que posee un encanto increíble. Siento curiosidad por conocerlo.
27 de septiembre, lunes, Odesa.
Hoy he ido en automóvil con Freund y su prima. Desolada zona fabril, una exposición agraria muy pobre. Carta a Friedl por correo aéreo. Ninguna respuesta a mi telegrama, vivo lleno de angustia. Dos cartas falsas escritas a Otten y a Brentano. Se hace lo que se puede. Hermoso día, sol, una calidez fría, el otoño es muy melancólico junto al mar. Puesto que es un mar muy estival.
Con la separación, cada día que pasa amo más a Friedl. Cuando me casé con ella, yo era bueno y sensato. Me hago reproches por haberla tratado mal. Pero estoy lleno de amor por ella, incluso aunque no lo sepa; y estoy a su favor, nunca en su contra. Es más fría de lo que uno cree, más egoísta de lo que yo hubiera pensado, más ingenua de lo que reconoce. Pero su frialdad es fresca, su egoísmo es natural, su ingenuidad amorosa y dulce y no una inocencia perturbadora y banal, sino un arreglo de incesantes pero encantadores malentendidos.
¡La novela! ¿Cómo habrá de titularse?
29, miércoles.
Estoy totalmente fuera de mí. He telegrafiado una vez más a Friedl. No me envían el correo que recibo en Moscú. Tal vez Friedl no esté en Viena. Pero entonces tendría que haber allí alguien que pudiera telegrafiarme. ¿Qué debo hacer? En todo caso, podría telegrafiar a la señora S., y acaso lo haga si pasado mañana no ha llegado ninguna noticia. ¡Al diablo con este viaje! Uno no puede viajar si tiene el corazón unido a alguien. Ya veo que no ganaré nada con este viaje. Lo hice únicamente para poder dar algo a Friedl. No la volveré a abandonar jamás.
No puedo seguir fumando. Los cigarrillos hacen más efecto en la garganta que en los nervios. La ponen seca y sedienta. Son como el polvo de Astracán y Bakú.
Estoy perplejo. Ninguna respuesta de Friedl. No puedo hablar, no puedo escribir, no puedo leer. Me acosan las ideas más sombrías. Me hago los reproches más insensatos. ¡Es tan fácil amar apasionadamente; el objeto de mi amor solo ha de procurarme dolores! No me creía capaz de una pasión, también creo que es una pasión más de los nervios que del alma. No obstante, para mí está claro que la amo, que ninguna otra mujer puede compararse con ella, y estoy decidido a venerarla a partir de ahora. Mañana es el último día de septiembre, y tuve noticias de Friedl a mediados de agosto; es mucho tiempo, siete semanas, aunque me parece como si fueran siete meses.
Acortaré mi estancia en Rusia, preferiría regresar a casa mañana mismo, lo he visto todo más rápidamente de lo que hubiera pensado, la superficie aquí no es espesa, es fácil de penetrar.
Lo que más me fastidia es la credulidad —acrítica, estúpida, devota, clerical— de la juventud, del joven medio. De todos modos, es mejor que los idiotas de un país crean en el futuro del proletariado, por ejemplo, que en el futuro de los industriales, los condes y los oficiales. Pero me enoja, me decepciona el hecho de que el ruso, que pudiera ser bobo, pero nunca banal, sea capaz también de caer en la banalidad. Esa capacidad de caer en la banalidad aparece donde la cultura se populariza y es raro el analfabetismo. Es consecuencia inmediata de toda esa masa de folletos y de una ilustración a bajo precio. Mientras que las personas no pueden leer se sienten tontas, y es precisamente eso lo que las convierte en algo fuera de lo común. La original filosofía del campesino ruso no fue nunca profunda, pero sí siempre poética. ¿Qué pasa cuando un folleto le libera de la necesidad de construirse sus propios pensamientos? Desgraciadamente, se trata de un tránsito necesario; y comprendo muy bien que, para alcanzar un nivel cultural, hay que sacrificar la originalidad, pero me duele, y no dejo de reflexionar sobre si hay o no otras vías posibles. El socialismo tiene que contar con el hombre medio; no solo hay un «burgués común», sino también un «proletario común», ¡y de qué tipo!
Nivelar significa convertir en planicie los montes y valles, donde ya no pueden seguir alzándose las montañas.
La banalidad alcanza a los hijos de los burgueses, que, en un Estado capitalista, serían también banales, pero sin la seguridad en sí mismos y el sentimiento ético, la conciencia moral que les otorga una banalidad de índole oficial. Los necios se sienten inteligentes. Es insoportable. Tienen derecho a sentirse inteligentes. El ser humano es educado en un colectivismo consciente. Pero no se le dice que hay, además, otra sabiduría que también tiene su lugar, que hay una visión del mundo construida no a partir de un solo punto, sino desde muchos miles de puntos, que la vida no se entiende cuando uno se queda parado, sino cuando camina y vuelve a pararse una y otra vez.
Una segunda cuestión es el ateísmo barato, comprado en el bazar donde se comercia con folletos sobre Darwin, para ocupar las horas de ocio. Acaso el materialismo barato sea también necesario para aniquilar a una Iglesia peligrosa. Pero a mí me parece que la Ilustración de Voltaire, tan espiritual, no podía ser atea, y que tan divino es un profundo entendimiento como animal es uno superficial. ¿No era posible salvar a Dios de la Iglesia, en vez de enterrarlo con ella? ¿Para qué, se preguntará el comunista? ¿Para qué Dios? Toda metafísica es peligrosa, toda metafísica crea un clericalismo, hace al ser humano dependiente, y nosotros queremos precisamente un hombre libre, que combata el fatalismo, que se atribuya a sí mismo la responsabilidad, y no al destino, que construya su suerte en lugar de salir humildemente a su encuentro. Pues la sumisión a lo supraterrenal hace también posible la sumisión a lo terrenal: inmediatamente detrás de un sacerdote viene un rey, desgraciadamente no son ángeles los que administran la religión, y las personas que la gestionan quieren tener también poder sobre el cuerpo, no únicamente sobre el alma. ¿Qué podría replicar a esto?
Jueves, 30 de septiembre.
Hoy, por fin, telegrama de Friedl y correo. Otten tiene la mala costumbre de no contarme más que cosas desagradables. Por lo visto, para que escriba a Fingal tengo que enterarme de que su hijo va a morir. ¡Cuánto chisme! Me parece que todo esto entraña también una dosis considerable de maldad.
Sábado, 2 de octubre.
Ayer conocí al artesano judío Kaplan. El domingo vendrá a verme, acompañado de un amigo que entiende alemán. Kaplan es fontanero, y fue un revolucionario activo y obrero en una fábrica socialista. Dejó la fábrica: no hacía buenas migas con el director. De lo que cuenta se deduce que él mismo ha confiscado. Por sus manos habrían pasado millones. Dudo que haya estado en el frente. De ser así, sin duda se hubiera jactado de ello. Como tantos otros de la pequeña gente judía, es revolucionario, no proletario. Seguro que es ambicioso, y puedo entender que fuera encarcelado —ocho meses—: probablemente, infringía toda clase de disciplina. Sin embargo, está dispuesto a luchar por los estados soviéticos. Es un tipo de la checa, un pelín limitado y un pelín inteligente, presuntuoso, le gusta escucharse a sí mismo y no le agrada que otro diga asimismo algo correcto. Plantea preguntas y no permite que se le conteste. Con él hay que confesar o simular perplejidad.
Hablamos de la psicología de los funcionarios —chinóvnik—, una auténtica epidemia en Rusia, que se apodera de cada proletario que recibe un cargo. Parece, pues, que, de hecho, se da una especie de maldición del funcionariado, una cuestión realmente enigmática. El proletario revestido de una función no espera ni una distinción ni una carrera ni la alabanza del superior; no obstante, muestra enseguida esa desagradable peculiaridad del chinóvnik. Por tanto, es el escritorio el desgraciado instrumento que echa a perder el carácter, el lugar donde puede estropearse. Y eso es, lamentablemente, lo que ocurre con los proletarios. Pues no es idealista el proletario que se hace comunista, sino el minusvalorado intelectual. El comunismo del intelectual es más auténtico. El comunismo del proletario es una opción práctica. ¿Qué va a ser, si no, el proletario? Y del mismo modo que no quiere, sino que tiene que ser socialista mientras esté junto a la máquina, con idéntica probabilidad se convertirá en bourgeois cuando la deje y pase al escritorio.
Pero si esto es cierto ello supone una sacudida más fuerte para el socialismo de lo que este parece barruntar. Y, entonces, el elemento burgués no es algo artificialmente alimentado, sino un fenómeno elemental. La psicología burguesa es humana. Es más, a mí me parece que en todas las épocas ha habido burgueses —los escribientes en tiempos de los caballeros, y, en cualquier época de la historia de la humanidad, toda la pequeña gente—. ¿Contra quién va, pues, dirigida la revolución? Unicamente contra la naturaleza humana, no contra la propiedad. O sea, que no se trata de una revolución de índole material, sino espiritual. No proviene del proletariado, sino de la verdadera aristocracia humana, de los individuos auténticamente libres. Puede ser sangrienta, pero no tiene necesariamente que serlo. La Revolución francesa, orquestada por individuos libres, se desplomó posteriormente al convertirse en una realidad materialista. No obstante, fue una revolución del espíritu. Los intelectuales que prepararon la Revolución rusa se pusieron, de antemano, al servicio de trivialidades materiales. Por ello, la Revolución rusa no es una revolución del espíritu, sino una revolución de principios. Los postulados de la verdadera libertad no precisan de las fórmulas marxistas. La revolución proletaria no es más que media revolución. Acaso conduzca incluso a un Estado sin clases, pero no conduce a un hombre libre. Solo una revolución fundada en el espíritu es una auténtica revolución. No la que se funda en principios. No se puede vivir de exigencias materiales ni de sus satisfacciones. Ya no basta con ser marxista. No es suficiente ser leninista. En 1900, Lenin contaba treinta años. Llegaba a la edad madura en 1900, en la época de plena floración del materialismo más estúpido. En sus escritos vive el siglo XIX. Pero nosotros estamos no solo en el siglo XX, estamos ya en el siglo XL.
Novela empezada. Si escribo cada día aunque solo sean tres páginas, en seis semanas podría tener acabada una novela sin tacha. El orgullo del «puño calloso» es tan desagradable como el de la «sangre azul».
Lunes, 4 de octubre.
El kustar[11] Kaplan vino a verme ayer por la tarde, solo, sin el amigo prometido que sabe alemán; yo me aburría, me cansaba este obtuso sabiondo, este marxista judío De sus relatos se deducía que sentía nostalgia del tiempo en que, por lo visto, andaba manipulando bombas e intrigando, o cuando vigilaba los trabajos forzados de los burgueses o era cabecilla de una banda, veía hacer pogromos a regimientos del Ejército Blanco o instruía, en la fábrica, a komsomols. Y, de pronto, traicionándose, me pregunta por Alemania, le gustaría ir a Alemania. Quiere satisfacer de algún modo su ambición. Si éste es el cariz que presentan todos los comunistas judíos, malo para el comunismo y para los judíos. Quería volver hoy. Yo no discutiré más con él, dejar le hablar es tranquilizador, e incluso puede ser instructivo. Ayer hablamos de la importancia de los corresponsales de los trabajadores, de la opinión pública en general. Esta empieza a tomar forma en Rusia justamente ahora. Disfrutar de ella es, por tanto, algo nuevo, como disfrutar de la radio. Cuando en un periódico se inaugura una «campaña», todos están encendidos de entusiasmo. Ante el posible asesinato de corresponsales de obreros amantes de la verdad, el Estado se protege amenazando con la pena de muerte a los asesinos. No es lícito despedir a estos corresponsales porque hayan escrito. Dado que todo el mundo puede ser corresponsal, aunque solo haya escrito una vez, y ya que, salvo muy raras veces, no aparece la propia firma, el afectado pollas críticas tampoco sabe a ciencia cierta a quién tendría que dirigirse con sus intentos de soborno o compra del silencio. Por consiguiente, si bien la opinión pública se ve limitada por la censura, ¡qué libertad no tiene en el ámbito interno y en toda aquella actividad crítica que no pueda ser peligrosa para el Estado! Es el derecho a la oposición en un ambiente de aprobación generalizada. A quien mantenga una postura positiva se le permite criticar. Cosa que, en Rusia, puede ser algo sumamente tentador. Entre nosotros, con esto no se caza a nadie. Entre nosotros, la opinión pública es una simple cuestión de je nien fiche, pues al conocer ya con tanta exactitud la falsa moral de toda opinión pública, su juicio no nos importa. O bien la opinión pública es algo ya tan viejo que la crítica pública resulta un medio gastado, parece una caricatura escandalosa y ya no sirve de ninguna ayuda. Aquí viven hombres nuevos, capaces de avergonzarse todavía. Aquí se empieza a propagar —desde hace poco— una forma de virtuosismo que, entre nosotros, ya es demasiado pequeñoburgués, la virtud como una especie de pudor público. Algo así se anuncia en esa aversión al baile, ese desprecio por la moda y el erotismo o la proscripción del perfume, todo ese puritanismo higiénico, ilustrado, que domina las relaciones sexuales. Si es verdad lo que cuenta Kaplan, que a un hombre que se fue con una prostituta lo separaron de ella otros hombres que le entregaron de nuevo a su mujer entre abucheos, entonces lo que tenemos ante los ojos es la América evangélico-puritana. ¿Qué más se puede pedir? ¿Hay algo más burgués? De la liberación del convencionalismo cultivado ha surgido un convencionalismo sobrio, chabacano, rudo. El proletariado aspira a la «pureza» del pequeñoburgués de los años de Gustav Freytag, solo falta una especie de orgullo proletario ante el trono del Partido, como contrapartida al orgullo burgués ante el trono del rey. Es más, ese orgullo ya está ahí.
Naturalmente, parece imposible que pueda ser de otro modo. El proletariado ha alcanzado ahora el nivel que los buenos burgueses de Gustav Freytag poseían: o sea, que asume la misma moral. La moral está en estrecha conexión con el grado de formación intelectual. Si ahora se empieza aquí a descubrir que el clero es dañino y peligroso, o que el ser humano desciende del mono, que uno se protege de la sífilis si a los catorce años ya sabe para qué sirve un preservativo, no tiene otro remedio que tachar a las medias de seda de objeto lujoso, al perfume de pecado, al erotismo de mentira. Rusia aspira a ser como América, la América más evangélica y provinciana. ¡Maquinaria y moralidad conforme a modelos americanos! Todo esto queda ya muy lejos de aquel gran fuego, cuyo resplandor fue como una aurora.
Uno puede ser también estrecho de miras sin la moral de una religión.
Aún no ha llegado carta de Friedl.
Miércoles, 6 de octubre.
Ayer llegó, por fin, carta de Friedl. Mañana viajo a Kiev. Estoy contento. Desde hace dos días, Odesa es aburrida. Sería maravilloso poder acabar en Rusia las dos novelas. Pero me estorban estos estúpidos artículos. No podría escribir un libro sobre Rusia. No hay materia para tanto.
La Rusia actual está más entre Asia y América que entre Asia y Europa. Dado que la cultura europea es, a los ojos de los reformadores del siglo XX, una dañina «cultura burguesa», se aspira a la técnica, a la razón, al progreso, a la higiene, a la ilustración sexual, así como a una primitiva moral en la vida privada y pública; pero, por otro lado, los usos y las costumbres, los hombres y las instituciones, los caracteres y las inclinaciones siguen siendo, al menos hasta hoy, asiático-bizantinos, la situación geográfica y psicológica de Rusia es la antes mencionada.
Les voyages sont une source de l’histoire (Chateaubriand).
Sábado [sic], 10 de octubre, Kiev.
Una ciudad de colinas, hermosa, verde y rica. Se huele el otoño en jardines y avenidas. No obstante, la ciudad da una impresión de estupidez. Es la sede de la intelligentsia ucraniana. Hay un determinado tipo de ucraniano clerical que yo ya conozco de Galitzia. Es romántico, de propensión poética, se viste y acicala con un brío e ingenio bohemios. Luego está el ucraniano increíblemente grosero, de aspecto incierto, con una mirada penetrante, como la que tienen a veces los espías más tontos.
Hoy he comprado hojas de afeitar; un judío, que en el escaparate tiene gillettes, me saca, envueltas, cuchillas alemanas —la tienda estaba ya cerrada—. Cuando eché la cuenta y protesté, le caí simpático. En otros tiempos me habría despreciado, ni siquiera me hubiera creído capaz de pagar un rublo diez por unidad. ¡Qué pueblo!
Cuantos más días pasan, más claro me resulta lo imposible que es este principio, en realidad un principio religioso, ya que cree en la bondad del ser humano; es un principio cristiano, pues lo quiere redimir, pero pagano porque le da pan sin untarlo con nada metafísico. Hasta el principio cristiano habría sido imposible si la prudente Iglesia católica no lo hubiera adaptado al mundo, y el mundo, aún más, a él. Sin la prudencia de la Iglesia, Jesucristo no se habría convertido en el transformador del mundo, habría seguido siendo su salvador. El socialismo se figura, de verdad, que puede cambiar el mundo, sin Papa ni jesuitas, sin misioneros y sin iglesias, es decir: sin la gran astucia que solo puede surgir de la síntesis de un espíritu dirigido al más allá y experimentado en el más acá. El socialismo es de un desvalimiento conmovedor.
La masa que se pasea por las calles tiene siempre el aspecto de gente que acaba de ser liberada, como si se hubieran abierto las mazmorras una hora antes: emana una atmósfera marcadamente gris, un aire espeso, como el que se respira en las asambleas del pueblo —el vaho es distinto, como decía el cochero vienes—. Al fin y al cabo, todos los seres humanos podrían ser inducidos a exhalar una atmósfera de color azulado, pero esto, como se ve en América, no se puede conseguir a fuerza de baños e higiene. La atmósfera no proviene de la piel ni de los pulmones, sino del alma, y cualquier principio que la niegue vivirá siempre en un aire gris. Yo creo que la revolución puede ser considerada un dispositivo o un fenómeno no necesariamente violento. Para mostrar el camino a los hombres no hay que incendiar casas, yo me decanto por las linternas. Quien se resista muestra que todavía está vivo y tan fuerte que, incluso matándolo, el mundo no se deshace de él. Nunca habrá nadie que entregue voluntariamente su casa, y echarlo a la calle no significa echar a su espíritu. En las casas requisadas por la Revolución siguen estando el material y el mobiliario burgués.
Si escribiera un libro sobre Rusia, este tendría que describir una Revolución ya apagada, una llama que se consume, restos de brasas y mucho fuego artificial. Antes que nada, tendría que describir algunas cosas:
Ópera, el año de Lenin, Wi, farsa musical, confusión, elementos nacionales, sátira política, codazos contra la religión, Adán y Eva, embrollo indescriptible, filmes, indumentaria, bailes, periódico, en todos un miedo terrible a que el público pueda aburrirse, entender algo mal, de ahí la voz alta, el exceso de tono, atronador, entarimado horrible, se fuma en todos los pasillos, escupitajos, en extremo vulgar. Nadie se toma la molestia de ponerse una camisa mejor si ya no lleva chaqueta, palcos horribles. ¿Qué eran, en comparación, los sansculottes? ¡Príncipes!
Hoy he escrito una carta. Mañana correo.
Martes, 12, Kiev.
Hoy por la tarde viajo a Járkov. Se ha puesto frío, sopla un terrible viento del norte, la habitación del hotel no está caldeada, sospecho que la gente aún no caldea los ambientes en ninguna parte del país, así que, hasta que llegue el invierno y la calefacción, me esperan aún días horribles, en los cuales me resulta imposible escribir. Me he puesto ya dos camisas y dos pares de calcetines.
La comida es espantosa, toda esa abundancia y baratura, esa grasa y el revoltillo de carne, hortalizas, nabos, patatas. Los hoteles son un espanto; la gente, avariciosa, sucia, servicial; un sinnúmero de mendigos y de moscas, moscas curtidas, continúan viviendo aún con este frío. En Moscú quiero estar tres semanas, dos en Leningrado, cuatro en Siberia; esto hace, sumado, nueve semanas, es decir, dos meses. Podría pasar las Navidades en una región civilizada.
Me he despedido definitivamente de Oriente. De él no tenemos nada que esperar, salvo una reactivación de la sangre, una renovación de los músculos, acaso una lírica y un enriquecimiento del mundo de los sueños, de ninguna manera pensamientos, día, fuerza o claridad intelectual. Quizá la luz venga del Este, pero solo en Occidente es de día. Entre la Revolución francesa y la rusa hay tanta diferencia como entre Voltaire y Bujarin, como entre catolicismo y bizantinismo (candelas de iglesia), como entre París y Moscú.
Por la tarde. Me quedan aún dos horas para partir. Por agradable que pueda ser dejar un lugar desagradable, donde la estancia también resultaba triste, la última hora en un lugar desagradable es, curiosamente, la más terrible. Uno tendría que alegrarse de dejarlo, pero está demasiado aplastado por el peso de esta ciudad, todas las horas tontas, aburridas, hueras de pensamientos que uno ha pasado aquí parece que ahora vuelven a apelotonarse y concentrarse en una sola. ¡Cuántas despedidas así llevo ya! Realmente no he encontrado satisfactoria ni una sola ciudad. Bakú me deparó un par de horas gratas, otro par Odesa. Pero éstas son las dos únicas ciudades que me han recordado, si bien muy de lejos, a Europa.
Ahora, mi firme convicción es que la Revolución rusa no constituye, en lo social, más que un progreso, y en lo cultural —en un sentido más profundo— ni siquiera un progreso. Esta Revolución es también específicamente rusa, es decir, que no presenta —si exceptuamos un par de signos baratos, visibles a los analfabetos— ningún signo de lo que podría ser una revolución proletaria universal. Es un estallido nacional específicamente ruso, nacional como Catalina II y Pedro el Grande, como Asev, el traidor, y como aquellos nobles terroristas con su conmovedor espíritu de sacrificio; es nacional como lo es Pleve, como Lenin, como multitud de hombres y cabezas que han hecho la Revolución y la reacción, que han sido hechos por ella. El proletariado ruso es profundamente distinto del proletariado de otros países, no es internacional, no es urbano, no es la segunda, tercera o, en el mejor de los casos, quinta generación con antepasados del campo, sino que es campesino. Es ingenuo, por consiguiente, y con él se pueden poner en marcha muchas cosas; su forma de discurrir no es complicada: lo que no es recto no le parece, por ejemplo, curvo, sino falso. Todo lazo se convierte, para él, en una red.
Dos pares de calcetines son más calientes que unas botas de fieltro. ¡Vaya experiencias tiene uno!
Miércoles, 13, Járkov.
Jamás olvidaré esta obtusa y miserable ciudad, cuyos habitantes no solo son estúpidos provincianos, sino además malvados, hostiles; ese portero con su ojo de cristal oscilando allí desde las 9.50 hasta las 11.50, ese comisionista, el portero que viene luego a decirme que solo está de servicio hasta las nueve de la noche, esa procesión de iconos, qué terriblemente tonto: nunca más el znayú del viejo campesino ni la frescura o el enojo del joven cochero.
Hoy ópera. Don Quijote. Mediocridad. Provincia.
Jueves, 14, Járkov.
Dado que en los estados soviéticos se ha implantado una cierta proscripción del bourgeois, va surgiendo paulatinamente toda una clase de bandidos, salteadores de caminos, claro que civilizados, es decir, gorrones de la peor especie. Ni el proletario ni el «funcionario» ni tampoco el pequeñoburgués sufren estos atracos de bandidos, que se ejecutan a pleno día contra los miembros de la gran burguesía y los extranjeros. Crece un determinado tipo de proletario de lo más terrible: el lacayo que se ha quedado sin señor y cuyos instintos comienzan a desfogarse de un modo libre y homicida; este lacayo, por ser cobarde, no derrama sangre, naturalmente, pero constituye una especie de mendigo ladrón y, si no hay ningún objeto que robar a la vista, se hace traidor y denunciante. A mí me parece que ni siquiera una ordenación socialista del mundo acabará con el lacayo, pues el propio Dios crea lacayos y siervos. Y crea también a los señores para domarlos. Pero, al no haber ya señores, los lacayos no paran de callejear, como perros sin bozal, y muerden. Un día morderán incluso al proletario, si éste no se libera de su ingenua creencia en la bondad original de todos los hombres. Yo desearía que un alto «funcionario» comunista viniera alguna vez a una pequeña ciudad rusa. Que entrara en una tienda. Que se hospedara en un hotel sin mostrar sus credenciales.
Gracias a Dios, dejo Járkov dentro de tres horas. En Rusia uno puede convertirse en beato.
Martes, 26, Moscú.
Acabo de dejar Hamlet en mitad de la función, aunque el papel protagonista lo represente el magnífico Chéjov. Me resultaba imposible escuchar a Shakespeare en ruso, tenía continuamente en los oídos el admirable texto alemán. La traducción da la impresión de que es mala; o que esta lengua, que en el uso cotidiano suena tan melodiosa y, en cierto modo, tan poética, no puede tolerar ningún yambo de cinco pies. La multitud de sonidos silbantes perturba la austera línea de lo sublime, lo blando distorsiona completamente la claridad del texto, dura y simple.
Ayer vi a Nirúnov, ha dejado el establecimiento de las fotos. Historia de su mujer, hija de un general: la conoce en Petersburgo, la trae a Moscú, se casa con ella, un hijo; un ingeniero ruso-alemán, un especialista, la seduce con la promesa de matrimonio, ella se lo cuenta a su marido; éste la obliga a casarse con él, él pone pretextos, ella intenta envenenarse con ácido acético, el ingeniero le ofrece dinero, ella se niega a aceptarlo, él lo deposita en el banco de ella. Con todo, el ingeniero hace un casamiento de pura forma, para que ella tome el dinero. N. le alquila a ella y al hijo una habitación en el campo; ella le oculta el niño; él se queda con los muebles; la policía encuentra al niño.
Madre e hijo viven ahora en Petersburgo, en casa de la abuela.
Bábel prometió volver; no volvió, esto pasa muy a menudo.
Sin noticias de Kagan.
Hoy, en casa de Belosokski, ganso para comer.
Mañana a casa de Chorni.
Sábado, 6 de noviembre.
Nadie me escribe, vivo en una gran soledad. Ayer estuve en la fiesta del Kremlin. La sala de San Andrés, muy fastuosa, un palco para diplomáticos, un palco para periodistas; deprimente falta de formas entre los reunidos, discurso inaugural banal, discurso banal de Lunacharski. Cartas entregadas en la embajada, he escrito a Stark, y le he enviado los artículos. He hablado con Kassier Krüger. Me cuenta que el profesor Hösch se mostraba aquí muy sumiso. A los militaristas alemanes les agrada Rusia sobremanera.
Niemnov me cuenta de un antiguo hombre NEP que se ha divorciado para pagar alimentos, a fin de que la mujer no tenga que gastar mucho en su vivienda de Leningrado.
Esta tarde en casa de Schäffer.
Friedl no escribe nada.
Por la tarde: voy callejeando, muy perdido, de acá para allá, entre esta ahorrativa suntuosidad de iluminación. Escaparates rojos. Héroes en los artículos de consumo, Lenin en los tirantes de pantalón. Tienen un aspecto sumamente cómico.
Viernes, 12 de noviembre.
Aparte de un telegrama, ni rastro de Friedl. En quince días no ha escrito nada; o sea, no ha pensado en mí. Ayer, charla con la Kámeneva.
Imagen de espejo, periodismo, el corresponsal Rob. Ningún espejo. Valoración excesiva de los hechos y de las cifras. Hasta la señora Birsina, una comunista, piensa que Rusia camina en dirección a América. Hoy viene.
Esta semana, conversación con Radek.
Hoy, carta de Geisentegner, recogidas las fotos.