XVIII

La escuela y la juventud

En un país donde, según una estadística poco fiable pero nada exagerada, el setenta y cinco por ciento de la población era analfabeta, se precisaba enseñar a las masas a leer y a escribir. Ante esta tarea, material y cuantitativamente difícil de superar, la obligación de una administración escolar revolucionaria —probar y aplicar métodos de educación adecuados— pasaba, de golpe, a segundo plano. Todavía hoy, tras siete años en que innumerables experimentos han triunfado o fracasado, después de la introducción y el abandono de centenares de nuevos métodos y de millares de nuevos tipos de escuela, las autoridades de las escuelas rusas se encuentran aún inmersas en una encarnizada lucha contra el analfabetismo. Eso lo olvidan tanto los extranjeros que vienen a Rusia como los nativos a quienes se encomienda la misión de mostrar a éstos las nuevas escuelas y los nuevos resultados. De momento, la cuestión no es qué resultados ha obtenido la nueva metodología educativa en la Rusia soviética. La cuestión sigue siendo la misma: ¿cuántos analfabetos hay en la Rusia soviética?

La respuesta a esta pregunta, la gente la espera de la estadística. Por desgracia, ésta no solo es poco fiable, en general, en la nueva Rusia, sino que peca de optimista. Esta induce a la fantasía —a la que las cifras hablan de forma más persuasiva que las obras de arte— a cometer errores al sumar; sobre todo en un país como éste, donde la estadística apenas dispone de datos reales. A propósito de ello, quiero mencionar algo, que hasta ahora se ha pasado por alto tanto en Rusia como en Europa, y es que, desde 1910, en Rusia no se ha llevado a cabo ningún censo de la población. E incluso el de 1910 no fue nada fiable. Solo recientemente (de hecho, en 1926) se ha comenzado en Rusia un recuento de la población. Y ni siquiera el Partido Comunista sabe si se terminará alguna vez. Un censo demográfico, iniciado en 1922, no dio resultado. (En aquella ocasión, veinte campesinos de una región apartada se hicieron enterrar vivos para eludir su inclusión en el censo. Inmediatamente después de que el funcionario encargado del censo se personara allí, los campesinos fueron desenterrados. En la tumba murieron de asfixia cinco de ellos). Todavía hoy, en Rusia no se puede hacer llegar, como entre nosotros, un cuestionario a cada familia. Hay que enviar a los funcionarios casa por casa, haciéndoles contar, en el sentido más literal de la expresión, a la gente. ¿Adónde ha ido a parar la fiabilidad de todas las estadísticas realizadas allí hasta la fecha? ¿Cómo se puede saber en cuánto ha bajado el porcentaje de analfabetos, si se ignora por completo, el número de habitantes del país?

A ojo de buen cubero, ahora solo debe de haber un cincuenta por ciento de analfabetos. Esto nos da la medida del papel, relativamente pequeño, de las distintas reformas escolares. Esto nos da la medida de las inmensas dificultades que hay que afrontar: en primer lugar, la reputación del sector de la instrucción pública, que toma como base la agitación política, manda que, en este capítulo, se supere a todos los países europeos; en segundo lugar, se ha de alcanzar, al menos, el nivel educacional de Europa, respecto a la cual se lleva un retraso de cien años. Es posible llevar a cabo los más modernos experimentos educativos con un veinte por ciento de la población. Con el otro treinta por ciento se debe moderar el ritmo de la experimentación. Y la población restante ha de pasar primero por un laborioso aprendizaje del alfabeto.

Por tanto, lo primero que salta a la vista en Rusia no es que exista un sorprendente número de nuevas escuelas —a no ser que le lleven a uno de un sitio a otro para que observe algo así—, sino los cursos y más cursos de alfabetización que tienen lugar. (Esto no es un reproche, sino una alabanza). Han sido organizados por doquier: en las fábricas, en las residencias de trabajadores, en muchos sanatorios, en los centros de convalecencia, en las prisiones, en los cuarteles, en los clubes del campo, en los clubes de las ciudades. Todavía no se ha introducido la escolarización general obligatoria, en el sentido que tiene en Europa occidental. Sigue ocurriendo que únicamente el cincuenta por ciento de los niños campesinos en edad escolar acude a la escuela. Pero más importante que una aplicación rigurosa de la escolarización general obligatoria es la vigorosa ambición que se ha despertado, en general, en casi todos los adolescentes y los adultos, por saber leer y escribir. El alfabeto, la imprenta, el periódico y el libro han dejado de ser aquella temida o intimidatoria «obra del diablo» de la Rusia zarista. Las relaciones sociales se vuelven más complejas, e incluso dentro de los estrechos límites de la comunidad de una sola aldea la palabra hablada ya no es suficiente como medio exclusivo de comunicación. Más de la mitad del presupuesto dedicado a la educación e instrucción pública se gasta en la lucha contra el analfabetismo.

Junto a esto —pero solo en segundo plano— están también las nuevas instituciones educativas, los nuevos métodos de las escuelas, los nuevos experimentos —unos exitosos y otros fallidos—. Se han seguido tres tendencias fundamentales: en primer lugar, que la juventud se empape de la denominada «conciencia colectivista»; en segundo, que se forme para una actividad práctica en el marco de una comunidad que camina hacia el socialismo; en tercero, que se eduque en el laicismo, si no ya en la antireligiosidad.

Comprobamos cómo las tendencias de las reformas educativas son mucho más claras que la visión que hoy en día podamos tener del desarrollo histórico de la Revolución y del país ruso. Pero en este par de años lo que sí ha quedado patente es que ese desarrollo no transcurre siguiendo las directrices de un plan escolar bosquejado con toda claridad; que la tensión, ya existente de antemano, entre las dimensiones constitutivas de la vida y las teorías solo aparentemente adaptadas a ella, sigue aumentado conforme se va reduciendo el espacio intermedio que, por ley natural, se abre entre la intuición y la realidad; que se nota la diferencia entre el ritmo calculado y el ritmo luego producido; y que solo la cuantía de los experimentos no es una garantía de su éxito.

Pero es precisamente del éxito de lo que se trata. No preguntamos por el camino a recorrer, sino por la meta a alcanzar. No preguntamos por el comienzo, sino por el resultado. A nosotros nos interesa más el alumno que el profesor y la escuela, y nos parece más importante saber en qué se ha convertido aquél, más que el modo en que lo ha conseguido. En la Rusia soviética hay algunas escuelas modélicas que está permitido mostrar a todos los extranjeros; un sinnúmero de hermosos ideales pedagógicos expuestos a todo el mundo; un inmenso crecimiento cuantitativo de escuelas, de institutos, de alumnos, algo de lo que se está muy orgulloso; programas reproducidos por doquier y que son muy representativos. Yo me limito a repetir aquí lo que cualquiera puede encontrar, y acaso haya ya encontrado, en multitud de revistas:

En Rusia no existen «escuelas de primaria» y «escuelas de secundaria», sino la así llamada escuela unitaria. Esta presenta dos secciones fundamentales: la primera para niños de tres a siete años, con jardines de infancia, parques con juegos y aulas de enseñanza; la segunda está dividida, a su vez, en dos subsecciones: un ciclo de cultura general de cuatro años y un ciclo quinquenal de «orientación práctica». Este último ciclo quinquenal se vuelve a dividir en dos subsecciones: durante los tres primeros años, el alumno se prepara, teórica y prácticamente, para una profesión; en los dos últimos, profundizará en su cultura general y, al mismo tiempo, preparará su profesión futura de una forma aún más concreta y estricta. Para trabajadores y aprendices existe la llamada «formación técnico-profesional», que comprende: a) un curso de cuatro años de duración de grado medio en lo técnico-profesional y, b) un «curso de especialización en un instituto de enseñanzas técnicas», igualmente de cuatro años. Hay distintas «escuelas técnicas»: mecánicas, económico-comerciales, artísticas, de artes y oficios, electrónicas, agrarias. La «cultura general» comprende los estudios de historia de la cultura, sociología, literatura, política, economía, etcétera. Hay 524 «escuelas técnicas superiores» de ese estilo, que no se corresponden, en absoluto, con nuestras universidades, sino más bien con nuestras escuelas de oficios. Además, en cada escuela de secundaria se han establecido las denominadas «facultades de trabajadores» (rab-fak) para trabajadores adultos. El curso de tres años de esa facultad debe capacitar al alumno para el acceso a los estudios universitarios.

Las «escuelas rurales» poseen unas características muy particulares, versión campesina de la escuela unitaria de primaria. Permanecen abiertas todo el año, incluso cuando una parte de los niños participan en los trabajos estivales. En verano, las lecciones tienen lugar al aire libre. No existen clases en el sentido antiguo. Los principales objetivos de la enseñanza son la lectura, la escritura, el cálculo, los conocimientos agrarios generales y la «gramática política», es decir, los conceptos políticos elementales. De una importancia especial son las fiestas y los días de vacaciones, hábilmente aprovechados con fines didácticos.

Lógicamente, las cuotas escolares son exiguas. Ascienden a un rublo al mes, si los padres ganan hasta cien rublos de ingresos; las cuotas aumentan, conforme se incrementan los ingresos hasta doce rublos mensuales. Los comerciantes y los «elementos improductivos» pagan, aproximadamente, veinticinco rublos mensuales. Los estudiantes universitarios sin recursos económicos reciben gratis cama, comida y treinta rublos al mes. Por ello, las nóminas de los profesores son muy bajas, y no superan los cien rublos mensuales. Se da un cierto numerus clausus, muy tímido y ya insostenible, según el cual el setenta por ciento de los estudiantes han de proceder del estamento obrero y campesino. Según la última estadística, solo el veintiséis por ciento de los estudiantes eran hijos de campesinos, y solo el veinticuatro por ciento hijos de obreros. El resto procedía del estamento de los empleados y de las familias de trabajadores intelectuales. Obviamente, en el caso de que amenace una sobresaturación —y saturadas están ya la mayor parte de las universidades rusas—, reciben un trato preferencial los obreros y campesinos, o bien sus hijos. La prole de los llamados «elementos improductivos» o de los nuevos burgueses ocupa un lugar difícil en las universidades rusas.

Hay setenta y una universidades (que trataremos en otro contexto), de las cuales solo dieciocho se corresponden con nuestro concepto de universidad; asimismo, hay diecinueve escuelas agrarias superiores, diez institutos pedagógicos y muchas otras escuelas superiores especiales.

Aproximadamente un seis por ciento de los profesores es comunista. En general, entre los maestros de las escuelas rurales el porcentaje de miembros del Partido es más alto que entre los maestros de áreas urbanas. Además, a los maestros rurales se les facilita mucho la vía de ingreso en el Partido. Entre los maestros de las escuelas urbanas la mayoría de los antiguos profesores de secundaria son conservadores, mientras que la mayoría de los nuevos profesores de primaria y de secundaria son filosoviéticos. Entre los profesores de las escuelas superiores son relativamente pocos los que comulgan con el nuevo orden de cosas. La mayoría permanece en el terreno neutral de la ciencia, evitando escrupulosamente el discurso político y, como administradores del patrimonio científico que se trata de dejar en herencia, gozan de cierta consideración. Se mantiene a los profesores como si fuesen valores de museo, aun cuando representen una clara y hasta tendenciosa reminiscencia, si bien pasiva, de otras épocas. Esto forma parte de las tácitas condiciones de armisticio que se han ido constituyendo en el transcurso de los años y que, en general, se conservan en la actualidad. Por lo demás, hay también profesores universitarios que son comunistas, y a muchos de ellos (de una manera sincera o diplomática) se les considera «simpatizantes», que es como se llama aquí a quienes mantienen una benévola neutralidad.

Lo peor de las estadísticas rusas es que prefieren los llamados «hechos desnudos» a los resultados ocultos.

Una casualidad me condujo a Leningrado y una conferencia en la que se presentaba un informe sobre las pruebas psicotécnicas de los candidatos al ingreso en algunas escuelas superiores de esa ciudad. La conferencia no iba destinada a personas como yo, sino únicamente a médicos y pedagogos. El descuido de un portero que no preguntaba por las credenciales de la gente me permitió conocer los sorprendentes resultados de una prueba psicotécnica llevada a cabo por el conferenciante, un científico serio y un catedrático amigo, ciertamente, del Gobierno soviético.

El profesor contaba que había pedido a alumnos que terminaban sus estudios en la escuela de secundaria (en Rusia, los cursos superiores de la escuela unitaria), es decir, a jóvenes que aspiraban a ingresar en las universidades, que construyesen una sencilla frase cuyos componentes conceptuales más importantes se les habían facilitado de antemano. Se trataba, en definitiva, de formar una frase sirviéndose de tres conceptos; por ejemplo: papel, lápiz, escribir. Y lo que ocurrió, curiosamente, fue que ochenta de cada cien alumnos fracasaron totalmente; que algunos construyeron la frase pero con errores gramaticales, por ejemplo: «Yo escribo del lápiz en el papel». (Debemos tener presente que, en ruso, cada caso cambia la terminación del sustantivo declinado, de manera que es más fácil que se cuelen errores gramaticales mientras que en alemán el artículo hace difícil estos errores). Solo unos pocos pudieron construir una frase irreprochable.

También en Leningrado se constató que los mejores progresos los protagonizaban los alumnos que vivían en el centro urbano, siendo, en cambio, más lento el progreso de quienes vivían en la periferia. Eso quiere decir que los alumnos burgueses aprenden con más facilidad que los proletarios. La odiosa alegría con que la burguesía rusa acoge esta noticia y otras similares no solo está injustificada, sino que es prematura. Pues es natural que el retoño de una vieja familia de funcionarios e intelectuales se encuentre, al nacer, con el regalo de un mayor facilidad de comprensión que el vástago de campesinos y obreros. Esto, con el tiempo, se atenuará. Pero cuando se piensa en la crónica tendencia oficial del Gobierno y de las autoridades escolares a facilitar el acceso a los estudios a los hijos de proletarios y dificultarlo a los hijos de burgueses se olvida la provisionalidad de tales resultados; y lo mismo ocurre cuando se piensa en la proclividad programática de las autoridades competentes a infravalorar los talentos específicamente «burgueses» tales como la facilidad de comprensión, la rapidez de inteligencia, la capacidad de asociación, frente al rectilíneo, sencillo y, ciertamente, noble y heroico sentido comunitario de individuos más simples. Y luego se llega a la conclusión que, a la larga, educar a la gente en el «colectivismo» impide la formación de una persona que realmente sepa, es decir, que sea libre. Opinión esta que van adoptando, poco a poco, hasta las autoridades escolares rusas. Y cuanto mayor es el número de experimentos fracasados, tanto más cuidadosamente se vuelve a echar mano de antiguos métodos y principios formativos. Por consiguiente, no es posible aventurar un juicio definitivo. Todos los resultados son provisionales.

Provisionales son también, por suerte, los resultados negativos; por ejemplo, los anteriormente mencionados de las pruebas psicotécnicas realizadas en Leningrado. Por lo demás, solo a primera vista parecen tan sorprendentes. Pues lo que demuestran no es la insuperable idiotez de aquellos candidatos al ingreso en la universidad, sino únicamente la unilateralidad de su formación. Es probable que el mismo joven que es incapaz de construir una frase sencilla pueda dirigir una asamblea, elaborar un estado de cuentas, citar de memoria, o incluso escribir alguno de esos artículos de periódico hoy en día tan usuales, pues todos los elementos constitutivos de un artículo periodístico, de una charla o de un informe ya están allí, listos para ser utilizados: las frases, la visión del mundo, los argumentos, se guardan en latas de conserva, no se necesita cocer nada, no se necesita preparar nada. Seguro que ese mismo joven sabe qué es un explotador y qué un explotado, socialización y reacción política, qué significa «ideología burguesa» y qué la huelga de los mineros ingleses. Pero lo que no puede hacer, justamente, es una frase, pues no ha sido educado para combinar. Se le ha extraído de raíz el hábito, natural en el espíritu humano, de unir lo que tiene que ver entre sí eliminando lo extraño. Se le ha nutrido con un conjunto sólido, forjado para durar eternamente, de pensamientos y palabras, y se le ha privado de la fructífera fatiga de elaborar una síntesis y un análisis autónomos. Además, por miedo a la «filología», sospechosa en Rusia de burguesa, se le ha alejado del lenguaje, de la palabra, de la lógica de la gramática, en aras de la lógica, más simple, del «hecho» y de la máquina, en aras de la estructura, más robusta, del mecanismo y de las formas de sociedad humana. No es la ignorancia filológica la que aquí se venga, sino el alejamiento, artificial, si bien tampoco intencionado, del lenguaje, cuyas leyes encierran la lógica primigenia, profunda, fundamental, del espíritu humano. Por miedo al «humanismo», se ha privado al alumno de toda «humanidad», en sentido intelectual (no en sentido ético), se le ha privado de los talentos naturales de la humanidad. Se le ha educado para ser «miembro de la comunidad» y como «especialista», para ser un crédulo optimista y un fanático tanto de la «realidad» como de la expresión de la misma, o sea, de la estadística. Resulta grotesco que un universitario, mientras hablaba conmigo de una «comunicación», se detuviera de pronto, dudara y recapacitara un momento, para luego preguntarme, con toda decisión: «¿Sabe usted qué significa eso: comunicación?». Cree, el pobre, que comunicación es una de esa multitud de nuevas palabras rusas.

No quisiera valorar más de la cuenta la importancia de confidencias escuchadas al azar. No considero representativos los resultados de las pruebas psicotécnicas de Leningrado. No hacen sino explicar el momentáneo estado de la cuestión. Unicamente ponen de manifiesto que, provisionalmente, los nuevos métodos empleados en la Rusia soviética no cumplen las expectativas. La situación no es crónica, sino aguda. Es teóricamente posible que los sistemas educativos de Rusia consigan también mejores resultados y faciliten una formación más perfecta.

El joven ruso es komsomol, es decir: no solo ha de desfilar, tamborilear, organizar y dirigir, sino que ha de empaparse de «ideología», ser todo un «ciudadano del Estado»; tiene que aconsejar en las «comisiones» qué se debe hacer la próxima semana, tiene que convocar asambleas en la que «se redactan resoluciones» —«en contra» o «a favor» de un maestro, de un libro, de una representación teatral—, tiene que informar a un periódico, tiene que tomar a su cargo, junto con su clase, un «patronato» para una aldea, para una fábrica, para niños sin techo. Uno no puede ni sospechar lo difícil que resulta ser un «ciudadano del Estado». Hay que ir a las fábricas para conocer allí «la vida», pues, naturalmente, la «vida» es como una «rueda que gira», y la intensidad de la vida se mide por el número de «chimeneas humeantes».

Por lo que respecta a los llamados «deberes escolares y domésticos», ya no se escribe, por ejemplo, sobre el contenido de un libro de lecturas cursi, como hacíamos nosotros, sino sobre el contenido de ese artículo, horriblemente malo de Izvestia sobre tractores, en el que la utilidad que pueda tener el conocimiento de los tractores queda ampliamente suprimida por el daño que causa un texto periodístico huero, plagado de fraseología, cautivo y de décima mano. Ya no se aprenden las fechas en que vivieron los reyes o tuvieron lugar las guerras, sino los datos estadísticos de la agricultura, del comercio y de la industria de los estados europeos y americanos, se dibujan unas columnas largas, otras menos largas y otras cortas con tinta verde, azul y roja —en cada columna una cifra marcada con tinta negra— y se sabe, de este modo, a cuánto ascienden los rendimientos de las cosechas en Alemania, Inglaterra o Francia. Pero las fechas históricas correctas que nosotros aprendíamos no eran un material tan muerto como las cifras estadísticas, solo relativamente correctas, que en Rusia están tan muertas como lo estaban nuestros reyes. Un mal periódico está más muerto que cualquier enmohecido libro de lecturas, y la «actualidad» no depende del siglo en que algo ocurre, sino de la importancia que tenga hoy un acontecimiento para nosotros. Es absolutamente falso y tonto explicar, por ejemplo, las Cruzadas como la consecuencia de los afanes expansionistas de los mercaderes medievales italianos, la bourgeoisie de aquel tiempo, suscitando con ello en el alumno la representación de que los caballeros cruzados fueron algo así como el alto mando de los ejércitos modernos, y que derramaron su sangre para «abrir nuevos mercados». Los faraones no fueron exactamente «patronos», ni los oprimidos hijos de Israel un «proletariado explotado». El acuartelamiento obligatorio de la historia en virtud de un «paralelismo» arbitrariamente construido, no funciona. Ni la inyección de un optimismo banal, teñido de proletarismo, pero que, en esencia, es el mismo que hace estragos en América y que genera esa filosofía de pastores evangélicos sobre el «sinsentido del morir». Es burgués, y no revolucionario, subestimar el valor del sentimiento, como es burgués el sobreestimarlo. El miedo al «sentimentalismo» es tan reaccionario como el propio sentimentalismo. Se educa hacia la libertad mediante el trabajo y el saber, no trasponiendo la idea del boy scout a la idea roja de los pioneros, y en modo alguno con ese sempiterno ejercitarse en fórmulas ideológicas muertas y liturgias de asambleas. En la actualidad, no se trata únicamente de formar fieles «ciudadanos del Estado», virtuosos especialistas y sanos proletarios normales y corrientes, sino personas con órganos y capacidades armoniosamente desarrolladas. La escuela rusa, tal como es hoy, da una formación unilateral y —lo que es aún peor— una formación a medias.

Hasta hace poco tiempo, una persona que hubiera asistido durante tres años a una facultad de trabajadores podía ingresar en la universidad. Ahora se hacen pruebas. Hasta hace poco, los obreros recibían una komandirovka universitaria, les enviaban a la universidad para una formación superior. Ahora que se han introducido las pruebas selectivas, se ha extendido rápidamente el convencimiento de que para el estudio se requieren unas condiciones previas totalmente distintas de, por ejemplo, un buen credo político y un cierto grado de inteligencia. Las escuelas superiores se van llenando de nuevo, poco a poco, con los hijos de la burguesía —la grande, la pequeña, la antigua, la nueva—. Claro que, en las estadísticas, figuran como hijos de «empleados» (slúzhaschie) y «dependientes». Pero hay que estar aquí en Rusia para saber que, antes de la Revolución, el ochenta por ciento de esos «empleados» eran comerciantes, terratenientes, funcionarios, oficiales, banqueros, directores de grandes empresas y profesionales liberales.

Aún no hace mucho un joven manifiestamente bourgeois, es decir, uno que no tenía el carnet de komsomol, debía apresurarse a hacer de aprendiz de herrero o sastre para poder acceder, así, mediante el rodeo de «aprendiz» u «obrero», a una escuela superior. ¿Cuál fue la consecuencia? La doble superioridad del bourgeois dotado, que había aprendido también, además, un oficio. Un hijo de comerciante o profesor no había adoptado ninguna «psicología de obrero». Y mucho menos aún los hijos de burgueses apuntados en las organizaciones de pioneros y del Komsomol. Saben muy bien lo que significa ser komsomol y que, en Rusia, facilita mucho la carrera el hecho de desfilar como es debido los domingos, aprenderse manifiestos, memorizar artículos de periódico y, finalmente, colarse un día por la estrecha puerta del Partido. Por consiguiente, marchan en formación, se plantan ante la puerta del Partido, esperan pacientemente, y uno tendría que ser un vidente extraordinariamente dotado para reconocer quién desfila el domingo llevado por un egocéntrico deseo de impresionar y quién lo hace por idealismo. En nuestras escuelas era fácil distinguir enseguida a los idealistas de los hipócritas. Aquéllos eran revolucionarios aunque les amenazara un peligro. Éstos eran pequeños Tartufos, y exhibían una marcada «conducta moral». Pero dado que en Rusia los sentimientos revolucionarios ya no entrañan ningún peligro, sino, que por el contrario, prometen distinciones, y dado que el ingreso en el Partido depende de la «conducta moral», potenciada mediante la participación en marchas y asambleas, ¿cómo se reconoce al revolucionario? Éste se asemeja sospechosamente a Tartufo, pero no tiene en la mano un libro de oraciones y un rosario, sino que porta una insignia y una bandera.

¿Qué es, pues, pequeñoburgués en nuestro libro de lecturas, en nuestra escuela, en nuestra educación? La estrechez del campo de visión y, en menor grado, lo que haya en ese campo visual; más que su contenido, la monotonía de la enseñanza; más que la sustancia del ideal, la forma del ideal. K incluso si lo pequeñoburgués hubiera sido el contenido del campo visual, de la enseñanza, del ideal, ¿con cuánta más urgencia no se precisan nuevos caminos para las nuevas metas? Pero el desprecio del comunismo oficial por la forma, la indumentaria, el camino, un desprecio injusto, miope, en el fondo reaccionario, genera la creencia de que se puede impunemente verter el vino nuevo en odres viejos. El comunismo oficial niega la unidad natural que existe entre el cuerpo y la piel, la materia y la vestimenta; califica esa unidad de «burguesa» y considera revolucionario despreciar la forma, es más, ni siquiera la percibe. La consecuencia de todo ello es que empaqueta las nuevas ideas con el lenguaje de ese mundo mediocre y burgués que precisamente pretendía reducir a escombros y que, más que destruir, ha heredado. Con un primitivismo sin límites, ha creído que, para conseguir los nuevos fines, hacía bien empleando aquella fraseología ancestral, gastada ya, barata. Pues no tiene oído alguno para el mísero sonido de lo «externo», e incluso, si puede, se tapa los oídos. ¡Con marchas como las que acompañaron hasta el final al emperador y al imperio es imposible ir hacia la revolución mundial! No se puede educar a los pioneros de la revolución con los mismos métodos que a los integrantes de las ligas de la juventud patriótica, no se les puede dar a leer poemas malos en los que se sustituye lealtad al rey por la fidelidad a la revolución, no se puede hablar del proletariado con idéntico tono al empleado al hablar de la vieja «patria» o de los «sacros bienes de la nación»; una «sentencia pía» sigue siendo siempre igual de mentirosa, no importa si nos cuenta que a quien madruga Dios le ayuda, o que el capitalismo de Occidente yace agonizante. Resulta estúpido y suicida hacer sonar cada día ante los alumnos, desoyendo la voz de la vida, el disco de gramófono con la canción de la cercana victoria de la revolución mundial, de Rusia como el país del futuro o del potente descenso del analfabetismo. Se da a los niños y jóvenes rusos una visión inmóvil de las cosas de su país, de su clase, de su época, mientras que precisamente estas cosas se están transformando con una increíble celeridad. Se falsifica lo visiblemente relativo y se presenta como absoluto. Se les muestra como resultado lo que por ahora es solo un experimento. Aquello que Rusia intenta por primera vez se le sirve a la joven generación como si estuviera ya demostrado. El escolar ruso entra en la vida con la misma falta de preparación que nosotros. La vida rusa está tan alejada de la escuela como en nuestra época la verdad lo estaba del sentimentalismo con que nos alimentaban. Un busto ramplón de Lenin en el aula es exactamente igual de nocivo que una oleografía ramplona del emperador. Es el paño y no el color lo que desencadena el efecto de la bandera, y no nos podemos fiar solamente de la diferencia de colores. ¿Qué hacía, si no, tan cómicas a nuestras escuelas de cadetes? La representación banal del espíritu de un cuerpo. En Rusia, la mayoría de las escuelas son escuelas de cadetes. ¡No estaría nada mal educar, en vez de en el espíritu corporativo, en el espíritu de clase! Pero la representación ha sido copiada de la escuela de cadetes. Se confunde el colectivismo con la uniformidad; se educa, es verdad, en un idealismo, pero en un idealismo que cuesta poco y puede reportar muchos beneficios; en una entrega a la causa que, según todas las previsiones, será recompensada. Se educa en la entrega a un «ideal» que cuelga de la pared dentro de un marco burgués, como es debido, por encima de la pizarra del aula, no ya con la inscripción: «¡Con Dios, por el rey y la patria!», sino justamente con lo contrario: «¡Sin Dios, por la “ideología”! Por el proletariado, por la industrialización, contra la filología y el “romanticismo”». Para familiarizar completamente al alumno con la «realidad del día», se le hace leer artículos de periódico cuya ortodoxa falsificación de los hechos aleja a un joven mil veces más de la realidad que la aplicada lectura de los dramas de Esquilo. Se teme al individualismo crítico como a una enfermedad contagiosa, por lo que se mete al joven en una comunidad ficticia, se le deja enraizar en una construcción imaginaria, despertando en él la creencia en poderes inexistentes, en victorias nunca alcanzadas, en derrotas nunca sufridas. Se le enseña a montar una máquina y a trabajar con sus manos, y se cree que, con ello, se le ha convertido en una persona «práctica». Pero un ser humano que nunca en su vida haya visto una fábrica y que estudie a Platón puede —aunque no tenga que ser necesariamente así— abordar y contemplar la vida de una forma mil veces más práctica que un estudiante que haya analizado a fondo lo que es un «puño calloso», ya que uno es práctico si ha aprendido a ser crítico, y muy poco práctico si ha sido adiestrado en creer con un optimismo americano, desprevenido, banal. Se trata de un couéisme[8] aplicado a la política y a la educación. A lo largo y a lo ancho de Rusia se dice, todas las mañanas: «Cada día que pasa me va mejor y mejor».

No obstante, sería falso e injusto silenciar los efectos positivos que ha comportado en Rusia la ruptura del principio de autoridad basado en la edad. El hecho de que haya sido suprimido el sistema de formación de reclutas, de que el alumno pueda juzgar sobre el maestro y sobre lo que enseña, de que el joven haya dejado de ser menos persona solo porque cuenta menos años, de que canosas cabezas de chorlito puedan ser llamadas «cabezas de chorlito» incluso por imberbes, lleva, claro está, a excesos, a actitudes infundadamente impertinentes, a arrogancias majestuosas por parte de algún mocoso, pero también significa una apertura a nuevas posibilidades, una liberación de fuerzas e instintos críticos hasta ahora reprimidos. Significa, asimismo, que la crítica de la juventud afectará, dentro de algunos años, justamente a aquellas deidades a las que ahora tiene que venerar cada día. Si, esta crítica ya comienza a desarrollarse hoy. Actualmente hay alumnos que se sublevan contra esas banalidades eternamente repetidas, contra los discursos oficiales de las fiestas escolares, contra lo kitsch de esas patéticas glorificaciones de ciertos libros, contra la unilateralidad de esa visión decretada del mundo. No hacen sino utilizar explícitamente el derecho que tienen a una libertad de expresión de la propia opinión. Después de surgir otra vez alumnos aventajados de la ideología comunista, de nuevo hay una rebelión contra la nueva mediocridad. Es un mérito de la Revolución el que a estos rebeldes les esté permitido protestar contra los actuales gestores de la Revolución con más libertad de la que podíamos tener nosotros en nuestras escuelas. Y esta crítica liberada es la que constituye el futuro de Rusia y de la Revolución, más que los millones de komsomols, ordenados, dóciles y crédulos.

Frankfurter Zeitung, 18-19 de enero de 1927