XVII

Opinión pública, periódicos, censura

Constituye la esencia de una dictadura reaccionaria (por ejemplo, la de Mussolini) que «prohíba». Pertenece a la esencia de la dictadura proletaria de Rusia el que (en la actualidad) dicte más que prohíba, eduque más que castigue, opere de un modo más profiláctico que policial. Acaso por ello —y porque, sencillamente, en la Rusia anterior a la Revolución no existía una difusión de la opinión pública—, la censura comunista refrena en este país al intelectual, al artista, al filósofo, al escritor. En cambio, a las masas las educa para que, por primera vez, hagan un uso práctico de su derecho a opinar. El periódico está al servicio de la censura: no reprimiendo la verdad, sino propagando lo que quiere la censura. «Lo que quiere la censura» es como decir: «Lo que quiere el Gobierno». El periódico funciona como el órgano de la censura porque es el órgano del Gobierno. El propio censor podría redactarlo. En consecuencia, el periódico goza también de una cierta libertad de opinión. El censor y el periodista se asientan ambos (real o supuestamente) en una misma visión del mundo. Al menos, no transgreden la religión de Estado que en este Estado de ateos representa la ideología comunista. Quien se confiese partidario de ella o, al menos, la contemple con simpatía tiene derecho a la crítica, que nunca, claro está, puede saltarse el marco establecido.

Y nunca se lo salta. ¿Por qué?

Fijémonos en la multitud de cartas que los lectores envían a los periódicos rusos. Estos abren gustosamente sus columnas a la crítica. En ningún país del mundo se critica tanto públicamente. E incluso se critica con acritud. No se ahorran reproches ni insultos, ataques y quejas públicas. Y, sin embargo, esa acritud nunca es peligrosa para el Estado, nunca resulta peligrosa para la ideología estatal. ¿Por qué razón? Pues porque el Estado, la censura y sus órganos educan tanto a los periódicos como a las masas para la crítica, e incluso dan ellos mismos las consignas y, en cierto modo, trazan las líneas maestras de la opinión pública del par de meses siguientes. Resulta un deporte de pesca intelectual bastante sabio, muy en consonancia con la política de Estado. El anzuelo con la carnaza de las «irregularidades» es lanzado desde arriba, y las masas, hambrientas de crítica, van picando. A mí me parece que el Gobierno soviético es el único que ha reconocido en la crítica un impulso natural del ser humano y de las masas. Y se ha apresurado a poner éste a su servicio fomentándolo y dirigiéndolo él mismo. Su método se justifica —incluso desde una perspectiva de objetividad histórica— porque las masas rusas necesitan todavía de una intervención de este género, ya que, sin esta dirección desde arriba, no se habrían empezado, ni con mucho, a formar una «opinión pública». No hace falta decir que esta sabia salida resulta también un espléndido medio de propaganda para el Estado soviético, y que cualquier reproche dirigido a la represión de la crítica puede ser refutado con una simple referencia a los periódicos.

Uno tiene que vivir en Rusia y haber oído de unos pocos una (muy rara) crítica de viva voz y en privado para percatarse de cuál es la diferencia entre la opinión pública impresa, evidente para todos, y la libertad de opinión de otro país con más cultura. La crítica pública, en voz alta y fiel al Estado, es una crítica hecha de lemas, consignas, tópicos. La «opinión pública» reconocible en la Rusia actual no es la potencia, sino la formidable suma de los ecos de una formulación pregonada a las masas. El oído experto distingue en el eco al autor del pregón. El autor del pregón está arriba.

De ahí esa llamativa frecuencia de definiciones fijas y acabadas, listas para la impresión, sopesadas casi hasta en lo tipográfico, sobre las «irregularidades públicas». Cada dos meses aparece una definición distinta. Se invierte el desarrollo natural de la cosas: mientras que, entre nosotros, en todos los países occidentales, la crítica empieza primero a moverse, luego se va acumulando y, finalmente, reúne en una formulación contundente toda su fuerza para abrirse paso con ella, en la Rusia soviética lo que primero aparece es la consigna; ésta se va multiplicando, y después penetra entre las masas, para acabar, por fin, suscitando la crítica.

Así pues, en Rusia vemos plasmado el primitivo estadio inicial de lo que es una opinión pública instruida y alimentada desde arriba. Los lemas rezan, según el momento y la necesidad: «¡Despreciad a los traidores!», «¡Fuera los gamberros!», «¡Guerra a los parásitos!», «¡A la picota con los vendidos!», «¡Muerte a la anarquía!». La fuerte inclinación de los teóricos comunistas a formulaciones populares apoya este método de dictado de opinión. Tan solo de los escritos de Lenin es posible extraer ya un sinnúmero de consignas de gran efecto acústico. Éstas se proyectan en las pantallas de cine, en las columnas de los periódicos, en las pancartas: «La industrialización es el cimiento del Estado socialista». «Nosotros estamos construyendo el socialismo». Estas frases y otras se repiten hasta la saciedad, se cambian resoluciones, se crean otras nuevas, nacen invocaciones en los congresos del Partido. Poco a poco, el lema se va aferrando al cerebro y sustituye al argumento. Surge una uniformidad, no tanto de posturas como en el modo de considerar las cosas. En cientos de discusiones con jóvenes, trabajadores, estudiantes, funcionarios, e incluso con niños sin techo (los cuales seguro que no leen ningún folleto) he constatado que los más diversos individuos, profesionales, naturalezas, espíritus, que los melancólicos, los sanguíneos, los proletarios y los pequeñoburgueses, los hombres de talento, los tontos y los más sensatos, que toda esta gente replicaba literalmente lo mismo a mis objeciones, de manera que, tras las primeras respuestas, ya me sabía de memoria todo el transcurso de la conversación. A veces escuché repeticiones, al pie de la letra, de artículos periodísticos recién aparecidos. Por consiguiente, me fui paulatinamente acostumbrando a valorar a las personas en Rusia no según sus cualidades intelectuales, sino conforme a las fuentes de sus argumentos. Esto sigue siendo hoy en día más característico que, por ejemplo, las diferencias individuales de talento. Surge una nivelación general, un paisaje psíquico sumamente sencillo con un par de claras señales orientadoras. Hay una forma de pensar oficial y una dialéctica aprobada que permiten, incluso a los menos inteligentes, contestar a preguntas complicadas, si no certeramente y con precisión, sí, al menos, generalizando. Y quien no haya aún aprendido a diferenciar entre la argumentación y la retórica, ni entre una garganta y un gramófono, quedará sorprendido de la capacidad de réplica del hombre medio.

Cuanto más se leen los periódicos, más crece el respeto que despierta esa potente movilización de plumas, de máquinas de escribir, de citas, y la mecanización de los cerebros. No son los periodistas profesionales quienes hacen los periódicos, sino una serie de buenos gestores de la ideología ayudados por sus peones. En las publicaciones periódicas rusas, eso que se llama el «minucioso trabajo periodístico» —el armazón, propiamente dicho, del periódico— resulta primitivo, diletante y torpe: el informe del día y su reflejo, la desnuda y dramática fábula de la vida. De las seis páginas de un periódico, tres van dedicadas, la mayoría de las veces, a resoluciones y a informes de conferencias y de asambleas. Los días en que tiene lugar la conferencia del Partido apenas queda una página para noticias políticas importantes y de cualquier otro tipo procedentes del extranjero. A ello se suman los artículos de carácter obligatorio —por muy anticuados y banales que sean— salidos de la pluma de esta o aquella eminencia del Partido, que tienen que ser publicados. En cambio, hay artículos que no deben ser escritos, como, por ejemplo, los del único periodista importante del Partido: Karl Radek. Sobre el gran incendio declarado en uno de los mayores estudios cinematográficos estatales de Moscú, los diarios moscovitas informan con un retraso de día y medio. No es la minimización del «suceso» lo que lleva a esta omisión que supone una transgresión del deber periodístico, sino el tremendo desprecio por la vida real, diaria, de carne y hueso, que se manifiesta en una indiferencia por los hechos del día, así como la tremenda sobrevaloración de esa didáctica de conferencia, retórica, casi ya gárrula, plena de fraseología barata, del «debate» anémico, que, además, todavía se figura ser algo vivo porque parte de datos, cifras y hechos. Uno entra en una sala, cierra hasta las contraventanas, enciende la luz artificial, coge los informes, adapta su contenido a la teoría o (según los casos) la teoría al contenido del informe, y cree estar a pleno día, mientras que afuera, frente a las ventanas cerradas, el día vigoroso sigue su curso. Y el periódico informa sobre lo transcurrido entre esas cuatro paredes.

Se hila muy fino en el mantenimiento de la «autenticidad». Todo lo que se publica se obtiene de lo que se llama «primera mano». En las fábricas hay corresponsales de los trabajadores; en las aldeas, corresponsales de los aldeanos; en las escuelas, corresponsales de los escolares. En cierto modo, el lector se hace él mismo su periódico. Las secciones de «Cartas de los lectores» o «Relato del testigo casual» ascienden a la categoría de informes de peritos. Cada uno es periodista de sí mismo. Esta educación, orientada a cooperar en la elaboración del periódico, es de una enorme importancia, y, algún día, la prensa de todos los países tendrá que aprender de este experimento que hace, por primera vez, la Rusia soviética. Pero la prensa soviética se da por satisfecha con esa forma privada de autenticidad, y, por ello, el «informe periodístico» no tiene más valor que un primitivo «relato testimonial». El sistema de las corresponsalías de los lectores induce a la falsa convicción, tanto a la redacción como a la política dirigente, de que ambas están bien enteradas de todo. ¿De dónde surge ese conocimiento? ¡Lo ha dicho el lector mismo! (el corresponsal de éstos, el corresponsal de aquéllos, etcétera). ¿No sabe aún esta joven prensa, no sabe aún este joven Gobierno, que para tener un reflejo de la vida se precisa de espejos? ¿Que en modo alguno puede usarse como espejo un objeto cualquiera, una tetera, una azada o un cuchillo de cortar carne? Es imposible físicamente fotografiarse a sí mismo, el objeto no puede verse a sí mismo a través del objetivo. Por ello, en los periódicos rusos casi todos los hechos son ciertos y casi todos los relatos falsos; confesiones pero ninguna explicación; informaciones pero ninguna idea. Ésta es la razón por la que el periodista extranjero que abra los ojos sabe más de Rusia que su colega nativo.

El periodista extranjero (como todo extranjero) es objeto, por cierto, de una especial atención por parte de la prensa rusa. Viene un entrevistador. ¡Qué acontecimiento tan importante! ¡Ahí tenemos un extranjero! Se hacen un poco la ilusión de estar en América. La mayoría de los extranjeros se sienten intensamente adulados. El burgués vicedirector de una caja de ahorros de Europa occidental, que en su tierra no es más que un buen jugador de cartas en la mesa de su peña, en el país de la más grande Revolución ve impreso su nombre en gruesos trazos. Ha llegado él. Él es el invitado a dar conferencias sobre cómo llevar los libros de las cajas de ahorros. Al día siguiente, aparece en el periódico. Recibe un carnet especial para visitar el Kremlin. A uno de los dirigentes del Partido Nacional Alemán —entre nosotros no más que un estimado parlamentario y un profesor decente— se le agasaja en Rusia con una velada especial con cerveza en su honor, cosa que probablemente sea una referencia respetuosa, especialmente simbólica, al pensamiento nacional alemán. Es más, incluso hasta a mí, capaz yo mismo, en cierto modo, de «hacer entrevistas», se acercó algún que otro entrevistador, trayendo a la Rusia estupefacta la noticia de que un tal señor Joseph Roth había llegado —¡aunque él hiciera constar expresamente que no era ningún conservador y que no tenía relación alguna con el Partido Nacional Alemán…!

Se ve lo que le falta a la prensa rusa: la independencia del Gobierno, la dependencia del lector, así como el conocimiento del mundo. La consideración hacia el lector hace al periodismo fértil. La consideración hacia la censura hace a la prensa estéril. La observación del mundo libre de supuestos previos —lo que no quiere decir sin convicciones— hace de un artículo algo vivo y claro. Una contemplación del mundo cautiva de la ideología produce informes provincianos, estrechos de miras y, además, falsos. Y digo «provinciano» no como un concepto geográfico, sino como una determinada concepción del espíritu. Es indiferente si al horizonte lo limitan las cadenas de la estrechez o bien las de unos principios rígidos. E incluso desde el punto de vista de la prensa soviética resultaría más práctico conocer el mundo burgués contra el que se lucha y no extasiarse, como ocurre, cuando un señor del otro lado aterriza en Moscú.

Y no se aprende a conocer el mundo subiendo a una montaña y contemplándolo desde un punto de vista, sino caminando por él, recorriéndolo. En la Rusia soviética el mundo se ve desde lo alto de la torre que forman los escritos, reunidos y apilados, de Marx, Lenin y Bujarin…

Frankfurter Zeitung, 28 de diciembre de 1926