La ciudad se adentra en la aldea
La civilización del campesino ruso, la rehabilitación de su humanidad, la extirpación del terrateniente y de aquellos privilegiados cimbreadores de nagaikas[7], —todo ese grotesco sistema de esclavitud, de los «patriarcales» maestros de la férula—: he aquí los méritos más grandes, hasta ahora, en lo humano y en lo histórico, de la gran Revolución. El campesino ruso se ha emancipado para siempre. Hace su entrada, hermosa, roja y festiva, en las filas de la humanidad libre.
Sabemos que la diferencia entre ciudad y aldea no era tan grande en ningún otro país del mundo como en la Rusia zarista. El campesino estaba más alejado de la ciudad que de las estrellas. Por tanto, una de las preocupaciones más importantes de la Rusia revolucionaria fue ésta: ¿cómo llevar la ciudad al campesino? Ésta no debe contentarse con dejar en manos del desarrollo histórico y económico la proletarización del campesino. La ciudad se adentra, por así decirlo, voluntariamente, en la propia aldea. La «industrializa». La abastece de cultura, propaganda, civilización, revolución. Rebaja su propio nivel —cosa que se hace sentir en todos los ámbitos intelectuales de Rusia— para ser entendida por la aldea. El sueño romántico de la antigua intelligentsia revolucionaria, de los eslavófilos narodniki, había sido «introducirse en el pueblo», entre los campesinos pobres, para encender allí la «sublevación». ¡Qué distinta, qué racionalista, matemática, precisa y práctica aparece, en comparación, la revolución de la aldea llevada a cabo por los comunistas!
Es una de las tareas más arduas de la Revolución: agitar a los campesinos, pero no sin antes haber llevado a cabo todas las prestaciones civilizadoras que son obra del capitalismo. En cierto modo, la Revolución tiene que extender, en nombre del socialismo, la «cultura capitalista». Además, en un decenio ha de llevar a las masas campesinas rusas hasta el punto que el desarrollo capitalista de siglos ha conducido a las occidentales. Y, simultáneamente, debe sofocar toda inclinación hacia cualquier forma de «psicología burguesa» que en ellas pueda despertarse. Y dado que es difícil separar la «psicología» del objeto, el papel de la Revolución, a medida que avanza positivamente, se hace cada vez más complicado. ¿Cómo puede conciliarse el educar a esa gente en un uso capitalista-racional del patrimonio con educarla en el «sentimiento colectivista»? El mayor de los peligros se cierne aquí sobre la Revolución. ¿No trabaja ella, al fin y al cabo, aunque sin quererlo, por un aburguesamiento de lo primitivo? ¿No retrasa ella misma la obra del socialismo al tiempo que lo propaga? ¿No pierde demasiada energía en la labor civilizadora? ¿Le queda aún resuello suficiente para la etapa próxima, para el socialismo?
De momento, el primitivo aldeano confunde los términos «civilización» y «comunismo». Para empezar, el campesino ruso cree que la electricidad y la democracia, la radio y la higiene, el alfabeto y el tractor, el sistema judicial ordinario, el periódico y el cine son, todos ellos, una creación de la Revolución. Pero la civilización emancipa también al campesino de la «gleba». Se convierte él mismo en un «agricultor». Y ésa debe ser, inevitablemente, una etapa en el camino que debe recorrer hasta convertirse en un «proletario consciente». El socialismo únicamente medra con el acompañamiento musical de la maquinaria. Por lo tanto, ¡venga esa maquinaria! ¡vengan esos tractores! Pero el tractor es más fuerte que el hombre; como el fusil es más fuerte que el soldado. Ese mismo medio de incrementar ganancias genera una «psicología burguesa» precisamente en el campesino, el cual, de todos modos, no parecía nada predestinado a desarrollar un «sentimiento colectivista».
No se debe ir de una situación mala a otra aún peor. No se debe hacer del campesino, rebelde, sin saberlo, a la «proletarización», un semiburgués hostil a la misma. ¿Qué hacer para evitarlo? Promover la agitación comunista. Propaganda. Conseguir que el campesino se identifique conscientemente con la causa o, al menos, hacer una difusión simultánea de la cultura inmanente a la idea comunista: mediante escuelas, clubes, teatros, periódicos y el servicio en el Ejército Rojo. La «liquidación del analfabetismo» significa, traducida al lenguaje práctico, lo siguiente: impedir el aburguesamiento, erradicar los sentimientos de propiedad y mantener despierto el odio contra los kulaks (terratenientes) que aún puedan quedar.
Éstos son, por tanto, los dos principios de la política cultural rusa dedicada a los campesinos: mecanización de las explotaciones y urbanización de las personas; industrialización del campo y proletarización del campesinado; americanización de la aldea y revolución socialista de sus habitantes. Éstas son las contradicciones de donde surgen las así llamadas «dificultades internas». Sí, ése es el problema de la Revolución rusa. Aquí se decidirá si conduce a un nuevo orden del mundo o si se ha limitado a acabar con los restos más fuertes del viejo; si es el comienzo de una nueva época o el final, retrasado, de la vieja; si sus efectos se reducen a la producción de un cierto equilibrio entre la cultura de Occidente y la del Este, o bien está a punto de sacar de su equilibrio al mundo occidental.
La cara de la aldea ha cambiado poco. Yo conocí las aldeas ucranianas durante la guerra. Las he vuelto a ver ahora, después de ocho años. Siguen allí como sueños infantiles del mundo. Han sobrevivido a todo: a la guerra, al hambre, a la revolución, a la guerra civil, al tifus, a las ejecuciones, al fuego. En la zona de guerra del norte de Francia los árboles siguen oliendo aún hoy a chamuscado. ¡Qué fortaleza la del campo ruso! Sus árboles despiden un aroma a agua, resina y viento; el superávit de nacimientos es en las aldeas todavía mayor que el —ya muy considerable— de las ciudades. De la podredumbre de los muertos florece el pan; las campanas anuncian, como antes, nacimientos y casamientos; los cuervos, los pájaros del Este, se reúnen a centenares en los árboles; el cielo invernal es de un gris uniforme, muy cercano y muy suave por los muchos copos de nieve que pronto caerán. Los tejados siguen siendo de paja, ripias y barro, sigue dominando aún el sistema de cabañas de tres cámaras, que aloja a hombres y a bestias, se siguen recubriendo aún las paredes y el suelo de tierra de las casas con el líquido fresco del abono, que difunde, durante semanas, un olor penetrante, pero que luego tiene un color plateado de un brillo maravilloso, que es duradero y que —según creen los campesinos— mantiene el calor.
Pero el rostro del joven campesino ruso ha experimentado un fuerte cambio. Ha perdido aquel respeto, insensato, deplorable, cobarde, que sentía ante la «cultura», la «ciudad» o el «señor». Sigue saludando servicialmente al forastero, pero porque éste es un huésped y él es el anfitrión. Tiene la delicada y orgullosa cortesía de aquel que ha sido liberado. Por las tardes, aprende, en el club, el alfabeto, los gráficos en las paredes, geografía o agronomía, contradice con pasión y consciente de sí mismo en las asambleas, caricaturiza a funcionarios y organismos públicos en el periódico mural, y ya no se queda desconcertado ante el automóvil que ha traído al forastero, sino que se interesa por su procedencia, su antigüedad, su marca. Las mujeres aprenden normas de higiene para la casa, para sus animales y sus niños, aprenden más rápidamente y con más alegría que los hombres. Todos están familiarizados con la ciudad. Un joven ingresa en una escuela urbana de «formación profesional», otro en el Ejército Rojo, un tercero regresa de la ciudad a casa, da conferencias, compone informes o redacta quejas, y hasta se muestra galante con las mujeres. Todo aquello que en la ciudad queda traducido en banalidad y no produce sino filisteos —la ciencia trivializada y vulgarizada, la burda instrucción en lo sexual, las tendencias baratas del mundo de la imagen y del libro— puede ser aprovechado por el hombre del campo sin perder, con ello, nada de su inmediatez, fuerza y originalidad. El seco olor del papel se pierde en el ozono del campo. El campesino se hace más sensato que el folleto que lo hace sensato, más original que el agitador que le abre los ojos, más artista que el poeta que le canta, más auténticamente revolucionario que la frase que figura en el manifiesto. Hoy en día, las personas realmente revolucionarias viven en la aldea. En la ciudad, el héroe revolucionario ha cedido el puesto al burócrata que puede memorizar la resolución del XIII Congreso del Partido y que ha superado con un sobresaliente la prueba de ingreso en el comunismo.
Es cierto que el campesino (si no pertenece a la vieja guardia de los cobardes) se queja, sobre todo, de la «mala situación», de los impuestos, de las falsas promesas, de los tractores que no acaban de llegar y de los que se oxidan, de injusticias, reales o supuestas. Pero seguro que no hay en lodo el mundo ni una sola aldea, ni en la historia de la humanidad un solo año, en que el campesino no se haya quejado de algo. El campesino ruso sabe lo que tiene que agradecerle a la Revolución. Aún se acuerda de los bastonazos, de la policía zarista, de los soplones, del ejército, de los arrendatarios y terratenientes. Todavía está allí el kulak, un peligro constante que, revolucionariamente, se sigue manteniendo, el kulak, cuyo miedo cada vez se amortigua más y que cobra un astuto carácter amenazador, diplomático, evasivo, incomprensible.
Pese a todo, a la gran masa del campesinado ruso le sigue siendo extraño un sentimiento que debiera ser obvio: que el Gobierno es sangre de su sangre. Ha sido educado para ver en el Gobierno algo ajeno a él, que está «allá arriba». A muchos teóricos de la política rusa les falta también la comprensión de la peculiar psicología campesina. Puede ser que el incremento de instrucción genere también en la aldea esa banalidad que ya se ha producido en las ciudades. Pero todavía hoy se sigue viendo en el campo ruso un hermoso ejemplo de cómo convertir a los siervos en personas libres.
Frankfurter Zeitung, 12 de diciembre de 1926