La Iglesia, el ateísmo, la política religiosa
Hay que diferenciar entre la convicción de que la religión es un «veneno» y la actividad hostil contra los productores y difusores de ese supuesto veneno: en la Rusia soviética no se persigue a la Iglesia. Solo se lucha contra su poder e influencia. No se le hace la guerra a Dios; lo único que se hace es un esfuerzo por demostrar que no existe. Ninguna iglesia se destruye, algunas son transformadas en museos. No se castiga la credulidad, solo se trata de erradicarla. Únicamente se prohíben aquellas manifestaciones religiosas que son o podrían ser hostiles al Estado. Es muy raro que se prohíba una procesión; se intenta dejar claro que es una tontería. El método de lucha contra la Iglesia es más profiláctico que quirúrgico. Una práctica religiosa por parte de la juventud puede tener, a veces, consecuencias desagradables. La actividad religiosa de la gente mayor es objeto, a lo sumo, de ironía. La mofa es ya el arma más incisiva utilizada por el Estado contra la Iglesia. En el muro izquierdo de lo que actualmente es la Cámara segunda de los Soviets, allí mismo donde antes estaba la imagen de la ibérica y milagrosa Madre de Dios, se puede leer ahora, en letras doradas, la siguiente inscripción: «La religión es el opio del pueblo». (La Madre de Dios, dicho sea de paso, ha sido trasladada a su propia capilla, a veinte pasos de distancia, antes de la gran puerta del Kremlin, donde todavía es fervientemente venerada). Pero incluso esta cita pública no pasa de ser un viejo manifiesto, que data de la época de la primera euforia por el triunfo. Lo que ahora prevalece es el armisticio establecido entre el Estado y la Iglesia.
En ocasiones, se llega incluso a una actitud amistosa: las minorías religiosas, por ejemplo, gozan en la nueva Rusia de una libertad incomparablemente superior a la de cualquier otra época. Las pequeñas confesiones religiosas y la gran Revolución tenían un enemigo común: el zarismo ortodoxo. La resolución del XIII Congreso del Partido dispone sobre el trato a las sectas: «Se ha de solucionar con una prudencia especial la cuestión de la actitud respecto a los miembros integrantes de sectas, sobre todo porque muchos de ellos fueron tratados cruelmente por el zarismo y algunos se siguen manteniendo extraordinariamente activos. Con un comportamiento adecuado, tendrían que ser incorporados a la gran corriente del trabajo soviético los elementos de índole económica y cultural que pueda haber en ellos». No obstante, en 1923 el Gobierno confirmó a la Asociación Agraria Menonita de la Antigua Rusia, cuyos estatutos exhalan un espíritu increíblemente reaccionario por los cuatro costados; y justamente ahora, cuando la propaganda comunista ha conseguido algunos éxitos entre los sectores pobres y ciertos medios de campesinos menonitas, empieza a reorganizarse la asociación.
En Moscú aparece mensualmente, entre otras revistas religiosas, la de los Adventistas del Séptimo Día, que desarrolla una celosa propaganda en pro de la «lectura de la Biblia en casa» y que, por lo demás, no es, ciertamente, revolucionaria. Musulmanes, judíos, dujobores, molokani, todas las confesiones, unas conocidas y otras desconocidas, que tanto abundan en Rusia, viven libremente y se van reponiendo precisamente de las persecuciones de que fueron objeto por parte del zar, ¡y todo esto ocurre bajo la dominación de gente, en principio, atea! ¿Quién querría afirmar que el Gobierno soviético sigue persiguiendo hoy en día a la religión?
Se limitan a hacer propaganda contra la religión. Una consecuencia natural del «materialismo dialéctico». Se trata de dar a la propaganda una forma sesuda, fría, objetiva. Si, pese a ello, desemboca en agresividad, la culpa no es de sus autores. Pues, en primer lugar, de entre todos los métodos de conversión, por su naturaleza, los empleados contra la fe son los menos delicados. Es más fácil herir los sentimientos que las opiniones, por ejemplo. En segundo lugar, los misioneros del ateísmo no son los apropiados para respetar justamente aquello que tienen como trabajo atacar. Su deber, su profesión, consiste precisamente en buscar, ante cualquier manifestación de la vida que sea sospechosa de metafísica, y desde una perspectiva científico-natural, el «nervio» que pudiera haberla causado. Por tanto, su empeño puede ser, a lo sumo, no «crispar los nervios». Pero la mayoría de las veces crispan, por así decirlo, los sentimientos.
Lo hiriente no es la argumentación del «materialismo», sino la pobreza de sus argumentos. Naturalmente, los hay también difíciles. Pero éstos no son los apropiados para la propaganda de todos los días. El materialismo de agitación usual presenta, en Rusia, un par de «demostraciones», groseras y fulminantes, que suenan increíblemente anticuadas a los oídos europeos. Por poner un ejemplo: el trueno y el relámpago son fenómenos eléctricos; el mundo es billones de veces más antiguo de lo que cree la Biblia y no ha sido creado en seis días; el ser humano no ha sido hecho de polvo, pues procede del pitecántropo. Sobre todo en relación con este descubrimiento reina en Rusia una euforia extraordinariamente ingenua. Los seres humanos se sienten orgullosos de estar emparentados con el pitecántropo, como si tuvieran que esperar de él una herencia, como si nosotros no hubiéramos consumido esa herencia hace ya muchísimo tiempo. En un folleto denominado Propaganda antirreligiosa en la aldea, de E. Feodorov, para uso de los agitadores del campo, figuran las siguientes definiciones: «La fiesta de Pedro y Pablo pertenece a aquellas fiestas que tienen como finalidad justificar la explotación de las masas trabajadoras por parte de los capitalistas y reprimir todo intento de rebeldía mediante la invocación de la autoridad divina». O bien: «Todos nuestros fenómenos anímicos —el enfado, la alegría, la angustia, la capacidad de pensar y razonar— son consecuencia del trabajo del cerebro central y de los nervios». El 20 de junio tradicional, el Día de Elias, quien, según la creencia de los campesinos, tiene la facultad de decidir sobre la tormenta y el rayo, todavía se celebra en la nueva Rusia de forma oficial, si bien con el nombre de Día de la Electrificación. Y, en una ocasión, un folleto protestaba del repique de las campanas de iglesia con el argumento de que eso enerva, y alegando que… en Zúrich está prohibido. Yo no sé si es cierto, pero ¡Zúrich, Zúrich! ¡Vaya modelo para revolucionarios…!
Pues esto es lo antirrevolucionario, lo reaccionario, lo filisteo en esta propaganda antirreligiosa: el deseo de que enmudezcan las campanas; adjudicar a la fiesta de Pedro y Pablo la finalidad de justificar la explotación de las masas; celebrar el Día de la Electrificación; todos esos fenómenos anímicos del sistema nervioso y esa estricta sobriedad que no conoce más fenómenos anímicos que el enfado, la alegría, la angustia, el pensar y razonar —cinco estados como cinco dedos— o aquel otro argumento contra la Biblia: el de que ésta es un «cuento»; o mencionar a ese homínido mediocre, banal, filisteo, en medio de los ilustrados Alpes suizos… Cuando a Gorki se le ocurrió escribir, una vez, en un artículo: «Hay que aplazar por un tiempo esa latosa búsqueda de Dios. ¡Vosotros no tenéis ningún Dios! ¡Aún no lo habéis creado!», recibió en respuesta una aviesa carta de Lenin: «De ahí se deduce, por tanto, que usted está contra la latosa búsqueda de Dios solo durante un tiempo. Cualquier Dios es una peste; desde un punto de vista social, no personal, esa lata de crear a un Dios no es sino un acto de gustosa contemplación de sí misma por parte de la roma pequeña burguesía. Dios es, antes que nada, un complejo de ideas producidas por la estúpida postración del ser humano, la naturaleza exterior y la opresión clasista».
Esto ocurría en 1913. Y ese miedo que daba Dios, tan grande como el que siente un devoto ante el diablo, venía ya de la década de 1890. Sin embargo, ahora nos encontramos en 1926. Entre estas dos fechas ha tenido lugar la guerra, la muerte, la gran Revolución y la culminación del gran Lenin, a cuya muerte a toda Rusia le recorrió un escalofrío que no tenía, en absoluto, el aspecto de una mera «función del sistema nervioso». Entre las dos fechas surge el conocimiento de la verdad «real», la verdad de lo «no verdadero». Si alguien nos dice en la actualidad que algo «solo es un cuento», eso no supone, para nosotros, ni con mucho, ningún motivo para no creerlo. Hace ya mucho que hemos aceptado al pitecántropo, hace mucho tiempo que hemos digerido la Ilustración. Ya tenemos recorrido ese camino que llevó a la jubilosa constatación de que los «milagros» son explicables. Ahora vamos ya por un camino en el cual experimentamos que incluso lo «explicable» es un milagro. En una palabra, que estamos en el siglo XX. En la Rusia espiritual —no en la política— son objeto de celebración las últimas décadas del siglo XIX.
Cuando leemos la carta enviada por un joven campesino comunista al periódico: «Al terminar las labores del campo las calles de nuestra aldea cobran nueva vida. Nuestra juventud obrera y campesina […] no sabe qué hacer con el tiempo libre. Por lo que cada domingo asiste, primero, al servicio religioso, y, segundo, se dedica a hacer toda clase de desatinos», nos percatamos de lo increíblemente primitivo que es ese materialismo, tan ufano de haber desenmascarado, por fin, el servicio religioso dominical como algo análogo a «toda clase de desatinos»; acaso así podamos hacernos una lejana idea de la —hasta ahora tan desconocida— irreligiosidad del hombre medio ruso. Así como su credulidad se mantenía y estaba condicionada por formas religiosas primitivamente sentidas, así también ahora lo que sostiene su incredulidad es un primitivo abecedario científico-natural. La misma Iglesia que sometiera a un régimen tan duro a los disidentes creó los presupuestos de la apostasía y la deserción. Una Iglesia que, en su lucha contra el campesinado ruso, estuvo durante un tiempo al servicio de algún que otro khan mahometano. Una Iglesia que regaló Rusia al primer Romanov, hijo de su jefe, para venderse al zar como antes lo había hecho al khan. Sus monasterios vivían del trabajo de sus siervos. El monasterio de la Santísima Trinidad y San Sergio tenía 106 000 siervos; la catedral de San Alejandro Nevski, 25.000. A principios del siglo XX la Iglesia poseía en Rusia 2.611 000 desiatinas de tierra. Los ingresos anuales del metropolitano de Moscú ascendían a 81 000 rublos, los del arzobispo de Novgorod a 307 500, y los del metropolitano de San Petersburgo a 259.000. Los sacerdotes de la Iglesia ortodoxa eran, y son, más que «servidores de Dios», auxiliares y ejecutores de ceremonias. No eran los mediadores entre las plegarias de los fieles y su escucha por parte de Dios. En cierto modo, la fe de las masas pasaba por encima de sus personas. No tenían una posición privilegiada, solo tenían ingresos. Recibían las donaciones tradicionales no como sacerdotes, sino como servidores del templo.
La idea que ha tomado cuerpo en Europa occidental según la cual cada campesino de Rusia es un «buscador de Dios» se apoya en una serie de presupuestos literarios mal entendidos. Lo que ocurría es que este campesino estaba más cerca de la naturaleza y menos satisfecho en lo metafísico. Y ahora está ocupado con el estudio de una primitiva ciencia de la naturaleza, el primer peldaño del racionalismo. Acaso después sucumba, como los intelectuales y los creadores espirituales, al encanto de una Iglesia tan rica como la suya, cuyos hijos no precisan de ningún sacerdote, ya que tienen una relación directa e inmediata con los objetos de su fe.
Uno vislumbra algo de lo extraña, y hasta siniestra, que resulta esta Iglesia cuando oye sus campanas. Tocan muchas a la vez. Las ligeras se introducen ruidosamente entre las de son profundo. Las campanas profundas, las negras y viejas campanas, sacan un sonido cada vez más acelerado, como si ambicionaran ser tan despiertas como las jóvenes. No se bambolean en sentido horizontal, como el resto de las campanas del mundo; parecen girar en círculo, igual que danzarinas. Hacen tanto ruido que parece que estuvieran abajo, en la calle más cercana. Pero ellas viven allá arriba, ocultas en sus torres, y uno no deja de sorprenderse de la cercanía de sus sones, con lo lejano que está el instrumento que los emite, como se escucha maravillado, en los claros días de verano, el canto cercano de las alondras, que, invisibles, han desaparecido en el cielo.
Cuando repican las campanas, todos los hombres se postran en tierra, los campesinos, sin parar en su marcha, se santiguan tres veces; es un gesto mecánico. Los mendigos están apostados ante las iglesias, como si la entrada costara dinero, con el rostro vuelto hacia el resplandor que viene de dentro, de las vestimentas de los popes —plateadas, azules, rojas, doradas—, de las doradas y delicadas puertas de filigranas de detrás del altar, de los velones dorados. Las mujeres, negras y embozadas, no paran de pasar, como una exhalación, de un candelero a otro. Van pegando todos los pequeños muñones de vela a los nuevos cirios. Negras, pequeñas, ligeras y silenciosas, se asemejan, con sus gafas montadas sobre la nariz, a devotas lechuzas de iglesia, como las que, después del culto, cuelgan de vigas y cornisas. La negra voz de bajo del pope sube desde un féretro, de arriba desciende la clara letanía de una mujer. El ritmo y el tono melódico de la oración son como los de las campanas. Las mismas leyes acústicas dominan sobre campanas y gargantas.
Las iglesias reciben más visitas de lo que uno podría creer. Los monasterios de monjes y monjas se han transformado, como mandan los tiempos, en «comunidades de trabajo», cultivan con celo su suelo y entregan sus relativamente altos ingresos a las iglesias y a los popes. En Járkov (los campesinos ucranianos son muy devotos), con motivo de la conmemoración de la Revolución de Octubre, se trajeron de nuevo a la ciudad, en solemne procesión, los iconos que se encontraban en los alrededores. Éstos habían tenido que velar, durante todo el verano, por la fertilidad de los campos.
Las calles estaban a rebosar, los coches de alquiler no podían ni pasar, podía decirse que en la ciudad se habían concentrado todas las aldeas de la comarca. Todas las campanas repicaban. La multitud se arrodillaba. Muchos tocaban con la frente el húmedo pavimento. Caía una lluvia menuda, una llovizna de octubre, el aroma del follaje marchito se extendía como un incienso sobre aquellos seres. Llegó el atardecer. Se hizo la hora en que en las aldeas dan comienzo las conferencias de los clubes, donde se aprende a leer y a escribir y se averigua el origen del hombre y el definitivo vacío del cielo.
Se ve que es una grosera calumnia hablar aquí de una persecución de la Iglesia. La lucha se lleva a término en una esfera completamente distinta. El racionalismo, ese fresco-seco-jovial racionalismo, encuentra su expresión en el arte, en la literatura, en poemas y ensayos, en todos los ámbitos de la vida intelectual. La antirreligiosidad se vuelve anticuada, superficial, aburrida. La ironía banal del «ilustrado» cuando califica todos los fenómenos que trascienden la comprensión como «charlas de té para damas espiritistas» y se ve a sí mismo, al hacerlo, como un hombre de mucho espíritu, no tiene otro resultado que dejar incluso al «ateo» más prudente sospechosamente cerca de lo que es un autodidacta medio instruido. Flota en la atmósfera el olor de un espíritu ilustrado muy pagado de sí mismo, estrecho e intolerante: el olor a diccionario, donde «está ya todo»…
Frankfurter Zeitung, 7 de diciembre de 1926