Rusia va hacia América
Quien en los países del mundo occidental levante la vista hacia el este para contemplar el rojo resplandor del fuego de una revolución de índole espiritual, tendrá que tomarse la molestia de dibujarla él mismo en el horizonte. Muchos lo hacen. Más que revolucionarios, son románticos de la Revolución. Mientras tanto, la Revolución rusa hace ya mucho tiempo que ha entrado en un estadio de cierta estabilidad. Se ha extinguido el eco del bullicio y las luminarias del día de fiesta. Ha empezado el día laborable, sobrio, gris, fatigoso. Pero en Occidente una gran parte de la élite intelectual sigue esperando la consabida luz del este. El estancamiento de la vida intelectual europea, la brutalidad de la reacción política, la atmósfera corrupta en que se gana y se gasta el dinero, la hipocresía de lo oficial, el falso brillo de las autoridades, la tiranía de la ancianidad: he aquí lo que obliga a que los espíritus libres y la juventud esperen de Rusia más de lo que la Revolución puede dar. ¡Qué grande es su error! Puede que vengan aquí y deambulen por calles grises y sombrías; puede que hablen con personas atareadas, que pasan todo el tiempo yendo a una conferencia y haciendo compras apenas suficientes, con descuento y a plazos, en los grandes almacenes estatales; puede que entren en viviendas sobre las cuales se ciernen continuos procesos que esperan en las oficinas de alquiler, y donde sus inquilinos viven desde hace años provisionalmente, como en una sala de espera; puede que vean el laborioso aparato, de un millón de brazos, de este Estado gigantesco —con un movimiento sin objeto, incesante, desconcertante y, a veces, desconcertado—, pueden muy bien ser testigos de todo esto y luego seguir creyendo aún que el espacio y el tiempo se destinan aquí a «problemas» de índole espiritual y a ocupaciones extáticas. Las teas incendiarias de la Revolución se han apagado. Ha vuelto a encender las farolas ordinarias, las buenas y honradas farolas.
El rojo y grandioso espectáculo de la Revolución activa fue algo nuevo. Pero ahora, oh camaradas, ¡ha llegado el tiempo de la mesura, útil y disciplinada! Esta Rusia no precisa genios, y menos literatos. Necesita con más urgencia maestros de escuela que teóricos atrevidos, ingenieros que inventores, construcciones que pensamientos, una política de lo cotidiano que visiones del mundo; es decir: más agitación que tendencias, más fábricas que poetas, necesita una higiene corporal popular y otra espiritual —a la que se llama «ilustración»— apta para las masas, necesita libros de texto y no obras originales. Los «problemas» literarios y culturales son aquí un lujo. Las dudas resultan sospechosas. El hecho de ver matices sutiles y distinguidos significa aquí tanto como tener una ideología burguesa. Aplicarse la ironía a uno mismo, que es el distintivo del espíritu noble y permite su floración, es aquí una actitud pequeñoburguesa. La Revolución supuso un derroche de energías de la historia para conseguir que la fisonomía espiritual de las masas rusas se pareciera por lo menos a la de Europa occidental. Fue una revolución en el terreno de lo material, lo político y lo social. En el terreno de lo intelectual y de lo moral solo supuso un enorme progreso cuantitativo. Si, entre nosotros, una vieja cultura —y, a juicio de la gente, una cultura ya cansada— se vuelve patológicamente banal a base de girls, fascismo y romanticismo plano, aquí, el mundo que acaba de despertar, poderoso y brutal, se vuelve sanamente banal. Frente a nuestra banalidad decadente se encuentra la banalidad neorrusa, fresca, de rojas mejillas.
«¿Cómo es esto posible?», oigo preguntar. «¡Si nosotros leemos las últimas traducciones, recién salidas de la imprenta, de autores rusos novísimos! ¡Si leemos a Romanov, a Seifulina, a Bábel!». Pues sí, resulta que todos esos libros, nuevos para nosotros, aquí ya se han quedado viejos. No todos los autores jóvenes y con talento son revolucionarios con «disciplina», que son a los que aquí se precisa; pocos son comunistas y más de uno no está conforme con la censura. Y todos los escritores sacan material para sus obras de aquella época gloriosa de los años revolucionarios, o bien de esa otra gran época de inmensa agonía y hambruna sobrehumana. Todas las buenas películas, como El acorazado Potemkin, Mat, Véter (sobre las cuales hablaré en otra ocasión) tratan sobre episodios revolucionarios de tiempos heroicos pasados, remotos o recientes. ¿Pero quién se atreve a describir, quién puede describir el día a día actual, esta lucha cotidiana, gris, menuda, con millones de preocupaciones grises, menudas? El tiempo de las acciones heroicas ya ha quedado atrás: ahora es tiempo de dedicarse a apurados trabajos burocráticos. El tiempo de las epopeyas pasó: ha llegado el tiempo de las estadísticas.
Tanto la idea como la construcción del nuevo Estado, iniciada en nombre de esta idea, obligan a que la individualidad se considere un factor de la masa. Pero mientras que uno, si es factor de una masa de gran altura intelectual probablemente no tendrá que aceptar compromisos y podrá seguir siendo fiel a todos permaneciendo fiel a sí mismo, el intelectual en la Rusia actual, si quiere ser útil, habrá de sacrificarse. No se sacrifica en aras de la idea —cosa que no supondría ningún sacrificio—, se sacrifica a la cotidianidad. Con tal de que quiera extenderse a lo ancho en vez de en profundidad, tendrá asegurado un amplio radio de influencia. La persona creativa, revolucionaria no por necesidad, como el proletario, sino por propia voluntad o por profesión, permanece siempre revolucionaria, incluso después del triunfo de las revoluciones. Disfrutará ciertamente de esa gran suerte de vivir en un Estado que quiere hacer libres a todos sus ciudadanos. Pero la libertad material no es más que una de las condiciones primarias previas de su existencia. No hay ninguna forma de sociedad que, a la larga, pueda disputar el dominio espiritual a la aristocracia natural del espíritu. El aristócrata del ámbito de la creación no precisa de ningún título ni trono. Pero sus leyes las dicta la historia y no la censura.
En la Rusia actual, por desgracia, hay que cultivar la mediocridad. Se evitan las cumbres, se construyen amplias calles marciales. Hay una movilización total. Un marxista fiable es de más valor que un intrépido revolucionario. Un ladrillo es de mayor utilidad que una torre. En todo el país no se oye otro grito: ¡Tractores! ¡Tractores! ¡Tractores! ¡Civilización! ¡Maquinaria! ¡Abecedarios! ¡Radios! ¡Darwin! Se desprecia a «América», esto es, al gran capitalismo sin alma, al país que adora al becerro de oro. Pero se admira a «América», es decir, el progreso, la plancha eléctrica, la higiene y las conducciones de agua corriente. Se quiere una técnica de producción perfecta. Pero una consecuencia inmediata de todas estas aspiraciones es que, inconscientemente, se adaptan al espíritu de América. Y eso entraña un vacío espiritual. Las grandes aportaciones culturales de Europa, la Antigüedad clásica, la Iglesia romana, el Renacimiento y el humanismo, una gran parte de la Ilustración y todo el romanticismo cristiano son, todas ellas, burguesas. Las antiguas aportaciones culturales de Rusia —el misticismo, el arte religioso, la poesía, la eslavofilia, el romanticismo de lo campesino, la cultura social de la corte, Turguéniev y Dostoievski— son, en su totalidad, evidentemente, reaccionarias. Por consiguiente, ¿de dónde tomar los cimientos espirituales para este nuevo mundo? ¿Qué es lo que queda? ¡América! La espiritualidad ingenua, higiénico-gimnástica y racional de América, sin la hipocresía del sectarismo protestante, pero sí, en cambio, con esa devoción ciega del comunismo estricto.
Las revistas literarias alcanzan, hoy en día, en Rusia, tiradas increíblemente altas. Pero se resiente su calidad. Cualquier persona de cultura media las puede leer. Pero alguien exigente no puede leerlas. El estilo del que se sirven la mayoría de los jóvenes escritores rusos de moda es un estilo común, accesible a todo el mundo, cuyos componentes se disponen como caracteres de plomo en una linotipia. Es un lenguaje primitivo, incapaz de reproducir con exactitud matices y ambientes, comprensible para todos, pero también al servicio de todos, como un uniforme que sirve tanto para los hechos como para los principios o la agitación. El nuevo teatro (del que ya hablaré en su momento) ha alcanzado una increíble perfección técnica en el arte de conseguir efectos. La contrapartida es que, con ello, se pierde la sutileza del espectáculo. No es la atmósfera del escenario lo que resulta sugerente, sino los medios técnicos utilizados. La nueva pintura revolucionaria se limita a la producción de metáforas que carecen de la fuerza para convertirse en símbolos. Se liberan un sinfín de energías, miles, millones de energías. Probablemente algún día enciendan una luz que será más intensa que el fuego de la Revolución. Pero, hoy por hoy, todavía no, ni tampoco dentro de veinte años. De momento, sigue siendo más interesante la fisonomía espiritual de Europa, por horrible que resulte su fisonomía política y social.
Frankfurter Zeitung, 23 de noviembre de 1926