La situación de los judíos en la Rusia soviética
También en la vieja Rusia los judíos eran una «minoría nacional»; maltratada, eso sí. Con el desprecio, la opresión y el pogromo se distinguía a los judíos como a una nación propia. Jamás se aspiró a asimilarlos por la fuerza. Solo se intentaba mantenerlos apartados. Por los medios empleados contra ellos, daba la impresión de que el objetivo era aniquilarlos.
Puede que en los países occidentales el antisemitismo no fuera sino un primitivo instinto de rechazo. Y, en el Medioevo cristiano, un producto del fanatismo religioso. En Rusia, el antisemitismo constituía un instrumento de gobierno. El simple mujik no era antisemita. El judío no era su amigo, sino un extraño. Rusia, donde había espacio para tantos extranjeros, estaba abierta también para él. La gente de cultura media y la burguesía eran antisemitas porque la nobleza lo era. La nobleza lo era porque lo era la corte. Y la corte lo era porque el zar —al que no le convenía tener miedo de sus propios «hijos» de fe más apropiada— pretendía que se temiera solo a los judíos. En consecuencia, se les atribuyó una serie de características que les hicieran aparecer como peligrosos para todos los estamentos: para el simple «hombre del pueblo», cometían asesinatos rituales; para el pequeño propietario, eran destructores de la propiedad; para el funcionario de categoría media, estafadores plebeyos, para la nobleza, esclavos peligrosos, por astutos; finalmente, para el pequeño empleado, el funcionario de todos los estamentos, los judíos eran la suma de todo eso: cometían asesinatos rituales, eran chamarileros, revolucionarios y gentuza.
En los países occidentales, el siglo XVIII trajo consigo la emancipación de los judíos. En Rusia, el antisemitismo oficial y legítimo empezó en la década de 1880. En 1881-1882, Plehve, que luego sería ministro, organizó en el sur de Rusia los primeros pogromos. Iban encaminados a asustar a los jóvenes revolucionarios judíos. Pero el populacho, que estaba comprado y no quería vengarse de ningún atentado sino únicamente saquear, asaltó las casas de los judíos ricos, conservadores, que no eran, en absoluto, el objetivo buscado. Se pasó entonces a los llamados «pogromos tranquilos», fueron creadas las consabidas «regiones de asentamientos», se expulsó de las grandes ciudades a los artesanos judíos, se determinó un numerus clausus para las escuelas judías (tres por ciento) y se reprimió a la intelectualidad judía en las universidades. Pero dado que, al mismo tiempo, el millonario judío y empresario de ferrocarriles Poliakov era amigo íntimo de la corte zarista y a sus empleados se les permitía que residiesen en las grandes ciudades, miles de judíos rusos se convirtieron en «empleados» de Poliakov. Había muchas salidas por el estilo. La condición sobornable de los funcionarios casaba a la perfección con la astucia de los judíos. Por esa razón en los primeros años del siglo XX se recurrió de nuevo a los pogromos abiertos y a los procesos, grandes y pequeños, por asesinato ritual…
En la actualidad, la Unión Soviética es el único país de Europa donde el antisemitismo está mal visto, aunque tampoco haya terminado. Los judíos son, de pleno derecho, ciudadanos libres, por mucho que su libertad tampoco signifique aún la solución de la cuestión judía. En cuanto individuos, se ven libres del odio y la persecución. En cuanto pueblo, tienen todos los derechos de una «minoría nacional». La historia judía no conoce ningún otro ejemplo de una liberación tan repentina y completa.
De los 2.750 000 judíos que hay en Rusia, 300 000 son trabajadores y empleados organizados; 130 000 son campesinos, y 700 000, artesanos y miembros de profesiones liberales. El resto se compone de dos grupos; a) capitalistas y gente «desclasada» a los que se considera «elementos improductivos»; b) pequeños comerciantes, intermediarios, gestores, vendedores ambulantes, todos ellos considerados elementos no productivos, pero proletarios. La colonización de judíos ha sido celosamente impulsada en parte con dinero americano, que antes de la Revolución afluía casi exclusivamente a la colonización en Palestina. Hay colonias judías en Ucrania, cerca de Odesa, cerca de Jerson, en Crimea. Desde la Revolución, 6000 familias judías han sido captadas para el trabajo agrícola. Un total de 102 000 desiatinas[6] fueron distribuidas entre campesinos judíos. Al mismo tiempo, los judíos han sido «industrializados», es decir: se intenta reconvertir a los «elementos improductivos» en obreros de fábricas, y formar a los jóvenes como trabajadores especializados en las escuelas (unas treinta) de «Formación Profesional» judías.
En todos los lugares con una numerosa población judía hay escuelas en las que se enseña en hebreo; solo en Ucrania, 350 000 personas frecuentan escuelas judías, en Bielorrusia, aproximadamente 90.000. En Ucrania hay treinta y tres tribunales donde la lengua de trato es la hebrea, con presidentes judíos en juzgados de distrito y unidades milicianas (policiales) judías. Se publican tres grandes periódicos en hebreo, así como tres revistas semanales y cinco mensuales, hay algunos teatros estatales judíos, un elevado porcentaje del estudiantado de las universidades son judíos nacionales, cosa que ocurre, asimismo, en el Partido Comunista. Hay 600 000 judíos que son miembros de las Juventudes Comunistas.
Vemos, por este par de cifras y hechos, cómo se aborda en la Rusia soviética la solución de la cuestión judía: con la firme creencia en la infalibilidad de la teoría, con un idealismo un poco descuidado e indefinido, pero noble y puro. ¿Qué dispone la teoría? ¡Una autonomía nacional! Pero, para poder aplicar del todo esta receta, primero hay que hacer de los judíos una «verdadera» minoría nacional, como lo son, por ejemplo, los georgianos, los alemanes y los bielorrusos. Hay que transformar la poco natural estructura social de la masa judía, de un pueblo que es, entre todos los del mundo, el que más mendigos, pensionistas americanos, parásitos y desclasados tiene; habría que hacer de él un pueblo con una fisonomía típica de país. Y dado que este pueblo debe vivir dentro de un Estado socialista, habrá que cerrar el paso a sus elementos pequeñoburgueses e «improductivos» y proletarizarlos. Finalmente se les tendrá que adjudicar una región delimitada.
Es comprensible que un intento tan atrevido no pueda llevarse a cabo en unos pocos años. Por ahora, la miseria de los judíos pobres se ve amortiguada solo con la libertad de movimientos. Pero, por muchos que emigren a las regiones recientemente colonizadas, los antiguos guetos siguen estando abarrotados. Yo creo que el proletario judío vive peor que cualquier otro proletario. Mis vivencias más tristes las debo a mis incursiones en la Moldavanka, el barrio judío de Odesa. Por ahí se pasea una niebla pesada como un destino, cada tarde es una desgracia, la luna sale como una burla. Los indigentes del barrio no solo forman parte de la fachada habitual de la ciudad, sino que son triplemente indigentes, pues aquí están en su casa. Cada casa contiene cinco, seis, siete tiendas diminutas. Cada tienda hace además de vivienda. Delante de la ventana, que hace al mismo tiempo de puerta, está el taller, detrás del cual se encuentra la cama, sobre la cama cuelgan los niños en cestos, y es el infortunio el que los mece. Hombres altos fornidos y groseros vuelven a casa: son los estibadores judíos del puerto. Entre sus compatriotas, pequeños, débiles, histéricos, pálidos, parecen extranjeros, miembros de una raza salvaje, bárbara, que se hubiera perdido entre viejos semitas. Todos los artesanos trabajan hasta altas horas de la noche. En todas las ventanas lloriquea una luz turbia, amarillenta. Son luces curiosas, que no difunden ninguna claridad, únicamente una especie de oscuridad con un núcleo claro. No están emparentadas con el fuego bienhechor. No son sino almas de las tinieblas…
La Revolución no plantea la vieja pregunta esencial: si los judíos son una nación como cualquier otra; si no son menos o más; si son una comunidad de religión, una comunidad de origen o únicamente una unidad espiritual; si es posible considerar como «pueblo», independientemente de su religión, a los que durante milenios se han conservado solamente por su religión y su posición excepcional en Europa; si en ese caso concreto es posible distinguir entre Iglesia y nacionalidad; si es posible transformar en campesinos a personas con unos determinados intereses espirituales heredados, dotar a individualidades tan marcadas con una psicología de masas.
Yo he visto campesinos judíos: es cierto que ya no tienen la fisonomía del gueto, son hombres del campo, pero se diferencian claramente de los otros campesinos. El campesino ruso primero es campesino y luego ruso; el judío es primero judío y luego campesino. Sé que esta formulación incita inmediatamente a toda persona que esté «orientada a lo concreto» a preguntar con sorna: «¡¿Y usted cómo sabe esto?!». Pues porque lo veo. Veo que no en vano aquél ha sido durante cuatro mil años judío, nada más que judío. Tiene un destino ancestral, una sangre ancestral, experimentada, por así decirlo. Es un ser espiritual. Pertenece a un pueblo que desde hace dos mil años no ha tenido un solo analfabeto, un pueblo con más revistas que periódicos, un pueblo —probablemente el único del mundo— cuyas revistas tienen una tirada mucho mayor que la de sus periódicos. Mientras a su alrededor los otros campesinos comienzan a escribir y a leer con dificultad, el judío que va detrás de su arado da vueltas en su cabeza a los problemas de la teoría de la relatividad. Todavía no se han inventado herramientas agrícolas para campesinos con cerebros tan complicados. Un utensilio primitivo pide una cabeza primitiva. Comparado con la inteligencia dialéctica del judío, hasta un tractor es un instrumento simple. Puede que las colonias de judíos se conserven bien, puras, prósperas. (Hasta ahora son muy pocas). Pero son eso, «colonias». No se convertirán en aldeas.
Conozco la más banal de todas las objeciones: que la lezna, la garlopa, el martillo de los artesanos judíos no son, ciertamente, más complicados que el arado. Pero tengo que decir que, como contrapartida, su trabajo es inmediatamente creativo. Es la naturaleza la que vela por el proceso creador que da lugar al pan. Pero de la producción de una bota se encarga únicamente el hombre.
Conozco también la otra objeción: que tantos judíos sean obreros de fábricas. Sin embargo, debo decir que, en primer lugar, la mayoría de ellos son trabajadores especializados; segundo, que mantienen a su hambriento cerebro a salvo del trabajo mecánico mediante una ocupación adicional de índole intelectual, algún diletantismo artístico, una intensa actividad política, la pasión de la lectura, determinadas colaboraciones en periódicos; tercero, que precisamente en Rusia puede observarse un abandono de las fábricas por parte de obreros judíos, no, ciertamente, en gran número, pero sí de modo continuo. Obreros que se convierten en artesanos, es decir, en autónomos, si bien no en empresarios.
¿Puede llegar a ser campesino un pequeño «casamentero» judío? Su ocupación no es solo improductiva, sino, en cierto modo, incluso inmoral. Ha vivido mal, ha ganado poco, más que trabajado, ha «gorroneado». ¿Pero qué trabajo complicado, difícil —lo que no quita que sea reprobable— no habrá realizado su cerebro para vender bien «un partido», para mover a algún correligionario, rico y avaro, para conseguir una considerable limosna? ¿Qué va a hacer un cerebro así sumido en un inmovilismo mortal? Como se sabe, la «productividad» de los judíos no ha sido nunca groseramente visible. Si veinte generaciones de improductivos rumiantes han vivido únicamente para traer al mundo a un solo Spinoza; si son necesarias diez generaciones de rabinos y comerciantes para engendrar a un Mendelssohn; si treinta generaciones de músicos mendicantes han de tocar el violín en las bodas solo para que surja un famoso virtuoso, yo me conformo con esta «improductividad». Quizá ni Marx ni Lasalle habrían existido en el caso de que se hubiera convertido a sus antepasados en campesinos.
Por consiguiente, si en la Rusia soviética las sinagogas se transforman en clubes obreros y se prohíben las escuelas talmúdicas por ser, supuestamente, religiosas, antes de hacer algo así habría que tener muy claro qué es, para los judíos orientales, «ciencia», «religión» y «nacionalidad». Pero hete aquí que la ciencia es, entre ellos, religión, y la religión, nacionalidad. Son sus intelectuales quienes constituyen su clero, y su plegaria es una manifestación de su nacionalidad. Pero la que ahora en Rusia se dispone a disfrutar, como «minoría nacional», de sus derechos y su libertad, acompañada de tierras y trabajo, es una nación judía completamente diferente. Es un pueblo con cabezas viejas y manos nuevas; con sangre vieja y una lengua escrita relativamente nueva; con bienes antiguos y una nueva forma de vida; con viejos talentos y una nueva cultura nacional. El sionismo quería conciliar la tradición y el compromiso moderno. Los judíos nacionales de Rusia no miran atrás, no quieren ser los herederos de los antiguos hebreos, sino únicamente sus descendientes.
Evidentemente, su libertad repentina suscita, aquí o allá, un antisemitismo violento, pero silencioso. Cuando un ruso en paro ve que un judío es aceptado en una fábrica para ser «industrializado», cuando un campesino al que le han sido expropiadas sus tierras oye hablar de la colonización judía, seguro que empieza a activarse en ambos aquel viejo y odioso instinto, artificialmente alimentado. Pero mientras que ha devenido en Occidente una «ciencia», hasta el punto de que la sed de sangre judía tiene, entre nosotros, la categoría de una «convicción» política, en la nueva Rusia el antisemitismo sigue siendo una vergüenza. Será el bochorno público lo que acabará con él.
Si la cuestión judía se soluciona en Rusia, se solucionará en parte en todos los países. (Apenas hay emigrantes judíos procedentes de Rusia; lo que hay en Rusia son, más bien, inmigrantes judíos). La credulidad de las masas disminuye vertiginosamente, caen las barreras de la religión, que son las más fuertes, y las nacionales, más débiles, las sustituyen con dificultad. Si este desarrollo sigue adelante, ya podemos dar al sionismo por liquidado, así como al antisemitismo, y acaso también al judaísmo. Algunos se alegrarán y otros se lamentarán. Pero todos deben presenciar con respeto cómo se libera a un pueblo del oprobio de sufrir y a otro pueblo del oprobio de maltratar; cómo el vapuleado se ve libre del tormento y el vapuleador de la maldición, peor que cualquier tormento. Esto es una gran obra de la Revolución rusa.