El bourgeois resucitado
De las ruinas del capitalismo destruido surge el nuevo burgués (novi burzhui), el hombre NEP, el nuevo comerciante y el nuevo industrial, primitivo como en los primeros tiempos del capitalismo, sin bolsas, sin boletín de cotización de valores, solo con una estilográfica y letras de cambio. Nacen mercancías de la nada absoluta. Del hambre saca pan. Convierte todas las ventanas en escaparates. Hace poco andaba descalzo y ya viaja en automóvil. Gana y paga impuestos. Alquila cuatro, seis u ocho habitaciones, y paga impuestos. Viaja en coche-cama, vuela en el caro aeroplano y paga impuestos. Parece estar a la altura de la Revolución, pues, al fin y al cabo, es ella la que le ha parido. El proletariado se detiene ante los escaparates y no puede comprar sus artículos, como si estuviera en un Estado capitalista. El nuevo burgués pasa junto a muchas prisiones, en varias de las cuales ha estado. La pérdida de aquel «derecho burgués al honor» le puede traer sin cuidado porque él no posee ninguno. Él no quiere mandar, no quiere gobernar, solo quiere comprar. Y compra.
La nueva burguesía rusa no conforma todavía una clase. No posee ni la tradición ni la estabilidad, ni la solidaridad de una clase social. Forma una capa fina e inconsistente de elementos extremadamente móviles y dispares. Entre la docena de nuevos burgueses que conozco hay uno que fue antes oficial, otro es un noble georgiano, algo así como un «cabecilla», el tercero había sido oficial de panadería, el cuarto funcionario del Estado, el quinto estudiante de teología. Todos llevan una vestimenta informal que, externamente, los proletariza. Parece que se hayan vestido mientras huían de una catástrofe. Todos llevan la blusa rusa, que tanto puede ser una prenda nacional como una manifestación revolucionaria. La indumentaria del nuevo burgués no es solo consecuencia inmediata de su voluntad de no llamar la atención, sino también una expresión característica de su peculiar talante. Pues no es un burgués como el que nosotros conocemos, parecido, por ejemplo, al que surge cada día en Francia —arquetípico y listo para lo literario— por obra de Dios y de las actitudes sociales. El nuevo burgués ruso no tiene ningún instinto de familia, ninguna relación íntima con su casa, su origen y sus descendientes, no tiene «principios» que pueda dejarles en herencia ni bienes materiales que le esté permitido transmitirles. En su confortable casa ni él ni su familia se sienten en su propio hogar, sino como si fueran huéspedes habituales. Uno de los hijos tiene ideas comunistas, es un komsomol; contempla la casa paterna con mirada hostil, mañana se mudará, ya vive de su propio trabajo en el Partido. La hija va al Registro Civil y se casa en tres minutos con un miembro del Ejército Rojo sin un solo copec de dote y sin que su padre la acompañe.
El hijo burgués no encuentra plaza en la abarrotada universidad, y se prepara para viajar ilegalmente, es decir, peligrosamente, al extranjero. El dinero que se gana no se «invierte», sino que se gasta, disipa o entierra, o bien se presta con altos intereses a buenos y discretos conocidos. La familia —célula originaria y, al mismo tiempo, baluarte de la vida burguesa— ya no existe. Como contrapartida, el nuevo burgués no conoce esa tibia atmósfera burguesa que, si bien protege, también debilita; no conoce ese cuidado de la familia que despierta el amor, pero que también oprime; aquella voluntad de sacrificio que puede ser heroica, pero también una fruslería; aquella sentimentalidad que es conmovedora, pero también falsa. El nuevo burgués es un burgués revolucionario. A su manera es valiente, pues está libre de prejuicios; al no tener principios, no tiene freno; está preparado para todo, dado que la mayor parte de las cosas ya las ha vivido. En parte, colaboró activamente en la Revolución. Éste es el burgués del que Lenin, en 1918, escribiera: «¿Cómo se puede estar tan ciego y no ver que nuestro enemigo son el pequeño capitalista y el especulador? Éste, más que cualquier otro, es el que teme al capitalismo de Estado, pues su primer objetivo es, como se sabe, hacerse con todo aquello que haya quedado tras la caída de los terratenientes y los grandes especuladores. En este aspecto, es incluso más revolucionario que el obrero, pues, además, es vengativo. Presta con gusto su ayuda en la lucha contra la gran burguesía, a fin de cosechar para sus propios intereses los frutos de la victoria». Desde entonces, han pasado ocho años. El especulador cosecha los frutos de la victoria, y lleva camino de convertirse en un gran capitalista.
Pero en Rusia no solo se dan estos nuevos comerciantes e industriales activos y visibles. Hay muchos burgueses secretos, enmascarados, pasivos, por así decirlo. Han logrado ocultar o apropiarse de lingotes de oro durante la Revolución. Hoy ocupan distintos puestos, viven en una estrechez proletaria, hacen gala de salir adelante con cien rublos al mes, y lo que hacen es prestar su dinero, a un alto interés, a amigos menos miedosos, los cuales, en dos o tres años tendrán, a su vez, capital suficiente para poder prestar ellos mismos. Así es como, bajo cuerda, se sigue desarrollando una desenfrenada vida capitalista, un continuo comprar y vender, un tomar empréstitos y pagar intereses, una vida llena de peligros, que confiere al hábil y moderno hombre NEP los rasgos esenciales de un cabecilla de bandidos.
Todo esto no es suficiente para inquietar al proletariado. La gente rica —confían— se verá aplastada por las empresas del Estado, cada vez más numerosas. Dentro de cinco años no quedará ninguno de ellos. «Es un tiempo de transición», dicen los obreros. Se refieren a una transición hacia el Estado socialista.
Pero también los burgueses lo dicen: «Es un tiempo de transición», y se refieren a una transición hacia una democracia capitalista. Ambos esperan lo que ha de venir y, provisionalmente, no se molestan los unos a los otros de forma notable. Si es verdad que el proletariado constituye la clase dominante, también es seguro que la nueva burguesía es la clase beneficiada. El proletariado tiene todas las instituciones del Estado. Y la nueva burguesía tiene todas las instituciones de la confortabilidad. Entre ellas apenas hay superposición. Hay cohabitación. El teatro es propiedad del obrero. Pero en el palco se sienta el burgués. El obrero posee la consciencia de ser el señor y el arrendador del palco. Al burgués le molesta el ambiente, la ostentación revolucionaria, la idea de que un determinado transporte pueda ser requisado, que los impuestos aumenten. El proletario va al club, ve una película, juega al dominó, asiste a una conferencia, bebe un té en la barra por diez copecs y sabe que esa casa en la que ahora se encuentra el club perteneció una vez a un capitalista ahora expropiado. Esto representa un éxito evidente. El capitalista expropiado —u otro en su lugar— se dirige, por la tarde, al vestíbulo del Gran Hotel, donde si bien es verdad que cuelga un cuadro de Lenin, también hay uno de Fragonard, el Combat de la flüte, como en el comedor de mi tía, y donde la inevitable palma del apetito da sombra a cincuenta licores caros. Aquí ni siquiera los mendigos, que entran en todas partes, tienen acceso. Es un mundo exclusivo de la gran burguesía, como en Europa occidental. Dado que la propina no ha sido suprimida por ley —únicamente se ha convertido en algo indigno—, los camareros la aceptan con sumiso agradecimiento. Aquí no entra ningún proletario. Hace ocho o nueve años, asaltó esos mismos «palacios». Hoy espera que, algún día, sean desalojados.
El nuevo burgués no tiene intención de abandonarlos. También él espera que los clubes de obreros sean, algún día, desalojados. Ambos tienen paciencia…
Frankfurter Zeitung, 19 de octubre de 1926