V

Las maravillas de Astracán

En Astracán, la pesca y el comercio del caviar ocupan a mucha gente. El olor de estas actividades se extiende por toda la ciudad. Quien no tiene que venir forzosamente a Astracán la evita. El que ha ido alguna vez, no se queda por mucho tiempo. Entre las especialidades de la ciudad se encuentran las famosas pieles de Astracán, los gorros de piel de cordero, la «piel de los persas» de color gris plateado. Los peleteros tienen mucho que hacer. En verano e invierno (el invierno es aquí también cálido), los rusos, kalmukos y kirguises visten pieles.

Me han contado que, antes de la Revolución, en Astracán vivía gente rica. No me lo puedo creer. Me muestran sus casas, algunas de las cuales fueron aniquiladas durante la guerra civil. En sus ruinas se entrevé todavía una magnificencia carente de gusto y arrogante. De todos los atributos de una construcción, el que más tiempo perdura es la ostentación, y hasta el último ladrillo sigue siendo presuntuoso. Los que las edificaron han huido, viven en el extranjero. Es comprensible que se dedicaran al comercio del caviar. Pero ¿por qué razón vivían aquí, donde se cría el caviar (negro, azul y blanco) y donde los peces apestan de un modo tan implacable?

En Astracán hay un pequeño parque con una glorieta en el centro y una pérgola en una esquina. Por la tarde se paga la entrada, se entra en el parque y se siente el olor a peces. Como está oscuro, parece que cuelgan de los árboles. Las sesiones de cine tienen lugar al aire libre, igual que los primitivos cabarets. En algunos de éstos, las bandas interpretan canciones apacibles de tiempos pasados. Se bebe cerveza y se comen cangrejos rosados baratos. No pasa ni una hora sin que la gente añore Bakú. Desgraciadamente, el vapor solo pasa tres veces por semana.

Para poder pensar más intensamente en el vapor, me voy al puerto. Desde el muelle 18 zarpará uno hacia Bakú. Pasado mañana —¡qué lejos está pasado mañana!—. Hay kalmukos remando en sus botes, kirguises llevando del cabestro camellos a la ciudad, comerciantes de caviar alborotando en la factoría, campesinos echados despreocupadamente en la hierba durante dos días y dos noches esperando que llegue el barco, gitanos jugando a las cartas. Dado que aquí se ve con toda claridad que no viene aún ningún vapor, el ambiente en el puerto es más triste que en la ciudad. Un trayecto en carruaje de alquiler procura un remoto vislumbre de partida. Los asientos de estos carruajes son angostos, sin respaldo, sin techo, muy peligrosos, y los caballos llevan largas vestimentas blancas, a lo Ku Klux Klan, para protegerse del polvo, como si fueran a un torneo. Los cocheros entienden muy poco ruso y odian el empedrado. Así que circulan por las calles arenosas, puesto que el caballo va protegido. El cliente que inicia el trayecto con un traje negro llega al destino con uno plateado. Quien vaya de blanco, al final irá de gris de paloma. Los que van equipados para ir a Astracán llevan, como los caballos, largos guardapolvos con capuchas. Las noches escasamente iluminadas, se ven espectros transportados por caballos espectrales.

Aparte de esto, en Astracán hay una universidad técnica, bibliotecas, clubes y teatros, helados que destellan bajo una oscilante lámpara de arco, frutas y mazapán visibles tras nupciales velos de gasa. Yo rogaba que se calmara la plaga de polvo. Al día siguiente, Dios envió un aguacero. El techo de mi cuarto del hotel, acostumbrado al polvo, al viento y a la sequedad, se cayó al suelo espantado. Yo no había pedido tanta lluvia. Tronaba y relampagueaba. La calle estaba irreconocible. Los carruajes rodaban jadeando, con el barro hasta la mitad de las ruedas, las llantas desprendían grises pedazos, pesados, blandos, de fango. Los fantasmas se retiraron las capuchas y abrieron unos bien conocidos instrumentos humanos. Sobre el empedrado de la calle principal no podían pasar dos juntos al mismo tiempo. Uno tenía que darse la vuelta y retroceder por lo menos cinco metros, a fin de que el otro pudiera avanzar. La calle se cruzaba a saltos regulares. Era una suerte que solo hubiera una calle digna de tal nombre, y que en ella se encontraran las instalaciones más necesarias: hotel, papelería, oficina de Correos y pastelería.

Durante aquellos días en Astracán, la pastelería me parecía la institución más importante. La regentaba una familia polaca, a la que un destino implacable había desviado desde Czenstochau hasta aquí. Yo me dedicaba a describir minuciosamente a las mujeres los vestidos que se llevan en Varsovia. Incluso acerté a decir muchas cosas sobre la política polaca. Fui capaz de disipar, con habilidosa locuacidad, la preocupación que la gente abrigaba en Astracán respecto a una guerra entre Polonia, Rusia y Alemania. En esta ciudad, soy un ameno conversador.

Sin esa pastelería no hubiera podido trabajar: el café es el material más importante para escribir. Sin embargo, las moscas sobran. Y, empero, allí estaban, por la mañana, a mediodía, por la tarde. Las moscas, no los peces, constituyen el noventa y ocho por ciento de la fauna de Astracán. Son completamente inútiles, no son una mercancía, nadie vive de ellas, ellas viven de todos. Espesos enjambres negros se posan sobre alimentos, azúcar, cristales de ventanas, platos de porcelana, restos, arbustos y árboles, charcos de heces y montones de basura, e incluso sobre pelados manteles de mesa donde ningún ojo humano es capaz de ver nada comestible. Las moscas pueden sorber las moléculas de las sopas derramadas, de los restos de materia seca hace ya mucho tiempo, como si fueran cucharas. Sobre las blusas blancas que la mayoría de la gente viste aquí, se posan miles de moscas, seguras y ensimismadas, y no echan a volar cuando su anfitrión se mueve, están sentadas sobre sus hombros durante dos horas; las moscas de Astracán carecen de nervios, exhiben una tranquilidad propia de grandes mamíferos, como la de los gatos, y de sus enemigos del mundo de los insectos, las arañas… Esto me admira, y lamento que estos últimos animales, inteligentes y humanos, no vengan en bandadas a Astracán, donde podrían convertirse en miembros útiles de la sociedad humana. Es verdad que, en mi habitación, viven ocho arañas de cruz, animales sosegados, astutos, plácidas compañeras de las noches en vela. De día duermen en sus habitáculos. Al atardecer, ocupan sus puestos, dos de ellas, las más destacadas y peligrosas, en las inmediaciones de la lámpara. Se quedan mirando, larga, pacientemente, a las moscas desprevenidas, trepan con sus finas patas del grosor de un cabello por redes surgidas de la nada y de su saliva que reparan sin quitar el ojo, ponen cerco a su presa dando rodeos cada vez más amplios, se agarran hábilmente de cualquier granito de arena que sobresalga del muro, trabajan dura e inteligentemente, ¡pero qué exigua es la recompensa! En la habitación zumban miles de moscas, ¡yo desearía que acudieran de una vez veinte mil arañas venenosas, un ejército de arañas! De quedarme en Astracán, las cuidaría y les dedicaría más atención que al caviar.

Pero las gentes de Astracán solo se ocupan de éste. A las moscas ni las notan. Ven como estos insectos asesinos no cesan de devorar su carne, su pan, sus frutas, y no mueven un dedo. Es más, mientras las moscas se pasean por sus barbas, narices y frentes, hablan apaciblemente y se ríen. En la pastelería se ha abandonado toda lucha contra las moscas, ni siquiera se molestan en cerrar las vitrinas, se las alimenta abundantemente con azúcar y chocolate, directamente se las mima. El papel matamoscas, inventado por un americano, y que, entre todas las bendiciones de la cultura, es la que yo más hondamente he odiado, se me aparece, en Astracán, como una obra del más noble humanitarismo. Pero en todo Astracán no hay ni una sola tira de aquella valiosa materia amarilla. Pregunto en la pastelería: «¿Por qué no tienen ustedes ningún papel matamoscas?». La gente sale con evasivas y dice: «¡Ah, si usted hubiera visto Astracán en la época anterior a la guerra, incluso dos meses antes de la Revolución!». Es lo que dicen el hostelero y el negociante. Con su resistencia pasiva, apoyan a las reaccionarias moscas. Un día, estos animalillos se comerán la gran Astracán, los peces y el caviar.

Antes que a las moscas de Astracán prefiero a los mendigos, que aquí abundan más que en cualquier otra ciudad. Deambulan lentamente por las calles como si fueran tras su propio cadáver, suspirando con fuerza, cantando, gritando sus penalidades, desahogándose por todas las cervecerías, solo reciben un copec de mí, ¡y de este único copec viven! De todas las rarezas de Astracán, ellos son lo más sorprendente…

Frankfurter Zeitung, 12 de octubre de 1926