En el Volga hasta Astracán
El vapor del Volga, que va desde Nishni-Novgorod hasta Astracán, descansa, blanco y festivo, en el puerto. La escena nos recuerda a un domingo. Un hombre agita una campana pequeña e inesperadamente chillona. Los estibadores corren por el muelle de madera, vestidos únicamente con sus pantalones de punto y un vellón de piel para la carga. Parecen boxeadores. Hay cientos de ellos ante las taquillas. Son las diez de la mañana de un día claro. Sopla un viento jovial. Todo se asemeja a la llegada de un nuevo circo a la ciudad.
El vapor del Volga lleva el nombre de un famoso revolucionario ruso y ofrece a los pasajeros cuatro clases. En primera viajan los nuevos burgueses rusos, los hombres NEP, rumbo a sus vacaciones de verano, en el Cáucaso y en Crimea. Comen en la sala comedor, a la escasa sombra de una palmera, frente al retrato del famoso revolucionario. La imagen de éste cuelga sujeta con clavos por encima de la puerta. Las jóvenes hijas de los burgueses tocan el duro piano. Suena como el tintineo de cucharas metálicas contra los vasos de té. Los padres juegan al tresillo y se quejan del Gobierno. Algunas madres muestran una clara preferencia por los chales de color naranja. El camarero no tiene, en absoluto, conciencia de clase. Cuando los barcos de vapor llevaban aún nombres de grandes príncipes, él ya era camarero. Una propina enciende en su rostro aquella expresión de respeto servil que hace olvidar toda la Revolución.
La cuarta clase se encuentra abajo del todo. Los pasajeros de esta clase arrastran pesados fardos, cestas baratas, instrumentos musicales y herramientas de campo. Aquí están representadas todas las naciones que viven a la vera del Volga y más allá, en la estepa y en el Cáucaso: chuvasios, chuvanos, gitanos, judíos, alemanes, polacos, rusos, cosacos, kirguises. Hay aquí católicos, ortodoxos, mahometanos, lamaístas, paganos, protestantes. Hay ancianos, padres, madres, muchachas, niños. Aquí hay pequeños trabajadores del campo, artesanos pobres, músicos ambulantes, corsarios ciegos, buhoneros, limpiabotas imberbes y esos niños sin techo, los bezprizorni, que viven del aire y del infortunio. Todas esas personas duermen en cajones de madera, en dos pisos superpuestos. Comen calabazas, buscan piojos en las cabezas de los niños, amamantan bebés, lavan pañales, cuecen té y tocan la balalaica y la armónica.
Durante el día, este angosto espacio es escandalosamente ruidoso e indigno. Pero durante la noche el recogimiento se adueña de él. ¡Tan sagrado aspecto presenta la pobreza durmiente! En todas las caras se posa el auténtico pathos de la ingenuidad. Todos los rostros son como portones abiertos a través de los cuales uno penetra en almas blancas, claras. Hay manos desconcertadas que intentan protegerse de las angustiosas lámparas como si de moscas impertinentes se tratase. Hay hombres que ocultan sus cabezas entre el cabello de las mujeres, campesinos que abrazan las santas guadañas y niños que se aferran a sus pringosas muñecas. Las lámparas se balancean al ritmo machacón de las máquinas. Muchachas de rojas mejillas descubren sonriendo sus dientes bien separados, blancos y fuertes. Una gran paz se extiende sobre este pobre mundo, y, mientras duerme, el ser humano se muestra como un ser totalmente pacifista.
El simple simbolismo de dividir entre «arriba y abajo» a ricos y pobres no se puede aplicar al pasaje del vapor del Volga. Entre los pasajeros de cuarta clase se encuentran aldeanos ricos, entre los de primera no siempre hay comerciantes ricos. El campesino ruso prefiere viajar en cuarta clase. Ésta no sale, únicamente, más barata. El campesino se halla más a gusto allí. La Revolución le ha liberado de la actitud servil ante el «señor», pero todavía dista mucho de haberle liberado de esa actitud ante el objeto. En un restaurante donde haya aunque solo sea un mal piano, el campesino no puede comer su calabaza con apetito. Durante un par de meses viajaron todos en todas las clases. Luego se separaron, casi de forma espontánea.
«¿Ve usted —me decía un americano del barco— lo que la Revolución ha conseguido? ¡La gente pobre se apretuja allá abajo, y los ricos juegan al tresillo!». «¡Pero ésta es la única actividad —le repliqué yo— a la que pueden entregarse sin preocupación! El limpiabotas más pobre que viaja en cuarta clase es, hoy en día, consciente de que podría subir adonde nosotros estamos con solo quererlo. Pero los ricos NEP están temiendo que, en cualquier momento, le dé por subir. En nuestro vapor, “arriba” y “abajo” hace ya mucho tiempo que han dejado de ser apreciaciones simbólicas, son clasificaciones puramente objetivas. Tal vez algún día vuelvan a ser de nuevo simbólicas».
«Lo serán de nuevo», aseguró el americano.
El cielo sobre el Volga es cercano y liso y está salpicado de nubes inmóviles. A ambos lados, tras las dos orillas, se percibe, a mayor distancia, cada árbol que sobresale, cada pájaro que alza el vuelo, cada animal que está pastando. Aquí, un bosque da la impresión de ser una creación artificial. Todo tiende a expandirse y esparcirse. Aldeas, ciudades y pueblos están muy lejos entre sí, allí se alzan, rodeados de soledad, los caseríos, las chozas, las tiendas de gentes nómadas. Las distintas etnias no se mezclan. Incluso el que se ha asentado allí continúa siendo, de por vida, un peregrino. Esta tierra da la sensación de libertad que, entre nosotros, solo producen el agua y el aire. Aquí ni siquiera los pájaros querrían volar si pudieran caminar. Pero el ser humano se desliza por el paisaje como si estuviera en el cielo, veloz y sin meta, un pájaro en la tierra.
El río es como la tierra: ancho, de longitud infinita (desde Nishni-Novgorod hasta Astracán hay más de dos mil kilómetros), y muy lento. Solo más adelante se elevan, en sus orillas, las «colinas del Volga», cubos de escasa altura. Sus desnudas entrañas de roca se han vuelto hacia el río. Están allí únicamente por variar, las ha creado un Dios con ganas de jugar. Tras ellas se extiende, de nuevo, la llanura, de la que los horizontes se apartan cada vez más, hasta más allá de la estepa.
Una estepa que lanza su vasto hálito sobre las colinas, sobre el río. Se saborea el amargor del infinito. La vista de las grandes montañas y del mar sin riberas hace que uno se sienta perdido y amenazado. Ante la amplia llanura, el ser humano se siente perdido, pero encuentra consuelo. No es más que una brizna, pero no puede desfallecer: es como un niño que se despierta a primera hora de una mañana de verano, cuando todos duermen aún. Se está perdido y protegido a la vez en la quietud ilimitada. Cuando zumba una mosca, cuando se oye el ahogado tictac del péndulo de un reloj, esos ruidos encierran la misma tristeza consoladora, por supraterrena y atemporal, que la inmensidad de la llanura.
Atracamos ante aldeas cuyas casas son de madera y barro, cubiertas con ripias y paja. A veces, la ancha, benévola y maternal cúpula de una iglesia descansa en medio de las cabañas, sus hijas. Otras veces la iglesia encabeza una larga fila de cabañas y tiene sobre la cúpula una torre larga, fina, puntiaguda, enristrada como una bayoneta francesa de cuatro ángulos. Es una iglesia armada. Guía a una aldea trashumante. Ante nosotros se despliega Kazán, la capital de los tártaros. Sus variopintos establecimientos de venta causan un gran estrépito junto a las orillas. Nos saluda con las ventanas abiertas, como si fueran banderas de cristal. Se oye el trote de los carruajes de alquiler. Se ve el resplandor verde y dorado del atardecer sobre las cúpulas.
Una carretera conduce desde el puerto hasta Kazán. Ayer llovió, la carretera es un río. En la ciudad murmuran estanques silenciosos. Es raro que afloren restos del empedrado. Los rótulos de las calles y los letreros de las tiendas están embarrados, ilegibles. Son, por cierto, doblemente ilegibles, ya que, en parte, están escritos en los antiguos caracteres turco-tártaros. Por eso los tártaros prefieren sentarse ante sus negocios y mostrar sus mercancías al viandante. Según se dice, son buenos comerciantes. Lucen perillas negras. Desde la Revolución, el ancestral hábito étnico del analfabetismo se ha reducido un veinticinco por ciento. Hoy son muchos los que saben leer y escribir. En las librerías se encuentran escritos tártaros, y los vendedores de prensa ofrecen a gritos sus publicaciones en esa lengua. Funcionarios tártaros atienden en las ventanillas de correos. Un empleado me explicó que los tártaros eran el pueblo más valiente de todos. «Pero están mezclados con finlandeses», advertí maliciosamente. El funcionario se sintió ofendido. A excepción de los hosteleros y los comerciantes, todos están contentos con el Gobierno. Los aldeanos tártaros lucharon en la guerra civil, ora con los rojos, ora con los blancos. Muchas veces ignoraban qué era lo que estaba en cuestión. Hoy, todas las aldeas del distrito de Kazán están politizadas. La juventud forma parte de las organizaciones del Komsomol. Como en la mayoría de los pueblos musulmanes de Rusia, también entre los tártaros la religión es más una cuestión de hábito que de fe. Más que reprimir una necesidad, la Revolución ha acabado con una costumbre. Aquí, como en todos los territorios de los distritos del Volga, los campesinos pobres están contentos. Los campesinos ricos, a los que se les ha quitado mucho, están descontentos, como en todos los sitios, como los alemanes en Pokrovsk, como los campesinos de Stalingrado y los de Sarátov.
Por cierto, que las aldeas del Volga —si exceptuamos las alemanas— suministran al Partido los miembros juveniles más devotos. En las regiones del Volga el entusiasmo político surge con más frecuencia del campo que del proletariado urbano. Muchas aldeas de aquí estaban totalmente alejadas de la cultura. Los chuvasios, por ejemplo, continúan siendo, hasta hoy, «paganos» en secreto. Tienen sus ídolos, a los cuales adoran y a quienes ofrecen sacrificios. Para el ingenuo hombre primitivo de las aldeas del Volga, «comunismo» significa tanto como… «civilización». Para el joven chuvasio, el cuartel urbano del Ejército Rojo es un palacio, y el palacio —al que él también tiene acceso— es como un séptimo cielo centuplicado. La electricidad, el periódico, la radio, el libro, la tinta, la máquina de escribir, el cine, el teatro, es decir, todo lo que a nosotros tanto nos cansa, vivifica y renueva al hombre primitivo. Todo lo ha hecho «el Partido». No solo ha derribado a los grandes señores, sino que también ha inventado el teléfono y el alfabeto. Ha enseñado la gente a estar orgullosa de su pueblo, de su pequeñez, de su pobreza. Ha convertido en un mérito su humilde pasado. Su instintiva desconfianza de aldeano ha cedido ante la afluencia de tantas maravillas. Pero a su sentido consciente y crítico aún le queda mucho para estar despierto. De manera que se convierte en un fanático de la nueva fe. El «sentimiento colectivista», del que carece el campesino, lo sustituye, duplicándolo o triplicándolo, por un sentimiento de éxtasis.
Las ciudades del Volga son las más tristes que he visto jamás. Me recuerdan a las ciudades destruidas en la zona de guerra francesa. Estas casas ardieron en la guerra civil de los rojos; y, luego, sus ruinas vieron galopar por sus calles al blanco jinete del hambre.
Cien veces, mil veces murieron sus gentes. Comían gatos, perros, cuervos y ratas, y a sus famélicos hijos. Se mordían las manos y bebían su propia sangre. Escarbaban en el suelo en busca de gordas lombrices de tierra y de blanca caliza, que la vista pudiera tomar por queso. Dos horas después de haber comido morían entre tormentos. ¡Que estas ciudades vivan aún! ¡Que su gente siga regateando y cargando con bultos y vendiendo manzanas, que siga engendrando y pariendo hijos! Ahora ya va creciendo una generación que no conoce el horror, ya se alzan andamios, ya hay carpinteros y albañiles ocupados en construir lo nuevo.
No me extraña que estas ciudades solo sean hermosas cuando se ven desde arriba y a distancia; que en Samara un carnero me bloqueara la entrada del hotel; que un aguacero cayera en mi habitación de Stalingrado; que las servilletas sean de un coloreado papel de embalar. ¡Si se pudiera pasear sobre los hermosos tejados en vez de tener que hacerlo sobre su accidentado empedrado!
En todas las ciudades de la región del Volga se pueden vivir idénticas experiencias con sus gentes: en todos los sitios los comerciantes están descontentos y los obreros son optimistas aunque estén cansados, los camareros respetuosos y poco fiables, los porteros humildes, los limpiabotas serviciales. Y por todas partes la juventud es revolucionaria; hasta la mitad de los jóvenes de la burguesía está en las organizaciones de los Pioneros y del Komsomol.
Por lo demás, las personas se orientan según mi indumentaria: si calzo botas y no llevo corbata, la vida resulta, de repente, fantásticamente barata. La fruta cuesta un par de copecs, un trayecto en un carruaje de alquiler asciende a medio rublo, se me considera un refugiado político extranjero que vive en Rusia, se me llama «camarada», los camareros tienen conciencia proletaria y no esperan propina alguna, los limpiabotas se contentan con diez copecs, los comerciantes se muestran satisfechos con la situación, en la oficina de Correos los campesinos me ruegan que les escriba, «con letra clara», una dirección en su carta. ¡Pero qué caro es el mundo si me pongo una corbata! Me llaman grazhdanin (ciudadano) e incluso, tímidamente: gospodin (señor). Los mendigos alemanes me dicen: Herr Landsmann (señor compatriota). Los comerciantes empiezan a quejarse de los impuestos. El acompañante del coche espera que le dé un rublo. El camarero del vagón restaurante cuenta que ha estudiado en una escuela de comercio y que, «en el fondo, es una persona inteligente». Lo demuestra sacando veinte copecs. Un antisemita me confiesa que, con la Revolución, solo han ganado los judíos. ¡Se les ha permitido ir a vivir «incluso a Moscú»! Un hombre me quiso impresionar contándome que durante la guerra había sido oficial y estuvo prisionero en Magdeburgo. Un hombre NEP me amenaza: «¡Usted no podrá ver todo lo que pasa aquí!».
Entretanto, me parece que puedo ver en Rusia tanto, o tan poco, como en otros países extranjeros. Hasta ahora, en ningún otro país me había invitado gente desconocida con tanta naturalidad y franqueza como aquí. Puedo entrar libremente en oficinas, juzgados, hospitales, escuelas, cuarteles, calabozos y prisiones, así como entrevistarme con jefes policiales y profesores de universidad. El ciudadano critica con un tono más alto y cáustico de lo que resultaría grato para un extranjero. En cada mesón puedo hablar tanto con el soldado como con el jefe de regimiento del Ejército Rojo sobre la guerra, el pacifismo, la literatura y el armamento. En otros países es más peligroso. Probablemente la policía secreta sea tan hábil que ni la noto.
Los famosos estibadores del Volga siguen cantando sus célebres canciones. En los cabarets rusos de Occidente, los burlakí se presentan a la luz de unos focos violetas, acompañados por una ahogada melodía de violines. Pero los auténticos burlakí son más tristes de lo que pueden imaginar aquellos intérpretes. A pesar del lastre de la tradición romántica, su canto penetra de un modo profundo y punzante en sus oyentes.
Son, probablemente, los hombres más fuertes de esta época. Cada uno de ellos puede cargar a su espalda doscientos cuarenta kilogramos, levantar de la tierra hasta cien kilos, hacer trizas una nuez cogida entre el dedo índice y el dedo medio, balancear un remo con dos dedos, comer tres calabazas en cuarenta y cinco minutos. Tienen el aspecto de monumentos de bronce cubiertos con una piel humana y revestidos con una pelliza de cargador. Ganan mucho, relativamente: de cuatro a seis rublos de promedio. Son fuertes, sanos, viven libremente junto al río. Pero nunca los he visto reír. No están nunca contentos. Beben aguardiente. El alcohol aniquila a estos gigantes. Desde que se transportan mercancías en el Volga, aquí viven los estibadores más fuertes, y todos son bebedores. En la actualidad, en el Volga navegan más de doscientos vapores, con unas 85 000 toneladas de tara máxima y una capacidad total de 50 000 toneladas de mercancías. Y 1190 barcos sin motor con una carga total de casi dos millones de toneladas. Pero los estibadores siguen ocupando el lugar de las grúas, como hace más de doscientos años.
Su canto no sale de la garganta, sino de ignotos y hondos rincones del corazón donde se entretejen canto y destino. Cantan como condenados a muerte. Cantan como galeotes. El cantor jamás se librará de su piel de portador ni del aguardiente. ¡Semejante bendición es el trabajo! ¡Semejante grúa el ser humano!
Es raro que uno oiga una canción entera, siempre suelen oírse estrofas sueltas, un par de cadencias. La música es un instrumento mecánico, opera como una palanca. Hay canciones para ser cantadas mientras se tira en grupo de las cuerdas, otras para alzar peso, para descargar, para bajar las cosas lentamente. Los textos son antiguos y primitivos. He oído distintos textos con las mismas melodías. Algunos tratan de la vida pesada y de la muerte ligera, de mil pud[3], de muchachas y de amor. Tan pronto como la carga está convenientemente estibada en la espalda, el canto se interrumpe. Luego, el hombre es una grúa.
Es imposible volver a oír de nuevo el vidrioso piano y ver jugar al tresillo. Dejo el vapor. Tomo asiento en un barco diminuto. Dos cargadores duermen a mi lado una breve siesta sobre un rollo de gruesa maroma. Dentro de cuatro o cinco días estaremos en Astracán. El capitán ha mandado a la cama a su mujer. Él es su propia tripulación. Ahora asa su shashlik. Probablemente quedará grasiento y duro, y me lo tendré que comer…
Antes de que yo bajara del barco, el americano dibujó con el índice un gran arco, señalando la tierra rica en cal y barro y la playa de arena, y dijo:
«¡Cuánto material valioso sin aprovechar! ¡Qué playa para gente necesitada de vacaciones y enfermos! ¡Qué arena! ¡Si todo esto, junto con el Volga, estuviera en el mundo civilizado!».
«Si estuviera en el mundo civilizado, las fábricas echarían aquí sus humos, traquetearían las motoras, se columpiarían las grúas, la gente se pondría enferma para, luego, restablecerse en la arena a dos millas de distancia, y no existiría, con toda seguridad, este paisaje desierto. A una cierta distancia de las grúas se esparcirían restaurantes y cafés, con terrazas oxigenadas. Las orquestas interpretarían La canción del Volga y algún brioso charleston sobre sus olas, con texto de Arthur Rebner y Fritz Grünbaum…».
«¡Ah, un charleston!», exclamó el americano regocijado.
Frankfurter Zeitung, 5 de octubre de 1926