III

Fantasmas en Moscú

¿Quién me sale al encuentro, resplandeciente, en el cartel publicitario? El maharajá. ¡En el centro de Moscú! Gunnar Tolnaes[1], el mudo tenor de los confines norteños, avanza victorioso entre el fragor de los cañonazos, la sangre y la Revolución, invulnerable, como todo fantasma genuino. Lo acompañan los más añejos dramas cinematográficos de Europa y América, Las salas donde se representan se llenan hasta los topes. ¿No esperaba evadirme de los maharajás y compañía cuando decidí viajar hasta aquí? No he venido para ver algo así. ¿Es que los rusos nos mandan a nosotros El acorazado Potemkin y se hacen enviar, a cambio, a Gunnar? ¡Vaya trueque! ¿Somos nosotros los revolucionarios y ellos los filisteos? ¡Qué mundo más loco!… En el centro de Moscú se puede ver la representación de El maharajá

En los escaparates de las pocas tiendas de moda femenina cuelgan vestidos de corte antiguo, largas y anchas formas de campana. En los talleres de las modistas pueden contemplarse las más rancias formas de sombreros. Y también sobre las cabezas de las ciudadanas. Portan sombreros de anchas alas con airones, tricornios napoleónicos y casquetes con velos; lucen largas melenas y vestidos largos hasta los tobillos. Esta indumentaria no es solo consecuencia de la necesidad, sino también, en parte, una manifestación de conservadurismo. Se han quedado, justamente, en la época de las sombrillas.

Entré a ver El maharajá, para comprobar quién iba a verlo: viejos casquetes, velos, corsés y sombrillas.

Llegaba la antigua burguesía golpeada. Se le nota que no ha sobrevivido, sino que solo se ha sobrepuesto a la Revolución. En estos últimos años, su gusto no ha experimentado cambio alguno. No ha seguido el camino de las capas altas y medias de la sociedad europea y americana, el camino que lleva de El sueño de una noche de verano a la revista musical con artistas negros, de las condecoraciones de guerra a las fiestas conmemorativas, de la veneración por los héroes a la veneración por los boxeadores, del cuerpo de ballet al batallón de cabaretistas, y de los empréstitos bélicos al monumento al Soldado Desconocido. La vieja burguesía rusa se ha quedado en el año 1917. Le gustaría ver en el cine la moral, las costumbres, el destino y el mobiliario de sus contemporáneos: unos oficiales no enrolados, por ejemplo, en el Ejército Rojo, sino clientes asiduos aún del casino feudal; unas pasiones amorosas que llevan, según los viejos usos, a las algazaras de las vísperas de boda, y no a la ceremonia matrimonial soviética ante un funcionario del registro; las posibilidades de un duelo entre hombres de honor; unos escritorios con frontispicios, aparadores con figurillas y un erotismo romántico. Quisiera recrearse una vez más en el mundo en el que ya se ha vivido, aquél en el que sin duda se vivía en la incerteza, pero que hoy en día se considera paradisíaco. Razón por la cual aquí se agotan las entradas para los viejos melodramas cinematográficos. En París, estos melodramas se proyectan ya en una sección titulada, burlonamente, «Veinte minutos de antes de la Guerra». El burgués francés se ríe ante el mismo destino que su compañero de clase ruso asume con la más seria tensión.

Hablo ahora del burgués ruso antiguo. No obstante, aflora ya uno nuevo que ha surgido en el seno de la Revolución, que lo ha dejado con vida. Con la venia de la Revolución le está permitido hacer negocios, y sabe muy bien como soslayar sus limitaciones. Fuerte, vivo, hecho de un material completamente distinto al de su predecesor, medio filibustero, medio comerciante, lleva con una cierta desgana su calificativo de «hombre NEP[2]», que tiene ecos degradantes en todo el país e incluso allende las fronteras. Tal como es, ajeno a cualquier clase de sentimentalidad, no se deja encandilar por nada, ni por una visión del mundo, ni por los objetos, ni por las modas, ni por los productos literarios y artísticos, ni por moral alguna. Se diferencia con toda nitidez del burgués antiguo, se diferencia con toda nitidez del proletariado. Solo dentro de algunos años habrá adquirido las formas, las tradiciones y los engaños convencionales que le resultan adecuados…, siempre que siga vivo…

No hablo, por tanto, de él, sino del burgués de antes y del «intelectual» de antes. A éste ya no le queda ninguna fuerza vital. Su noble y pequeño idealismo revolucionario, su bondadosa pero estrecha liberalidad, han sido asfixiados por el gran incendio de la Revolución, como se apaga una vela en una casa en llamas. Presta al Estado soviético sus servicios. Vive con escasos honorarios, y sigue aún con su antigua forma de vida, si bien a una escala sumamente reducida. Conserva todavía un par de horribles souvenirs de Karlsbad, un álbum familiar, un diccionario enciclopédico, un samovar y libros con lomos de cuero. En plácidas veladas, su mujer toca el piano. Pero el sentido de su existencia era el siguiente: ser un miembro útil de la sociedad burguesa y, en la medida de sus posibilidades, hacer de su hijo alguien importante. Las solemnidades sociales de su tranquila existencia se reducían a las pequeñas condecoraciones y los pequeños ascensos en su carrera, los aumentos de sueldo, las fiestas privadas de la familia y a tener un yerno de confianza.

Nada de esto ha permanecido. Su hija ya no le pregunta antes de encerrarse con algún hombre en su habitación. A su hijo, él ya no puede impartirle «principios básicos» para la vida. El hijo sabe desenvolverse con más precisión que él en la actualidad rusa, y en ésta es él quien guía a su padre como si fuera un ciego. El padre será enterrado sin rango ni honores. (Hasta la muerte ha perdido su solemnidad). Es cierto que él sirve hoy a los nuevos mandatarios con su viejo sentido del honor y la fidelidad, que constituye la más hermosa virtud del burgués. Incluso puede estar contento con este mundo y defenderlo. Y sin embargo…, sin embargo, es un extraño y está muerto en él. El hecho de que no haya deseado este mundo ni haya luchado por él, y que, no obstante, el mundo se haya convertido en lo que hoy es, lo coloca ya al margen de sus auténticos límites internos. Siempre le resultará incomprensible la sangrienta resolución que ha dado a luz a ese mundo. Su marcado sentido de la justicia no puede darse por satisfecho con la imperfección de los nuevos dispositivos. Acecha los errores del nuevo inundo con un ojo mucho más rápido y crítico que antaño los del viejo. También ante éstos protestaba. Pero era, al fin y al cabo, una criatura suya, incluso sublevándose en silencio. (Nunca lo hizo en voz alta). Y así sucede que la misma burguesía liberal que, en Rusia, simpatizó en 1905 con el auténtico acorazado Potemkin amotinado, que en Odesa saludó la bandera roja de los rebeldes y que, finalmente, fue abatida a tiros por los cosacos, esa misma burguesía ya no quiere ver ni en pintura el Potemkin filmado.

Las aberraciones estéticas del burgués de preguerra; un cierto éxtasis, fresco y jovial, desprevenido, de la juventud prebélica; un celo estrecho completamente singular, que es como una flecha roma y que, en consecuencia, solo afecta a la superficie; un consciente alejamiento de todo aquello que, erróneamente, era considerado un «lujo» e «inútil» en la década de 1890; una renuncia voluntaria a la comodidad intelectual y a aquella gracia de lo humano que bordea ya lo metafísico; una confusión pertinaz de las grandes y amplias tendencias —claro que no pertenecientes a la política del día— con lo meramente bonito y sin tendencias, lo «lúdico-burgués»… Todo eso es, de nuevo, el fantasma de lo revolucionario. Eso lo han tomado del liberalismo ilustrado de la pequeña burguesía francesa. Ésos son los fantasmas del día, sanos, de sonrosadas mejillas, robustos. Tienen demasiada carne y demasiada sangre para estar vivos.

Se ha desterrado completamente de las escuelas a Homero, como si de una especie de «enseñanza religiosa» se tratara. No se volverán a contar en Rusia los pies de un hexámetro. Se ha llevado a efecto, por así decirlo, una separación completa entre el Estado y las humanidades. Por consiguiente, Sófocles, Ovidio y Tácito tienen que ser entendidos como representantes de la intelectualidad «burguesa». El pecado perpetrado por los profesores burgueses de filología clásica con la Antigüedad lo ha de pagar, públicamente, esta misma. ¡Qué oportunidad perdida para desenmascarar, de un modo realmente revolucionario, las mentiras de los viejos comentarios! De mostrar lo alejada que estaba la realidad histórica e incluso la verdad interior de aquellos gestos nobles y «clásicos» transmitidos; la gran diferencia entre los héroes aristocráticos que mandaban las trirremes y los miles de esclavos que, fuertemente encadenados a los bancos de remos, conducían la flota contra un «enemigo» que era su propio hermano; lo cruel, insensata y bárbara que fue la muerte de los Trescientos en las Termopilas luchando por una patria que no dedicaba a sus víctimas más que dos versos; la oportunidad de preguntarse qué pasó con las viudas y los huérfanos de esos Trescientos, de enseñar que Patroclo sigue muerto en su tumba y que Tersites vuelve una y otra vez; de leer la terrible profanación del cadáver de Héctor perpetrada por Aquiles tal como la describe Homero, es decir, de manera que a todos nos recorra un escalofrío de horror ante el comportamiento de ese protegido de los dioses, dioses ciegos, injustos, crueles —una clase dominante, por así decirlo, de la Antigüedad—; la oportunidad de presentar las serviciales y aduladoras dedicatorias de Ovidio no solo como ejemplos del estilo «épico antiguo» del latín, sino como la muestra repulsiva de una época en la que un creador —y por tanto también un trabajador— traiciona su propio trabajo y reniega de su dignidad… ¡Todo eso pretende dejar de lado la Revolución en Rusia! Mientras tanto, protegerá en la escuela lo «práctico», algo que, indudablemente, sirve para mañana, pero no para pasado mañana. Renuncia al material fundamental sobre el que podría cimentar sus casas, el mismo con el que el viejo mundo construyó sus templos y palacios…

En gran parte de la vida intelectual de Rusia se respira un aire que, entre nosotros, fue un aire fresco hace más de veinte años. Era una época en la que el «cuello de camisa a lo Schiller» desnudaba, en cada pecho varonil, un racionalismo apasionado por la naturaleza. Entonces hacía estragos la «iniciación a la vida sexual», que, como es sabido, pretende alzar levemente los velos, pero abre de par en par las puertas. La higiene se convierte en una epidemia. Una literatura que trabaja con medios artísticos pequeñoburgueses se protege a sí misma con esas tendencias de la época, cubiertas con una gruesa capa de pintura; de manera que, para no vulnerar la Revolución es mejor no tocarla. Muchas exposiciones de artes plásticas se caracterizan por un simbolismo barato que vuelve a traducir las metáforas lingüísticas a su originario estilo pictórico y formal, es decir, que expresa con colores las figuras del lenguaje verbal. Hay carteles con letras que, de tan claras, se vuelven ilegibles, arcos que se convierten en gabletes, círculos en rectángulos, redondeces oscilantes en obtusos trapecios.

Que Dios ha dejado de existir porque el Estado ya no mantiene a los popes, parece la convicción de la mayoría. Semejante ingenuidad relativa a cuestiones metafísicas solo se encuentra, con tal grado de perfección, en América. Y, de hecho, en Moscú tuvo lugar una discusión pública entre el líder de una de las frecuentes delegaciones americanas y un profesor moscovita en torno a la existencia de Dios y la compatibilidad de la fe con la visión marxista del mundo. Y era como estar en un club neoyorquino…

Claro que tampoco sería posible de otro modo. Tal vez sea necesario que la gran masa del pueblo pase primero por la superficialidad del conocimiento. ¡Hace tan pocos años que ha sido liberada de la más profunda ceguera! Probablemente tendrá que transcurrir aún mucho tiempo hasta que lo realmente nuevo en la creación se convierta en algo común. Pues aquí ha surgido un nuevo modo de producir y percibir, de escribir y leer, de pensar y escuchar, de enseñar y experimentar, de pintar y contemplar. Junto a ello, el resto sigue siendo lo que es: fantasmal.

Frankfurter Zeitung, 28 de septiembre de 1926