II

La frontera de Negoréloye

La frontera de Negoréloye es una gran sala marrón, de madera, en la que todos nosotros tenemos que entrar. Afables mozos de estación han sacado nuestras maletas del tren. La noche es negrísima, hace frío y llueve. Por eso los maleteros se han mostrado tan amables. Con sus delantales blancos y sus fuertes brazos corrían a ayudarnos, cuando como extraños, nos topamos con la frontera. Antes ya de bajar del tren, un hombre acreditado para hacerlo se había quedado con mi pasaporte, robándome la identidad. Así que atravesé la frontera sin ser del todo yo. Se me hubiera podido confundir con cualquier otro viajero. Aunque es cierto que, más tarde, quedó claro que los aduaneros rusos no me confundían con nadie. Más inteligentes que sus colegas de otros países, sabían cual era el objeto de mi viaje.

En la sala de madera, ya se nos esperaba. Del techo colgaban, cálidas y amarillas, unas lámparas eléctricas encendidas. Sobre la mesa, junto a la que se sentaba el jefe de los aduaneros, ardía —amable saludo de otra época— una lámpara de petróleo con un mechero circular, y nos sonreía. El reloj de pared mostraba la hora de Europa oriental. Los viajeros, diligentes en ponerse de acuerdo con él, adelantaron sus relojes una hora. O sea, que ya no eran las diez, sino las once. A las doce teníamos que proseguir nuestro viaje.

Eramos pocas personas, pero muchas maletas. La mayor parte pertenecía a un diplomático. Según prescribía la ley, permanecieron sin tocar. Tenían que llegar a su destino vírgenes, tal como habían sido preparadas antes de iniciar el viaje, pues contenían los así llamados «secretos de Estado». En cambio, se las enumeró meticulosamente. Eso duró mucho tiempo. El diplomático mantenía ocupados a nuestros aduaneros más competentes. Y, entretanto, iba transcurriendo ese tiempo europeo-oriental.

Fuera, en la húmeda negrura de la noche, se había alineado el tren ruso. La locomotora rusa no silba, sino que brama como la sirena de un navío, extensa, serena y oceánica. Si se contempla la mojada noche a través de las ventanas y se oye la locomotora, es como si uno estuviera a orillas del mar. La sala empieza a resultar casi acogedora. Las maletas comienzan a desplegarse, a alzarse, como si tuvieran calor. Del voluminoso equipaje de un comerciante de Teherán se escapan juguetes de madera, serpientes, gallinas y caballos balancín. Pequeños tentetiesos se mecen con suavidad sobre su pesada panza de plomo. Sus coloridos y cómicos rostros, chillones a la luz de la lámpara de petróleo, oscurecidos intermitentemente por sombras de manos que se deslizan raudamente ante ellos, cobran vida, cambian su expresión, sonríen maliciosamente, ríen y lloran. Los juguetes se encaraman a una balanza de cocina, se dejan pesar, ruedan de nuevo por la mesa y se envuelven en un susurrante papel de seda. Del equipaje de una joven, hermosa y algo desesperada mujer surgen relucientes pedazos de seda multicolor, cintas de un arco iris troceado. Y luego lana que se hincha, respirando a conciencia y en libertad, tras largos días de existencia comprimida y sin aire. Angostos zapatos grises con hebillas plateadas se desprenden del papel de periódico que debía cobijarlos: la cuarta página del Matin. Guantes con dobladillos de punto ascienden de un pequeño sarcófago de cartón. Aflora lencería, pañuelos de bolsillo, vestidos de noche lo suficientemente grandes como para vestir la mano del aduanero. Todos esos inquietos utensilios de un mundo rico, todas esas cosillas elegantes, acicaladas, yacen extrañas y triplemente inútiles en esta sala tosca, marrón y nocturna, bajo las pesadas vigas de madera de encina, bajo los severos carteles de letras angulosas como hachas afiladas, entre el aroma a resina, piel y petróleo. Ahí están los pomos de cristal, delgados y panzudos, llenos de fluidos verde zafiro y dorado ámbar, estuches de cuero con servicio de manicura abren sus hojas como si fuesen relicarios, diminutos zapatos de dama repiquetean sobre la mesa.

Nunca había visto una inspección tan estricta antes, ni siquiera en los primeros años de posguerra, en la época de pleno florecimiento de los inspectores. Parece que aquí no hay una frontera como la habitual entre un país y otro, sino una frontera que pretende ser un límite entre un mundo y otro. El empleado proletario de la aduana, el más experto del mundo —¡con cuánta frecuencia ha tenido que ocultarse y evadirse él mismo!— inspecciona, es verdad, a ciudadanos que vienen de Estados neutrales e incluso amigos, pero a personas de una clase enemiga. A enviados del capital, comerciantes y especialistas. Vienen a Rusia llamados por el Estado, hostigados por la clase proletaria. El empleado de la aduana sabe que lo que siembran estos comerciantes en sus tiendas son facturas, y que lo que crece luego en los escaparates son mercancías maravillosas, caras, inaccesibles para el proletario. Primero revisa las caras y luego el equipaje. Él reconoce a los que regresan a casa, pertrechados ahora con nuevos pasaportes polacos, serbios, persas.

Bien entrada la noche, los viajeros siguen en el pasillo y no acaban de sobreponerse al trance de la aduana. Se cuentan unos a otros todo lo que han traído consigo, lo que han pagado y lo que han introducido de contrabando. Materia más que suficiente para las largas tardes invernales rusas. Cosas que los nietos tendrán aún que escuchar.

Los nietos lo escucharán, y tornará a surgir ante ellos el rostro curioso y perturbado de esta época, la época en sus propios límites, la época de los hijos perplejos, los inspectores rojos, los viajeros blancos, los falsos persas, los soldados del Ejército Rojo embutidos en largos capotes de un amarillo arenoso, arrastrando ribetes por el suelo, la húmeda noche de Negoréloye, el fuerte jadeo de los sobrecargados mozos de estación. No cabe duda de que esta frontera tiene un significado histórico. Yo lo siento en el momento en que la sirena brama, difusa, enronquecida, y nosotros partimos sumergiéndonos en un oscuro y plácido territorio.

Frankfurter Zeitung, 21 de septiembre de 1926