LA NAVE de York desarrolló en el vacío una velocidad tal que hacía aparecer sumamente baja la de la luz. En su rostro se leía la determinación firme que lo llevaba al sistema planetario poblado por las bestias hipnóticas. Vuldane le había dado una información detallada y llena de datos fundamentales.
—Un año, Vera —dijo York desolado—. ¡Un corto año para salvar a la raza humana! No tendré tiempo ni para dormir durante este tiempo. Tomaré estimulantes para mantenerme activo. Tiene que haber alguna manera de salvar a los nuestros.
—¿Qué esperas hacer entre esas bestias? —le preguntó Vera.
—Aún no lo sé a ciencia cierta. Lo que sea posible.
Les llevó sólo un día el llegar. El astro primario del sistema era una copia exacta del que estaba próximo a hacer explosión. Sus diez planetas eran grandes y estaban bien distribuidos, poblados proporcionalmente con las bestias hipnóticas, las que tenían una semi civilización. Criaban toda clase de seres para abastecerse de la sangre con que se alimentaban. El vampirismo predominaba en esos diez planetas. Afortunadamente, no tenían naves espaciales. De haberlas tenido, ese universo y muchos otros hubieran sido una presa fácil de ellas. Poblaban ese sistema gracias a un desarrollo de vida paralelo, meramente accidental.
Para York era perfectamente tangible la sensación de la fuerza hipnótica que despedían las bestias. Atraía su mente igual que la fuerza de gravedad arrastraba su nave. Se acercó osadamente a unos de los planetas y esparció sus rayos gamma-sónicos abriendo una gran zona en medio de los monstruos que lo acechaban. La fuerza hipnótica en masa se cerraba sobre él. Se elevó dos veces seguidas soltando la descarga de sus rayos, pero a la tercera vez le costó mucho trabajo substraerse al hechizo.
—Por favor, Tony, no tiene sentido lo que estás haciendo.
York hizo una señal negativa con la cabeza. Estaba desconsolado.
—Necesito un proyector de largo alcance. Construiremos uno. No, pensándolo bien, será mejor que los korianos lo fabriquen para nosotros.
Con la misma velocidad que había imprimido a su nave cuando dejó el reino de Vuldane, regresó a él. Le expuso sus planes al poderoso monarca y éste aceptó de inmediato. Casi de la noche a la mañana, los técnicos korianos tuvieron terminado el super proyector, el cual instalaron en la nave de York. Sin perder un solo minuto emprendió el viaje al dominio de las bestias hipnóticas. Colocó su nave en una órbita a poco distancia del planeta y descargó sus rayos destructores en una franja de terreno de unos quince kilómetros de anchura.
—Si esto da resultado, Vera —le dijo con una esperanza vaga—, mandaremos construir un millón de super-proyectores e iré a la Tierra y reclutaré gente y formaré un ejército de un millón de hombres de mente fuerte. Recorreremos cada uno de los planetas hasta dejarlos limpios de bestias. Los korianos no fueron capaces de acercarse lo suficiente por no poder substraerse a las fuerzas hipnóticas.
Pero York sintió gradualmente cómo la fuerza hipnótica trataba de apoderarse de él. Por medio del telescopio alcanzaba a distinguir millares de bestias que se congregaban en masa en la superficie del planeta y dirigían un rayo hipnótico combinado hacia él y su esposa. York no cesaba de soltar descargas de su rayo mortal, no obstante que sentía la punzante e insidiosa urgencia de bajar y entregarse a las bestias. El sudor perlaba su frente. ¡Qué pavorosa fuerza mental tenían las bestias!
Hacía un buen rato que York no veía a Vera. De repente se volvió hacia ella y vio que empuñaba los controles para hacer descender la nave en el planeta. Sus movimientos eran bruscos y torpes como los de un robot. No cabía duda de que estaba en trance hipnótico.
—¡Vera!
York soltó el proyector y corrió hacia su esposa. Vera se volvió hacia él, lo sujetó y lo arañó. York se mordió los labios para contener su pena y le dio un golpe, privándola del sentido. Sin perder un solo segundo, enderezó el timón de la nave para alejarla del planeta. Apenas si actuó a tiempo, pues su cuerpo empezaba a ponerse rígido debido a la poderosa fuerza hipnótica que le dirigían las bestias.
—Perdóname, Vera —murmuró cuando ella volvió en sí después de que York le roció la cara con agua fría—. Estoy convencido de que el sistema que empleé no sirve contra las bestias. Los terrícolas tendrán menos oportunidad de escapar que la que tuve.
—Vuldane dijo que ya habían experimentado con todos los medios posibles —comentó Vera desconsolada—. El plan de los korianos es el único viable, aunque sus frutos se verán hasta dentro de varios siglos. Traerán aquí a los terrícolas y los dejarán que vayan separándose aquéllos que son inmunes a la fuerza hipnótica a fin de que vayan formando sus generaciones que puedan resistir y conquistar a las bestias. Es una labor de mil años, Tony, pero recuerda que nosotros sólo disponemos de un año, el cual bien podía ser un segundo.
Pero York no se dio por vencido. Su segunda idea fue la de utilizar una pantalla electrónica para repeler la fuerza hipnótica de las bestias. Ya de regreso al mundo de los korianos consultó con Vuldane.
—No hay barrera protectora que sirva contra su hipnosis —aseguró el monarca secamente—. Ya probamos eso. Tú mismo te diste cuenta de que sus ondas telepáticas no atravesaron la pared de energía de la bóveda. Sin embargo, esa misma pared es absolutamente transparente a su fuerza hipnótica.
—Aun así, quiero probar —insistió York—. Haz que pongan una bóveda a mi disposición así como todos los materiales que necesite.
—De acuerdo —consintió Vuldane sin dilación—. Simpatizo contigo, York, aunque no tengo esperanza de que obtengas algún resultado positivo.
Durante los meses siguientes, probó York todo lo que se le ocurría. Contaba con un grupo de bestias, a las que tenía encadenadas, para efectuar sus experimentos. Colocó delante de ellas unos escudos fabricados con diferentes aleaciones y substancias. Había unas construidas con diamantes, los que estaban protegidos por una capa de radio; había también unos muros de energía electromagnética, de rayos cósmicos, e incluso una máquina de vacío. En cada caso, se colocaba él atrás de los escudos, pero la fuerza hipnótica de las bestias los atravesaba sin sufrir la menor disminución.
Vuldane tenía razón. No había ningún escudo eficaz contra la demoniaca fuerza mental de las bestias.
—¡Por favor, Tony, tienes que descansar! —Insistió Vera cuando lo vio que estaba a punto de desplomarse—. No has cerrado los ojos desde hace varios meses.
Pero York continuaba con su lucha incesante, abusando hasta el máximo de la suprema vitalidad de su cuerpo inmortal.
—Tiene que haber algo —repetía constantemente, como si fuera un niño que trataba de aprender una tonada.
Vuldane iba a visitarlo de vez en cuando, y llegaba incluso a hacerle sugerencias de cómo conducir determinado experimento. La admiración que sentía por York era ahora patente.
—Si hay algo que me haga sentir un poco de arrepentimiento por el sacrificio a que vamos a someter a los terrícolas, eres tú, Anton York. Una raza que produce seres como tú merece sobrevivir. Sin embargo, también mi raza tiene ese mismo derecho.
—¿Probaron ya todo, Vuldane? —Imploraba York—. ¿Trataron ustedes de desatar un cataclismo interplanetario? ¿Inundaciones? ¿Erupciones volcánicas?
El monarca koriano hacía ademanes afirmativos con la cabeza.
—¡Por supuesto! En una ocasión por poco destruimos completamente uno de los planetas cuando provocamos un movimiento sísmico en gran escala. Durante un siglo, todo parecía indicar que habíamos acabado con las bestias hipnóticas. Nadie había visto una sola. Pero un día, súbitamente aparecieron de nuevo sin saber de dónde salían.
—¿Llegaron ustedes a rociar la superficie entera del planeta con fuego atómico? —gritó York.
Pero él mismo contestó:
—De haberlo hecho, ¿cómo iba a evitarse que dicho fuego penetrara al interior y destruyera el planeta reduciéndolo a cenizas? Es en la hipnosis donde debo concentrar toda mi atención. Está probado que no podemos resistirla o crear un escudo eficaz contra ella. ¿Y si construimos un proyector que la neutralice?
Entusiasmado por la nueva idea, York construyó un proyector que era esencialmente un aparato que esparciría interferencias estáticas hacia la fuerza hipnótica. Con ese instrumento pudo crear un campo alrededor de la docena de bestias que tenía cautivas y logró romper así el flujo hipnótico para convertirlo en un relámpago intermitente. Pidió prestado un generador de gran potencia a los korianos y se trasladó al otro universo.
Con la máquina de interferencias estáticas trabajando a su máximo, logró hacer que su nave descendiera en un planeta. Las bestias hipnóticas empezaron a agruparse en torno de aquél que osaba invadir su mundo.
York puso a funcionar el aparato y al esparcir las interferencias estáticas a su alrededor, neutralizó la fuerza hipnótica. Luego, con su arma gamma-sónica, soltó una descarga sobre las bestias, las que cayeron al suelo envueltas en llamas.
Aquello fue como si hubiera tocado un resorte oculto. La voz de alarma cundió por todo el planeta. Por todas partes empezaron a aparecer grupos enormes de bestias. Un grueso contingente comenzó a rodear la nave en número tal que los rayos letales de York eran como una ametralladora diminuta que tratara de contener al ejército de Alejandro, de César y de Napoleón combinados. El número abrumador de las bestias tenía que imponerse a la larga.
—¡Tony, van acercándose más!
York no podía ocultar su regocijo, y exclamó:
—Sí, pero si tuviera un millón de aparatos similares a éste y un millón de armas gamma-sónicas, exterminaría a todas ellas. Son matemáticas simples, Vera.
De pronto sucedió lo que tenía que suceder. Con un ruido inesperado la máquina de interferencias estáticas quedó muerta, y la fuerza hipnótica, semejante a una marea gigantesca, cayó sobre ellos. Vera entró instantáneamente en estado de trance, pero York, con una fuerza de voluntad sobrenatural que parecía despedazar aun las raíces de su cerebro, se aferró a la palanca de elevación de la nave y ésta salió disparada hacia arriba con una velocidad tal que los alejó de la temible fuerza hipnótica en unos cuantos segundos.
—¡Apenas a tiempo! —musitó él y se volvió a contemplar la máquina productora de interferencias estáticas, resistiéndose a creer lo que había ocurrido. ¡Estaba fundida casi totalmente!
Cuando regresaron con Vuldane, éste les explicó:
—También probamos la interferencia estática, pero las bestias hipnóticas son sagaces. Su técnica es muy sencilla: desatan en conjunto su fuerza hipnótica en el separador de energía y lo sobrecargan hasta quemarlo. Utilizamos generadores de energía con capacidad suficiente para mover mundos, pero ellas los quemaron. ¿Hasta cuándo comprenderás, Anton York, que ésa es una tarea de mil años? Ya lo hemos comprobado. No es algo que puedas resolver en una noche.
York estaba desolado.
—Lo siento —dijo Vuldane simple y sinceramente antes de salir.
York miró a Vera. No había la menor esperanza.
—La raza de los terrícolas fue sentenciada desde el siglo XIX cuando los korianos fueron a la Tierra y secuestraron a unos cuantos humanos para aclimatarlos en este sistema solar. Ni tú ni yo habíamos nacido cuando, sin saberlo, nuestro raza estaba sentenciada a desaparecer. Yo destruí cincuenta inmortales y a Masón Chard; luché contra los Tres Eternos para salvar a la civilización. Estuve, incluso, a punto de sacrificarme para poner a salvo a los míos. Y durante todo ese tiempo, otra raza, en otro universo, había puesto el dedo sobre nosotros marcándonos para ser destruidos. Toda nuestra vida de esfuerzos, toda mi ciencia y sabiduría han sido una burla, una broma cósmica, un entretenimiento de los dioses.
Vera lo consoló de la manera como había aprendido a hacerlo en los dos mil años en que habían vivido juntos. York buscó refugio en el regazo de su esposa. Sus ojos enrojecidos se cerraron por primera vez en seis meses.
—¡Todo fue una burla! —repitió York amargamente.
Tuve el pensamiento de ir a la Tierra para destruirla yo mismo, pues de esa manera sería más rápida y más misericordiosa la muerte de todos los terrícolas. Rociar con fuego atómico todos los planetas sería lo más práctico y eficaz…
—No, Tony. Eso sería obrar con rencor hacia los korianos. Cualquier cosa que se vean ellos forzados a hacer, no les resta el mérito de que sean una raza sumamente civilizada, y por tanto merece perpetuarse.
—¡Fuego! —rugió York poniéndose de pie. Una mirada feroz asomó en sus ojos—. ¡Combatir el fuego con el fuego! Quizá ésa es la respuesta, Vera. En vez de combatir a esas bestias con nuestras armas, ¿por qué no utilizar las de ellas mismas?
Al nacer aquella nueva esperanza, a York se le fue el sueño y se convirtió en la dínamo de actividad que había sido antes.
—El tiempo apremia, Vera, sólo nos quedan seis meses. Tengo que medir la longitud de onda de la fuerza hipnótica de los monstruos y luego bastará duplicarla.
Seis meses, seis meses durante los cuales exploró York la escala psicomagnética. A los científicos de la Tierra les había llevado dos siglos para definir la escala electromagnética, pero York efectuó el mismo número de experimentos para determinarla en el brevísimo período de seis meses.
En la escala electromagnética estaban clasificadas las octavas de onda de radio, de los rayos infrarrojos, de la luz visible, de los rayos ultravioleta, de los rayos X, de los rayos gamma y de los rayos cósmicos…
En el alcance psicomagnético encontró York las octavas de onda de la telepatía, de la clarividencia, del sexto sentido, del presentimiento, de la alucinación y de los sueños. Y muy por abajo de la escala, como en el caso de los escurridizos rayos cósmicos, encontró la octava de onda del alcance hipnótico.
Midió las radiaciones super penetratívas del hipnotismo con toda precisión, como un astrofísico que estudia el espectrógrafo. Radiaciones que eran tan increíblemente finas que York, un poco confuso, alcanzó a comprender que se colaban a través de los intersticios del propio éter, de la misma manera que los rayos cósmicos se deslizan entre los átomos.
—Ahora ya sé exactamente cuál es la fuente de la hipnosis —afirmó York—. ¿Trató usted alguna vez de construir un proyector de fuerzas hipnóticas, Vuldane?
Por primera vez el monarca hizo un ademán negativo.
—Lo que averiguaste es una gran conquista científica, York. Pero temo que no se podrá construir dicho proyector. Al menos no uno mecánico. La evolución, después de millones de años, produjo un proyector: un cerebro orgánico. No podrás duplicar un cerebro en el poco tiempo que te queda. Para construirlo te llevarías mil años completos.
York comprendió la lógica de Vuldane, y una mirada extraña apareció en sus ojos.
—No lo construiría en mil años, pero ya lo tengo —contestó York señalándose la frente con los dedos—. Todo lo que tengo que hacer es aumentar su potencia para igualarla con las de las bestias hipnóticas.
—¡Buena suerte! —dijo Vuldane nuevamente.
Al alejarse, Vuldane sonrió compasivamente. No le concedía un átomo de esperanza de triunfo a York.
El tiempo, precioso, se deslizaba.
York se puso a trabajar de una manera absoluta desde el punto de vista del ángulo biológico. Observó minuciosamente con un aparato de super rayos X el cerebro de una de las bestias cautivas, estudiando sus células y analizándolas completamente. Logró después extraer una hormona del poderoso cerebro, y gracias a ello entrevió la respuesta. ¿Pero daría resultado?
Vera se prestó voluntariamente para servir de conejillo de Indias. Anton se la quedó mirando durante un largo rato.
—Puede significar la muerte —dijo seriamente.
La decisión de Vera no se alteró y York aceptó valerse de su esposa para el experimento. Le inyectó en la base craneana unas cuantas gotas de la nueva hormona y aguardó los resultados con una mirada llena de esperanza y a la vez de temor. Vera entró en estado de coma: se enfrió su cuerpo y el corazón dejó de latir. York permaneció tranquilo, aunque luchaba por conservar el control.
Una hora más tarde la muerte se alejó. La super vitalidad de Vera se impuso y volvió ella a la vida. Se sentó y sonrió. York permanecía en silencio. Las palabras no tenían significado alguno. Con toda tranquilidad la guio a la cámara de experimentación y la colocó frente a un grupo de bestias hipnóticas hambrientas y la encerró con ellas. Las bestias la rodearon y fueron acercándosele. Vera se puso rígida. Los tentáculos de los monstruos se alargaron para sujetarla del cuello.
York se estremeció. ¡Había vuelto a fracasar!
Repentinamente, la situación cambió en el interior de la cámara. Como si una fuerza invisible las estuviera impulsando, las bestias hipnóticas empezaron a retirarse de Vera.
Ella se mantuvo firme. Sus ojos resplandecían despidiendo fulgores extraños, y una a una las bestias fueron rodando por el suelo sumidas en completo trance hipnótico.
Cuando fueron a informar a Vuldane acerca de lo ocurrido, no lo encontraron muy optimista.
—No puedo hacer ya nada, York. No puedo dar la contraorden a las naves que van rumbo a la Tierra. Disponemos de muy poco tiempo para dar principio a tan vasto plan. No puedo correr el riesgo con tu hipotética hormona anti hipnótica.
—¡Haga esta prueba, Vuldane! —Demandó York—. Después de inyectar mis hormonas a un buen número de sus súbditos, mándelos al planeta de las bestias hipnóticas. Ordéneles que desembarquen en una de las zonas más pobladas y que permanezcan allí durante diez horas. Si ellos no regresan, entonces no pondré mayor objeción a sus órdenes.
Vuldane accedió. York inyectó a los korianos que se habían ofrecido de voluntarios y, usando una dosis de morfina, los rescató de los efectos semejantes a los de la muerte que había experimentado Vera. Horas más tarde la nave partió llevando a los korianos que habían sido inmunizados.
La espera de las noticias del resultado de los acontecimientos fue un refinamiento de tortura que hizo pedazos hasta el último nervio de York. Aquellas horas de espera se le hicieron más largas que los dos mil años que llevaba de vida.
—¡Tony, mira!
Al fin apareció la nave y, al descender, los korianos bajaron de ellas comentando alegremente los sucesos.
Fue un espectáculo de hipnotismo en masa con duración de diez horas, durante las cuales hipnotizaron a las bestias.
Sin ocultar su alegría, Vuldane se volvió hacia York.
—Salvaste a los de tu raza, Anton York. Ha sido una conquista monumental. Haré que regrese la primera flotilla que envié a la Tierra. Todas las especies vivientes que están concentradas en nuestras bóvedas serán devueltas a sus mundos de origen. No puedo expresar mi gozo y tranquilidad al saber que los terrícolas no serán sacrificados. Puedes regresar ahora a tu mundo y decirle a tu gente que se ha salvado.
York hizo un ademán negativo con la cabeza. Una extraña mirada aparecía en sus ojos, ya que ése había sido el acontecimiento más extraño de todos los que había tenido.
—No. Ésa es una historia que difícilmente creerían los terrícolas. La única prueba sería la desaparición de las mil gentes del fuerte Mojave, que ocurrió en el año 1888. Aquel suceso sin importancia ha sido olvidado desde hace mucho tiempo, y probablemente ni siquiera se lleve registro de él. La humanidad se ha salvado sin haber sabido siquiera que estaba sentenciada a desaparecer. Ese tendrá que ser mi secreto.
Vera hizo un ademán afirmativo con la cabeza. Aquél había sido un capítulo de la mitología de Anton York que nunca se escribiría.
¡Era el secreto de Anton York!