VULDANE hizo una señal afirmativa con la cabeza.
—Antes que nada, te diré que no me hubieras hecho ningún daño con tu arma. Esta sala está situada dentro de un campo donde no hay energía. Ningún arma funciona aquí. Y ahora, escucha: ésta es la historia de nuestra raza y de nuestro destino…
Vuldane hizo una pausa, y luego comenzó su relato:
—Nosotros desarrollamos nuestra inteligencia hace un millón de años. Vera y yo hemos comparado notas. Esa inteligencia no la desarrollamos bajo este sol, sino bajo los rayos de otro variable como el que ahora nos ilumina, y que está situado al extremo opuesto de este universo. Allá vivimos felices y laboramos industriosamente durante unos cien mil años. Un día, nuestros astrónomos nos previnieron de que aquel sol haría explosión para convertirse en estrella nova y que aniquilaría toda la vida que hubiera en los planetas que giraban a su alrededor. Los soles como ése y el que ahora nos da vida son estrellas variables. Ante aquello, no nos quedaba más solución que emigrar, pero antes teníamos que encontrar otra estrella semejante. Lo que hacía más difícil la situación para nosotros era que debería tener un período exacto de evolución y declinación de veintidós días. La biología de nuestro medio, metabolismo de nuestro cuerpo y la misma chispa de la vida se ajustan a los latidos de nuestro corazón, igual que el de ustedes se ajusta a ciertas condiciones uniformes.
—Sí, ya entiendo —dijo York—. En la Tierra, por analogía, las especies más vigorosas están en las zonas templadas y experimentan los cambios alternados del invierno y del verano. Los habitantes que viven en los trópicos son retraídos y lo mismo ocurre con los que residen en las zonas árticas. Nosotros estamos ajustados a ese pulso variable de la vida, aunque para ustedes eso parezca absolutamente uniforme. Ustedes, naturalmente, ya están ajustados a sufrir el cambio brusco del frío intenso al calor abrasador, cualquiera de los cuales nos mataría.
—Eso está perfectamente expuesto —aprobó Vuldane—. Después de una búsqueda intensa encontramos el astro variable que necesitábamos y emigramos para colonizar los planetas que integraban su sistema. Establecimos nuestra civilización y tuvimos otro período de bienestar. Luego, también aquel sol llegó a su punto crítico y antes de que hiciera explosión nos vimos en la necesidad de localizar otro astro con el mismo período de veintidós horas, que diera vida a su propio sistema. No son muy comunes, pero lo encontramos y procedimos a emigrar. Ese fenómeno nos ha ocurrido una docena de veces en el pasado millón de años. Somos nómadas del cosmos y nunca hemos conocido propiamente lo que es hogar verdadero.
York advirtió la expresión de tristeza que asomó repentinamente en el rostro de aquel ser extraño. No había la menor duda de que esos seres merecían compasión por estar condenados a vivir bajo la influencia de una estrella variable temperamental, en vez de residir en el medio de un astro de larga combustión como el Sol.
—Hemos estado en este sistema solar durante cincuenta mil años —continuó diciendo Vuldane—. Hace veinte siglos, nuestros astrónomos nos anunciaron nuevamente un cambio deprimente. Nuestro Sol hará explosión muy pronto y habrá necesidad de que abandonemos todo para emigrar y de que tengamos que organizar nuestros nuevos medios de vida. Una vez más nos espera la tragedia de tener que salir de nuestros hogares, dejar las ciudades desiertas y pasar por las penas de construir una nueva civilización.
—Pero ¿por qué no emigran a un planeta cuyo Sol sea estable y edifican sus ciudades cubiertas con bóvedas? —Sugirió York—. Ustedes pueden duplicar cualquier atmósfera, tal como lo han hecho en los campos experimentales. Con toda seguridad que no tendrán el menor problema para copiar el medio ambiente al que están acostumbrados.
—¿Vivir bajo una bóveda? —El monarca hizo un ademán negativo con la cabeza—. Eso embrutecería a nuestra raza y acabaría con ella. Ésa no es una buena manera de vivir. ¿Les gustaría eso a los habitantes de la Tierra?
York recordó entonces la colonización que habían efectuado los terrícolas en otros planetas. La vida allí era en verdad muy dura. Los jóvenes envejecían rápidamente. Si la Tierra fuera a desaparecer y sus habitantes se vieran obligados a tener que vivir en recintos sellados, preferirían morir para escapar de verse encerrados.
—No. Tenemos que emigrar a otro planeta que tenga el mismo tipo de Sol —continuó diciendo Vuldane—, pero la crisis por la que pasamos ahora es más aguda que cualquier otra de las que hemos tenido que soportar en el pasado. Nuestros exploradores han recorrido el universo de un extremo a otro. Sólo queda una estrella variable con su familia de planetas. Las estrellas variables de los universos adyacentes, como el de ustedes por ejemplo, están descartadas, pues sus leyes astrales son diferentes a las de este universo. Nuestra raza se iría extinguiendo lenta pero firmemente en un sistema solar distinto. A los habitantes les ocurriría lo mismo que si vivieran bajo unas bóvedas. Ese tipo de vida no es para nosotros. De momento sólo tenemos un mundo a nuestra disposición. Y ahora, Anton York, voy a tocar el punto que afecta a los de tu raza y a las bestias hipnóticas.
Vuldane se quedó mirando a York por unos momentos. Parecía como si no quisiera continuar. Después de una breve pausa, prosiguió:
—Esa estrella variable a la que me refería tiene una familia de diez planetas, todos habitados por las bestias hipnóticas. De una manera inexplicable, la evolución de esos seres monstruosos fue contenida y nunca alcanzaron a tener una inteligencia completa ni llegaron a dominar la ciencia, pero se les desarrolló un notable poder de hipnotismo. Además, nuestra mente no puede substraerse a ese tipo de fuerza hipnótica que poseen. Cuando nos topamos con esas bestias por vez primera, encontramos esa fuerza tan poderosa que dudamos que llegara a haber una mente capaz de resistirla. De cualquier modo, teniamos que averiguarlo. En esas condiciones, vagamos por nuestro universo, por el de ustedes y por muchos otros más; trasplantamos porciones de mundos habitados acondicionándolas en el interior de esas enormes bóvedas con su respectivo medio ambiente. El único propósito que perseguíamos era encontrar una raza capaz de aprender a luchar contra esas bestias, haciendo uso de las leyes científicas de este universo.
Al llegar Vuldane a ese punto de su relato, los pensamientos confusos de York se aclararon de pronto. Todas las partes de ese gran rompecabezas cayeron en su lugar.
—Ya veo —comentó York—. ¡Un experimento colosal para encontrar la raza de seres que se opusiera a las bestias hipnóticas y las conquistara!
—En síntesis, así es —contestó Vuldane—. Pero durante mucho tiempo estuvimos descorazonados por los resultados. La mayoría de especies sucumbían a la hipnosis, o en el transcurso de más o menos un siglo se convertían en esclavos. A esos seres de dicha especie los descartábamos y ensayábamos con otros. En conjunto, durante el tiempo que ha durado nuestro experimento, hemos ensayado con más de diez mil especies que logramos reunir de siete universos diferentes.
Vera sabía que aquello que estaba diciendo Vuldane había causado una honda impresión en York, pues ella se había asombrado también cuando el rey se lo dijo.
York miró a Vuldane, el monarca de una raza que, hasta cierto punto, era nómada. Veía en él y en su pueblo algo con el valor indomable de aquello que no se resigna a morir o vivir fuera de su ambiente, y que era digno de admiración sin importar de qué raza fuera.
—En conclusión —dijo York—, han encontrado ustedes en la especie terrestre el fruto de sus largos experimentos.
Vuldane hizo un ademán afirmativo con la cabeza. En cierto modo se le advertía la pena que le causaba reconocerlo.
—Sí, así lo prueban los resultados. Al igual que con muchas otras especies, instalamos a mil terrícolas bajo la bóveda y los enfrentamos contra el grupo controlado de bestias hipnóticas. Otro de los atributos notables de esos monstruos es que son sumamente adaptables a cualquier medio. No respiran oxígeno. Absorben la energía de la sangre de sus víctimas, sin importarles de qué especie sean, y ninguna temperatura extremosa puede detenerlos.
Vuldane hizo una pausa y luego agregó:
—Observamos a los terrícolas durante dos mil años con un interés creciente. No podíamos adelantar nuestras conclusiones. Utilizamos el método científico infalible de la espera. Notamos cómo de generación en generación su mente fue alcanzando una inmunidad cada vez mayor contra el hipnotismo. Cuando llegaste tú, acabamos de confirmar que los terrícolas eran los únicos seres que respondían satisfactoriamente a nuestros experimentos. Afirmamos nuestro convencimiento al ver la forma tan rápida como murió la primera bestia, que quiso apoderarse de ti. Hay otra especie de seres vivientes que también ha alcanzado una inmunidad igual, pero desafortunadamente no tiene la capacidad científica para combatir las bestias como la tiene la tuya.
—¿Quiere usted decir —lo interrumpió York— que mi llegada hizo que se decidieran ustedes por los terrícolas más que por ninguna otra especie? Yo soy un caso especial. Igual que mi esposa, soy inmortal, cualidad que no posee ningún otro terrícola. Creo que está usted sobreestimando a los terrícolas en general.
Vuldane sonrió.
—No puedo reprocharte porque abogues de esa manera por los de tu especie y porque trates de hacernos cambiar nuestra decisión. Sabemos que eres un caso especial, pero para nosotros eres una muestra de tu raza. Lo más importante es la capacidad que tienen los humanos para captar y aprovechar la ciencia, ciencia que nosotros proporcionaremos sin restricción alguna para destruir las bestias hipnóticas.
York no quería cejar en su empeño de disuadirlo para que no emplearan a los terrícolas.
—Ustedes son científicos de primera. ¿Por qué no tratan de exterminarlas empleando rayos? Pueden hacerlo, bombardeando con armas de largo alcance los planetas donde viven.
—¿Crees que no hemos probado todos los medios posibles? —Contestó el monarca—. Ya intentamos eso desde hace mucho tiempo. Bombardeamos intensamente con rayos todas sus ciudades, procurando abarcar hasta el último rincón de sus planetas. Cuando creímos que habíamos logrado reducir su número al mínimo, bajamos con nuestras naves y construimos fortalezas. Pero algo inesperado e inevitable ocurrió: las bestias hipnóticas se reprodujeron rápidamente. Rodearon nuestros fuertes en grandes cantidades y lanzaron sus fuerzas hipnóticas combinadas para subyugar a los moradores. Los nuestros cayeron bajo su hechizo y murieron. Las bestias volvieron a reinar. No alcanzas a concebir, Anton York, la tremenda fuerza que es su hipnosis cuando se reúnen en grandes grupos. No hay mente en todo el universo que pueda resistirlos, a excepción de dos: la de los terrícolas y la de otra especie de seres que no es científica.
—¿Y si trataran de eliminarlas propagando enfermedades epidémicas entre ellas? —Sugirió York—. Soltar millones de insectos contaminados podría dar buen resultado. Muchas veces las cosas pequeñas causan mayor daño que las grandes.
Vuldane rio burlonamente.
—Antes de que utilizáramos a los grupos raciales —le explicó a York— hicimos experimentos con gérmenes cultivados, con gusanos, con insectos, con crustáceos y con plantas. Más de un millón de variedades fueron distribuidas entre sus planetas. Las bestias hipnóticas sobrevivieron a todo. Constituyen quizá una de las formas de vida más tenaces del universo. No olvides que hemos estado experimentando desde hace veinte siglos. No, Anton York, sólo aquellos seres con inteligencia inmune a su hipnotismo podrán acabar con ellas.
York se encogió ligeramente de hombros.
—Entonces habrá que buscar una solución a su problema. Considéreme como un emisario suyo ante los terrícolas para explicarles su situación. ¿Cuántos hombres cree usted necesitar?
York vio la mirada de temor que se reflejaba en los ojos de Vera y se preparó para escuchar una cifra enorme.
—Toda la población —respondió Vuldane calmadamente.
York recibió un impacto tremendo. Se quedó inmóvil, como si estuviera petrificado.
—Necesitamos a todos los terrícolas —repitió el monarca—, aun utilizando la inmunidad de los hombres y la ciencia que nosotros les proporcionemos, no será una tarea simple. El tiempo apremia, pues nuestro sol estallará muy pronto. Tenemos que apresurarnos para trasladar a todos los terrícolas a esos planetas que están poblados por las bestias, albergándolos en fortalezas adecuadas. Al principio, muchos de ellos, quizá una gran mayoría, sucumban. Pero eso irá disminuyendo según las generaciones siguientes vayan desarrollando la inmunidad hasta que adquieran finalmente la fuerza suficiente para conquistar completamente a las bestias. Entonces propagaremos cierta epidemia para destruir a los terrícolas y de esa manera quedarán preparados nuestros nuevos hogares para recibirnos.
York estaba verdaderamente indignado.
—¿Qué derecho tienen ustedes para destruir a los de mi raza a fin de salvar a la suya?
Vuldane contestó sin el menor titubeo:
—¿Y qué derecho le asignas a tu raza para considerarla más digna que la mía de que continúe con su civilización? Nosotros nos civilizamos mucho tiempo antes que ustedes. Si crees que somos unos seres despiadados por querer sacrificar a los terrícolas en beneficio de nuestra raza, ¿qué opinas de la tuya? Hasta hoy día los tuyos han sostenido guerras constantes entre ellos, y eso se ha repetido durante siglos y siglos. Nosotros no hemos tenido ninguna guerra intestina desde hace medio millón de años. Haz a un lado tus prejuicios personales y dime quién puede juzgarnos si obramos mal o no. Ten presente que una verdadera necesidad nos obliga a proceder de esa manera.
York no supo de momento qué contestar. Ahora comprendía lo que Vera le había dicho cuando llegó al palacio. Después de todo, no era más que la vieja historia del hombre de Cromagnon matando al de Neandertal. Los hombres blancos exterminando a los pieles rojas de Norteamérica. Los terrícolas aniquilando a los habitantes de Ganímedes al extender sus dominios interplanetarios. En una escala mucho mayor, lo que pretendía Vuldane era la misma historia. Una raza poderosa, altamente civilizada y llena de vigor, que trataba de encontrar el sitio bajo un sol. ¿Se le podía censurar entonces a esa raza la manera como se comportaba?
York respondió finalmente:
—Si consideramos la escala moral cósmica, este asunto no es bueno ni malo. Pero piense en este otro, Vuldane: mi raza tiene aún millones de años por delante y su Sol es estable. La raza suya, por el otro lado, es una raza sentenciada a desaparecer. Ustedes vivirán otros cien mil años en un nuevo sistema solar, y como el astro que les sirve de centro también es variable, estallará. ¿Vale entonces la pena eliminar a los terrícolas para salvar a los de su raza que no tienen más que la décima parte del futuro de un millón de años que tiene la mía? ¿Podría pasar a la Vida del Olvido Inevitable llevando eso sobre su conciencia?
—Es un buen razonamiento —aceptó Vuldane—, pero hay algo que no has tomado en cuenta: nuestros astrónomos han medido todas las estrellas de un universo desconocido para ti, y según sus deducciones, está a punto de nacer una estrella variable dentro de cierta galaxia. Se ha ido manifestando lentamente su formación. Según la escala del tiempo del cosmos, no será una estrella completa variable hasta dentro de unos cien mil años. Si ganamos el sistema planetario que ahora dominan las bestias hipnóticas, pasaremos allí esos cien mil años mientras la nova madura sus planetas y quedan listos para nuestra colonización.
Y así, según nuestros astrónomos, continuarán esperándonos nuevos astros, por lo que también tendremos un futuro sin límite.
York quedó desarmado completamente. Ya imaginaba su sistema solar que tanto amaba y que había reestructurado a su antojo, convertido en desierto sin el menor vestigio de vida humana. Se volvió entonces a enfrentarse con el monarca.
—Aun así debe comprender que si hay más de diez mil millones de terrícolas, bien podría dejar algunos millares de habitantes para no extinguir completamente la raza humana y facilitar el progreso de una nueva civilización.
Vuldane hizo un ademán negativo con la cabeza.
—No nos atrevemos a dejar ningún terrícola, pues en cuanto se sintieran fuertes, podrían atacarnos y volveríamos a la misma situación. Es mejor que sufran ahora la destrucción total.
York comprendió ese punto de vista. Conocía bien el espíritu de su raza. Sabía que algún día tratarían de cobrar venganza contra los korianos, desatándose unas guerras interestelares pavorosas. Los korianos estaban ahora en una situación de prevenir aquello.
York tenía nuevamente que aceptar que aquello no era ningún principio de lo bueno o de lo malo. Tampoco podía considerar a Vuldane y los suyos como unos seres crueles, ya que su proceder obedecía a razones poderosas. Eso era algo muy por encima de las frases de significado obscuro que también se encontraban en los viejos libros de las leyes de la Tierra.
—¿Cuánto tiempo hay disponible? —le preguntó York secamente—. ¿Para cuándo pronostican los astrónomos que ocurrirá la explosión de su Sol?
—Dentro de unos mil años, pero todo ese tiempo se empleará para transportar a todos los de tu raza y darles acomodo en las fortalezas que construiremos. Con todos nuestros recursos científicos les ayudaremos a combatir a las bestias. Y una vez que las hayamos eliminado, de acuerdo con nuestro programa, emigraremos. El tiempo es corto.
Aquello levantó un poco el ánimo de York.
—Sólo le pido una cosa, Vuldane.
—¿Cuál?
—Que antes de que empiecen ustedes a transportar a los terrícolas me den un poco de tiempo para estudiar la situación y averiguar si existe alguna otra alternativa.
Vuldane no cedió.
—El traslado tendrá que empezar inmediatamente. Sin embargo, nos llevará un año completo construir la primera flotilla de naves capaces de atravesar la pared del espacio que separa los dos universos. Te daré este año, Anton York —diciendo esto, le alargó la mano—. ¡Y buena suerte!