YORK trabajó durante un mes. Temía que lo descubrieran en cualquier momento, pero se preguntaba, ¿por qué esos seres invisibles constructores no habían regresado por él? ¿Por qué la nave no había sido puesta bajo custodia? La absoluta extrañeza del enigma lo tenía intrigado. Descartaba la posibilidad de que Vera fuera a traicionarlo, pero su presencia era tan simple como sumar dos y dos. ¿O acaso eran tan poderosos que no le tenían temor a nada?
En aquellos treinta días York realizó milagros. Trabajó en su motor de gravedad, en una nueva barrera protectora contra las descargas de cualquier arma que pudiera existir en ese universo, y elaboró sus propias armas defensivas. Desde que la nave se posó en la superficie de aquel planeta había quedado casi abandonada, y en el transcurso de ese mes York la convirtió nuevamente en una poderosa fortaleza flotante, tal como había sido en su universo original. No era nada milagroso. York había resuelto finalmente las nuevas leyes maestras de esa extraña región del infinito. Sólo tuvo que efectuar ajustes mínimos a sus instrumentos y transformadores de energía aprovechable. La nave de York era en ese momento un vehículo de pelea, mucho más formidable de lo que había sido en el sistema solar.
Un día, estando sentado frente a los controles, puso a funcionar los motores y remontó el vuelo, ligera como una pluma. Sus transformadores de energía absorbían la corriente del campo de gravedad del planeta, igual que una esponja seca absorbe el agua. A fin de probar su eficacia, aceleró hasta superar la velocidad de la luz, y detuvo su avance en menos de tres segundos, y sin experimentar la más leve sacudida empleando el campo de contrainercia y colocándolo en su posición de cero. Los motores rugían uniformemente, semejantes a un gigante que roncara.
Para probar su pantalla protectora buscó un aerolito y se lanzó contra él duplicando la velocidad de la luz. La barrera hizo pedazos la enorme mole de piedra sin que tocara ningún fragmento el casco de la nave.
Localizó otro meteorito y soltó contra él la descarga de su arma gamma-sónica. El pálido rayo hizo que se bambolearan cincuenta millones de toneladas de materia en sólo veinticinco segundos. York estaba verdaderamente asombrado. En el sistema solar, en donde no existía un menor número de energía, la misma operación hubiera tomado cuando menos el doble de tiempo.
Respiró profundamente. En esas condiciones ya se sentía mejor, mucho mejor de lo que se había sentido durante los tres años que llevaba en ese universo. Ya no era ese náufrago desvalido, pues tenía nuevamente en la yema de los dedos una super energía a su disposición.
Luego se puso a reflexionar concienzudamente. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo podría encontrar a los amos de aquellos campos experimentales? ¿Y Vera? Parecía que ellos continuaban ignorándolo. Estuvo especulando acerca de la posibilidad de realizar una búsqueda de aquellos seres en los otros doce planetas de ese sistema solar. En el que estaba, parecía ser meramente una base de experimentos. Tenía que encontrar dónde se reunían ellos y hacerles frente…
De pronto sonrió. Se le había ocurrido una idea mejor. Lo ignoraban, ¿verdad? Acercó las manos a los controles. Puso la proa de su diminuta nave esférica hacia una de las cúpulas. Soltó una descarga de energía neutralizadora de la fuerza que formaba la pared y se lanzó al interior de la bóveda. En cuanto entró, la pared volvió a cerrarse. Aquélla era precisamente la primera cúpula que había visto al llegar a ese planeta, y aún recordaba la raza de cuadrumanos que estaba dominada por las bestias hipnóticas.
Para los habitantes de la bóveda, la llegada de York debió parecerles como la aparición de un dios. La nave esférica volaba de un lado a otro como una avispa furiosa. En cuantas ocasiones aparecía una bestia hipnótica, ésta era aniquilada por un rayo, y una ligera nube de humo negro era todo lo que quedaba de su cuerpo repugnante. En el transcurso de una hora, York limpió el interior de la bóveda de todas las bestias sacándolas de sus propios escondrijos. Cuando acabó con la última, guio su nave hacia una villa rústica situada a corta distancia en donde estaban reunidos varios cuadrumanos y les envió un mensaje telepático.
—¡Ya están libres de sus enemigos! Tan pronto como sea posible los devolveré al mundo de donde proceden. ¡Yo, Anton York, lo digo!
Estas últimas palabras fueron más bien el desafío para los amos del planeta. De la misma manera como lo había hecho, entró en otras bóvedas. Liberó a los hombres pájaro y a los de silicio, aniquilando hasta la última bestia hipnótica que los asolaba. Repitió su promesa de devolverlos a sus respectivos mundos de origen. Sin piedad ninguna continuó destruyendo las bestias que había en las bóvedas siguientes. Aunque estuvieran dotadas de inteligencia y merecieran existir como cualquier otro animal, los nexos que tenían con los constructores de las bóvedas los habían sentenciado a morir. Para York, la raza de esos seres perjudiciales sólo merecía desaparecer.
York siguió recorriendo una bóveda tras otra, continuando con la cacería, la que encontraba muy de su agrado. De pronto el frío impacto de la razón lo hizo volver a la realidad. Una nave acababa de aparecer frente a la suya y también iba de bóveda en bóveda.
York se puso alerta instantáneamente.
¿Respondían por fin al ataque los amos de ese mundo misterioso? York conectó la pantalla protectora, colocándola a su potencia máxima. York sabía que la barrera resistiría, al menos por unos minutos, a un bombardeo intenso, sin importar qué tipos de armas tuvieran ellos. Y como último recurso, podría huir velozmente si las armas que había fabricado no eran eficaces contra las del enemigo. Una vez en el espacio, conocía un sinnúmero de tretas para eludir a sus perseguidores. De momento no creía que hubiera un peligro inmediato para él.
York estaba preparado para recibir el ataque, pero éste no se produjo. En lugar de eso captó una voz telepática proveniente de la otra nave.
—¿Eres Anton York, de la Tierra?
—Sí. Tienen ustedes a mi esposa cautiva. Mi primera demanda es que la dejen en libertad. La segunda es que sus campos experimentales, o lo que sean, dejen de funcionar, y que las diversas razas que están en ellos sean devueltas a sus mundos de origen.
York tuvo la impresión de que quien lo estaba escuchando se reía de él.
—¡Indudablemente! Tú, Anton York, te has auto designado el paladín de tu universo, ¿verdad?
—Llámenlo como quieran —repuso York con voz seca—. Sólo sé que esos seres vivientes están sufriendo. Han estado sujetos demasiado tiempo al poder de las bestias hipnóticas, las que deben ser destruidas hasta la última.
A York le pareció que su interlocutor había dejado de reír.
—Exactamente. Y ahora hemos encontrado la manera de acabar con ellas.
Asombrado, York se mordió la lengua.
—¿Quieren decir que deseaban ustedes que fueran eliminadas las bestias? ¿Es ése el fin de su prolongado y también elaborado experimento? Pero ¿por qué?
—Ya lo explicaré todo. Ven con nosotros al quinto planeta, nuestro mundo principal.
—¡Esperen! Si se trata de una treta, les prevengo que tengo un arma muy poderosa…
York recibió por respuesta una llamarada verde muy singular que brotó repentinamente de la otra nave. La lengua de fuego rodeó la nave de York. La electro-barrera se esfumó como si fuera de algodón, y al tocar el casco arrancó un trozo de metal con la facilidad que un látigo desprende un pedazo de piel humana.
York sintió el impacto tremendo que sacudió hasta el último rincón de la nave, tal como si hubieran lanzado una montaña de gran tamaño contra ella. Quedó espantado. La pantalla que el propio York había probado embistiendo un aerolito, cuando volaba con su nave a la velocidad de la luz, ahora se desmoronaba fácilmente con una de las descargas del enemigo.
¡Fuerzas ilimitadas! ¡Poderío gigantesco! Eso debían de poseer aquellos seres extraños.
York tenía que conocer la verdad por amarga que fuera. Oprimió el disparador de su arma gamma-sónica, la que estaba apuntada al centro preciso de la nave de su oponente. La descarga, que mandó hubiera abierto un boquete de unos quince kilómetros de profundidad en una pieza de acero sólida, pero al chocar contra la pantalla invisible que protegía a la nave enemiga, sólo brotó una nube de humo. York tuvo que aceptar que estaba indefenso de nuevo.
—¿Te das cuenta? —inquirió la voz telepática—. Nuestra ciencia es superior. Si aplicara yo un poco más de energía, tu pantalla protectora quedaría destruida del todo y desintegraría tu nave. Pero no queremos tu muerte. Hasta ahora hemos estado patrullando el espacio para prevenir cualquier posible invasión de habitantes de otro planeta. Pero ya no tendremos necesidad de hacerlo. Sígueme.
York no tuvo más alternativa que obedecer. Se elevaron hacia el espacio abierto dejando atrás el planeta de las cúpulas y pusieron proa hacia el astro rey de ese universo. En el transcurso de una hora, desarrollando una velocidad igual a la de la luz, llegaron al quinto planeta, el cual tenía una gran semejanza con la Tierra. Su atmósfera era azul y estaba rodeada de una capa de nubes; la tranquilidad parecía reinar allí, pero cuando los rayos solares alcanzaran su clímax, el ascenso de la temperatura tenía que convertir aquello en un verdadero infierno, diez veces más agobiante que la tremenda humedad de Venus.
—¿Viven ustedes bajo cúpulas? —preguntó York antes de descender.
—No; vivimos al descubierto. Nuestra evolución se ha ajustado a los cambios periódicos. Vivimos rodeados del frío cuando el sol mengua y toleramos el calor cuando el sol llega a su clímax, y para nosotros es lo mismo. Ése es, Anton York, el principio fundamental de la historia que muy pronto te contaré.
York hizo que su nave descendiera, imitando a la otra. Llegaron a un campo muy extenso que estaba rodeado de una ciudad resplandeciente, la que, al verla, dejó a York sin aliento. York había conocido muchísimas civilizaciones, pero en ninguna se manifestaba la magnificencia de la que tenía ante la vista. York captó de inmediato varias impresiones sutiles. La primera fue un aire de tristeza que se cernía sobre la ciudad, pero era aquella una tristeza que se iba disipando como se esfuma la niebla bajo los rayos de un sol brillante.
Notó que había varias naves que permanecían inmóviles a muy poca altura de aquel campo extenso, y parecía que estuvieran esperando su llegada. Tan pronto como él y sus guías descendieron, todas las naves que esperaban los siguieron. No estaba seguro York, pero le pareció que los ocupantes lo saludaron. Todo el misterio se había ido acumulando hasta formar una pirámide. De alguna manera, era él un héroe para esos seres. York bajó de su nave. Llevaba puesto su traje espacial. Todo pensamiento del peligro personal había desaparecido. El ser que salió de la otra nave era igual al que había visto antes. Su cuerpo era largo y delgado y tenía la cabeza desproporcionadamente grande. Su traje resplandeciente, de una fina tela metálica tramada, daba a entender que tenía un rango elevado. Según el contraste que había entre los de su tripulación y otros que lo rodeaban, aquel individuo tenía que ser de una jerarquía superior.
—Sí, soy Vuldane —repuso al captar los pensamientos de York—. Soy el rey de los korianos. Sígueme a mi palacio. Vera, tu esposa, está ahí.
York lo siguió y entraron en una sala resplandeciente y de grandes proporciones. Sin embargo, la mirada de York estaba clavada en Vera, quien llevaba puesto su traje espacial y que se encontraba casi en el centro de aquel recinto.
York la estrechó fuertemente entre sus brazos, sin poder murmurar una sola palabra debido a la gran emoción que le causaba verla a salvo.
—¡Tony querido! —exclamó ella—. Estaba preocupada por ti, aunque sabía que te traerían aquí sano y salvo.
Vera estaba asombrosamente tranquila, pero tenía una mirada extraña. York observó cuidadosamente los alrededores; de pronto, sujetó a Vera de la muñeca con la mano izquierda y con la otra sacó de su cinturón una copia en pequeño de su arma gamma-sónica y apuntó con ella al pecho sin protección de Vuldane.
—¡Vuldane! Vine sólo en busca de mi esposa. Ahora, a menos de que quieras morir, ordena que nos permitan abandonar libremente el planeta. Cuando esté en el espacio, me comunicaré contigo, y si quieres hablar conmigo, acude a verme en una nave que no tenga armas. Tienes tres segundos para decidir.
El monarca se quedó inmóvil por la sorpresa, pero no se le advirtió temor alguno. York contó hasta tres, e iba a tirar del gatillo, cuando sintió que le arrancaban el arma de la mano. Quien lo había desarmado era Vera.
—¡No, Tony! No nos traería nada bueno. Te darían caza hasta dar contigo. Escucha primero su relato, y cuando haya terminado, podrás juzgar si lo que están haciendo es bueno o malo.
York enfundó su arma. Aceptaba que había sido una locura haber amenazado al rey de aquellos seres, pero su experiencia y el misterio que había rodeado las cosas desde que habían llegado a aquel universo, le tenían destrozados los nervios, y aún no podía recobrar gran parte de su antiguo control personal. Avanzó hacia el monarca, quien parecía estar imperturbable.
—Cuénteme pronto lo que tenga que decirme. ¿Planean ustedes conquistar el universo?
—No. Estamos demasiado civilizados para dar cabida a tan mezquinas ambiciones.
—Muy bien, pero han propagado por todas partes las bestias hipnóticas con algún propósito maligno. ¿Acaso las quieren para vengarse de algunos otros seres?
—No. Ya te había dicho que queríamos que fueran destruidas. Hasta la última, de ser posible.
—Si es así, ¿cuál es, entonces, el motivo de que hayan establecido esos campos experimentales? Presiento que hay alguna amenaza oculta para mi mundo. ¿Quieren ustedes adueñarse de la Tierra?
—No queremos tu mundo. No nos interesa la Tierra.
—¡Habla pues! —gruñó York.
—Tony, no hagas preguntas ásperas ni interrumpas —le advirtió Vera—. Deja que te cuente Vuldane su historia. Limítate a escuchar.