Capítulo VII

EL DÍA señalado llegó. Todos los hombres físicamente capaces acudieron al llamado. Ésa no iba a ser una guerra, sino una cruzada contra las odiadas bestias. De una vez por todas tenían que ser exterminadas en el interior de aquella gran bóveda.

Cuando York guiaba a los dos mil hombres que integraban su ejército, lo asaltó el curioso pensamiento de que en cualquier guerra sostenida en la Tierra ellos habrían valido lo que diez mil guerreros, ya que en sus pechos latía el odio que habían alimentado durante veinte siglos.

Cruzaron el río, la mayoría de ellos nadando y llevando sus rifles en alto. La máquina de York la transportaron en una balsa que habían construido especialmente. En la orilla opuesta, ya en territorio enemigo, la línea de los centinelas se replegó mientras llegaban los refuerzos. La batalla se inició y los hombres de York se impusieron, tomando cuantos prisioneros les fue posible, ya que consideraban que una vez que las bestias fueran exterminadas, esos hombres volverían a ser libres y normales.

El ejército avanzó hasta la villa de las bestias, la cual estaba situada en medio de un claro en el bosque. Era un conjunto de chozas diseminadas y sucias pero debidamente protegidas por una alta palizada en donde había unos carabineros en lo alto. Para acercarse a la villa, los hombres de York no tenían más alternativa que avanzar corriendo de mata en mata. Las balas pasaban silbando y, sin poder evitarlo, uno que otro resultaba herido o caía muerto.

York le dio instrucciones a Darrill, el novio de Leela, quien estaba al mando de los libres.

—Haga que sus hombres se acerquen lo más que puedan a la pared, procurando que ocurra el menor número posible de bajas. Eso me dará el tiempo que necesito para preparar la máquina y apuntar. Una vez que dispare aprovechen la confusión y maten cuantas bestias puedan.

Darrill asintió y sus hombres avanzaron arrastrándose, como lo habían hecho los blancos en las planicies cuando les hacían frente a los pieles rojas. Por su parte, York fue a revisar y a preparar su máquina cuidadosamente. Luego apuntó hacia la empalizada. Conectó el interruptor y la primera descarga que hizo fue demasiado alta y chocó contra la pared de la bóveda sin causar ningún daño.

La segunda descarga produjo el efecto que deseaba York. Una sección de unos cuatro metros de palizada voló hecha añicos. Dos de los hombres esclavos de las bestias volaron también. York conectó una y otra vez el interruptor lanzando descargas de neutrones y haciendo trizas la pared de la villa hasta pulverizarla por completo, quedando ésta totalmente al descubierto y expuesta a cualquier ataque.

En ese momento, los hombres de Robar se pusieron de pie y se lanzaron a la carga con una furia incontenible. Las bestias, con una astucia casi humana, desplazaron a sus esclavos hacia las brechas y abrieron fuego contra los atacantes. York detestó hacerlo, pero dirigió las descargas de su super-ametralladora contra las filas de los defensores. Esclavos y bestias cayeron en medio de una maraña sangrienta.

El ejército de los libres había llegado a la villa. Los hombres se precipitaron contra los monstruos y empezaron a aniquilarlos. La mayoría de los libres eran inmunes por herencia a la hipnosis y trataron de sacar el mejor provecho posible de aquella cualidad.

Los nervios de York estaban en tensión. ¿Por qué no habían intervenido los constructores de la bóveda? Él casi lo había esperado. Estaba preparado para atacarlos con su super rifle en caso de que aparecieran. Si tenían algún arma en la parte alta y disparaban hacia abajo, a York no le importaría volar la bóveda aunque eso significara una muerte violenta.

Fue un momento pavoroso, ya que ése era el primer reto que lanzaba York contra los amos de ese mundo extraño. Pero los misteriosos constructores no dieron la menor señal de vida.

Sin embargo, las bestias no aceptaban la exterminación tan fácilmente. York no se había dado cuenta de lo que ocurría en la parte trasera de la villa, en donde se extendía un trecho del bosque hasta la pared de la bóveda. De repente presintió el peligro en que estaba él mismo. Un grupo de cinco bestias hipnóticas que mandaban unos cincuenta esclavos venían en dirección suya.

Lo rodearon junto con su máquina. Los hombres, siguiendo las órdenes de sus amos, levantaron sus rifles. Era casi imposible evitar que una andanada de balas acribillara a York. Él moriría, cualquiera que fuera el resultado de la batalla en la villa.

Una vez más York se veía cara a cara con la muerte.

¿Era ésa la manera como tomaban venganza los constructores de las bóvedas? ¿Acaso de la misma manera como las bestias dominaban a los hombres esclavos aquéllos ejercían control sobre las bestias y les daban la orden telepática para que mataran a York?

La primera reacción que tuvo fue llevar rápidamente la mano al interruptor de corriente. Por lo menos, si iba a morir, mataría a algunos de sus enemigos. Pero un segundo pensamiento lo detuvo: recordó la primera ocasión en que había logrado substraerse de la fuerza hipnótica de la bestia que había logrado matar. ¿Y si en ese momento arrojara toda su fuerza mental contra ellas?

En sus dos mil años de vida, York había llegado a aprender algo de las posibilidades ilimitadas de su fuerza mental. Incluso en varias ocasiones él mismo había usado la hipnosis y la telecinética. En ese instante hizo un llamado urgente a los radio genes de su cerebro, que estaban alimentados por los rayos cósmicos, y un gran campo de energía irradió de su cerebro para unirse a la fuerza mental y desafiar la hipnosis combinada de las cinco bestias.

De pronto se desató una batalla silenciosa en ese sitio…

York permaneció inmóvil, rodeado de cinco bestias repugnantes. Ningún movimiento físico traicionaba el hecho de que entre el hombre y las cinco bestias habían soltado fuerzas mentales de tremenda magnitud. Los hombres esclavos, acobardados, eran simples peones en esa guerra psíquica. Cualquiera que venciera, York o las bestias, ordenaría a los esclavos que mataran al vencido.

Transcurrió quizá un segundo o probablemente varios minutos. York sentía cómo iba en aumento su fuerza. El sudor le corría por la cara y parecía que su cerebro se fundía en tanto que los radio genes vaciaban la energía en el campo de la fuerza mental. Aquello no lo podría soportar por más tiempo, pues su cerebro se quemaría como si fuera un generador sobrecargado.

Curiosamente, el final no fue muy dramático. Una de las bestias lanzó un suspiro profundo y repentinamente cedió, dejando caer la cabeza y su cuello serpentino. Sus ojos de medusa se cerraron. Sus fuerzas hipnóticas se habían agotado. A la primera bestia siguió la segunda, y luego cayeron otras dos más.

La última se mantenía en pie y la vista la tenía clavada en los ojos de York. Éste hizo un esfuerzo supremo para reunir hasta el último residuo de su energía mental para vencer a la quinta bestia. Pero el hechizo estaba roto.

—¡Disparen contra las bestias! —fue la orden mental.

Los hombres esclavos descargaron obedientemente sus rifles contra los cuerpos que se desplomaban. Se retorcieron, se convulsionaron y quedaron al fin inmóviles. Carente de toda energía, agotado por el gran esfuerzo que había hecho, York se tiró en el suelo y entró en un estado casi comatoso.

Cuando volvió en sí, el joven Darrill le rociaba la cara con agua.

—¡Anton York! —Exclamó lleno de júbilo—. ¡La villa es nuestra! Matamos muchas bestias, pero cerca de la mitad huyeron hacia los bosques.

York recobró el control y dijo:

—No perdamos tiempo. Organiza su persecución. Reúne cuantos libres puedas y hazlos avanzar para que obliguen a salir a las bestias a campo abierto, en donde estará esperándolos mi máquina. Tenemos que exterminar hasta la última bestia.

La batida les llevó una semana. Los hombres inmunes, haciendo sonar grandes tambores como si se tratase de una cacería en el África, iban acorralando a las bestias poseídas del pánico y las obligaban a salir al descubierto para que la máquina neutrónica de York las hiciera pedazos. No fue hasta que los hombres de Robar rondaron durante veinticuatro horas sin encontrar una sola bestia hipnótica cuando York asintió satisfecho.

—Ya no hay una sola bestia en este pedazo de tierra —anunció Robar con un tono de satisfacción.

Pero en ese momento una pesada forma salió de entre los matorrales. Era la última de las bestias hipnóticas. Estaba verdaderamente furiosa y avanzaba frenética contra un millar de rifles y la máquina devastadora.

—¡Esperen! —Gritó York cuando los hombres le apuntaban con sus armas—. Rodéenla y captúrenla viva.

Una docena de hombres la capturaron y la llevaron arrastrando hasta donde estaba York. El monstruo hacía grandes esfuerzos por librarse de sus captores y trataba de esconder entre su cuerpo grasoso y repugnante la cabeza con cuello serpentino. York se comunicó con ella por medio de la telepatía.

—¿Puedes entenderme? —Preguntó York—. ¿Responderás a mis preguntas?

—Sí, te entiendo —contestó la bestia hipnótica de manera clara, lo que confirmó la sospecha de York acerca de que esos monstruos eran semi inteligentes—. Contestaré tus preguntas si me prometes darme una muerte rápida. No quiero vivir aquí como el último de mi especie.

York aceptó.

—Dime, ¿por qué estás aquí, en esta bóveda, y haces esclavos a la gente de la Tierra?

—Lo ignoro.

—¿Por qué trajeron a este planeta a los de tu especie y los metieron en cientos de otras bóvedas?

—No sabía que existían otras bóvedas

—¿Cuál es tu mundo nativo?

—Un planeta que pertenece a otro sistema solar, según dicen nuestras leyendas. Claro está que yo nací aquí, bajo esta misma bóveda.

—¿No tienes idea entonces de quiénes trajeron aquí a los tuyos?

—Ninguna. Ahora, mátame.

A una señal de York, los fusileros dispararon, acabando así con la vida de la última de las bestias que había en aquella bóveda.

York miró hacia arriba. ¿Estarían los constructores científicos observando en las alturas y mofándose de lo que ocurría? ¿Por qué no habían intervenido? Con toda seguridad que el exterminio de las repugnantes bestias hipnóticas en uno de sus campos experimentales, era contrario a sus planes.

El enigma que rodeaba a todo aquello tenía los nervios de York en tensión. ¿Sería él mismo un peón en las manos de ellos? ¿O tendría todavía la oportunidad de hacer algo antes de que se dieran perfecta cuenta de quién era él y lo que planeaba? ¡Si al menos pudiera volver a su nave…!

York no perdió tiempo y se puso a trabajar arduamente. Alteró el ajuste de la máquina a fin de que pudiera irradiar energía pura. Las leyes científicas de ese universo ya no eran un misterio para él. Ordenó que llevaran su máquina hasta un sitio cercano a la pared de la bóveda y se puso su traje espacial. La unidad de oxígeno aún contenía una buena reserva de ese gas vital.

York les dirigió la palabra a los que había liberado de la amenaza de las bestias hipnóticas.

—Voy a salir de esta bóveda —les dijo—, pero volveré muy pronto para llevarlos de regreso a la Tierra. ¡Se lo prometo!

York dio unos pasos hacia el punto donde acababa de neutralizar con su máquina el campo de energía que formaba la pared de la bóveda y como un dios desapareció de la vista de todos los terrícolas, como lo había hecho tan a menudo ante los mortales de su universo.

Ya en el exterior, se alejó de la bóveda y se agazapó durante un breve instante, sin murmurar palabra alguna. ¿Lo atraparían entonces los amos invisibles de ese mundo extraño, como un gato a un ratón? York aguardó, pero no ocurrió nada.

Luego se alejó buscando el camino para llegar a su nave. El astro rey de aquel sistema planetario estaba en el clímax de su período y brillaba como un astro ardiente de color azul. York se abría paso entre el follaje, en tanto que la capa de material aislante de que estaba forrado el traje espacial, producto de su avanzada ciencia, repelía las oleadas de intenso calor.

York llegó a la nave sin atreverse a llamar a Vera por medio de la telepatía. Tiró de la palanca del control de aire de la nave y entró precipitadamente.

—¡Vera! —Llamó en voz alta—. ¡He vuelto, Vera!

De la cabina no se escuchó respuesta alguna. Recorrió todos los recintos de la nave para encontrarse con la verdad. ¡Vera no estaba a bordo!

Al principio se sintió físicamente enfermo, pero pronto se calmaron sus nervios. Quizá Vera había salido en busca de alimentos. York hizo con toda precaución una llamada telepática extendiendo lentamente su alcance a varios metros de distancia alrededor de la nave. Al no obtener ninguna respuesta, aumentó, ya sin temeridad alguna, la fuerza de su llamada hasta un perímetro de ciento cincuenta kilómetros.

Pero a pesar de eso no obtuvo respuesta alguna. No era posible que Vera no contestara si estaba dentro del radio de alcance de sus ondas telepáticas. ¡A menos que hubiera muerto!

El sentimiento de cólera que recorrió las venas de York en ese momento, hubiera hecho temblar a cualquiera de sus enemigos pasados, a los cincuenta inmortales, a Masón Chard o a los Tres Eternos. Ningún hombre salvaje de la edad de piedra, al perder a su compañera, hubiera podido igualar la agonía que había en el interior de York. Durante dos mil años, Vera había sido su compañera inseparable.

Con voz pavorosa, lanzó York un juramento:

—¡No importa qué o quiénes sean ustedes, constructores de campos experimentales, iré en su busca! ¡Y si han tocado un solo cabello de su cabeza…!

York no pudo encontrar una amenaza adecuada.