DURANTE los días siguientes, York averiguó todo lo que le fue posible. La villa de los libres albergaba cerca de seis mil personas. Sus campos de labranza y sus sotos de caza ocupaban un poco más de la mitad de la superficie total que cubría la bóveda. Más allá de la villa, un río angosto separaba la zona que estaba bajo el control de las bestias hipnóticas y que era donde vivían los esclavos terrícolas. Se sabía que éstos eran aproximadamente unos cuatro mil. Pero su período de vida era corto, ya que las bestias los mataban para alimentarse.
Bien se podía considerar que un total de diez mil seres humanos era el que formaba la población de esa bóveda, convertida como por arte de magia en un pedacito lejano del planeta Tierra. York calculaba que un poco más de doscientas personas por kilómetro cuadrado se congregaban en aquel lugar; un poco más aglomeradas de lo que Europa había estado poblada antes de la era científica, cuando ocupaban grandes extensiones de terreno para cultivarlas. Bajo esas circunstancias, y manteniendo una tremenda y constante batalla contra las repugnantes bestias hipnóticas, la ciencia no había tenido oportunidad de avanzar.
Hacía mucho tiempo que se habían agotado los pocos yacimientos de metal y de otros minerales importantes, por lo que cualquier pedazo de metal ordinario se apreciaba como si fuera oro.
Las observaciones que llevó York a cabo incluyeron el río, el que nacía en el subsuelo, cerca de una de las paredes de la bóveda, y después de cruzar toda la superficie que ésta cubría, desaparecía de la misma manera en el lado opuesto.
A unos trescientos metros de altura, suspendido del centro de la bóveda, localizó York un aparato reluciente y de gran tamaño que servía para emitir rayos luminosos, semejantes a los solares, cada veinticuatro horas. En ciertas ocasiones, brotaban nubes de neblina de dicho aparato y producían también lluvia. Ya había notado York que en el exterior prevalecía una atmósfera de hidrocarburos con un clima que variaba desde el frío que imperaba en Urano hasta el tórrido que se dejaba sentir en Mercurio. Pero en el interior se podía apreciar desde el clima de Irlanda hasta el de California.
Los constructores de la bóveda habían realizado una labor perfecta. Pero ¿por qué? La pregunta sonaba como un gong en la mente de York. Gradualmente, empezó a tener York la sensación de que lo vigilaban. Tenía la seguridad de que había unos ojos arriba de la cúpula que miraban hacia abajo de una manera fría y científica, observando y llevando un registro minucioso del menor latido de la vida que allí se encerraba. Era una sensación enloquecedora.
En muchas ocasiones, York sentía deseos de gritar, pero no lo hacía debido a que durante sus dos mil años de existencia había aprendido a controlar sus emociones con la ecuanimidad de un semidiós. Los seres humanos que formaban la colonia terrícola de ese mundo extraño habían llegado a aceptar la vida en el interior de la bóveda como normal y natural; consideraban todo lo demás como una ilusión o sencillamente como una leyenda.
York decidió hacer a un lado temporalmente sus indagaciones tendientes a averiguar el gran propósito que había detrás de todo eso. El problema inmediato lo constituían las bestias hipnóticas y tenía la creencia de que si él pudiera hacer algo contra ellas quizá eso lo guiaría de alguna manera a descubrir el misterio de quienes eran sus amos científicos.
Un horrible pensamiento bullía en su mente. ¿Sería posible que los constructores de esas moradas gigantescas estuvieran fomentando la propagación de las bestias hipnóticas con el solo propósito de utilizarlas para conquistar el universo?
—Esperamos aniquilar a esas bestias a su debido tiempo —le informó un día Robar—. En cada nueva generación, un porcentaje más elevado de los niños que hacen es casi completamente inmune a las fuerzas hipnóticas de las bestias. Durante los primeros mil años, la villa de los libres era pequeña y milagrosamente logró escapar de que la arrasaran unos cientos de veces. Pero en estos diez siglos últimos la población ha aumentado. Ahora somos más numerosos que el grupo de esclavos. En otros cuantos siglos…
—Es demasiado larga la espera —interrumpió York—. Las bestias hipnóticas tienen una inteligencia primitiva. La ciencia puede destruirlas. ¿Cómo funcionan los rifles?
Un examen que hizo York de las armas le indicó que eran simples mosquetes de pedernal del siglo XIX. A fin de no desperdiciar metal, utilizaban balas de madera muy compacta. El agente impulsor de las balas era carbón pulverizado, ya que como una de las fuerzas naturales de ese planeta hacía que el fuego se propagara de manera lenta, una cantidad mínima de carbón tenía la fuerza de la pólvora. Así lo había probado York con la turbina de retroimpulso de su nave, la que había funcionado mediante fósforo de combustión lenta.
«Detrás de todo esto hay una ecuación que abarca todo», se dijo York. «Si yo pudiera encontrarla, tendría el poder para destruir a todas las bestias, derribar la bóveda y hacerle frente a la raza que domina en este mundo.».
Al tercer día de su llegada, York escuchó el ruido producido por un cuerno. Era la señal de alarma de un ataque. Sin perder un instante, se movilizaron todos los de la villa. Los hombres echaron a correr en dirección del río y York los siguió. Las tropas enemigas habían cruzado el agua en lanchas de madera y estaban esparcidas entre los matorrales y los pequeños promontorios que había en las riberas. Los libres se pusieron a cubierto y aguardaron agazapados.
York se parapetó y apoyó en la horqueta de un árbol el rifle que le habían dado, pero no se atrevía a disparar contra las figuras que se asomaban de vez en cuando y que estaban al alcance de los proyectiles. Después de todo eran seres humanos como él, y aunque se prestaban como cebo para que mataran a otros seres de su propia especie, lo hacían únicamente bajo el hechizo de las bestias hipnóticas que los manejaban a su antojo. Los repugnantes monstruos estaban al otro lado del río dando órdenes telepáticas a sus esclavos y empleando hipnotismo de largo alcance. York podía sentir la gran fuerza subyugante que tenían.
El combate se prolongó durante varias horas, los libres flanquearon a sus atacantes y los hicieron retroceder. Al retirarse, éstos se llevaron a cuestas a los muertos y los llevaron al otro lado del río para depositarlos a los pies de las bestias, las que al instante se pusieron a chupar la sangre a los cadáveres. Todo parecía indicar que ése había sido el único propósito del ataque, a menos que lo hubieran efectuado para vengar a la bestia que había matado York.
Las fuerzas de oposición abandonaron sus puestos en la ribera del río y regresaron a la villa. La batalla había terminado. York observó que los libres, antes de dar sepultura a sus compañeros que habían muerto en el campo de batalla, los destazaban y esparcían su sangre en el suelo. Ese impresionante espectáculo lo llevaban a cabo de una manera estoica. Se habían visto obligados a adoptar esa costumbre para evitar que las bestias se alimentaran con su sangre. Además, así se fertilizaba el suelo.
Al regresar a la villa, York encontró a Leela en el hospital donde atendían a los heridos. Estaba parada junto a su novio y contenía las lágrimas.
—Vivirá —murmuró ella—, pero nunca volverá A caminar. Una bala lo hirió en la espina dorsal y está paralítico. ¿No puedes ayudarlo, Anton York?
La joven no pudo contenerse más y se arrojó a los brazos de York para llorar sobre su hombro. Él le dio unas palmaditas en la espalda para consolarla y luego le preguntó:
—¿Quieres correr un albur? ¿Te arriesgarías a permitir que lo opere, sabiendo que puede morir en la operación?
—Yo confío en ti, Anton York —repuso la joven al momento.
Entonces Anton York procedió a operar al hombre.
Siglos antes, en previsión de que algún día un accidente físico tratara de robarle la vida a Vera, había estudiado York la técnica quirúrgica y era bastante diestro. Con una habilidad que ningún cirujano terrícola jamás había logrado, extrajo con un cuchillo filoso la bala de la espina del hombre.
Cuando terminó, cubrió la herida con unas hierbas antisépticas que cultivaban aquellas personas. El joven guardia se sumió en un sueño tranquilo, del cual despertaría completamente restablecido.
York hizo a un lado la gratitud de Leela y alzó el puño en señal amenazadora hacia lo alto de la bóveda. La ira se había convertido en su interior en una fuerza difícil de contener. Allá arriba, los constructores despiadados de las bóvedas de ese mundo extraño jugaban el papel de dioses y provocaban, impávidos, todas esas tragedias.
York consideraba como algo indudable que los constructores fomentasen la existencia de esas horribles bestias hipnóticas para convertirlas en una horda invencible que conquistaría el universo. Y eso, se prometía York, tenía que acabar.
Pero ¿de qué manera? Anton York, el super científico del sistema solar, ya hubiera empezado a actuar. Pero el Anton York desvalido de los conocimientos científicos en un mundo extraño con leyes maestras distintas, no podía hacer nada.
Transcurrió un año. York pasó la mayor parte del tiempo haciendo cálculos. Utilizaba el suelo como pizarrón y empleaba una vara para escribir. Trabajó afanosamente tratando de encontrar las ecuaciones de las leyes naturales que gobernaban ese universo, pero al aplicarlas, siempre resultaba todo equivocado. Mientras tanto, tenía la absoluta certeza de que lo seguían vigilando, y su preocupación iba en aumento por la falta de noticias de Vera. ¿Qué habría sido de ella? ¿Se le habrían agotado los alimentos o el aire respirable? ¿La habrían capturado acaso?
Un día, inesperadamente, le pareció que ella estaba junto a él. Creyó al principio que se trataba de una alucinación, pero de repente todos sus sentidos se pusieron alerta. Captó sus ondas telepáticas y la escuchó gemir. York avanzó para descubrir de dónde procedía y llegó hasta una sección de la pared de la bóveda en donde el gemido se escuchaba con mayor fuerza.
—¡Vera! —la llamó telepáticamente. Aunque gran parte de la intensidad de su vibración telepática rebotó contra la pared, un poco alcanzó a filtrarse—. ¿Estás allí, Vera? Recuerda que te expones al hacer contacto telepático conmigo, pues pueden descubrirte. ¿Estás bien, encanto de todas mis edades?
—Sí, Tony. Puedo verte. Estás delgado y te noto preocupado. Vine en tu busca. He estado destilando el aire del planeta y comiendo la pulpa de las plantas cuyo ciclo de vida es de veintidós días No temas por mí. Estoy bien.
York le hizo un relato breve de lo ocurrido durante el año que habían estado separados.
—Yo tampoco estoy mal —agregó York—, pero tengo que averiguar cuáles son las leyes maestras en este universo.
—Por eso vine a buscarte, Tony. Yo también he estado haciendo cálculos y encontré la solución de repente. Todo se debe a la transformación, Tony. Este universo tiene una transformación más baja, la cual es exactamente un entero ciento sesenta y cuatro milésimos. Yo misma la medí.
York comprendió todo de repente.
—¡Así es, Vera! Te felicito. Vete rápidamente de aquí antes de que te descubran los guardianes de las bóvedas. Resolveré las leyes y barreré las bestias hipnóticas. Luego escaparé de esta prisión, de una manera u otra.
—¡Ten mucho cuidado, querido!
Dicho esto, la comunicación telepática se interrumpió.
York regresó a la villa, su estado de ánimo estaba por las nubes. ¡Cómo no se le había ocurrido antes! ¡Transformación! ¡Naturalmente! No sólo la velocidad de la luz y del sonido era más lenta y más largo el espacio de tiempo, sino que también la transformación era más baja. Lo cual redundaba en una disipación mucho más lenta de la energía de ese universo. Además, eso también explicaba el alto valor potencial de los combustibles de combustión lenta. Ese universo no había sufrido tanto desgaste como el universo al que pertenecía la Tierra.
Con ese indicio fundamental, las ecuaciones de York empezaron a tomar vida. Las fórmulas coincidían y el omnipresente cero ya no siempre se presentaba para burlarse de él. En el curso de un mes más ya había calculado los elementos que debería tener el arma de rayos que supliría a los antiquísimos rifles de pedernal que tenían los moradores de la bóveda.
York llamó a Robar y le pidió que reuniera al Congreso. Los hombres lo miraban extrañados.
—¿Qué ocurre, Anton York? —Le preguntó Robar—, ya no estamos seguros de si estás loco o no. Te has pasado un año entero agachado sobre un pedazo de suelo haciendo marcas con una vara. ¿Qué te propones?
—Descubrir la ciencia para beneficio de ustedes.
—¿Ciencia? Ni siquiera conocemos esa palabra.
York empezó a explicarles desde el principio.
—Después del tiempo de los antepasados de ustedes, la ciencia floreció en el Mundo de Origen. El hombre comenzó a construir máquinas para hacer toda clase de trabajos. Fabricó también armas de guerra. Por ejemplo, cañones potentes que hacían añicos los objetos.
Y ahora voy a construir una de esas armas, pero necesito unos metales y la ayuda de todos ustedes. Habrá que fundir la mayoría de sus rifles para obtener la materia prima.
Robar lo miraba con cierto recelo. En su rostro había señal de duda.
—Será muy peligroso desarmarnos, aunque sólo sea parcialmente. Y además, ¿cómo vamos a saber si no estás loco en realidad?
York pensó que los dioses tal vez lanzaron una carcajada al escuchar aquello. Pero no podía culpar a Robar y a los demás por ser desconfiados. Aquellas personas sencillas no lo conocían, ni sabían siquiera lo que significaba la ciencia. Tomó un pedazo de cuarzo que estaba en el suelo y les dijo:
—¿Aceptarán lo que les propongo si logro hacer que esta piedra brille en la obscuridad?
Todos estuvieron de acuerdo. York fue a su cabaña y regresó con la cápsula de radio que servía de fuente de energía del transformador de calor de su traje espacial. El radio y la radiactividad eran dos cosas que no cambiaban grandemente con las leyes de ese universo. Acercó la cápsula al trozo de cuarzo e instantáneamente brotó un brillo fluorescente en la obscuridad.
Todos lanzaron exclamaciones de asombro y aprobaron el proyecto que les presentó York.
Durante los seis meses siguientes, York tropezó con algunas dificultades que parecían insuperables para su proyecto, pero las venció. Los metales tenían diferentes puntos de fusión en ese universo; el cristal mostraba alteradas sus propiedades físicas y la electricidad también se comportaba muy fuera de lo común. Pero al fin logró construir una pila que funcionaba a base de radio y que emitía su corriente a través de una serie de bobinas conectadas entre sí y que estaban colocadas atrás de un reflector convexo de acero pulido. Montó todos estos aparatos en un chasis con ruedas.
El conjunto era bastante pesado y estaba construido de una manera tan rudimentaria que se habría reído de él hasta un artesano de la última edad de piedra. Pero lo importante es que era una gran fuente de energía.
Ya para disponerse a efectuar la prueba final, York conectó el interruptor y la electricidad empezó a circular por las bobinas. Un campo de energía se formó alrededor de una barra metálica. Uno de los extremos de dicha barra donde se concentraba esa tremenda fuerza, se convirtió en un diamante incandescente al efectuarse allí la desintegración atómica. Un rayo de energía generada por los neutrones brotó del espejo que servía de cátodo proyector y pegó contra el tronco de un árbol solitario que había escogido York como blanco. Al recibir el impacto se partió en dos, y una de aquellas mitades quedó reducida a cenizas.
Los habitantes de la villa lanzaron exclamaciones de miedo y de asombro y en sus caras se leía claramente la palabra «brujería». Se preguntaba York lo que esas gentes hubieran dicho si supieran que él había cambiado de lugar al planeta Mercurio. Sin embargo, el propio York estaba alborozado por la desintegración del árbol. Marcaba el primer paso que daba hacia la conquista de las leyes de la ciencia y de la energía de ese nuevo universo.
Cuando regresara al laboratorio de su nave, si acaso podía lograrlo, ya estaría en posibilidades de controlar las fuerzas poderosas y poder desafiar con ellas a los amos de las bóvedas.
Pero primero las bestias hipnóticas…