YORK dirigió la vista a su alrededor. Estaba en el interior de la bóveda, en el trozo trasplantado de la Tierra. No sabía qué motivo oculto encerraba todo aquello, pero tal vez algunas de las personas que allí estaban podrían proporcionarle algunas pistas.
Avanzó hacia adelante con determinación. Lo único que le molestaba era la imposibilidad de poder comunicarse con Vera. Oraba en silencio para que ella no saliese de la nave y se expusiese tontamente al peligro.
York ya conocía cuál peligro era el que acechaba en ese mundo extraño.
York caminó unos cien metros antes de que decidiera quitarse el traje espacial. Después de hacerlo, se lo echó al hombro y continuó su camino sin un rumbo determinado. Llenó sus pulmones con el aire de aquel ambiente que tenía toda la peculiaridad y la dulzura de la atmósfera terrestre. Los constructores científicos habían realizado un notable trabajo al duplicar el medio ambiente de la Tierra. El lugar tenía una temperatura agradablemente tibia.
Durante un buen rato vagó en medio de un bosque fresco en donde gorjeaban los pajarillos y retozaban las ardillas a placer. York sintió un agradable bienestar al relajar su cuerpo después de haber tenido el molesto traje espacial puesto durante varios días.
El sueño que había estado él tratando de ahuyentar durante casi una semana lo venció al fin. Se acostó en la hierba y se quedó profundamente dormido.
Despertó al sentir que le tocaban suavemente la mejilla.
Asombrado, abrió los ojos y vio el rostro de una muchacha. Era una cara encantadora con ojos azules y cuya sonrisa tibia parecía estar dedicada exclusivamente para él.
La joven estaba sentada a su lado y aparentemente hacía largo tiempo que se encontraba allí.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó ella—. Soy Leela. Estuve contemplándote mientras dormías y me has gustado.
—Soy Anton York —contestó.
Trató de disimular su acento arcaico para imitar la manera de hablar de ella.
Aquel nombre, que hubiera dejado mudo de sorpresa a cualquier terrícola contemporáneo por lo absurdo que le hubiera parecido estarlo oyendo, no causó en la mujer más que una sonrisa placentera.
—A… An… Anton Y… York —repitió ella—. Anton York. Me gusta, igual que tú. ¡Te amo!
Sin decir una palabra más, le puso los brazos alrededor del cuello y lo besó. York se quedó asombrado por aquel impulso espontáneo de la joven, pero la retiró amablemente.
—¡Espera! —objetó, y quizá por primera vez en muchos siglos vaciló un poco. Por un momento, se alegró de que la pared de energía hubiera evitado que Vera se diera cuenta de que lo había besado—. Estoy seguro de que no hablas en serio.
—¡Claro que sí! —exclamó la joven, y lo besó nuevamente—. ¿No quieres que te ame?
York se quedó pensativo por un momento, mirando a su alrededor, medio atontado, y dándose cuenta de que la presencia de aquella muchacha hacía ese lugar casi paradisiaco. De pronto, su mirada tropezó contra la conocida piel color rosa que estaba agazapada entre un matorral como a unos diez metros.
El disfraz que hacía aparecer tan maravilloso aquel lugar desapareció instantáneamente. La realidad no era más que un infierno en el cual las bestias hipnóticas no sólo enfrentaban a un hombre contra el otro sino también a la mujer contra el hombre.
York apartó a la joven, y el monstruo, adivinando que lo habían descubierto, avanzó hacia ellos. El cuello serpentino de la bestia se mecía, acercándosele y recordándole todas las tragedias que había visto en esa bóveda y en las demás.
York se puso de pie de un salto sin poder apartar la mirada del monstruo.
El primer impulso que tuvo fue sujetar el cuello asqueroso de la bestia hipnótica para retorcérselo, pero cuando lo intentó, tuvo la sensación de que se hundía en el torrente de una fuerza invencible que despedazaba toda su voluntad y lo hacía retroceder. Aquello no era otra cosa que la fuerza hipnótica que procedía de los ojos redondos y fulgurantes.
York trató de apartar la mirada de la Medusa que se apoderaba de su voluntad, pero no consiguió hacerlo. Durante un largo minuto luchó contra esa fuerza intangible y al fin se dio por vencido.
En ese momento el efecto de la fuerza hipnótica cambió. Se sintió atraído, pero al mismo tiempo se le paralizaron los músculos de los brazos. Hizo un esfuerzo inaudito por apartar las manos invisibles que parecían atraerlo contra la bestia. Un paso…, dos… Avanzaba como un pájaro que ha quedado atrapado por el hechizo de una serpiente.
La bóveda, los árboles, la maleza, la mujer, todo había desaparecido. Lo único que veía York eran esos dos enormes ojos brillantes que lo atraían y parecían aumentar de tamaño hasta llenar el universo entero. Ni siquiera veía el tentáculo tembloroso que, adelantándose, se acercaba a su cuello.
Pero durante todo ese intervalo su subconsciente había estado funcionando y daba ahora la voz de alarma. Sus radio genes inmortales, saturados de la energía cósmica que constantemente combatían las células envenenadas causantes de la vejez y las invasiones de los gérmenes nocivos descargaron un oleaje de fuerza en su cerebro.
York se detuvo y respiró profundamente luchando con renovadas energías contra aquella fuerza invisible. La fuerza hipnótica aumentó en intensidad. York la esquivó y, haciendo un gran esfuerzo, retrocedió.
En ese mismo instante el hechizo quedó roto como si fuera la cuerda de un arco para lanzar flechas. York había vencido.
Luego, con absoluto control de sí mismo, dio un salto hacia adelante. La bestia gimió asustada y trató de huir, pero York se le interpuso y, sujetándola del cuello, se lo retorció como si fuera el de una gallina indefensa. Le quedó colgando la cabeza y los ojos infernales se le nublaron. El cuerpo repugnante se desplomó y quedó retorciéndose en el suelo por unos momentos hasta caer finalmente presa de la inmovilidad de la muerte.
York, con las manos en la cintura, se quedó mirándola. Su respiración era jadeante, más por la rabia que lo invadía que por la fatiga. Nunca, después de realizar sus grandes hazañas, se había sentido completamente satisfecho. En una ocasión destruyó una flota de naves potentes; había movido mundos, conquistado ciencias y dioses. Pero allí, con sus simples manos, había matado a una bestia repugnante. ¡Ésa era una conquista suprema!
Después de un momento, sonrió al advertir el contraste que había entre ese acontecimiento y los demás de su agitada carrera. Sus pensamientos fueron interrumpidos por un par de brazos que le rodearon el cuello.
—¡Me has salvado! ¡Libértame! —Exclamó Leela—. Ahora sí te amo de verdad. Llévame contigo.
York la apartó firmemente.
—Escucha, Leela. Tengo esposa. La he tenido durante mucho tiempo y no la cambiaría.
Se preguntó lo que diría ella si le revelara que tenía dos mil años de edad. Por el momento, prefirió no decírselo.
—¿Tienes una compañera?
—Sí —replicó York tranquilizándose—. Cuéntame algo acerca de esa bestia y de ti.
Luego, para sus adentros, York dijo: «La bella y la bestia.».
-El amo me trajo aquí donde vienen a menudo los «libres» para buscar un hombre joven. Al encontrarlo tenía yo que seducirlo y apartarlo de los demás. Entonces la bestia lo mataría o se lo llevaría para convertirlo en esclavo. Las bestias usan toda clase de recursos para reducir el número de hombres libres. Procuran matar a todos los libres que tienen una mente demasiado poderosa y que no pueden esclavizar.
—¿Quieres decir que hay aquí terrícolas que pueden resistir, como yo, el hechizo de las bestias?
La joven, asombrada, lo miró.
—Eso debes saberlo. Me lo preguntas como si nunca hubieras estado aquí.
—Acabo de llegar a este sitio. Vengo de allá afuera.
La joven examinó, asombrada, las ropas extrañas de York, y clavó la mirada en sus ojos singularmente brillantes que tenían el signo de la inmortalidad. Después de un momento, se encogió de hombros, como dándose por vencida de que no encontraba una explicación adecuada y respondió a las preguntas que le hizo York.
—Sí. Muchos pueden resistir el hechizo. Y hay más en cada generación.
—¿Generación? —preguntó York, sorprendido—. ¿Nunca has oído hablar de mí? ¿De Anton York? ¿Has estado alguna vez en la Tierra?
—¿En la Tierra? ¿Quieres decir en el Mundo Original, de donde según cuentan vinieron nuestros antepasados? No, naturalmente que no. Nací en este sitio.
—¿Y cuántas generaciones ha habido aquí, según la historia?
—Cien.
—¡Cien generaciones, cuando menos dos mil años!
Unos terrícolas habían estado debajo de aquella bóveda durante veinte siglos, viviendo y muriendo, siendo objeto de un experimento gigantesco llevado a cabo por los constructores. York movió la cabeza. El misterio iba ahondándose gradualmente como algo vital, siniestro y difícil de alcanzar.
—¿Sabes con qué propósito fue hecho esto? —insistió—. ¿Por qué trajeron a tus antepasados del Mundo Original? ¿Sabes de dónde proceden las bestias hipnóticas?
—Yo sé muy poco —aseguró la mujer—, pero quizá en la villa de los libres haya algún hombre instruido que lo sepa. Vamos, te guiaré hasta allá.
Dicho esto, la joven se volvió y echó a andar, seguida de York.
El camino por donde avanzaban cruzaba un pequeño bosque y desembocaba en el campo abierto. Había zonas de pastoreo para el ganado y más allá se veían otros terrenos cultivados cuya cosecha estaba próxima a levantarse. Unos hombres de piel tostada que estaban laborando en esos sembradíos agitaron la mano para saludarlos. Todos estaban armados con unos rifles y miraban cautelosamente hacia el lugar de donde venían York y Leela para asegurarse de que la pareja no era esclava de las bestias hipnóticas y que llevara misión siniestra.
El aspecto de la villa, que estaba como a unos tres kilómetros de allí, hizo brotar un recuerdo en la mente de York. Estaba rodeada por una empalizada de troncos de madera, y de trecho en trecho había unas atalayas. En el interior del cercado había varias cabañas y unas carretas tiradas por caballos. Sus moradores se cubrían a medias el cuerpo con pieles de animales… Toda esa forma de vida, según la historia de la Tierra, había pertenecido al siglo XIX. Y allí estaba reproducida y, aparentemente, todos aquellos seres humanos disfrutaban de ella. ¿Por qué?
York cavilaba sin encontrar respuesta a sus preguntas. Se impacientó un poco cuando, al verlos una anciana, arrojo al suelo unos atados de leña y corrió a darle el encuentro a Leela.
—¡Mi niña, mi niña! —exclamó sollozando—. ¡Has vuelto! Creí que jamás volvería a verte, pues hace un año que te fuiste. ¡Leela, mi chiquita!
—Él me rescató —comentó Leela, señalando a York.
Una multitud ansiosa se agrupó en torno de los recién llegados, lanzando gritos de júbilo por la muchacha que se había librado milagrosamente del yugo de esclavitud de las bestias.
—¡Él mató a mi amo! —Les explicaba ella a gritos—. ¡Lo hizo sin más arma que sus manos!
La gente se le quedaba mirando, asombrada, y York recordaba la multitud que lo había aclamado en el siglo XXXI por haber movido varios mundos de su lugar. Pero en este planeta misterioso sólo le había retorcido el cuello a una bestia. No había aplicado ningún principio científico, a excepción de que lo hizo a sabiendas de que la muerte ocurre si se rompe la columna vertebral.
York hizo un gesto de impaciencia y la joven a la que había rescatado se apartó del grupo que la rodeaba y lo guio hacia el centro de la villa en donde estaba una cabaña de dos pisos, custodiada por dos hombres de pelo largo que empuñaban sendos rifles.
Uno de los guardas aquéllos se asombró al ver a Leela y corrió a abrazarla y besarla. York sonrió al darse cuenta del afecto con el que ella respondía a esas muestras de cariño. Se sentía relevado completamente del papel de héroe que había desempeñado al rescatarla y que ella tanto había pregonado.
Una vez que aquel joven guarda escuchó el relato de Leela, le estrechó fuertemente la mano a York y le habló con cierta vacilación:
—De acuerdo con la costumbre, Leela es suya.
—Yo tengo compañera. Me está esperando fuera de la bóveda —comenzó a explicar York.
Dándose cuenta de la mirada de asombro que tenía el joven, solicitó hablar con los representantes de la autoridad de la villa.
—¿Quiere usted hablar con el Congreso?
El guarda entró en la cabaña y apareció después de un momento llamando a York con un ademán.
—Puede usted pasar.
El Congreso resultó estar integrado por un grupo de diez hombres de edad avanzada, de cabello cano cuidadosamente peinado. Leela les relató los incidentes de su rescate con todo lujo de detalles, y lo que York le había contado.
Robar, que era el jefe del Congreso, le dirigió la palabra a York:
—Ésa es una historia verdaderamente asombrosa.
¿Quién es usted, Anton York? Nunca oí mencionar el nombre de York a nadie de los nuestros. Quizá venga usted de la villa de las bestias, quienes lo mandaron aquí a que nos espiara. Las bestias siempre están planeando tretas para subyugarnos.
El ambiente se hizo tenso y aun el joven guarda levantó amenazadoramente su rifle.
—¡Aguarden! —les ordenó Leela, acudiendo en defensa de York—, no olviden que estuve en la villa de las bestias durante un año. Nadie conoce allá su nombre tampoco. Si creen ustedes que él es un espía, ¿cómo me consideran a mí?
Las palabras de la mujer sólo sirvieron para aumentar la tensión e incluirla en sus sospechas. York dio un paso hacia adelante. En su gesto había determinación.
—¡Escúchenme! Yo he vivido durante dos mil años. Nací en el siglo XX en lo que conocen ustedes como el Mundo Original. En el año 1776, trece colonias de un continente llamado América declararon su independencia de un país que estaba situado al otro lado del océano Atlántico. Sus habitantes formaron un Congreso, del cual tal vez es copia el de ustedes. En el siglo siguiente, esas trece colonias crecieron, expandiéndose hasta tierras del Oeste de ese continente americano y lucharon y vencieron a unos hombres de piel roja a quienes llamaban indios. Aquel continente, que aún existe, se extiende de océano a océano. Hubo una guerra civil durante la cual asesinaron a un gran hombre llamado Lincoln. Luego se levantó un gran imperio industrial, y se descubrió petróleo y oro en el subsuelo. Un ferrocarril arrastrado por una máquina de vapor empezó a cruzar aquellas grandes extensiones de tierra, y se exterminaron grandes rebaños de bisontes.
Los rostros de quienes escuchaban el relato mostraban señales de emoción cada vez mayores.
—Eso concuerda con nuestras leyendas —murmuró Robar—, las trece tribus americanas, los pieles rojas, la gran guerra y la desaparición de los bisontes.
Robar se quedó callado y miró a York con cierto temor y reverencia. Luego agregó:
—Creo en usted, Anton York. ¿Ha venido del Mundo Original para ayudamos?
—Ésas son mis intenciones, si es que puedo hacerlo —apuntó York—, pero antes tengo que averiguar muchas cosas. ¿Qué dicen sus leyendas acerca de la llegada de los terrícolas a este mundo extraño?
—Que en el año 1888 nuestros antepasados vivían en el Mundo Original en una villa semejante a ésta y que se llamaba Fuerte Mojave. También ellos tuvieron que pelear algunas ocasiones contra los pieles rojas. Cierto día, aparecieron unas extrañas naves voladoras contra las que sus rifles eran inútiles. Toda la villa entera que estaba integrada por mil hombres, incluyendo las mujeres y los niños, fue traída aquí por la fuerza. En aquel entonces no existían esas repugnantes bestias hipnóticas. Al principio, nuestros antepasados no tuvieron muchos problemas, aunque los entristecía estar lejos de su patria y encontrarse prácticamente privados de su libertad, De pronto aparecieron las bestias y la vida se convirtió en un constante batallar contra ellas. Y así ha sido durante muchas generaciones.
—¿Por qué los trajeron aquí? —Inquirió York—. ¿Con qué motivo metieron a las bestias hipnóticas en este pedazo trasplantado de la Tierra?
—Nunca se ha sabido. Nadie ha visto nunca a los seres misteriosos que secuestraron a nuestros antepasados. La vida ha continuado su curso normal y hemos llegado casi a olvidar cómo empezó todo. Nuestra única preocupación es salir avante en la lucha que sostenemos contra esos monstruos.
York se mordió los labios. El misterio continuaba sin explicación. Los constructores de esas enormes cúpulas no habían dejado entrever la más pequeña información a sus conejillos de Indias, y era probable que tampoco se la hubieran dado a ninguno de los otros seres que tenían presos en las demás bóvedas.
La ira hizo estremecer a York. Esos campos de experimentación, en donde habían desfilado varias generaciones de seres de todas las especies, era la máxima crueldad que él había conocido, y algo tenía que hacerse para remediar aquello.