YORK reaccionó de manera violenta. Había estado observando ese paisaje sin prestarle una atención especial y sin darse cuenta de que era excepcionalmente familiar. El punto ciego de su cerebro desapareció de pronto.
—¡Vera, tienes razón! —Su voz telepática era sólo un murmullo—. Es una sección de ciento setenta y cinco kilómetros cuadrados de nuestro mundo nativo. Aquí hay hasta la más pequeña de sus plantas. De haber terrícolas y bestias hipnóticas…
Abruptamente, toda la perspectiva de York cambió. Antes de llegar a esta última bóveda lo científico era lo que lo había fascinado, aunque la indignación se había apoderado al presenciar el dominio de esas bestias hipnóticas, sobre todas las especies animales con las cuales no tenía ningún parentesco, en cada una de las bóvedas. En ese momento sentía que la sangre le hervía. Allí en ese sitio tenían que estar los de su propia raza, de la cual él descendía. La gente con la que tenía ligas sanguíneas y de hermandad, aunque entre ellos fuera él una especie de semidiós.
—¿Dónde están los constructores? —Gritó fuertemente, quedándose aturdido por sus propios gritos, pues tenía la escafandra puesta—. Tengo que encontrarlos. No pueden hacer esto…
Se calló de pronto. Algo en el interior de la bóveda atrajo su atención.
Un hombre y una joven salieron de entre una selva sombría, asustando lo que York ya reconocía que eran un zorro y un conejo. Las dos personas buscaron cuidadosamente por todas partes, y luego avanzaron dirigiéndose hacia donde pacía el ganado. El hombre llevaba dos baldes vacíos. En su hombro colgaba un arma parecida a un rifle, y en la cintura llevaba un cuchillo sin funda. Los dos cubrían su cuerpo con pieles gruesas. El paisaje era pastoril, muy semejante a los que debieron de apreciarse en Norteamérica en el remoto siglo XIX.
York no estaba muy compenetrado de la vida rustica de aquellos días. La Tierra había avanzado a un alto grado de civilización científica durante dos mil años. Pero ese paisaje en especial le hacía sentir una emoción honda. Aquello pertenecía a la Tierra, sin importar cuán distante fuese la época; y esas dos personas pertenecían a su propia especie.
«Si pudiera hablar con ellos», pensó York, «quizá podrían aclararme muchas cosas.».
Dio de golpes al grueso cristal que servía de pared a la bóveda y gritó con todas sus fuerzas tratando de atraer la atención de la pareja, la que no obstante que estaba como a unos cien metros de distancia no lo oyeron ni lo vieron. Sin embargo, York insistió. Probablemente, las paredes eran polarizadas y desde el interior su figura sólo aparecía como una sombra vaga.
York continuó observando.
La pareja llegó junto a las vacas y la joven se puso a ordeñar una, en tanto que el joven se quedó vigilando los alrededores. York notó que el hombre iba tranquilizándose poco a poco. Se dio cuenta de que le dirigía la mirada a la muchacha, que le hablaba y sonreía. La joven le contestó y sonrió a su vez. Charlaron, y de vez en cuando se inclinaba sobre ella y le acariciaba el cabello.
El amor de una pareja joven también existía allí, abajo de esa bóveda que era como una prisión, en un mundo lejano que pertenecía a un universo extraño.
—Esto es maravilloso y horrible al mismo tiempo.
Tony —dijo Vera—. Es maravilloso que el amor pueda sobrevivir a través del espacio y del tiempo, pero es horrible que hayan alejado a esa pareja de su mundo nativo. ¿Crees que los constructores de esas cúpulas los estén observando por medio de sus instrumentos científicos como si fueran hormigas?
—¡Silencio! —le ordenó York al ver aparecer a un hombre entre unos árboles que había a la orilla del campo de pastura. El recién llegado puso una rodilla en el suelo, se llevó el rifle a la cara y le apuntó al hombre que estaba junto a la muchacha.
York pegó la cara contra el cristal para no perder detalle del desenlace. De repente vio el cuerpo con piel color rosa de la bestia hipnótica. El hombre que empuñaba el rifle estaba bajo el dominio de la bestia, y se disponía a matar a un semejante suyo siguiendo sus instrucciones.
York lanzó un grito para prevenir a la pareja, pero al darse cuenta de lo inútil que era eso, se concentró para lanzar una advertencia por medio de su poderosa telepatía. En todas sus correrías por el universo nunca había encontrado ninguna substancia capaz de resistir o de detener las ondas telepáticas. Pero la pared de esa bóveda las rechazó. Las vibraciones telepáticas rebotaron con tal fuerza que golpearon su mente, estremeciéndola.
Sin embargo, era probable que hubieran penetrado algunas pequeñas partículas de los impulsos telepáticos, porque el joven que estaba al lado de la muchacha se volvió y empuñó el rifle. Ese movimiento evitó que su cazador lo hiriera gravemente. El disparo rasgó el aire, alcanzó a tocarlo sólo en el hombro. Le dio un grito a la joven y los dos se tiraron al suelo, derramando la leche. Las dos vacas huyeron espantadas. York siguió instintivamente la secuencia del sonido.
Tirado boca abajo, preparó el joven su rifle y alzó cautelosamente la cabeza para localizar a su enemigo. Una nubecilla de humo que flotaba encima de unos matorrales, así como un nuevo disparo, le indicaron el sitio donde estaba su atacante. Disparó en esa dirección, y una docena de disparos se sucedieron ininterrumpidamente. Uno de los dos hombres estaba sentenciado a morir.
York rechinaba los dientes, presa del nerviosismo, cuando uno de los disparos del atacante dio en el blanco. El dolor hizo que el joven se contrajera quedando al descubierto. Un segundo proyectil se le incrustó en la cabeza. Cayó al suelo sin vida. La joven, con los ojos bañados en llanto, se arrojó sobre el cuerpo inerte. Luego se puso en pie y echó a correr para huir del que había matado a su compañero y que ahora iba en busca de ella, tratando de capturarla viva.
La muchacha corrió hacia la pared de la bóveda, pues el hombre le había cortado el paso hacia la selva.
Mientras tanto, la bestia hipnótica que había instigado la tragedia se arrojó sobre el cadáver. Se quedó entretenida durante unos momentos absorbiéndole la sangre, de la misma manera como lo habían hecho en repetidas ocasiones las otras bestias de la misma especie en las otras bóvedas.
La joven no tenía salvación. Estaba junto a la pared transparente, y la golpeaba con sus pequeños puños gritando. York avanzó hacia ella y la vio claramente, pero era obvio que la joven no veía nada de lo que había al otro lado de la pared. No se daba cuenta de que York estaba parado frente a ella, al borde de la locura, pero sin poder ayudarla. Ni siquiera pudo York acallar los lastimeros gritos de angustia que lanzaba la pobre mujer.
La joven se volvió de espaldas a la pared cuando se le acercó el hombre. Éste también era joven, y su aspecto no era desagradable, pero atrás de sus facciones juveniles estaba la marca de la esclavitud mental. Era él un zombi de la bestia hipnótica. Empezó a hablar y su cara adquirió un gesto amable.
York, que estaba casi a un metro de distancia de él, pudo leer sus labios.
—¿Por qué huyes de mí, Mara? En un tiempo me amabas. Regresa conmigo a nuestra villa.
—Sí, te amé —repuso ella mirándolo con piedad más que con miedo—. Pero ahora eres un esclavo de las bestias, y mataste a Jorel sin misericordia alguna.
—Lo hice por órdenes de mi amo —contestó. En sus ojos se reflejaba la pena—. No quería hacerlo. Perdóname, Mara, y ven a vivir conmigo. Tú no amabas a Jorel. ¿Qué otra cosa podemos hacer en este pequeño mundo nuestro sino buscar un poco de felicidad?
Los ojos de Mara mostraban ira.
—¿Por qué no mataste a la bestia, Mantar? Ahí está ahora, y no sospecha nada. ¡Dispárale!
—¡No puedo! —contestó el hombre moviendo la cabeza.
—¡Hazlo por mí, Mantar!
El joven se le quedó mirando y notó la determinación que había en su cara. Dio media vuelta, alzó el rifle y apuntó hacia la bestia que estaba alimentándose de sangre a unos cien metros de distancia. Ofrecía un buen blanco, no podía fallar.
El corazón de York dio un vuelco de esperanza, de la misma manera en que quizá lo habría hecho el de la joven.
Pero antes de que Mantar hiciera el disparo, el cuello serpentino de la bestia se volvió hacia ellos. Sus enormes ojos se posaron en el hombre y ejercieron el dominio hipnótico sobre su esclavo.
Mantar hizo un tremendo esfuerzo para tirar del gatillo. Su cuerpo entero temblaba. Dio un gruñido y bajó el arma. La joven trató de apoderarse de ella para disparar, pero Mantar, bajo la influencia del hipnotismo de la bestia, se opuso.
—No puedo —dijo él, desconsolado—. Ya lo he intentado antes. Todos nosotros en la villa de los esclavos lo hemos intentado, pero no podemos librarnos de la terrible influencia que ejercen sobre nuestra mente las bestias. ¡Huye, Mara! Eres de las afortunadas que pueden resistir. Huye al bosque. Creo poder oponerme a las órdenes hipnóticas de mi amo el tiempo suficiente para dejarte escapar. ¡Apresúrate!
Le dio él un ligero empellón, pero la joven se volvió y le rodeó el cuello con los brazos.
—No puedo. Todavía te amo, Mantar. Te daré toda la felicidad que pueda. Iré contigo.
—No, Mara. Eso significa esclavitud. ¡Huye, por favor!
Pero la joven se colgó de él y luego fue demasiado tarde. La bestia abandonó su botín y avanzó. La pareja avanzó, cogida del brazo, hacia el monstruo, para regresar con él a la villa de los esclavos. En su rostro apareció la amargura que tendrían que soportar al quedar encadenada su vida en el interior de aquella enorme bóveda iluminada por ese extraño sol.
York se alejó como si hubiera estado soñando y hubiera presenciado un drama irreal. Sus ojos derramaban lágrimas. Dos mil años de observar muy diversas civilizaciones no lo habían hecho indiferente a los principios fundamentales de decencia en la vida.
—Esto es algo pavoroso, Vera —dijo desconsoladamente—, si estuviera yo en mi propio universo ya hubiera destruido la pared de esa bóveda y exterminado esas bestias. Estoy aquí imposibilitado hasta para penetrar en esas moradas. Pero entraré. Regresaré a la nave y no importa el tiempo que me lleve, conquistaré las leyes de la ciencia de este universo. Entonces…
York se quedó callado de pronto al ver aparecer una nave en forma ovoidea por encima de la gran cúpula transparente. La nave se desplazaba velozmente de un lado a otro como si estuviera buscando algo, York se tiró al suelo y permaneció inmóvil.
Pero el ocupante de la nave aparentemente ya lo había localizado. El vehículo descendió y se posó a unos quince metros de distancia. Se abrió una portezuela y apareció una figura que llevaba un objeto brillante en las manos, objeto que sólo podía ser un arma.
—¿Qué ocurre, Tony?
—¡Silencio, Vera! No entres en contacto conmigo a menos que captes mi señal. ¡Obedéceme, que va en ello nuestra vida!
Vera acató sus órdenes al instante y bloqueó sus pensamientos.
York concentró su atención en el recién llegado. Era la caricatura de un hombre. Tenía brazos y piernas delgadas, torso aplanado y dedos tentaculares. Su rostro tenía facciones alargadas y miraba a York como espiándolo. No llevaba puesto traje espacial y parecía encontrarse muy a gusto en ese intenso frío en el que York sin su vestimenta adecuada no hubiera podido sobrevivir ni un minuto. Respiraba el aire saturado de hidrocarbonos sin ninguna incomodidad. Tenía la frente baja y cubierta con unas plumas finísimas, pero la parte posterior del cráneo sobresalía grotescamente. Sin duda alguna alojaba allí una gran inteligencia.
—¿Quién es usted? —exigió saber el recién llegado usando el lenguaje universal de la telepatía. Pero sin esperar respuesta de York, prosiguió—: Es obvio que es usted uno de los setenta y siete seres del J-X, llamados también terrícolas. Estaba yo allá en lo alto junto a los aparatos acondicionadores de clima, cuando me pareció escuchar un grito telepático y vine a investigar. ¿Cómo logró usted salir de la bóveda?
El ser aquel hizo una pausa. Se quedó mirando a York sospechosamente y luego agregó:
—¿O acaso vino usted de la Tierra? Interceptaron recientemente una nave terrícola. Por un momento me pareció que había intercambiado usted un mensaje telepático con alguien. ¿Tiene usted algún compañero? ¿En dónde está su nave?
Aquellas preguntas terminantes y categóricas eran semejantes a las que les habían hecho a los Tres Eternos antes de que los destruyeran.
York estaba frente a un dilema, el más grande de todos los que se habían presentado. Si decía la verdad, aquel ser encontraría la nave y capturarían a Vera. Si eso ocurría, entonces los dos estarían perdidos. York no volvería a tener la oportunidad de investigar la ciencia existente en ese universo. No podrían enfrentarse a aquellos seres en el futuro sin contar con alguna arma con la que pudiera oponerse a las que ellos disponían. Esos pensamientos que cruzaron como un relámpago por su mente fueron hechos en un circuito cerrado a fin de que aquel ser no pudiera captarlos. Considerando todo lo anterior, York no tenía más que una solución.
—No tengo ninguna nave —contestó por medio de la telepatía, a sabiendas de que Vera también lo escucharía—. Vivía yo en la bóveda y fabriqué este traje espacial con la esperanza de escapar. Buscaba un punto débil en la pared de la bóveda y de repente sentí que se debilitaba y la atravesé. No me explico cómo ocurrió, pero le aseguro que así fue.
York contuvo el aliento. Había una sola cosa que hacía verosímil su historia. La bóveda debía estar formada de energía, no de materia. Esto lo había deducido York por el hecho de que sus palabras telepáticas no la habían atravesado. La materia era completamente transparente para el pensamiento. Por tal motivo, sí era creíble que en algunas ocasiones la pared de energía se debilitara en algunos sitios y que algún cuerpo pudiera cruzarla.
El ser extraño no dejaba de mirarlo de una manera sospechosa, pero también con cierto desdén. No consideraba que aquel relato fuese digno de que le diera mayor atención.
—¡Venga! —le ordenó—. No será usted suficientemente afortunado para cruzar esa pared por segunda vez.
Se llevó la mano al cinturón y sacó un aparato que estaba acampanado en uno de sus extremos y lo apuntó hacia la pared de la bóveda. Brotó un rayo luminoso y se esparció en un círculo como de dos metros de diámetro, neutralizando la energía de que estaba formada la pared. York recibió un empellón y fue a caer dentro de la bóveda.
Cuando volvió la cabeza para mirar, se encontró ante una pared gris mate que impedía la vista del mundo exterior.