Capítulo III

ANTON York trató de apartar la mirada de aquella escena repugnante. Luego vio cómo la hembra avanzaba como un robot hacia la bestia para someterse al asqueroso tentáculo que también le extrajo toda la sangre.

En eso, York comprendió por qué aquellas dos infelices criaturas no habían podido huir.

—¡Hipnotismo! —exclamó—. Ese horrible monstruo fascina a sus víctimas como lo hace una serpiente con las aves para capturarlas.

Anton York escuchó la pregunta que le hacía su esposa telepáticamente.

—¿Por qué los constructores de esa enorme cúpula transparente, que por fuerza deben tener una forma de vida más elevada que la de esas criaturas grotescas, permiten que continúen esas desgracias?

—No lo sé —respondió York—, hay algo misterioso en todo eso. Los constructores pueden ser los mismos seres extraños que patrullaban el espacio. Acabo de distinguir otra cúpula semejante a ésta, Vera, a unos cuantos kilómetros de aquí. Voy allá para ver qué puedo averiguar.

—Estoy preocupada, Tony. Presiento que el peligro te amenaza. ¡Por favor, regresa!

Pero Vera sabía perfectamente que su esposo no haría caso de su súplica, que él desdeñaría el peligro, pues aquello le había despertado la curiosidad científica. Nunca, durante los viajes a los mundos extraños que visitaron, había dejado él un misterio sin aclarar.

Cuando llegó York a la segunda cúpula, vio que era una réplica exacta de la primera, tanto en dimensiones como en forma.

Pero el escenario interno era completamente distinto. El suelo era arenoso y estaba salpicado con grupos de cactos de una especie muy singular. El aire parecía ser tenue y puro. En la parte superior de la bóveda estaba suspendido un enorme aparato brillante del cual salían unas ondas caloríficas que se esparcían por todo el interior.

York descubrió unos animales delgados semejantes a los lobos que perseguían a otros animales más pequeños, a los que no les costaba mucho trabajo atrapar en aquel extraño desierto.

Un rayo silbador brotó repentinamente de lo alto de una roca en forma de torre y cayó sobre uno de los lobos, electrocutándolo. York se quedó asombrado al ver salir de su escondite al portador de la pistola eléctrica.

York comprendió inmediatamente por qué los movimientos de aquella criatura eran tan torpes y por qué su piel despedía un reflejo metálico. York sabía de la existencia de hombres con cuerpo de silicio, es decir, en el que los átomos de carbono que lo integran son reemplazados por átomos de silicio. Aunque aquel ser carecía absolutamente de expresión en su rostro, se advertía la inteligencia que poseía.

Con un cuchillo filoso se dio ese hombre a la tarea de destazar al animal que acababa de matar. Produjo fuego con un pedernal y lo alimentó con cactos secos. Tomó una de las rebanadas de carne de su víctima, la pasó por encima de la arena y la puso a asar. Luego se dedicó a comérsela paladeándola con verdadero deleite. York no pudo menos que imaginar que en el estómago de aquel ser se producía una extraña digestión química que transformaba los átomos de carbono que contenía la carne que masticaba por átomos de silicio que había en la arena del suelo en la que la había espolvoreado.

Cuando el hombre de silicio se disponía a comer otra porción de carne, se produjo una interrupción. Una figura salió por detrás de las rocas dando grandes pasos. York forzó la vista y alcanzó a ver que se trataba de la misma bestia repulsiva que había matado a los dos seres con aspecto de simio en la otra bóveda. Avanzó confiadamente, y cuando el hombre de silicio escuchó sus pasos, se dio la media vuelta y empuñó su arma de rayos.

—¡Mata a esa bestia! —le ordenó York telepáticamente—. ¡Dispara!

Todo parecía indicar que el hombre de silicio hacía un gran esfuerzo. Apuntó al monstruo con su arma, pero no pudo disparar, ya que le era imposible apartar la vista de los ojos redondos de la bestia. Su cuerpo temblaba y de pronto se quedó rígido como una estatua. ¡Nuevamente la hipnosis! York tuvo la impresión de que la bestia dio una señal a fin de que el hombre de silicio recobrara el movimiento. En seguida levantó el cuchillo, enfundó su arma y se alejó trotando. Una sola vez se volvió para mirar hacia atrás, agitó el puño en señal de amenaza, pero lo hizo con un aire de desesperanza.

La bestia hipnotizadora insertó su órgano de succión en el cadáver del animal con aspecto de lobo, tal como había visto York que lo hacía en las dos ocasiones anteriores. Luego, le extrajo la sangre hasta dejarlo seco. Según eso, aquel monstruo no podía utilizar a los hombres de silicio como alimento, pero sí tenía la fuerza demoniaca para alejarlos de los animales que habían matado.

¿Cuál era la respuesta de ese asombroso enigma? La bestia hipnótica, en las dos bóvedas, en dos medios climáticos distintos, era el ama y señora de toda la vida allí existente. ¿Quiénes eran los constructores de aquellas bóvedas? No era posible que fueran los hombres monos ni los hombres de silicio, ni menos las bestias hipnóticas. Era obvio entonces que tenían que ser obra de otros seres dotados de gran inteligencia.

¿Quiénes serían ellos? ¿En dónde estaban? ¿Por qué habían realizado esas construcciones? ¿Serían los mismos que patrullaban el espacio?

Atraído por el misterio y sospechando la existencia de una tercera bóveda como las anteriores, York continuó avanzando y encontró otras dos más. Se dirigió a la más cercana. Era tal su impaciencia que no se detenía ante nada. Se abrió paso con los brazos, derribando los frágiles árboles que encontraba en el camino. Iba dejando tras de sí una brecha de vegetación destruida que muy pronto volvía a crecer.

La tercera bóveda era idéntica a las otras, y York se hubiera quedado sorprendido de que no lo fuera. Pero como lo había esperado, el escenario del interior era totalmente diferente de los otros y el medio ambiente que imperaba allí no se parecía en nada al del planeta. El paisaje era invernal de las altas latitudes. La nieve que lo cubría todo la esparcía el aparato que estaba colgado en el centro de la bóveda. Había una vegetación resistente que tenía las peculiaridades de la vida animal. Unas raicillas insignificantes se arrastraban hacia los árboles pequeños y los matorrales en busca de un sitio en donde poderse sepultar para nutrirse. Unas formas blancas y peludas, que eran casi invisibles entre la nieve, serpenteaban entre la vegetación viviente. Ese lugar debía de ser sumamente frío, mucho más que cualquier otro de la Tierra; quizá venía a ser un duplicado de las zonas congeladas de las lunas de Urano.

York se detuvo. Algo lo intrigaba.

—Escucha bien lo que te voy a describir, y luego dime qué te recuerda. ¿Entendido, Vera?

York empezó la descripción del paisaje que tenía frente a él, y después de un momento escuchó la voz telepática de su esposa.

—Sí. Parece que estuvieras describiendo el quinto planeta de Cisne 61, el que visitamos hace más de mil años. Pero eso fue en nuestro universo, Tony. ¿Cómo entonces puede existir una cosa semejante aquí?

York no le contestó. Estaba observando un sitio especial dentro de aquel recinto gigantesco. El alcance de su vista era mayor de lo que al principio había supuesto. Una pequeña ciudad estaba construida en una sección abajo de un salidizo que había en la bóveda. Unos bloques de hielo unidos por cemento de nieve formaban los edificios y estaban artísticamente decorados con carámbanos de hielo y cristales de nieve. Durante su visita a Cisne 61, había visto York el mismo estilo de arquitectura, a menos que su imaginación después de más de mil años estuviera creando una similitud de paisajes. El agua era el material de construcción por excelencia de ese edificio; su temperatura oscilaba constantemente bajo cero.

Ésa era la ciudad. Los habitantes eran unos cuadrúpedos regordetes cuyas cuatro extremidades eran planas, con lo que se podían deslizar sobre la nieve y el hielo como si estuvieran dotados de esquíes naturales. Todo su cuerpo estaba cubierto de plumas sedosas. Eran animales de sangre caliente. Su cabeza puntiaguda tenía unos ojos que mostraban inteligencia.

En esos momentos reinaba la agitación entre aquellos animales emplumados de las nieves. Los machos se habían congregado en las partes altas y planas de los techos, y se movían alrededor de catapultas que habían fabricado con pieles y madera. En aquel medio ambiente de baja temperatura ignoraban todo lo referente a los metales o a la fundición de los mismos. El punto de ebullición del agua era para ellos el calor sofocante de la alta temperatura de un horno.

El ataque que habían estado esperando al fin llegó. Los ojos de York, medio cegados por la nieve, ni siquiera habían advertido el grupo de formas blancas que cruzaba apresuradamente el espacio descubierto que había frente a la ciudad. Eran de la misma raza.

York echó una maldición, como siempre lo hacía cuando tenía noticias de alguna guerra civil sostenida entre la raza humana.

Las catapultas entraron en acción arrojando una gran cantidad de bloques de hielo contra los atacantes, los que a su vez permanecieron en sus posiciones repeliendo al ataque con las mismas armas. Trozos de gran tamaño de hielo endurecido a guisa de bombas, se cruzaban entre los dos bandos, perforando las paredes y los techos.

El número de los atacantes era muy superior al de los sitiados. Probablemente era ése el asalto final de una larga serie de batallas. La ciudad se estremecía y sus defensores estaban siendo diezmados por el bombardeo.

York sabía que habían transcurrido varias horas, pero aquel combate lo tenía fascinado. ¿Cómo se relacionaba esa pequeña batalla sostenida en el interior de una bóveda de quince kilómetros de diámetro con todo el misterio que rodeaba al planeta entero?

De pronto, York vio algo que lo dejó sorprendido: de un punto distante, detrás de un promontorio de nieve, salió un grupo de desnudas bestias hipnóticas.

Por lo visto, ningún ambiente extremoso las incomodaba. York ya había tenido oportunidad de verlas en acción en las otras bóvedas que diferían sólo en la temperatura y la vegetación del medio ambiente.

Los monstruos pasaron entre los victoriosos atacantes, que avanzaban como robots al interior de la ciudad. Aquello era control hipnótico en gran escala. Las bestias hipnóticas habían dirigido un ejército de cuadrúpedos contra un grupo de animales de la misma especie. Las bestias dominadoras se paseaban de un lado a otro succionando con sus tentáculos la sangre de los que habían muerto en la lucha.

York no sabía cómo dar rienda suelta a la ira que sentía contra las bestias hipnóticas. Pensaba que en los dos universos no sería posible encontrar otra forma de vida más peligrosa y repugnante. Golpeó con los puños la pared transparente que lo separaba de los monstruos como si quisiera hacerla pedazos para desafiarlos. Pero era tan sólida como una placa de acero de treinta centímetros de espesor.

—¡Contrólate, Tony! —le ordenó Vera telepáticamente.

Después de unos breves instantes se tranquilizó un poco.

—Vera, tiene que haber una respuesta para todo eso. Seguiré explorando. Iré a la cúpula siguiente, y luego a la otra, y a la que siga.

Pasaron tres días sin que York probara alimento o durmiera, aprovechando la super vitalidad de que estaba dotado gracias al elixir de su padre. Visitó una docena más de cúpulas transparentes.

En todas ellas encontró mundos muy distantes entre sí. Los seres que las habitaban variaban, desde crustáceos con forma de gusano hasta bestias enormes parecidas a los dinosaurios. Todos los animales, desde las arañas del tamaño de un perro hasta un mamut de cinco metros de altura, estaban dotados de inteligencia.

En una de las bóvedas había unas burbujas de vida líquida que se adherían las unas a las otras por medio de unas membranas delgadas. Al rodar sobre las aguas de un pantano, devoraban todo lo que encontraban después de esparcir un líquido venenoso cuyo contacto era mortal.

La mayoría de los niveles de inteligencia eran bajos, retrasados por la atmósfera distinta que imperaba en cada una de aquellas bóvedas gigantescas. Pero en una de ellas, unos seres, que tenían cola y dedos delgados, habían desarrollado una gran ciencia. También en esa bóveda había guerra civil, y la mayor parte de los seres estaban dominados por las bestias hipnóticas que conquistaban lentamente a las demás.

En una palabra, esas bestias hipnóticas estaban en todas las bóvedas. Era el único factor común en ese mundo de misterio. ¿Pero cuál podía haber sido el propósito de quienes habían construido aquellas bóvedas?

Mientras York avanzaba para examinar otra cúpula, lo impresionó un fenómeno singular. Como si se tratase del repentino final de un sueño, empezaron a desaparecer las insubstanciales formas de vida del planeta. Notó York cómo se fundía el horizonte, en tanto que la vegetación moría para convertirse en polvo. Levantó la vista y se dio cuenta de que el sol había pasado de su máximo, que la temperatura empezaba a descender rápidamente, y que el corto invierno se aproximaba.

En el lapso de unas cuantas horas, la superficie del planeta quedó desnuda y barrida por el viento. El paisaje que presentaba era idéntico al que había visto York por primera vez. York estaba de pie en un montecillo y cuando vio a su alrededor se quedó asombrado. Al alcance de su vista había no docenas sino cientos de cúpulas en todas direcciones. Se perdían en el horizonte y parecía que más allá habría muchas más.

De repente, su mirada tropezó con algo que le era familiar.

—¡Vera! —Llamó emocionado a su esposa—. Creo que sé, aunque en parte, lo que hay detrás de todo esto. Estamos ante un laboratorio enorme. Esas cúpulas transparentes son como probetas que se están utilizando para efectuar una serie de experimentos. Los constructores son los científicos y los seres que moran en el interior son los conejillos de Indias en esa investigación macrocósmica.

—Parece ser eso lógico, Tony —comentó Vera—. ¿Pero con qué propósito lo hacen, y por qué hay bestias hipnóticas en cada una de esas probetas?

York se puso a explicarle:

—La respuesta puede ser más sencilla de lo que sospechamos. Los constructores tienen que ser unos seres super científicos, mucho más inteligentes de los que hasta ahora hemos conocido, y no excluyo ni a los Tres Eternos ni a nosotros mismos. Estos seres han recorrido todo el universo y recolectado «muestras» de los diferentes mundos. Tal como los biólogos ensayan con los ratones y con las moscas prietas, ellos han venido trabajando siguiendo un vasto plan de observación de cientos de formas de vida. Esa tarea debe de haberles tomado siglos enteros y el fin que persiguen ha de ser algo de mucha importancia para ellos. Cientos de formas de vida de todo el universo, puestas frente a las pavorosas bestias hipnóticas.

—Y también hay seres de nuestro universo —le interrumpió Vera—. Recuerdo claramente el mundo invernal de Cisne 61. El que estaba en el interior de la tercera bóveda que visitaste. ¿Qué quiere decir todo eso, Tony?

Mientras los dos se hacían estas conjeturas, York se aproximaba a otra de las probetas.

Igual que había hecho en las ocasiones anteriores, empezó a observar y encontró también que el ambiente interior era distinto al de las demás. Se veían árboles de grandes hojas que estaban diseminados y sembrados en un suelo fértil donde crecían plantas de follaje verde. El aire en la parte superior tenía un color azul pálido. Unas nubes pequeñas salían de uno de esos aparatos que estaban suspendidos del centro de la bóveda, y que eran los que proporcionaban el clima artificial.

Cerca de allí podía verse un sembradío cuyas espigas doradas las movía una leve brisa. Varios animales cuadrúpedos, de pezuña hendida y cornamenta, pastaban en la hierba que crecía a lo largo de un arroyo. Unos pajarillos de colores brillantes revoloteaban en las ramas altas de los árboles. Aunque York no podía percibir los sonidos del interior, no le era difícil adivinar que esas aves llenaran el aire con sus trinos. Uno de los cuadrúpedos se apartó del rebaño y saltó de repente. Un animal diminuto de piel blanca apareció dando pequeños saltos como un conejo.

—Tony. ¿No lo reconoces, Tony? —Exclamó Vera al captar telepáticamente los pensamientos de su esposo—. ¡Ese sitio representa la Tierra!