PERO eso no ocurrió. Durante todo el año siguiente no salió York de su laboratorio. Vera permaneció constantemente a su lado tomando una serie interminable de notas. Entre los dos buscaban cómo reajustar su ciencia a las nuevas condiciones del medio donde estaban. Según sus investigaciones, confirmaron que las leyes naturales de la compensación eran automáticas. Su vista y su oído empezaron a funcionar correctamente, de manera gradual en aquel medio. Los molestos efectos dobles desaparecieron, pero todo lo demás continuó en el misterio.
El carácter de York había cambiado.
—No consigo ningún resultado positivo —gritó irritado—. Me siento tan desvalido como un niño de brazos. Poseía yo en nuestro universo un caudal de super ciencia para los distintos niveles terrestres, y lo tenía en la punta de los dedos. Pero ahora ni siquiera puedo poner en marcha un solo motor.
«Aquí los cohetes impulsores no obedecen a la tercera ley de Newton. Esto me está deprimiendo. Me siento como un hombre de la edad de piedra que resucitara de repente en nuestra época y se preguntara asombrado qué cosas ocurrían a su alrededor. Eso no me gusta nada. Vera.».
York continuó hablando, traicionándolo los nervios, que hasta entonces había tenido bajo un estricto control.
—Los Tres Eternos no tuvieron oportunidad de repeler el ataque cuando fueron destruidos. Tampoco nosotros la tendríamos si esa patrulla nos encontrara; pero eso no es todo.
Sin manifestarlo, ambos sabían que había otros peligros. Su reserva de aire y de alimento estaba agotándose. De haber estado en su propio universo, York se hubiera reído y hubiera transformado el oxígeno y las proteínas de los metales reacondicionando los átomos a su antojo; pero allí, en ese universo enloquecedor, con un nuevo conjunto de leyes y medidas, tenía menos control sobre las circunstancias del medio que el hombre del Neandertal en alguna ciudad del siglo XX.
—Ese sol, Tony —murmuró Vera—, ha pasado ya a la primera magnitud; la deriva nos conduce hacia él. En un año más…
Vera dejó la pavorosa frase sin terminar. En un año más o menos que hubieran logrado hacer que un motor funcionara, caerían bajo la atracción de ese gigantesco sol abrasador. La deriva, durante el año anterior, había hecho que la nave se acercara más a aquel sol. El calor y el brillo eran intensos, pero quizá ellos perecerían de hambre o serían destruidos por la nave patrulla antes de que la nave se fundiese.
En ese extraño universo tenían entonces tres maneras distintas de morir, y ninguna de ellas era nada agradable.
Pasado el tiempo, York y Vera empezaron a sentir la ligera aceleración que impulsaba la nave, los tentáculos de la fuerza de gravedad. Aquel sol extraño era una gigantesca estrella roja similar a Antares.
Periódicamente, cada veintidós días, aumentaba su brillantez. Cuando alcanzaba su máximo, adquiría un color azul intenso y entonces declinaba para volver a su estado rojo. Y así continuaba su ciclo, con la regularidad precisa de un reloj de manufactura delicada.
—Es una estrella variable —dijo York—, y como las de nuestro universo, obedece a las leyes misteriosas que la hacen palidecer por la desintegración atómica de su interior. Y, similarmente, si como aquéllas llegara alguna vez a perder su equilibrio, estallaría formándose una nueva, la que pertenecería al grupo de las estrellas poco estables. Si hay planetas…
York tomó su telescopio y se puso a escudriñar el espacio. Era un instrumento de tamaño pequeño, pero gracias al sistema de televisión con que contaba, tenía una capacidad de amplificación diez veces mayor que la de un reflector de cinco metros de diámetro. Con ese instrumento exploró detenidamente las regiones vecinas a ese sol.
—Sí, tiene planetas, y son trece —anunció finalmente—. Vagamos rumbo al décimo de los más lejanos.
Después de todo, Vera, no caeremos en el sol, sino que nos estrellaremos en ese planeta.
York se encontraba de un humor pésimo.
—Quizá si mandáramos una señal por radio —dijo Vera en un tono de voz que denotaba optimismo—, podrían venir a auxiliamos.
—O atraería a la patrulla —comentó York, haciendo un ademán negativo con la cabeza—. No creo que haya habitantes en ninguno de esos planetas. Ese sol despide una radiación extremadamente variable y es difícil que pueda haber seres vivientes en él, ya que su temperatura se eleva desde varios grados bajo cero hasta el calor supertropical en un ciclo de veintidós días. Ese clima tan variable debe de haber frustrado todos los intentos de los colonos para ajustarse a cambios tan bruscos. Además, te diré que no es posible mandar una señal pidiendo socorro, porque también aquí las ondas hertzianas han sufrido una distorsión. York miró a su alrededor, enojado, y continuó:
—Sólo tenemos una oportunidad, Vera: si logro hacer que trabaje uno de los cohetes de retroimpulso, podremos descender sin peligro en ese planeta.
Durante todo el mes siguiente, York trabajó sin siquiera dormir. Tomó drogas que hubieran matado a un hombre normal, e ingirió alimentos fosfatados que nutrieron directamente su cerebro sin alimentar su cuerpo. Confiaba él para mantenerse con vida en su tremenda vitalidad y en sus radio genes alimentados por los rayos cósmicos.
Unos cuantos días antes de la fecha en que había calculado York que sería su fin, se le ocurrió una idea. Por vez primera desde que había iniciado los estudios del nuevo universo, empezó a comprender vagamente las leyes fundamentales que lo regían. Miles y miles de científicos en la Tierra habían empleado siglo tras siglo para ir desenmarañando la madeja de las leyes naturales del universo y ahora Anton York, en sólo dos años, comenzaba a descubrir las primeras leyes de un universo totalmente nuevo y extraño en donde hasta las ondas de luz eran comparativamente lentas.
—La tercera ley de Newton —le explicó a Vera—, la que en nuestro universo se aplica a los cohetes, tiene una excepción aquí. Mientras más alta es la energía, más lenta es la reacción. Es casi retroactiva. Eso quiere decir que un líquido de combustión lenta es aprovechable aquí en donde un líquido realmente explosivo no da el menor resultado. Al fin estoy descubriendo algo.
—Tendrás que apresurarte, Tony.
El planeta aparecía como una luna azul de gran tamaño.
York construyó apresuradamente una turbina que colocó en la popa y la cargó con fósforo de combustión lenta. Al ponerla a funcionar, arrojó densas nubes de vapor. Aquello no hubiera servido de nada en el sistema solar, pero allí en ese universo impulsaba la nave hacia adelante con una fuerza extraordinaria. York maniobró hábilmente la nave haciéndola describir una órbita en espiral alrededor del planeta, apenas a tiempo para detener la vertiginosa caída en línea recta a que habían estado sometidos. La nave esférica se posó en la superficie del planeta en el momento preciso en que se consumía el último residuo del fósforo que había colocado York en la nueva turbina. La nave se sacudió y York y Vera fueron arrojados violentamente contra la pared de su vehículo.
Vera se acercó arrastrándose hasta donde estaba su esposo. Sollozaba de alegría.
—¡Estamos a salvo, Tony! ¡La nave se detuvo!
York abrió los ojos y aunque estaba atontado por el golpe, comprendía el gozo de su esposa, pues habían estado al borde de la muerte.
—Sí, lo logramos —murmuró—. Este nuevo universo no podrá derrotarnos. Ahora, déjame dormir…
Y durmió durante tres días. Al despertar, devoró materialmente la enorme cantidad de alimentos calientes que le había preparado Vera. Después de comer, lanzó un suspiro de satisfacción y, ya en su estado de ánimo normal, más calmado por la terrible prueba a que había estado sometida su mente y que hubiera destrozado la salud de cualquier mortal, se dirigió a su laboratorio para hacer las pruebas de las condiciones atmosféricas y climáticas que había en el exterior.
—El aire es irrespirable, debido principalmente a la cantidad de hidrocarburos que contiene. La temperatura es de cuarenta y nueve grados bajo cero, pero va ascendiendo. El sol alrededor del cual gira hace que aumente hasta llegar a su máximo.
Los dos contemplaron a través de la ventanilla de la nave el mundo extraño al que habían llegado. Era plano, estéril y cubierto por un sudario blanco de gases congelados, los que se disipaban lentamente, subiendo hacia la atmósfera.
Durante una semana, toda esa capa gaseosa de color blanco había desaparecido, y la zona estéril se había convertido en hermosos campos de labor llenos de vida. Una gran cantidad de plantas de hojas con bordes dentados crecían por doquier asombrosamente; su desarrollo era visible: mientras la luz del sol alcanzaba su brillo máximo, se vertían sus rayos azules sobre el paisaje. De una manera casi abrupta el clima se había vuelto tropical. Unas palmas de rara especie, así como una gran variedad de árboles, se elevaban hacia el cielo.
—Después de todo, hay vida —comentó York—. Pero probablemente sólo en forma de plantas que disfrutan del breve verano que dura menos de dos semanas antes de que ese extraño sol decline para dar lugar a la radiación del invierno. York permaneció ante la ventanilla y lanzó de pronto una exclamación:
—¡Me había equivocado! ¡Mira esos animales pequeños que saltan entre los matorrales como conejos y comadrejas! La naturaleza es más permanente de lo que yo pensé. Bueno, de todas maneras, estoy casi seguro de que los seres racionales no podrían habitar este lugar.
—Creo que también en eso te equivocas —le dijo Vera sonriendo—. Mira allá, hacia el horizonte. Antes de que despertaras estuve escudriñando los alrededores con el telescopio. Aquello parece ser la parte superior de una cúpula transparente. Quizá sea una ciudad. ¿Qué ocurrirá en caso de que ahí sea la morada de la patrulla del espacio que acabó con los Tres Eternos?
York la miró sorprendido, pero contestó calmadamente:
—Supongamos por ahora que no lo sea. Déjame echar una mirada a esa cúpula. Estuve tratando durante diez días de ajustar el motor de gravedad sin obtener ningún resultado. Si los habitantes de este planeta son seres inteligentes, y no son hostiles, quizá puedan proporcionarme algunos datos, o al menos algunas indicaciones acerca de las leyes que rigen este universo.
Vera no trató de ocultar su preocupación cuando su esposo se dirigió a la puerta de salida de la nave.
—Recuerda que estamos en un mundo extraño, Tony, y que vas desarmado. Ten cuidado, por favor.
—No me arriesgaré en lo absoluto —le prometió—. Me mantendré en contacto telepático contigo durante todo el tiempo en que esté allí fuera.
Con el traje espacial puesto y equipado con oxígeno y control de temperatura, Anton York se internó en lo que ya se había transformado en una especie de selva. Como había sospechado él, la vida a su alrededor era un tanto falsa. Los árboles tenían demasiada pulpa y advirtió York que no ofrecían mucha resistencia y que se derribaban con facilidad. Un animal pequeño, con patas semejantes a las de un arácnido, y cubierto con plumas, se le atravesó en el camino y trató de subirle por la bota, pero York lo aniquiló con un suave soplo. Su cuerpo se marchitó en breves segundos y se desintegró para dar lugar a un follaje transparente que se irguió como a unos quince centímetros del suelo y luego se disipó con un golpe de viento.
Por lo visto, las leyes de ese planeta eran ésas: la vida y la muerte se sucedían con una rapidez extraordinaria.
York continuó avanzando y se sentía como si fuera un fantasma que vagaba en la floresta, o como un hombre salvaje que andaba en busca de alimento. Toda la ciencia, las armas y el control de las fuerzas naturales que había acumulado en su propio universo eran nulas en ese lugar. Estaba desarmado y desvalido.
Conforme se iba alejando York de la nave, su preocupación iba en aumento. ¿Qué haría si en realidad ese edificio albergaba a los seres extraños y crueles que habían aniquilado a los Tres Eternos sin la menor vacilación?
Por primera vez en sus dos mil años de vida se sintió York inseguro.
Durante sus visitas anteriores a varios cientos de mundos, se había sentido por lo menos igual a cualquier otro ser.
Resolvió ser sumamente cauteloso cuando llegara al edificio.
—De acuerdo, Tony —escuchó decir a Vera telepáticamente cuando percibió sus pensamientos—. A la menor señal de peligro, vuélvete corriendo.
De una manera casi repentina se topó con aquella mole. Estaba circundada por una vida exuberante que florecía bajo el máximo calor de los rayos de ese sol. Se quedó boquiabierto. Aquella gran mole era de un material claro y transparente; su curvatura indicaba que su diámetro sería de unos quince kilómetros y que tendría unos trescientos metros de altura. Sólo seres inteligentes podían haber construido esa estructura; y tenían que haber sido dotados de una inteligencia de primera clase.
La segunda impresión que se llevó York fue cuando se asomó al interior. Había esperado encontrar allí dentro una ciudad, un conjunto de edificios y un gran número de habitantes realizando sus labores diarias; una civilización bulliciosa, que estaba protegida de los cambios climáticos del exterior por esa grandísima bóveda.
Pero en lugar de eso…
Lo que había bajo la bóveda era también otro mundo distinto. No era la ciudad que York esperaba encontrar; era simplemente una extensión de suelo rocoso, de un color verde, con parches de vegetación roja. Aquí y allá había árboles altos y delgados de color rojo, con follaje semejante al de unos pinos, y que tapaban la vista. La atmósfera interior era húmeda y el escenario completo contrastaba con el que había en el exterior de la cúpula transparente.
¿Acaso preferían los habitantes vivir en un contacto tal con la naturaleza? ¿Por qué habían construido semejante estructura, producto de una super ciencia, sólo para encerrar allí aquel escenario pastoral? ¿Sería acaso un parque de recreo, o tal vez unos jardines de descanso?
No encontraba York una respuesta satisfactoria conforme rodeaba la enorme burbuja de plástico. Todo lo que allí había era igual y aparentemente no había nadie que lo atendiera, cosa que lo hacía aún más intrigante. Pero de repente notó que algo se movía. Forzó la vista para descubrir de qué se trataba.
Dos seres que parecían estar cubiertos con piel, se escabullían entre un grupo de árboles situados como a un kilómetro de distancia de donde estaba York. Con dificultad pudo apreciar su figura, y le pareció que eran unos seres cuadrumanos que caminaban erectos. Su cabeza era notablemente grande, y parecían ser inteligentes. Iban asidos de la mano, y daban la impresión de que eran una hembra y un macho. Caminaban apresuradamente y de vez en cuando miraban hacia atrás como si temieran que alguien los persiguiera.
Inesperadamente, otro ser apareció por entre unas matas de follaje rojizo. Era una forma monstruosa, de cuerpo corpulento y de una desnudez repugnante. Sus piernas cortas y regordetas se movían pesadamente. No tenía garras. Su cabeza era diminuta, con dos ojos redondos y desmesuradamente grandes; su cuello serpentino era como un periscopio, que le permitía mirar en todas direcciones.
En ciertos aspectos, era como una cruza de serpiente y morsa. Era repulsivamente feo, pero no impresionaba demasiado.
York observó cómo corrían despavoridas las dos criaturas con aspecto de mono cuando advirtieron la cercanía del monstruo. La bestia avanzó pesadamente en su persecución. Inconscientemente, York sintió cierta simpatía por los dos seres que hasta cierto punto eran semejantes a él, y respiró un poco más tranquilo cuando se dio cuenta de que los dos eran más veloces que aquel horrible monstruo.
Pero, inesperadamente, las dos criaturas empezaron a avanzar con dificultad. Era como si hubieran caído en un lago de almíbar. Los esfuerzos que hacían eran visibles, aunque del todo inútiles. Por último, el hombre mono se detuvo y, escudando a la hembra con su cuerpo, esperó el ataque del monstruo.
—El hombre mono ganará —le dijo York a Vera por medio de la telepatía, como comentario a los pensamientos que le había estado enviando a su esposa de lo que ocurría—. No obstante que el monstruo es pesado, no tiene fauces grandes con las que pueda morder, ni garras largas con las que pueda asir. Tampoco se le aprecia una gran fortaleza. Según mi opinión, el hombre mono debió haberle hecho frente desde el primer momento. Con retorcerle el delgado cuello con sus fuertes manos, podría desprenderle la ridícula cabeza. A mí modo de ver, es la bestia la que debería huir.
Tal como si el hombre mono hubiera captado el pensamiento de York, saltó sobre la bestia y la sujetó por el cuello con las dos manos. Pero de nuevo, algo dio fin a sus esfuerzos. Sus brazos, sin fuerza alguna, cayeron a sus costados y se quedó inmóvil. No hizo el menor movimiento para tratar de escapar cuando la bestia extendió su tentáculo flexible, sujetándolo por el cuello para dejarlo en breves instantes sin vida. Luego, el extremo del tentáculo se adhirió al cuerpo de su presa, como un elefante sediento, y extrajo del hombre mono toda la sangre que contenía.