SI ESAS palabras hubieran podido ser llevadas a través del cosmos, habrían llegado a los oídos de las personas a quienes ensalzaban y las hubieran hecho sonreír. Pues Anton York vivía.
Sin embargo, al principio él mismo no había estado muy seguro de ello. Su cerebro había salido del fuerte shock que lo mantenía dormido. En su aspecto no había cambio alguno. Al fijar la vista en la pared de la cabina de la nave, vio dos paredes. Era como si dos imágenes iguales estuvieran sobrepuestas. York no se podía mover. Estaba preso por una extraña parálisis que sujetaba cada uno de los músculos de su cuerpo, incluyendo su corazón y sus pulmones. No respiraba y su sangre, fría y viscosa, no circulaba por sus venas.
A pesar de todo eso, estaba vivo, ya que sus pensamientos gozaban de libertad. ¿O acaso era así la muerte?
Hizo un esfuerzo para probar la telepatía que había usado tan a menudo con su esposa. No podía volverse para verla.
—¡Vera! —llamó—. Vera, ¿estás cerca?
Ella contestó telepáticamente, débil y confusa.
—Sí, Tony, estoy aquí. ¿Es ésta la vida después de la muerte? ¡Qué feliz me siento de estar a tu lado después de todo lo ocurrido! ¡Mira, es la cabina de nuestra nave, pero la veo doble! Si quedó destruida en la espantosa explosión que causaron los Tres Eternos, ¿cómo es posible que un objeto pase a la vida inmaterial?
Era ése un pensamiento ridículo.
—No, Vera —contestó York después de reflexionar—. La nave no fue destruida así como tampoco nosotros. Tal vez son meras especulaciones mías, pero quizá la explosión fue tan repentina y poderosa que lanzó intacta nuestra nave a lo lejos, como cuando un ciclón mueve las espigas de trigo sin desprender un solo grano. ¡Estamos vivos, Vera!
—Pero esta parálisis…
—Es una suspensión de la vida causada por un movimiento sumamente brusco. Recuerda que si se ponen unos gérmenes en una centrífuga y ésta se hace girar a una velocidad elevada, dichos gérmenes entran en un estado de suspensión animada. Similarmente, las células de nuestro cuerpo están en un estado latente.
—¿Quieres decir que permaneceremos irremediablemente así durante siglos y más siglos? —la voz telepática de Vera mostraba alarma e histeria.
—No —contestó York rápidamente—. No olvides que tenemos en nuestras células el doble del número normal de radio genes generadores de vida. Los rayos cósmicos los alimentan constantemente. Tarde o temprano, la energía almacenada romperá el cerrojo de la muerte. Bastará esperar.
La radiación cósmica alimentó sus radio genes. La energía eléctrica, que es, en última instancia, el calor de la vida, se acumuló gradualmente en una batería de almacenamiento. Las células conmocionadas por la tremenda fuerza de la explosión fueron recuperando con toda lentitud su estado normal.
Aquel proceso duró un año.
Durante ese tiempo, York y su esposa conversaron valiéndose de la telepatía. Estaban felices por haber escapado de la muerte, que parecía inexorable. Comentaron las cosas pasadas, discutieron acerca del presente y especularon de lo que harían en el futuro una vez que tuvieran libertad de acción. Acostumbrados ya al arrastre del tiempo durante sus dos mil años de existencia, aquellos doce meses pasaron como un suspiro para ellos, porque para un hombre mortal ordinario hubiera parecido una eternidad, enloqueciéndolo.
Anton York sintió un día la repentina tensión de uno de sus músculos. Otros más recobraron rápidamente su movimiento como si aquel primero hubiera dado la señal. Los músculos involuntariamente empezaron a efectuar la función que normalmente desempeñaban. El corazón volvió a latir y el diafragma empezó a dilatarse y contraerse inyectando aire en el interior de los pulmones.
York se incorporó, pero se desplomó lanzando un gemido. Sus extremidades inferiores se rehusaron a soportar el peso de su cuerpo. Dejó pasar unos minutos y empezó a sentirse más fuerte, logrando levantarse. Luego se volvió hacia Vera para ayudarla a que se incorporara. Finalmente, se abrazaron jubilosos, pues saboreaban el supremo placer de la vida cuando la muerte les había parecido inevitable.
—¡Tony querido!, ¿somos verdaderamente inmortales? —dijo Vera, empleando su voz en vez de la telepatía.
Los dos se dieron cuenta inmediatamente de que el sonido de la voz hizo eco con el mismo doble efecto singular que sufría su vista.
—Las enfermedades y la senectud no pueden tocarnos. Ni la terrible explosión nos hizo el menor daño. Somos inmunes a la muerte. Somos como los dioses legendarios.
—No debemos pensar así —le reclamó York con tono suave—. No debemos perder nuestra perspectiva. Somos inmortales gracias a la ciencia, y también gracias a ella estamos los dos aquí. Las bobinas de energía de la nave estaban cargadas con la energía suficiente para hacer pedazos a un sol. Cuando los Tres Eternos lanzaron sus rayos hacia nosotros, se desató una reacción en cadena de cada uno de los átomos, produciéndose la explosión, y la nave fue lanzada a miles de kilómetros de distancia probablemente con la velocidad de la luz.
—¡Olvidaba a los Tres Eternos! —Exclamó Vera de repente—. Si ellos sobrevivieron también, no han de estar muy lejos de aquí y quizá en este momento se preparan para hacernos volar de nuevo.
Al recordarle Vera sus terribles enemigos, York se dirigió inmediatamente a la pantalla visión de la nave a fin de explorar el espacio que los rodeaba. En la pantalla todos los objetos que en ella aparecían se veían dobles. En el firmamento cuajado de estrellas todo parecía estar formado por imágenes dobles. Pero no había ninguna otra nave en los alrededores.
—Los Eternos no están aquí —anunció York ya más tranquilo—. Lo más seguro es que a ellos sí los destruyó la explosión… ¡Espera! Creo que aquélla es su nave. Está a una distancia enorme, pues la veo como si fuera un punto. La explosión la arrojó en dirección opuesta a la nuestra.
Vera se acercó corriendo a la pantalla y exclamó:
—¡Mira, otra nave se acerca a ella!
—No sé qué pensar —dijo York—. ¿Serán sus tripulantes aliados o enemigos de los Tres Eternos? Concéntrate y procura hacer contacto telepático con los Tres Eternos.
Vera y York se concentraron para tratar de captar algún mensaje que se cruzaran los tripulantes de las dos naves. Aguardaron unos instantes y luego escucharon un mensaje, también telepático, que dirigía a los Tres Eternos la nave recién llegada. No obstante que la telepatía era un lenguaje universal, la que empleaban los desconocidos era totalmente extraña y sobrenatural.
—Identifíquense —escucharon decir, como si la nave aquella fuera un barco que patrullara en alta mar—, ¡contesten inmediatamente!
York y Vera esperaron, reteniendo el aliento. Al fin, uno de los Tres Eternos respondió. Su voz se le oía torpe, como si también él hubiera salido del mismo estado de suspensión animada que ellos dos.
—Somos los Tres Eternos. Nos sorprendió una tremenda explosión y acabamos de recuperar el conocimiento.
—¿De dónde vienen y qué buscan aquí? —exigió saber el portavoz de la nave desconocida.
—Del planeta Tierra. ¿Pero quiénes son ustedes para interrogamos? —contestó con voz severa uno de los Tres Eternos.
—¡De la Tierra! —se oyó exclamar—. Tal vez vengan a rescatar a los setenta y siete seres de J-X —la comunicación telepática se interrumpió e instantes después York y Vera vieron brotar una descarga verde que se fue a estrellar en la nave de los Tres Eternos. Casi instantáneamente, en medio de grandes chispas, desapareció ésta con sus tres ocupantes.
La nave de los recién llegados permaneció inmóvil durante unos minutos, como si quisieran cerciorarse de la destructora labor que habían realizado. Luego se alejó, perdiéndose de vista en el vacío del más allá.
—Aunque nunca le deseé la muerte a ningún ser humano, me alegro de que por fin hayan aniquilado a los Tres Eternos. ¡Eran unos seres muy malvados! —dijo Vera, estremeciéndose.
—¿Seres malvados? —La voz de York denotaba sorpresa—. ¿Qué dices de los ocupantes de esa otra nave? Nos hicieron un favor destruyendo a los Tres, pero si nos encuentran, correremos la misma suerte. ¿Quiénes serán? ¿De qué sistema solar vendrán, y por qué patrullarán el espacio?
Vera permaneció en silencio.
—Quisiera saber dónde estamos —musitó York—, tenemos mucho que hacer. Por principio de cuentas, hay que averiguar a qué se debe el efecto singular de nuestra doble visión, y el eco de nuestra voz.
El rostro de York mostraba preocupación. Avanzó lentamente hasta el cuarto de trabajo de la nave y permaneció allí durante las horas siguientes, ocupando con unos aparatos complicados. Vera preparó alimentos calientes para satisfacer sus apetitos recién despiertos. Al entrar, encontró a su esposo, que golpeaba ligeramente con un dedo el cilindro de su espectroscopio electrónico. Tenía el entrecejo fruncido y daba muestras de incredulidad.
—¿Averiguaste en dónde estamos? —le preguntó Vera, alarmada—. Regresemos a la Tierra. No me gusta la idea de toparnos con esos extraños.
—¿Regresar a la Tierra? —Replicó York, tomándola por los hombros—. Acabo de hacer un cálculo de la velocidad de la luz en esta zona, y encuentro que es de doscientos noventa y un mil doscientos noventa y dos kilómetros por segundo…; ocho mil quinientos cuatro kilómetros por segundo menos de lo que debería ser. Además, la velocidad del sonido es muy inferior a los trescientos treinta y cinco metros por segundo.
—Entonces eso explica el fenómeno de la duplicidad —repuso Vera rápidamente, ya que también ella tenía casi los mismos conocimientos científicos que su esposo—, nuestros órganos visuales y de la audición están adaptados para un nivel distinto de percepción. ¿A qué crees que se deba esa variación en los factores de propagación, tanto de la luz como del sonido, Tony?
Antes de responder, York se acercó a la ventanilla más próxima. Afuera, en el espacio que los rodeaba, estaban las estrellas eternas, pero ¿qué les había ocurrido? Aun ellas habían cambiado. Durante el largo «período» de vida que Anton York y Vera habían vagado por el infinito, habían llegado a conocer los mapas estelares casi tan detalladamente como una persona conoce las calles de una ciudad.
—Ésas no son nuestras estrellas —dijo York con voz moderada—. Ése no es el universo que conocemos.
Los dos comieron en silencio; cuando terminaron, York habló con más tranquilidad.
—Ahora lo veo todo más claro. La explosión nos arrojó fuera del continuo espacio-tiempo y nos precipitó hacia el interior de un nuevo universo. Siempre había sospechado la existencia de otros universos en una continuidad sin fin, en donde todos ocupan el mismo espacio y tiempo, pero no el continuo espacio-tiempo. ¿Te das cuenta de la diferencia? Es como mezclar dos substancias químicas en proporciones diferentes para obtener muchos compuestos distintos.
York se quedó pensativo unos momentos y luego agregó:
—Éste continuo espacio-tiempo con su mayor extensión y su tiempo más corto, a juzgar por la baja velocidad de la luz, está separado y es distinto de nuestro universo. Sin embargo, los dos universos están contenidos uno en el otro, como el alcohol en el agua. La Tierra en un sentido no está más que a unos cuantos kilómetros del espacio y a unas cuantas horas en el tiempo. En otro sentido, está más remota que la nebulosa más distante y aislada de varias eternidades en una escala del tiempo que todo lo abarca.
Vera frunció el ceño en señal de preocupación, y la ansiedad se reflejó en su cara.
—Eso me confunde, Tony. Tengo miedo. Siento como si estuviésemos cayendo en una cavidad interminable. Nunca me había sentido de esta manera en nuestro espacio. Volvamos inmediatamente a nuestro universo.
York movió la cabeza en señal de negación.
—No es posible, de momento. El motor de la nave, los transformadores de energía, los generadores y todos los aparatos que hay a bordo, están muertos. También aquí hay una disminución de la energía. Somos náufragos en esté universo y estamos a la deriva como un cometa errante. También estamos desamparados. Si esos patrulleros extraños nos encontraran…
York dejó inconclusa la frase.