HAY DOS ESTATUAS gigantescas de durísimo diamante en la cumbre del monte Everest. Alcanzan una altura de cincuenta metros y su resplandor llega hasta la atmósfera. Son los monumentos más altos que jamás haya hecho ningún hombre en la superficie de la Tierra, ya que los dos personajes que sirvieron de modelo ganaron una gloria mayor que ningún otro ser humano durante toda la historia.
Esas estatuas fueron modeladas para inmortalizar a Anton York y a su compañera.
En el año 4050 de la era cristiana, el presidente del concejo del sistema solar le dirigió la palabra a una multitud que se había congregado en la plaza central de Ciudad Sol y a un auditorio de televidentes de diez millones que habitaban nueve planetas. Su voz estaba llena de emoción y de reverencia, como si fuera a hacer el elogio de unos dioses.
—Anton York y su esposa han muerto. Pero el nombre de Anton York vivirá al lado de aquellos forjadores de imperios como Alejandro el Grande, César y Napoleón. De jefes espirituales como Confucio y Mahoma; de hombres mitológicos como Adán, Júpiter, Robin Hood y otros más, ya que Anton York fue como todos ellos en muchos aspectos y quizá más aún…
El presidente hizo una pausa y luego agregó:
—Nació en el siglo veinte. Conservado por el elixir de la vida que descubrió su padre, vivió para la inmortalidad. Estas grandes hazañas figurarán siempre en las páginas de la historia: la derrota que les infligió a los cincuenta inmortales que querían subyugar la Tierra en el siglo veintiuno. Le siguió el legado de los viajes espaciales que hizo a la humanidad. La derrota de Masón Chard, el último de los bárbaros inmortales del siglo veintiuno. La manera como aplicó su astrointeligencia en el sistema solar para proporcionarle anillos a Júpiter, satélite a Mercurio y a Venus; la liberación de los obstáculos para facilitar la colonización de los planetas. Pero la hazaña más grande de todas fue haber regresado a nuestra era, procedente de las profundidades del espacio, para librar una batalla titánica contra los Tres Eternos, quienes deseaban destruir la civilización contemporánea. No conocemos la historia completa de lo ocurrido, salvo unos cuantos detalles. Sólo sabemos que los Tres Eternos, sobrevivientes de alguna Era olvidada, originarios de la desaparecida Atlántida, persiguieron la nave de Anton York hace un año más allá de Plutón. Los aparatos astronómicos de los hombres de ciencia, apostados en aquella obscura base, registraron algunos de los acontecimientos. La nave espacial de los Tres Eternos soltó una fuerza destructora contra la nave de York, la que aparentemente estaba cargada con una energía potente. Las dos naves desaparecieron en medio de una explosión que debe de haber sacudido al universo de un extremo al otro. Debido a la conmoción etérea, Plutón fue alcanzado fuera de su órbita a una distancia de un millón y medio de kilómetros…
El presidente del concejo hizo una pausa para dejar que los habitantes de los nueve planetas del sistema solar imaginaran los sucesos ocurridos, y prosiguió:
—Sólo podemos hacer conjeturas acerca de esas fuerzas poderosas y desconocidas que fueron desatadas. Y sólo podemos preguntarnos por qué tuvo que sacrificarse York para destruir a los Tres Eternos. Evidentemente, sólo podía derrotarlos a costa de su vida. De una sola cosa estamos seguros: la carrera de Anton York ha terminado. Nos hemos reunido aquí para exaltar su memoria, erigiéndoles a él y a su compañera unas estatuas hechas con el material más duradero que conocemos, y colocándolas en la cumbre más alta de la superficie de la Tierra.
El orador dirigió una mirada solemne a la multitud, que estaba congregada a sus pies, y pidiéndoles silencio, dio fin a su oración fúnebre:
—Anton York, el benefactor de la humanidad, ha muerto.