Capítulo X

CUANDO estaban a mil quinientos kilómetros de distancia de la Tierra, York detuvo la nave. El asteroide continuó su vertiginosa caída y en unos cuantos segundos se perdió de vista. Instantes después reapareció brillando ligeramente. Con cada segundo que pasaba, el aumento de la fricción contra la atmósfera terrestre intensificaba su brillo.

Semejante a un diamante refulgente avanzaba hacia su destino…: la isla. Había sido dirigido perfectamente.

—¡Allá les va un pequeño regalo, Eternos! —gritó Kaligor jubilosamente, tomando el telescopio de la nave.

El asteroide cayó en el sitio preciso.

York y sus compañeros observaron fascinados cómo una lluvia de chispas saltaban a varios kilómetros de distancia en el océano Pacífico. Se elevaron densas nubes de vapor. Millones de toneladas de roca se habían incrustado en la Tierra. El impacto había sido tan fuerte que alteró la rotación del planeta por breves instantes. Los hombres de ciencia registrarían la caída del más grande de los aerolitos, sin sospechar que la mano del hombre había intervenido en ese fenómeno.

York lanzó un profundo suspiro. La enorme masa se había precipitado como un cohete en la dirección precisa sobre el palacio de mármol de los Tres Eternos. No era posible imaginar que pudieran haber sobrevivido.

—¡York! —Exclamó Kaligor, que no se había despegado del telescopio—. ¡El edificio de mármol quedó intacto! El asteroide chocó contra una barrera protectora haciéndose pedazos.

Kaligor no acababa aún de explicar lo que había observado, cuando les dio una orden urgente.

—¡Pronto, apaguen las luces, corten la fuerza de los motores y bloqueen sus pensamientos! Tendremos a los Tres Eternos persiguiéndonos dentro de un momento. Creo que aquí estaremos más a salvo que si tratamos de alejamos de ellos.

En aquel sitio esperaron durante largas horas, con su mente bloqueada contra los sondeos telepáticos, dándose cuenta de que los Eternos no se atreverían a salir de su isla a menos de que descubrieran la posición exacta de sus atacantes.

Finalmente, como en las ocasiones anteriores, un mensaje telepático llegó hasta su cerebro.

—¿Creyeron ustedes que nos iban a sorprender desprevenidos, Anton York? —dijo uno de los Tres Eternos—. Recordamos que sabías mover los mundos y que tratarías de mover uno para atacarnos con él. La barrera de diques de fuerza protectora que colocamos en la isla frustró tus propósitos. Aunque hubieras arrojado la propia Luna sobre nosotros no nos hubiera causado ningún daño. Recuerda que antes que tú, nosotros ya habíamos movido los mundos. ¿Tenemos que repetirte una y otra vez que ustedes son como unos niños para nosotros y que tarde o temprano los capturaremos y los castigaremos?

York puso de nuevo su nave en movimiento para alejarse de la Tierra siguiendo una ruta regular a fin de que los detectores de los Eternos los confundieran con cualquier otra nave.

—¿Qué nos queda ahora por hacer, Kaligor? —preguntó York mordiéndose los labios.

Pero Kaligor se había sumido en el mundo de los sueños, huyendo del tremendo problema al que tenía que enfrentarse junto con sus dos compañeros.

—¡Mirbel! —Murmuraba entre sueños, igual que lo había hecho cuando estaba encerrado en el bloque de metal—. ¿Eres tú, Mirbel? ¿Y Binti? He estado soñando en un mundo extraño al que llaman Tierra. Sí, la Tierra. Soñé que libraba yo una lucha, una oposición fútil contra mi super ciencia. Pero eso es imposible, ¿verdad, Mirbel? ¡Soy el científico supremo del universo! Vamos, Binti, dime que fue un sueño.

York perdió la paciencia y trató de despertar al lemuriano.

—¡Despierte, Kaligor! No es hora de soñar. Deje de murmurar tonterías en el nombre del universo. Esos dos con que sueña son producto de su imaginación, son figuras fantásticas que ha forjado usted, ¿entiende?

York se arrepintió de lo que había hecho, pero Kaligor despertó.

—¿Imaginación? ¿Figuras fantásticas? —Repitió Kaligor como un eco—. Sí, tiene usted razón.

Repentinamente, el contacto telepático de Kaligor se convirtió en una serie de pensamientos atropellados. Por un momento, York pensó que el robot había caído nuevamente dentro de su hechizo, pero su voz telepática se volvió a escuchar, en esa ocasión clara y firme.

—Anton York —dijo—, ¿qué es lo más importante? ¿Nosotros, o la civilización que tratamos de salvar?

—¡La civilización! —Replicó York sin vacilación—. Está formada por compatriotas nuestros, de usted y míos. Ellos continúan perfeccionándose, lentamente, pero de una manera segura. ¡La civilización! Hay que preservarla, aun al costo mismo de nuestra vida.

York se sintió un poco apenado de haber dicho esto.

—Yo no puedo morir —dijo Kaligor tranquilamente—, pero sí hacer un sacrificio que equivalga a la vida.

—¿A qué se refiere? —preguntó York.

—Sólo hay una manera de conquistar la meta por la cual los dos haremos el último sacrificio —continuó diciendo Kaligor—, trataremos de alejar a los Tres Eternos de la isla el tiempo suficiente para destruirla.

Kaligor siguió exponiendo su plan y York comprendió con toda claridad lo que proponía…

Transcurrió un año, un año en el cual York, Vera y Kaligor construyeron unos aparatos intrincados, y cuando todo estuvo preparado, fueron de nuevo a la isla para enfrentarse con los Tres Eternos. Kaligor estaba inclinado sobre los controles de la nave. Su cerebro humano, envuelto en ese cuerpo indestructible, despedía una radiación telepática.

Los cuerpos de York y de Vera ofrecían un tremendo contraste detrás de él y estaban casi inmóviles por la ansiedad y la zozobra que sentían al saber que pronto pondrían en acción su nuevo plan.

—Tenemos una nueva arma —le informó Kaligor al enemigo—. Una que no fallará, Eternos. La muerte va hacia ustedes…

Kaligor movió una palanca diminuta y un rayo rojizo brotó de la nave en dirección hacia la isla del enemigo. Al tocar la barrera protectora se esparció como si fuera pintura roja, pero fue todo lo que ocurrió.

—Es un arma insignificante, no mejor que las otras —dijeron a coro los Tres Eternos con tono triunfante—. ¡Y ahora ustedes se las verán con la muerte!

La electro-pantalla protectora de la nave de York volvió a soportar las descargas mucho más pesadas de los rayos de los Eternos que se estrellaban contra ella. York emprendió la huida por cuarta vez. Parecía que aquello era un juego que tenían que practicar durante toda la eternidad.

Kaligor manipulaba los controles con sus dedos flexibles, semejantes a unos tentáculos. Condujo la nave, acelerándola al máximo, hacia el espacio abierto. York y Vera estaban apoyados en la pared y tenían los ojos cerrados. Estaban como en trance. Kaligor les dirigió una mirada e hizo un ademán de satisfacción. Les llevaría a los Eternos algún tiempo alcanzarlos si lograba él mantener constante esa super velocidad.

La cacería se inició a velocidades desconocidas e imposibles de alcanzar por las naves espaciales ordinarias de los terrícolas. Perseguidos y perseguidores pasaron como un relámpago frente a Marte, cruzaron la zona de los asteroides, dejaron atrás a Júpiter y finalmente Plutón. Las dos naves surcaban el espacio hundiéndose en la inmensidad del más allá, excediendo la velocidad de la luz. Era ésa la persecución final. Sólo había una manera como terminaría.

KALIGOR sintió el sondeo telepático que los Tres Eternos aplicaban en los cuerpos inconscientes de York y de Vera, como si se preguntara qué les había ocurrido. Sus telerrayos visuales despidieron por breves momentos un fulgor extraño. El sondeo mental cesó y la cacería continuó.

La nave enemiga se acercaba, inevitablemente, más y más, hasta que la nave de York quedó dentro del alcance de las descargas de los Eternos, los que empezaron a lanzarlas de nuevo contra la electro-pantalla protectora. Kaligor observó cómo la aguja que indicaba el grado de peligro que corría la nave, subía a su máximo y sobrepasaba la marca. ¡La electro-pantalla cedía!

Las llamas brotaron en el interior de la nave destruyendo e invadiéndolo todo. El metal se calentó al máximo y se fundió. York y Vera, que permanecían inconscientes, fueron alcanzados por el fuego; sus cuerpos empezaron a retorcerse, desplomándose. Ardieron y en pocos momentos quedaron convertidos en un montón de cenizas.

—¡El sacrificio final! —exclamó Kaligor recorriendo con la vista la nave que se incendiaba.

Todo quedó deshecho, excepto Kaligor, que era indestructible. Estaba flotando en el espacio. La nave y todo lo que contenía se había desintegrado hasta el último de sus átomos. Una gran cantidad de estrellas decoraban el firmamento y eran testigos indiferentes de la batalla que se acababa de librar.

—¡Has sido derrotado, Kaligor! —Se oyó decir a los victoriosos Tres Eternos—, murieron Anton York y su compañera, y tú permanecerás flotando eternamente en el espacio. Es un fin mejor del que nosotros habíamos planeado.

Kaligor no les contestó nada a sus viejos enemigos, pero éstos oyeron que hablaba con alguien.

—¡Binti! ¡Mirbel! ¡Qué gusto me da verlos de nuevo! Acabo de despertar de aquel sueño de…, ¿qué cosa era? ¡Ah, sí!, la Tierral Binti, Mirbel, ustedes son reales, no aquellos otros. Te llamaban fantasma, Mirbel, y a ti también, dulce Binti. Decían ellos que eran ustedes sólo producto de mi imaginación, fragmentos de una fantasía que había inventado yo durante mi largo sueño. ¿Cuál era esa otra palabra? ¡Ah, sí, maniquíes! Los llamaban maniquíes a ustedes y esa palabra tenía un significado definido cuando soñé en la Tierra. Hay algo más, que no puedo recordar…, no puedo recordarlo, Binti… Mirbel… Ahora me quedaré con ustedes…

—¡Maniquíes!

Uno de los Eternos lanzó un grito.

—¿Oyeron eso? Ahora lo veo claro. ¡Nos han burlado! York se valió de una artimaña para alejamos de la Tierra y poner en práctica sus planes.

Mientras tanto, York, en la Tierra, se apartó un poco del concentrador mental con el que había mantenido comunicación telepática con la nave en que iba Kaligor. Gracias a un sencillo mecanismo habían podido transmitir sus reflejos mentales al interior de dos maniquíes que habían colocado a bordo de la nave en que viajaba su aliado. Sus pensamientos, así como los de Vera, habían estado allí y así lo habían determinado los detectores mentales de los Tres Eternos. En ese momento, el instrumento que estaba conectado a los maniquíes no registraba ninguna reacción, lo que era una prueba segura de que los Tres Eternos habían alcanzado finalmente a Kaligor, después de una cacería que se había prolongado por más de tres horas.

—¡Dio resultado, Vera! —Exclamó York—, logramos alejar a los Eternos por lo menos más allá de Plutón. Creyeron que tú y yo viajábamos con Kaligor, cuando en realidad eran unos maniquíes a los que les habíamos puesto unos cerebros electrónicos para que engañaran los detectores de los Eternos. El cerebro de los maniquíes captó nuestros pensamientos, y su rostro fue hecho a semejanza del nuestro, y sus facciones fueron duplicadas con exactitud, por si acaso los Eternos fueran a emplear su sondeo visual para cerciorarse de nuestra presencia en la nave. Aunque, con todo, lo más ingenioso fue el cerebro electrónico que colocamos en la cabeza de los maniquíes.

York soltó una carcajada.

Los Tres Eternos habían sido burlados con una de las tretas más simples y más viejas de la humanidad, Vera, por su parte, mostraba menos júbilo; su actitud era más solemne.

—Todo se lo debemos a Kaligor —murmuró Vera—. Después de todo, el mundo de sus sueños nos fue de gran utilidad para burlar a los Tres Eternos. En pago de eso, está condenado a permanecer flotando en los espacios sin límite, sin llegar a conocer jamás la muerte. Su sacrificio ha sido mucho más grande de lo que llegará a ser el nuestro. Y sin embargo, quizá disfrute de su soledad. Él continuará forjándose sueños en ese universo mental al que ama tanto y al cual pertenece. Quizá vivirá en él. ¿Quién lo sabe?

York asintió conmovido. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Se volvió hacia el tablero de los controles e hizo los preparativos necesarios para sacar la nave de la selva que les había servido de escondite temporal. Aquélla era su propia nave; la que Kaligor tripuló para burlar a los Tres Eternos había sido una réplica exacta que habían construido en las fábricas de Ciudad Sol.

—Disponemos de un poco más de tres horas antes de que vuelvan los Eternos —dijo York—. Tres horas que nos concedió Kaligor a cambio de vagar eterna e irremisiblemente en el espacio.

Unos minutos más tarde, la nave de York se posaba en la isla que estaba destinada a la destrucción total a fin de hacer retroceder el proceso geológico que habían iniciado años antes los Tres Eternos.

York preparó su arma gamma-sónica para iniciar la desintegración instantánea de la isla hasta una profundidad de ocho kilómetros.

Los generadores de la nave funcionaron al máximo.

York apretó los labios y oprimió un botón. Una vez más los incontenibles rayos violáceos brotaron de las potentes bobinas que estaban alimentadas por las fuerzas gravitacionales. Se escuchó un fuerte silbido en el momento en que los rayos chocaron contra la isla y el palacio de mármol de los Tres Eternos, el cual se desmoronó en un abrir y cerrar de ojos.

Gruesas capas de materia se amontonaron para desaparecer instantes después envueltas en unas tenues nubes de humo. Las aguas del océano rugieron y se precipitaron por el gran túnel vertical de cinco kilómetros de longitud que se había formado.

Cuando una nube de vapor de agua alcanzó el casco de la nave, York se elevó a toda velocidad.

Allá, en las profundidades de la Tierra que ellos habían visitado con anterioridad, empezó a formarse un movimiento telúrico en gran escala, el cual se opondría a las fuerzas que habían sido desatadas desde hacía varios años por los Tres Eternos. El terror. Durante algún tiempo, el terror de un terremoto universal reinaría en toda la superficie del globo terráqueo. Pero poco a poco el peligro se iría alejando y el mundo de los mortales seguiría su curso normal.

York confirmó su triunfo tres horas más tarde. Las burbujas que se desprendían del fondo del océano Pacífico habían disminuido a la mitad. Lemuria empezaba a detener su lento resurgimiento. Y en el Atlántico, un continente sepultado en el lecho del mar durante veinte mil años también detuvo su ascenso.

—¡Está consumado! —dijo York respirando profundamente y sin poder ocultar un gesto de orgullo.

La cara de Vera, que durante los días pasados había mostrado una gran preocupación, estaba ahora más sombría.

—¡Está consumado! —repitió, y de manera sorpresiva se arrojó a los brazos de su esposo, sollozando—. ¿Crees que podamos escapar, Tony?

—Temo que no —contestó York cariñosamente—. Los Tres Eternos tratarán de vengarse. Son poderosos más allá de toda medida y nosotros lo sabemos. De nada nos servirá que tratemos de escondernos en el espacio. Nos localizarán con sus aparatos de largo alcance aun cuando estemos a muchos años-luz de distancia. Kaligor se sacrificó y nosotros también tenemos que hacerlo, según habíamos convenido. Lo que importa es que la Tierra esté a salvo; Kaligor, hasta cierto punto, también lo está. ¡Tenemos que pensar de esa manera, encanto de mis edades!

Vera se enjugó las lágrimas.

—Hemos vivido una vida plena, Tony. Hemos disfrutado del amor, de la comprensión y de la sabiduría más allá que cualquier ser humano. Hemos tocado las estrellas por un breve momento y hemos gozado de un fragmento pequeño de la eternidad. Tuvimos sueños hermosos de inmortalidad, semejantes a los de Kaligor. Pero no pudimos escapar a las leyes del destino como lo hicimos con las leyes de la vida. ¡Todo ha terminado para nosotros, y estoy contenta!

Se besaron y permanecieron juntos en su último abrazo. Habían vivido como dioses, pero contrario a ellos, tenían que morir. El dedo del destino así lo había decretado.

Poco después, la potente voz telepática de los Tres Eternos llegó a sus mentes. En ese momento apareció su nave cayendo vertiginosamente. Al ver destruida su isla, se encendió su ira y prometieron cobrarse cara aquella afrenta. York hizo un viraje brusco, como si tratara de escapar de lo inevitable. La nave ovoide de los Tres Eternos se lanzó en su persecución.

Perseguidos y perseguidores se hundieron en el espacio en medio del vacío infinito que ambos conocían tan bien.

Cuando supuso York que se habían alejado de la Tierra lo suficiente para que no sufrieran ningún daño por lo que iba a suceder, se detuvo y sujetó con toda firmeza los controles que hacían funcionar las bobinas de gravedad y que estaban cargadas hasta su máximo con la energía gravitacional que movía al mundo. Sonrió y tomó a Vera en sus brazos para esperar tranquilamente el fin.

Los Tres Eternos ignoraban que York y Vera habían decidido sacrificarse, y, sin disminuir su velocidad, desataron contra la nave de York una descarga para desintegrarla. En ese momento, York soltó toda la carga rugiente de energía de las bobinas. Se produjo un gran resplandor y el propio éter se hizo jirones.

¡Desaparecieron las dos naves!

Mientras, en la Tierra, todos los aparatos eléctricos se quemaron completamente debido a la reacción potente que se produjo al chocar las dos descargas.

Habían desaparecido los dioses que los terrícolas conocían. La mitología en la que se hablaba de Anton York narraría las leyendas de sus hazañas alterándolas a su gusto. Pero los dioses mismos eran unos en el infinito. Sin embargo, no habría mitología que hablara de Kaligor, el eterno soñador, indestructible, que quizá llegaría a caer en algún sol, y que, a pesar de eso, continuaría soñando sin encontrar jamás la muerte.