Capítulo IX

KALIGOR se volvió una vez más hacia la nave que se les acercaba. York y Vera casi podían palpar la tremenda fuerza mental que estaba concentrando poco a poco. De pronto, desató la espantosa descarga de las fuerzas telecinéticas que había acumulado. El resultado fue inmediato, la nave verde empezó a retroceder más y más hasta desaparecer en la inmensidad del espacio.

Tal como lo habían planeado, York desvió en ese mismo instante su nave hacia la dirección opuesta, utilizando la máxima velocidad que podía desarrollar. Continuaron avanzando describiendo arcos elípticos y dejaron vagar la nave al azar.

—Es suficiente —exclamó Kaligor cinco minutos más tarde—. Desconecte la pantalla, pare todos los generadores y bloqueen su mente.

En cuanto se llevó a cabo todo lo anterior, la nave quedó a obscuras e inerte, vagando en el espacio silencioso como cualquier meteorito. Sintieron el sondeo mental de los Tres Eternos, que trataban de localizarlos, pero éste cesó una hora más tarde.

Una voz telepática se dejó oír en el interior de la cabina de la nave.

—De momento han logrado escapar, Kaligor y Anton York —admitieron los Tres Eternos—, pero el triunfo nos pertenece. Volveremos a la Tierra y estableceremos nuestro cuartel general en la isla que pensaban ustedes destruir para salvar la civilización lemuriana. Estaremos en guardia y los destruiremos si regresan. Cuando los antiguos continentes y la civilización atlántica hayan resurgido, iremos en busca de ustedes, aunque sea hasta el rincón más remoto del universo, y allí será la batalla final.

Al darse cuenta Vera de que York y Kaligor estaban a punto de salir de su estado de concentración mental, les indicó por medio de una señal que no lo hicieran, pues con su intuición femenina presentía que los Tres Eternos habían lanzado esa amenaza para descubrirlos. Todos aguardaron, y fue hasta tres horas más tarde cuando cautelosamente salieron de su abstracción. El sondeo mental de los Eternos había cesado.

—Han regresado a la Tierra —suspiró York—. Pero como ellos dicen, triunfaron. Está visto que no podemos penetrar su barrera protectora invisible, pero en una batalla prolongada sí podrán destruir la nuestra.

—¿Por qué no construimos una electro-pantalla más potente, Tony? Además, podríamos buscar alguna fuerza que penetre la suya —sugirió Vera.

Un tanto desalentado, York hizo un ademán negativo con la cabeza.

—Eso nos llevaría años, quizá siglos. Mientras tanto, la civilización sería destruida y eso es precisamente lo que estamos tratando de evitar. Comprende que los Tres Eternos nos llevan una delantera de dieciocho mil años de ciencia. Aventajan también la ciencia de Kaligor, pues mientras estaba él encerrado en su prisión, soñando, el temible trío adquiría y mejoraba sus conocimientos científicos.

—¡Soñando! —Exclamó Kaligor—. ¡Sí, soñando! ¡Ah, si al menos pudiera yo aplicar algo de la ciencia del mundo que forjé en mis sueños! Cuando Mirbel y Binti pelearon contra la mente triple de Kashtal, contaban con un arma maravillosa…, pero no tiene caso. La ciencia de ellos era la de un universo de seis dimensiones que no tiene aplicación en el nuestro. Todo eso es pura fantasía, un sueño…

Al ver que Kaligor entraba nuevamente en su mundo de sueños, en el que todas las crudas realidades se podían resolver, York y Vera sintieron pena por él.

—Sólo hay una esperanza —señaló York—: desarrollar la propia fuerza tele-cinética. Si construimos un concentrador más potente, uno al que podamos aplicar simultáneamente la energía de tu cerebro, del de Kaligor y del mío quizá obtengamos un rayo cuya descarga sea lo bastante poderosa para destruir la barrera en vez de hacerlos retroceder únicamente. ¿Qué opinas de eso, Kaligor?

Pero Kaligor estaba sumido en sus sueños, y Vera le pidió a York que lo dejara en paz.

—Tony —dijo ella suavemente—, sacar a alguien de un hermoso sueño es lo peor que puede hacer una persona. Deja que el pobre de Kaligor vaya saliendo gradualmente del suyo. Ha estado veinte mil años en el mundo de los sueños y sólo unos cuantos días en el nuestro.

Una semana más tarde, después de un viaje efectuado con todas las precauciones posibles para que los Tres Eternos no pudieran descubrirlos con sus aparatos detectores de largo alcance, York y sus compañeros descendieron en una sección aislada de la Luna, procurando mantenerse alejados de los centros de explotación minera que los terrícolas tenían instalados en ese satélite.

No obstante lo afligido de su situación, los divirtió sintonizar el aparato radiorreceptor para escuchar las noticias del mundo de los mortales.

«Acaban de arribar doce naves más y traen quemados todos sus instrumentos. Volvió a repetirse el mismo fenómeno extraño que ocurrió la semana pasada en algún lugar del espacio entre la Tierra y la Luna», dijo un anunciador. «Según los pilotos, al cruzar una zona entre el satélite y nuestro planeta, se desató inesperadamente una descarga de energía, la cual quemó los radiorreceptores y transmisores, los sistemas de alumbrado y los aparatos de intercomunicación de las naves. El doctor Emanuel Harper, el famoso físico, calcula que en algún punto situado a millares de kilómetros de su nave particular se consumieron unos cuarenta y cinco billones de ergios de energía en unos cuantos minutos. Energía suficiente para alumbrar Ciudad Sol durante tres mil años. ¿Quién o qué pudo haber causado dicho fenómeno? ¿Está allá Anton York? En caso afirmativo, ¿qué estará haciendo? Hace mil años movió planetas. ¿Preparará acaso alguna hazaña de ingeniería similar a aquellas con las que asombró a la humanidad de diez siglos atrás?».

Vera sonrió sin mucho entusiasmo y comentó:

—Se está escribiendo otro capítulo en la mitología de Anton York, la verdad del cual ni siquiera sería creída.

Kaligor y York reunieron sus conocimientos científicos y construyeron un enorme concentrador de ondas cerebrales. En el taller de la nave de York había toda clase de herramientas científicas concebibles. Las materias primas que necesitaban las extraían de las moléculas del suelo selenita y las transformaban en el metal o elemento que requerían, aplicando la telecinética química.

Por fin, un día probaron el aparato. York, Vera y Kaligor encauzaron simultáneamente su energía mental en el receptor y el resultado no se hizo esperar. En medio de los fuertes crujidos que producía sintieron la vibración en el exterior de la nave y al asomarse vieron que una montaña lunar que estaba cerca de allí se desplazaba diez metros hacia atrás.

—¿Recuerdas ese viejo proverbio bíblico, Vera? —Dijo York sorprendido ante el resultado—. Si tienes fe, puedes mover las montañas.

York había logrado mover mundos enteros, pero para hacerlo se había valido de la energía producida por máquinas gigantescas. Lo que acababan de hacer se había llevado a cabo utilizando sólo la fuerza mental, derivada de la concentración intensa de sus pensamientos. Y éstos tenían un alcance ilimitado.

Si así lo hubieran deseado, podrían haber hecho que la montaña danzara y volara después en el espacio a la velocidad de la luz.

Sin embargo, York se preguntaba si esa energía que generaban llegaría a superar a la que tenían los Tres Eternos.

York y sus compañeros se dirigieron nuevamente a la Tierra. En esta ocasión lo hicieron abiertamente. Los Tres Eternos habían iniciado en la isla del Pacífico la construcción de un palacio de mármol semejante al que había en el monte Olimpo. La nave de casco verde salió a su encuentro, y la batalla se desarrolló encima de las aguas del océano.

Los Tres Eternos desataron sus descargas de energía contra la electro-pantalla protectora de York y miraron rápidamente su resistencia.

York, Vera y Kaligor se concentraron uniendo sus pensamientos y permanecieron de pie frente al proyector de ondas telepáticas. A una señal de Kaligor los tres aplicaron su energía mental en el receptor.

Un rayo inconmensurable de fuerza telecinética saltó y fue a chocar contra la nave verde, pero no ocurrió nada. La muralla protectora no desapareció como lo habían esperado. Es más, ni la propia nave se movió siquiera un centímetro, como había ocurrido la última vez que se habían enfrentado.

—Volvieron a fracasar —se oyó decir la voz telepática de los Eternos—. Llegamos a la conclusión de que ustedes habían utilizado las fuerzas tele-cinéticas para escapar, e instalamos un radiador repelente que esparciera la energía alrededor de su nave.

A lo lejos, en la superficie del mar, en el punto donde se volvió a unir la energía, las aguas se agitaron violentamente, apartándose y formándose un remolino de más de un kilómetro de diámetro. Las aguas se unieron de nuevo y se levantó una ola como de mil quinientos metros de altura, la que empezó a rodar hacia las costas distantes. Horas más tarde, varias ciudades costeras quedaron destruidas por la marejada más grande registrada en toda la historia.

—¡Ahora —anunció la voz fría—, prepárense a morir!

Una potente descarga sacudió la nave de York y estuvo a punto de traspasar la pantalla protectora. York aceleró los motores y se elevó a toda velocidad. ¡A huir nuevamente, pero en esta ocasión no tenían la menor esperanza de escapar!

Así lo parecía. La nave de los Eternos se lanzó en su persecución para darles caza. Instantes después, todo estaba preparado para mandar la descarga final contra la ya debilitada barrera protectora de York. Dentro de un momento más vendría la destrucción definitiva.

Pero la nave de los Tres Eternos, de manera inexplicable, empezó a ganar velocidad y de pronto pasó vertiginosamente junto a la de York, casi chocando con ella, y siguió avanzando cada vez más aprisa. En pocos instantes se perdió de vista en la vastedad del espacio.

York se volvió y vio que Kaligor continuaba parado frente al proyector telecinético.

—Utilicé el hipnotismo —explicó Kaligor cansado, como si toda la energía de su cerebro se hubiera agotado—, los hipnoticé haciéndoles creer que habíamos hecho invisible la nave. Cambie pronto de curso, York, pues los Tres Eternos regresarán de un momento a otro y dudo que la hipnosis surta efecto dos veces.

Como en la ocasión en que había huido anteriormente, York hizo que la nave describiera arcos elípticos, sin rumbo fijo, hasta que se alejaron al punto opuesto de donde estaban. Los Tres Eternos no aparecieron. Nuevamente habían burlado su persecución.

Una hora después, mientras navegaban lentamente en el espacio, los tres permanecían callados. Estaban descorazonados porque el proyector de ondas telepáticas no les había dado el resultado que esperaban.

—Tenemos que hacer algo —dijo York en un tono de voz que indicaba terquedad—. No podemos abandonar la lucha, Kaligor. Debe de haber algo…, algo…

Kaligor se encogió de hombros con indiferencia y se sumió nuevamente en el mundo de los sueños. York lo envidió y deseó imitarlo, pero sus sueños habían sido últimamente pesadillas en las que se veía perseguido sin cesar por los Tres Eternos hasta los rincones del espacio y del tiempo.

Vera le dijo, sonriendo:

—Debes descansar, Tony —le advirtió amablemente—. Olvidémonos de los Tres Eternos por el momento. Quizá se nos ocurra algo más tarde teniendo la mente despejada. Pongámonos a observar las estrellas. ¿Recuerdas cuando llevamos un asteroide a Venus para que se convirtiera en su satélite? —Murmuró Vera—. ¡Qué felices estábamos cuando lo logramos! Cuántos de los terrícolas que allá vivían suspiraban por un rayo de luna en aquellas largas noches venusinas.

Vera sintió entonces que se estremecía su esposo.

—¡Vera! —exclamó él, entusiasmado—. Me acabas de dar una buena idea. Supongamos que remolcamos otro asteroide y lo llevamos hacia la Tierra imprimiéndole una tremenda velocidad para que choque contra la isla. Los propios Eternos no podrán detener los millones de toneladas de dura roca que se precipiten inesperadamente sobre ellos.

Después de varios esfuerzos, York logró despertar a Kaligor y le expuso su plan.

—¡Estupendo! —exclamó el lemuriano, mostrando su aprobación.

Mientras maniobraban la nave lejos de la vecindad de la Tierra, en dirección de la zona de los asteroides, los alentaba la esperanza una vez más. Después de una búsqueda minuciosa localizaron un pequeño asteroide compacto que mediría aproximadamente unos ocho kilómetros de diámetro. A su lado, la nave parecía un grano de arena. Pero gracias a las ilimitadas fuerzas de su proyector telecinético pudieron sacarlo de su órbita.

Conforme avanzaba por el espacio con rumbo hacia la Tierra, iba adquiriendo mayor velocidad.

York pasó largas horas calculando el curso que debía seguir el asteroide. Tenía que guiarlo hacia un punto preciso de la Tierra, pero había que considerar que, mientras tanto, ésta continuaba describiendo sus inexorables movimientos de rotación y de traslación. York tuvo que aproximar sus cálculos decimales hasta cienmillonésimas de centímetro.

En otras palabras, ésta era una maniobra de super balística en la cual la gran mole desempeñaba el papel de una bala gigante lanzada por un cañón teórico contra un blanco determinado que se movía en las cuatro dimensiones del continuo espacio-tiempo.

—Y sin embargo —continuó York cuando terminó los cálculos—, es realmente más sencillo calcular esta trayectoria, de cientos de millones de kilómetros en el espacio, de lo que sería apuntar un cañón en la Tierra para lograr un blanco que estuviera a sólo mil kilómetros de distancia. Los movimientos y leyes del espacio son precisos e invariables. Los de la Tierra están sujetos a los caprichos del viento, a la temperatura y la densidad del aire. Creo que podremos hacer caer con toda precisión el asteroide en esa pequeña isla.

En el transcurso de dos semanas habían logrado impulsar el asteroide hasta tenerlo situado dentro de la zona donde estaba la isla. Su velocidad había aumentado gradualmente. Sólo faltaba que cuando llegara al campo gravitacional de la Tierra lo venciera para cruzar la atmósfera y caer como una bomba gigantesca sobre el atolón de los Tres Eternos.

—No puede fallar —dijo Kaligor confiadamente mientras revisaba por tercera vez los cálculos matemáticos de York—. Los diabólicos Eternos no tendrán ningún aviso. El asteroide es demasiado pequeño para brillar como una estrella, excepto en los últimos minutos. Brillará con una luz incandescente cuando se precipite en la atmósfera, y unos cuantos segundos más tarde dará en el blanco. Los Tres Eternos quedarán aplastados contra la propia Tierra y, al mismo tiempo, la isla será convertida en añicos, impidiendo que resurja la Atlántida. Es un magnífico plan, York. ¡Ojalá no falle!

Conforme se acercaba la hora cero, a York lo asaltaba la duda. Sin embargo, ¿cómo podrían los Eternos sobrevivir al caerles encima un asteroide?