UNA HORA más tarde, Vera lanzó un suspiro. El sondeo de los Eternos había pasado.
Kaligor fue el primero que habló, y sus palabras iban dirigidas a York.
—Sea usted el guía. Llévenos a la superficie de la Tierra con su onda mental excavadora.
La tarea titánica les llevó un mes; York y Vera se alternaban en la perforación del túnel. Obligados por la necesidad, los dos se convirtieron en verdaderos expertos en la producción de comida, agua y aire, Kaligor se limitaba a servirles en silencio, ya que como era en realidad inmortal, no tenía que comer o tomar agua.
Conforme se iban acercando a la superficie, Kaligor se vio traicionado por un entusiasmo creciente. ¡Volver a ver el sol, el bullicio de la vida después de veinte mil años de sueños aprisionados! Sin embargo, había ocasiones en que el cerebro de Kaligor parecía estar envuelto por la niebla. Las cuerdas vocales artificiales con las que estaba equipado le servían para hablar su antigua lengua. York y Vera imaginaban las imágenes que describía Kaligor y adivinaban que éste continuaba soñando en su fantástico universo poblado de seres que ni siquiera existían.
En una ocasión, el androide se detuvo confuso, y fue hasta una hora después cuando York pudo convencerlo de que el mundo en que estaban era la Tierra, y no ese mundo irreal de sus sueños al que había llamado Volquia. Kaligor movió la cabeza tristemente.
—Yo vivo en dos mundos —murmuró—, ¡nunca estaré seguro de cuál de los dos es el real! ¡Fue demasiado largo el tiempo en que viví en aquellas tierras imaginarias!
Vera se había convertido en el centinela de incalculable valor, siempre alerta para impedir que los sondeos periódicos de los Tres Eternos pudieran descubrirlos con el detector mental de largo alcance que tenían instalado en su laboratorio del monte Olimpo. La ágil mente de Vera captaba al instante lo que la mente de sus dos acompañantes hubieran detectado cuando era demasiado tarde. Por lo tanto, cuando les hacía ella una señal, ellos instantáneamente se concentraban para bloquear sus pensamientos.
Tal como York lo había planeado cuidadosamente, el túnel desembocó en tierras australianas. Hubiera sido desastrosa cualquier equivocación que los hubiera hecho salir a aguas del Pacífico. York y Vera llenaron a sus anchas los pulmones con el aire puro y disfrutaron de los cálidos rayos solares que acariciaban su piel.
Kaligor se apoyó contra una roca; su cuerpo, extrañamente flexible, temblaba. Al fin libre de su tumba, la suya era la emoción de un alma resucitada, que había sido sepultada por equivocación y cuya tortura se había intensificado un millón de veces.
Se olvidaron de todo al verse en la superficie de la Tierra.
—¡El sondeo mental! —exclamó Vera repentinamente.
Bloquearon su mente, pero lo hicieron un segundo demasiado tarde. El sondeo mental se convirtió en una fuerza tremenda que trataba de penetrar en lo profundo de su cerebro. Los tres hicieron todo lo que pudieron por resistirla. Kaligor hizo un ademán y empezó a correr. Seguido por la pareja de inmortales, avanzó más de un kilómetro hasta sentir que cesaba el sondeo del detector.
—Perdieron el contacto —dijo York, jadeante—. No creo que en tan corto tiempo hayan averiguado exactamente en dónde estamos; pero saben que estamos en Australia ¡y que nos encontramos vivos! Es necesario que nos traslademos tan pronto como sea posible a la Ciudad Sol para refugiarnos en mi nave. Al menos en ella, si nos encuentran, podremos huir volando.
Sin dejar de mantenerse en estado alerta, los tres emprendieron el viaje. Les llevó una semana entera cruzar la selva y el desierto para llegar a un puerto. Para no descubrir su personalidad, los dos se hicieron pasar por exploradores, y a Kaligor lo presentaron como el robot que los ayudaba a efectuar las labores pesadas. Subieron en un avión de pasajeros que los llevaría a la Ciudad Sol. Por la falta de papel moneda, consistente en unidades de trabajo basadas en un sistema tecnológico, tuvo York que valerse del hipnotismo para hacerle creer a los empleados de tal línea aérea que ya habían pagado el importe de sus pasajes.
Pero esos detalles eran triviales en el mundo de los mortales. El pensamiento que los atormentaba era la batalla que tendrían que sostener para salvar la civilización del yugo despiadado de los Tres Eternos.
Al llegar a la Ciudad Sol, se trasladaron a toda prisa a la nave de York, la que había quedado estacionada en un muelle especial. Una vez en el interior, York respiró tranquilo por primera vez en muchos días. Le dijo a Vera que tomara los controles y que pusiera proa hacia el Pacífico del Sur. Luego se puso a revisar todos los datos de las fuerzas geológicas que había obtenido en la exploración subterránea.
—Lo primero que tenemos que hacer, es provocar la explosión de la isla clave que neutralizará el resurgimiento de la Atlántida y de Lemuria a la superficie —explicó a sus compañeros—. Después de eso, consideraremos el problema de los Tres Eternos.
Kaligor hizo un ademán afirmativo y en sus ojos brillantes apareció una mirada en la que era evidente el placer que le causaba la idea de verse muy pronto frente a los Tres, que lo habían condenado a que se quedara sepultado durante toda la eternidad.
—Me causa extrañeza el que desde hace varias horas los Tres no hayan tratado de sondear nuestros pensamientos —dijo Vera—, esto es de mal agüero, Tony.
Cuando se acercaron a la diminuta isla que tenían que destruir, comprendieron por qué los Tres no habían hecho más sondeos. Allí, esperándolos y brillando con la luz del sol, estaba una nave electro protectora, por si atacaban. Pero contrario a aquello, oyeron claramente la voz telepática de los moradores del Olimpo.
—De manera, Anton York, que te las arreglaste para escapar de tu prisión de rocas. Deploramos nuevamente el haberte subestimado. ¿Cómo conseguiste huir?
York permaneció en silencio.
—No importa que no contestes —continuó diciendo tranquilamente la voz telepática—. Después de que te descubrimos con nuestro detector mental, y que supimos que estabas en Australia, al no poder localizarte por segunda ocasión, nos trasladamos a este sitio, pues sabíamos que vendrías acá. Tenemos algo que agradecerte; has despertado en nosotros un nuevo interés por las cosas terrestres, aligerando con ello el peso de nuestro tedio. ¡Si pudieras presentarnos una mayor oposición, darnos alguna pelea violenta, te rendiríamos pleitesía por la diversión!
«¿Fanfarronería? No exactamente», pensó York. Había un tono de sinceridad en aquellas palabras irónicas.
—Claro está que no podrás oponértenos. Nuestros veinte mil años de ciencia aplastarán tus dos mil —dijo el portavoz de los Tres Eternos—. ¿Quién es la persona que está con ustedes en su nave?
Cuando Kaligor escuchó la voz de sus enemigos acérrimos, empezó a temblar. Armándose de valor, contestó:
—¡Soy yo, Kaligor! ¿Me recuerdan?
—¡Kaligor! —exclamaron los Tres.
Un instante después, un extraño rayo de luz procedente de la otra nave, penetró en la cabina de York. El rayo se movió de un lado a otro, hasta que finalmente se posó en el cuerpo del robot. Un ojo especial situado en el extremo del rayo lo recorrió de arriba abajo y parecía que expresaba un verdadero asombro.
Finalmente, los Tres Eternos rompieron el silencio:
—Sí, eres Kaligor. El tele-ojo refleja tu imagen en nuestra pantalla. ¿Te puso Anton York en libertad?
Kaligor les hizo un relato breve de su rescate. En sus palabras había un tono de satisfacción.
—De modo que estoy aquí frente a ustedes, los Tres Eternos, como un fantasma surgido del pasado —terminó de hablar en tono amenazador.
—¡Kaligor, con Anton York! —El pensamiento involuntario de uno de los Eternos fue apenas perceptible, pero lo traicionaba, como si el pensar en esa combinación le hubiera causado algún temor—. Pero no importa. Estamos a punto de destruir esa nave, y tú, Kaligor, aunque eres indestructible, caerás al fondo del mar donde te capturaremos nuevamente para encerrarte en el propio centro de la Tierra. No habrá nadie que se atreva a rescatarte de allí. Permanecerás en ese sitio acompañado por tus sueños interminables mientras nosotros aniquilamos la civilización de lemurianos para construir la segunda era de los atlantes.
—Ustedes son seniles, aunque no física pero sí mentalmente —contestó Kaligor—, la Atlántida y todo lo que representaba pertenece al pasado. Prevalecerán los principios y la cultura de Lemuria. Yo, Kaligor, se lo digo y…
En ese momento los Tres Eternos abrieron fuego. Una descarga silenciosa de energía se estrelló contra la electro-pantalla de la nave de York. La primera descarga quedó neutralizada, pero las que siguieron empezaron a hacer subir cada vez más alto una aguja que marcaba qué punto corría peligro la pantalla de ser traspasada. Un solo toque del rayo desintegrador de los que lanzaban los Eternos sería suficiente para desbaratar como calabaza podrida la nave de la pareja inmortal. York no perdió tiempo en disparar sus armas sin dejar de olvidar que cuando intentó destruir la barrera invisible que protegía la morada en el monte Olimpo, sus rayos gamma-sónicos no habían causado ningún efecto. Sin pensarlo más, se elevó hacia el espacio abierto para no dar oportunidad a que los Tres Eternos fueran a paralizarlos con sus rayos.
—¡Qué torpe! —Murmuró York—. Debí sospechar que nos esperarían ellos aquí y nunca debí venir sin el armamento adecuado.
York remontó el vuelo verticalmente, como una flecha. Ya en pleno espacio, trató de imprimirle a su vehículo la máxima aceleración. La nave de color verde de los Eternos se lanzó en su persecución y poco a poco, pero inexorablemente, se les fue acercando. Cualquier principio de super velocidad que hubiera podido descubrir York en sus dos mil años de experimentación tenía que ser conocido por los Eternos.
—¿Qué haremos, Tony? —gimió Vera.
York no le contestó, sino que se volvió hacia el hombre robot.
—¿Se te ocurre algo, Kaligor?
El robot, que estaba acurrucado en un rincón de la cabina, permaneció en silencio.
—¡Kaligor! —gritó York fuertemente.
El lemuriano levantó la cabeza.
—¿Qué? ¿Eres tú, Binti? No…, no…, ¿qué estoy diciendo? ¡Se llama Vera York! ¿En qué mundo estamos? Dígame, estoy confuso.
—¡En la Tierra, Kaligor! —Gruñó York—. Sal de tu mundo de fantasía. Los Tres Eternos…
En eso, una ráfaga de luz cegadora provocada por los rayos gaseosos del enemigo al chocar contra la pantalla protectora hizo que Kaligor volviera a la realidad.
—¡La onda telepática, York! ¡Úsela! Ordene que desaparezca el muro de energía que protege la nave de los Tres Eternos.
York se reprochó su estupidez por no haber pensado antes en ello. Vera tomó los controles y York aplicó su mirada en la nave enemiga, concentrándose. Proyectó sobre la pantalla protectora de los Eternos hasta el último miligramo de la energía telepática de su cerebro y luego disparó el rayo gamma-sónico.
Pero la fuerza telecinética que había fundido las duras rocas como si fueran masilla no fue lo suficientemente fuerte para fundir el muro de energía que protegía la nave de los Eternos. Era energía pura oponiéndose a otra semejante. El único efecto que se advirtió fue que la nave de color verde se detuvo por un instante, como si hubiera tropezado con algo.
York probó una y otra vez, debilitando su cerebro con el terrible esfuerzo que hacía. Lograba detener momentáneamente la nave, pero el muro protector no cedía. Tambaleándose, York se quitó de la oreja el concentrador de ondas cerebrales y se lo entregó a Kaligor.
—Haz tú la prueba —le dijo York.
Kaligor oprimió el diminuto aparato contra su frente. York y Vera no pudieron apreciar en aquel rostro sin facciones la concentración mental del robot, pero la nave de los Eternos se sacudió y empezó a retroceder. Aquello se repitió a cada descarga de la fuerza telecinética.
—El muro de energía es impenetrable —dijo Kaligor—. Ellos nos derrotarán, a menos que…
Kaligor esbozó un plan rápidamente. York estuvo de acuerdo y esperó con los nervios en tensión.